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Authors: Bernard Minier

Tags: #Policíaco, #Thriller

El círculo (62 page)

—Como si el teléfono hubiera quedado destruido o fuera de servicio, abandonado en algún sitio —dedujo Espérandieu.

—Exacto. Y eso no es todo. Sigue ampliando.

Espérandieu hizo bajar un poco más el cursor y el territorio representado se siguió agrandando. Servaz deslizó el dedo desde el restaurante a la antena y después prolongó la trayectoria.

—Mierda —exclamó su ayudante al ver que el dedo se acercaba cada vez más a un lugar cuyo nombre habían leído por lo menos cien veces en el curso de las últimas horas: el lago de Néouvielle.

★ ★ ★

Ziegler montaba en su Suzuki delante del tribunal pensando en la lección que acababa de darle al abogado de oficio y observando el negro cielo cuando en su bolsillo resonó
Singing in the rain
. Se subió la cremallera de la cazadora de cuero observando la pantalla del iPhone: Martin.

—Hiciste submarinismo en Grecia, ¿no? —le preguntó este cuando descolgó—. ¿Con o sin botellas?

Se puso de inmediato en guardia, debido a la incongruencia de la pregunta.

—Con —respondió, al tiempo que se despertaba su curiosidad.

—¿Te desenvuelves bien buceando?

—¡Ja, ja! —contestó con una risita seca—. Soy monitora federal de primera categoría y, por consiguiente, monitora dos estrellas en la confederación mundial de actividades subacuáticas.

Oyó que él emitía un silbido.

—Eso suena estupendo. Supongo que quiere decir que sí, ¿no?

—Martin, ¿por qué quieres saber eso?

Se lo explicó.

★ ★ ★

—Y tú ¿has hecho submarinismo?

—Con una máscara y un tubo, sí, un par de veces…

—Hablo en serio. ¿Y con botellas?

—Eh… sí, varias veces, pero hace mucho.

Era mentira. En total, solo se había sumergido con botellas una vez en toda su vida… en una piscina… en compañía de Alexandra y de un instructor.

—¿Cuándo fue eso?

—Mmm… hará unos quince años… o quizás un poco más…

—Es una idea malísima.

—Es la única que se me ocurre. No podemos permitirnos esperar el visto bueno de la fiscalía y tener un equipo de buceadores a nuestra disposición. La prensa va a apoderarse de la noticia en cuestión de horas. Después de todo, no es más que un pequeño lago… Y no hay tiburones —trató de bromear.

—Insisto en que es una mala idea, joder.

—¿Tienes lo que se necesita de material? ¿Un traje de buzo para mí?

—Sí… Creo que podré encontrar uno.

—Muy bien. ¿Dentro de cuánto te paso a buscar?

—Tengo cita con el comandante de la compañía. Dentro de dos horas.

Ardía de curiosidad por saber qué había encontrado Martin. Lo de Zlatan Jovanovic tendría que esperar.

Botellas de oxígeno, inmersión en un lago…

«En el fondo debe de haber un tesoro», se dijo.

44
INMERSIÓN

La tarde estaba más que mediada cuando se desviaron por la pista de tierra, mientras por poniente prosperaban los oscuros nubarrones. Avanzaron dando sacudidas hasta la cadena cerrada con un candado. En el medio colgaba un oxidado cartel que decía: Prohibido bañarse.

El lago y la presa surgieron ante ellos. Servaz observó la otra orilla, situada a doscientos metros de allí, a poca distancia de la cual la carretera trazaba una cerrada curva. Fue en ese lugar donde el autocar salió proyectado a la pendiente. Por aquella vía era imposible llegar al lago, ya que el ribazo de abajo descendía a lo largo de diez metros en un escabroso terreno al que solo se aferraban algunos viejos árboles cuyas desnudas raíces se hundían en el agua, dando testimonio de los sucesivos corrimientos de tierra. Entre sus ramificaciones afloraba un manto de ramas y detritus. En otros tramos, aun sin ser tan pronunciada, la pendiente era considerable y, sobre todo, la densidad de la vegetación de abetos y arbustos desaconsejaba pasar por allí para acceder al lago en traje de inmersión.

El único acceso lo proporcionaba el camino donde se encontraban.

Servaz apagó el aire acondicionado y, cuando abrió la puerta, el calor del día cayó sobre él como una prenda de vestir que hubiera dejado olvidada en pleno sol. Irène ya había rodeado el Cherokee y abierto el maletero. Mientras se desvestía, Servaz advirtió que estaba muy morena. También reparó en sus largas y musculosas piernas, el vientre plano y los menudos pechos. Cuando ella ya se ponía el traje de caucho negro encima de las bragas y el sujetador rosa, él empezó a quitarse la ropa.

—Tenemos que darnos prisa —dijo ella, mirando las nubes.

La tormenta rugía y se arremolinaba a lo lejos. De vez en cuando, estallaba un silencioso relámpago, pero seguía sin llover. Ziegler sacó el otro traje del coche y le ayudó a ponérselo. Le resultó desagradable el frío contacto del neopreno en la piel. Trató de recordar las explicaciones que ella le había hecho repetir varias veces en el coche y comenzó a arrepentirse de haber tomado aquella iniciativa.

—Parece que la tormenta está a punto de descargar —señaló ella—. No estoy segura de que sea una buena idea.

—No tengo ninguna más —repitió él.

—Quizá podríamos esperar a mañana. Un equipo de buzos peinará el lago. Si hay algo ahí, ellos lo encontrarán.

—Mañana,
La República de Marsac
va a publicar un artículo en el que divulgará que la policía está tratando de hallar un punto en común entre el accidente y el asesinato de Claire Diemar, y toda la prensa se va a interesar por el asunto. Si hay algo allí abajo, no quiero que la prensa esté presente para verlo.

—Si me dijeras lo que buscamos, estaría bien.

—Un Mercedes gris, con alguien en su interior quizá.

—Ni más ni menos.

Por un instante estuvo a punto de renunciar, pero un resto de orgullo le impidió demostrar su flaqueza. Ella, que lo percibió en su mirada, sacudió la cabeza con un suspiro, aunque sin añadir nada. Después de repetirle las explicaciones concernientes al regulador y a la respiración, le colocó la botella en la espalda. Luego ajustó las correas y distribuyó los tubos del regulador, la máscara y el tubo en los hombros y el torso.

—Esto es el
stab
—dijo, señalando el chaleco estabilizador—. Se infla y se desinfla con estos pulsadores de aquí, tal como te he mostrado. En la superficie siempre tiene que estar inflado. Eso te permitirá mantenerte fuera del agua sin esfuerzo. El
stab
va atado con esta correa a la botella, que a su vez está sujeta el descompresor. Hay que introducirlo así en la boca. Puedes morder un poco la goma si te da miedo perderlo.

Intentó respirar. Le pareció que el aire presentaba una resistencia en el tubo, aunque sin duda se debía al estrés. El corazón le latía con fuerza. Irène comprobó la colocación del cinturón, de las aletas y después le colocó el ordenador de buceo, parecido a un reloj, en la muñeca.

—Esto es la profundidad y esto, la temperatura. Y aquí marca el tiempo transcurrido. De todas maneras, no te pienso perder de vista y permaneceremos como mucho cuarenta y cinco minutos en el agua, ¿de acuerdo?

Asintió con la cabeza. Luego trató de moverse. Dio dos pasos al frente, levantando las rodillas para no tropezar con las aletas. Se sentía patoso, desequilibrado. El peso de la botella le creaba la impresión de que alguien se divertía a su costa tirando de él hacia atrás y que de un momento a otro se iba a caer de espaldas.

Ziegler cerró la puerta del maletero del Cherokee y el ruido hizo dispersar una bandada de pájaros en los pinos y abetos del otro lado del lago. Aparte de ello y descontando el cálido viento que agitaba las hojas y los truenos que gravitaban en el cielo, el silencio era absoluto.

—Bueno, resumamos. Con el día declinando, allá abajo va a ponerse oscuro pronto. Sitúa siempre la linterna delante de tu mano para que yo comprenda lo que quieres decir. Si todo va bien, haces la señal de OK. —Juntó el pulgar y el índice formando un círculo—. Teniendo en cuenta que eres un principiante, vas a agotar las reservas mucho más deprisa que yo, así que no te olvides de comprobarlo regularmente. Dispones de aire para una hora. Y si tienes un problema, o si nos separamos, agita la linterna en todas direcciones y quédate quieto. Yo iré a buscarte. ¿Queda claro?

Lo que estaba claro era que cada vez tenía menos ganas de ir. Aun así, realizó un gesto afirmativo, apretando más de lo necesario la boquilla del descompresor, con las mandíbulas crispadas.

—Otra cosa, inspira, pero no te olvides de espirar a intervalos regulares. Debajo del agua, si se hinchan demasiado de aire los pulmones, uno remonta sin querer a la superficie. Si te ocurriera eso, acuérdate de que tienes que espirar lentamente, porque, al dilatarse el aire en los pulmones a medida que subes, podría ser peligroso.

«Estupendo». Un ave lanzó un ronco chillido y alzó el vuelo rozando la superficie del agua.

—Es una absoluta estupidez —añadió Ziegler—. ¿Estás seguro de que quieres hacerlo?

Una vez más, asintió con la cabeza.

Con un encogimiento de hombros, ella dio media vuelta y entró de espaldas en el agua, mirando hacia la orilla, produciendo un casi inaudible chapoteo. Él la imitó y enseguida sintió el frescor del agua a través del traje. Aunque no era desagradable, porque ya empezaba a asfixiarse, no estaba seguro de que la impresión fuera a ser la misma después de pasar una hora allá abajo. «Un lago de montaña —pensó—. Nada que ver con las Seychelles…».

Cuando el agua les llegó al pecho, la gendarme escupió en la máscara y tras extender la saliva en la superficie de plexiglás, la enjuagó antes de ajustársela en la nariz. Servaz siguió su ejemplo. Después hundió la cara en el agua e inspeccionó el fondo. El lodo que habían removido había propagado miles de partículas que le impidieron ver algo. «Esperemos que esté menos turbio en el fondo».

—Otra cosa. Cuando te suelte la mano, mantente a la misma altura que yo. No te alejes más de tres metros. No quiero perderte de vista. Y no olvides equilibrar la presión en los tímpanos apretándote la nariz y espirando. Así disminuirá el zumbido en las orejas. Este lago es profundo y al cabo de dos o tres metros ya se notan los efectos de la presión.

Efectuó el signo OK y ella esbozó una sonrisa. Parecía aún más nerviosa que él.

—Ponte la boquilla en la boca —le indicó.

Luego lo cogió por la mano y se tumbaron en el agua agitando las aletas. Una vez que se hubieron distanciado de la orilla, Irène le indicó que desinflara el chaleco y después iniciaron el descenso en medio de una nube de burbujas.

Le costó varios segundos acostumbrarse al regulador. Mientras tanto tomó conciencia de que le exigía un verdadero esfuerzo respirar bajo el agua. Los recuerdos de su experiencia en piscina, que databan de veinte años atrás, cobraron vida, y entonces se acordó de que, ya entonces, no le había gustado nada la sensación.

Pese a la proximidad de la orilla, se encontraban ya en una tenebrosa masa cuyo límite no alcanzaba a percibir pese a la luz de las linternas. Irène lo guiaba, llevándolo de la mano, mientras seguían bajando. El aire silbaba cuando inspiraba y cuando espiraba se formaban burbujas a su alrededor. Después, en el haz de las linternas apareció polvo en suspensión y enseguida se hizo visible el fondo, irregular, pendiente y cubierto de una gran pradera de algas, que ondeaban como una cabellera movida por las corrientes, cinco metros más abajo. Al mismo tiempo, percibió un dolor cada vez más intenso en los tímpanos, acompañado de un zumbido. Con una mueca, soltó a Ziegler para llevarse la mano al oído. Al instante, ella lo cogió por el chaleco y lo obligó a subir. Mirándolo a través de la máscara, efectuó el gesto para equilibrar, espirando con los dedos colocados en pinza en la nariz. Al efectuarlo, él notó cómo le salía una gran burbuja de aire del oído. El dolor desapareció y ya solo oía un ligero zumbido. Resolviendo que era soportable, realizó la señal de OK y reanudaron el descenso, durante el cual equilibraron dos veces más la presión.

Una vez en el fondo, las carnosas cintas de las algas les rozaron la barriga. Nadaban en la dirección donde había más probabilidades de que se hubiera despeñado el coche desde la carretera. Irène aún no le había soltado la mano y, sin embargo, se sentía solo en el mundo. Solo con sus pensamientos, y con su estrés.

«Ligero…».

Con la impresión de haberse vuelto ingrávido.

«Silencioso…».

Lo único que oía era el sonido del burbujeo y el eco de su respiración, que se volvía cada vez menos opresiva.

Echó un vistazo al ordenador de buceo.

Quince metros.

Al cabo de un momento, Ziegler le soltó la mano y lo miró. Una vez que le hubo confirmado con un gesto que todo estaba normal, se apartó de él y siguió nadando en la misma dirección. Servaz escrutó en torno a sí. No había mucho que ver. Estaban solos en el fondo de un lago en el que a nadie se le ocurriría buscarlos si sucedía algo y se sentía muy vulnerable. Su nerviosismo iba en aumento, ahora que ella ya no le sujetaba la mano. «Bueno, cálmate, estás tan solo a unos metros de la superficie. Bastará con que te llenes los pulmones e infles el chaleco para subir».

Claro que Ziegler le había hablado de unas etapas que había que respetar, incluso a aquella profundidad. También había resaltado que era muy importante no ceder al pánico. «Mierda». Miró hacia arriba y vio una vaga y lejana luz, más gris que azulada. Quizá se había desatado la tormenta. Aquella idea acabó de angustiarlo, dificultándole la respiración. «Cálmate. Espira». Concentrándose en lo que tenía ante sí, inspeccionó el fangoso lecho que abarcaba el haz de la linterna. Al volver la cabeza, vio a Ziegler, que, apenas tres metros más allá, proseguía la exploración moviendo la linterna de un lado a otro, ligera y tranquila, ondulante como una sirena. No le prestaba la más mínima atención. Aunque se pusiera a chillar, no lo oiría. «Si tienes un problema, o si nos separamos, agita la linterna en todas direcciones y quédate quieto. Yo iré a buscarte…».

El fondo del lago se había vuelto más irregular. Las rocas, tocones de árboles y pequeños montículos que sortear componían un paisaje igual de accidentado que en la superficie, cada vez más parecido a un vertedero a cielo abierto. Servaz iluminó un gran tocón, subió un poco para franquearlo y volvió a descender hacia la pradera de algas. Después, cuando el suelo empezó a elevarse de manera sensible, lanzó una ojeada a Ziegler. Sin darse cuenta, se habían alejado aún más el uno del otro. Al constatarlo, volvió a experimentar un acceso de pánico. Se encontraba solo consigo mismo y los miles de metros cúbicos de hostiles aguas que se acumulaban contra la delgada película de plexiglás de su máscara.

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