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Authors: Bernard Minier

Tags: #Policíaco, #Thriller

El círculo (58 page)

Rememoró el beso. Había sido un beso forzado, una estratagema, pero un beso de todas formas… Hacía algo más de un año había tenido un amante de la edad de su padre, muy experimentado, casado y con dos hijos. Había puesto fin a su relación de manera brusca, y ella sospechaba que su padre había tenido algo que ver con ello. Desde entonces, había tenido tres aventuras. En total, había conocido media docena de hombres. Descontando la calamitosa experiencia que tuvo a los catorce años, Elias era sin duda el menos experto. Por la manera como la había besado, había notado que sus múltiples competencias no se prolongaban hasta ese terreno. ¿Por qué tenía entonces tantas ganas de volver a las andadas con él?

Comprendía que la tensión, la excitación y el miedo que habían experimentado juntos habían influido, pero aquella no era la única explicación. Pese a su impericia y a su imprevisible y extraño comportamiento, se daba cuenta de que Elias le gustaba. Después se acordó de algo.

Tenía que avisar a su padre.

De una manera u otra, lo que habían visto guardaba relación con lo que le había ocurrido a su profesora; estaba convencida de ello. Tenía que concentrarse en esa cuestión. La atenazaba un inexplicable sentimiento de urgencia. ¿Por qué no la había vuelto a llamar? Sus pensamientos iban y venían, de su padre a Elias… Imaginó a este, deprimido en su habitación, y de repente sintió la necesidad de hacerle saber que para ella tampoco era anodino lo que había pasado. Cogió el
smartphone
y tecleó un mensaje:

¿Estás ahí?

La respuesta se hizo esperar:

?

Nos vemos abajo, en el vestíbulo

?

Tengo que decirte algo

No tengo ganas

Por favor

¿Qué quieres?

Te lo diré allí

¿No puede esperar?

No. Importante. Sé que te he ofendido. Te lo pido como a un amigo

No hubo respuesta. Volvió a mandar un mensaje.

¿Elias?

Vale

Se levantó, fue a refrescarse al lavabo y, después de meterse un chicle en la boca, salió. Cuando llegó al pie de las escaleras, Elias no estaba, y ya empezaba a dudar de si iría cuando por fin apareció, con cara de pocos amigos.

—¿Qué quieres? —preguntó.

Procuró encontrar algo que decir, hasta que de pronto se le ocurrió por dónde debía empezar. Se acercó y, cuando lo tuvo al lado, pegó los labios a los suyos. En lugar de corresponder al beso, él se puso tenso, frío como el mármol. Ella lo prolongó, con todo, hasta que él se desbloqueó y la abrazó.

—Perdón —murmuró ella.

Había apoyado la mano en su nuca y lo miraba a los ojos cuando su BlackBerry se puso a sonar en el bolsillo de su pantalón. No hizo caso, pero el aparato insistía. Elias fue el primero en apartarse.

—Disculpa —le dijo.

Miró la pantalla. Su padre… «¡Mierda!». Estaba segura de que, si no respondía, iba a volver a enviar a Samira.

—¿Papá?

—¿Te despierto?

—Eh… no.

—Bueno. Ahora llego.

—¿Ahora?

—Querías decirme algo importante. Perdona, cariño, pero no he tenido ni un minuto hasta ahora. Eh… esta noche han pasado bastantes cosas.

«Y que lo digas».

—Estaré ahí dentro de cinco minutos —añadió.

No le dio tiempo a responder. Había colgado.

★ ★ ★

David siempre había considerado la muerte como una amiga, una cómplice, una confidente que lo acompañaba desde hacía mucho. Al contrario de la mayoría de la gente, no solo no la temía, sino que a veces la consideraba como una posible esposa, una novia. Aquello de ser el novio de la muerte era una fórmula romántica, en exceso quizás, al estilo de Novalis o Mishima, pero a él no le disgustaba la idea. Sabía que el mal que padecía tenía un nombre, el nombre de «depresión», una palabra que producía casi tanto miedo como la palabra «cáncer». También sabía que se lo debía a su padre y a su hermano mayor, a aquella negra simiente que habían sembrado de manera incipiente en su cerebro haciéndole comprender, día tras día, año tras año, que era el fracasado de la familia, el patito feo. Hasta el más incapaz de los psicólogos habría podido leer en su infancia como en un libro abierto. Un padre distante y autoritario que reinaba sobre varias decenas de miles de empleados, cuya aureola era perceptible para cualquiera; un hermano mayor, paradigma del heredero modelo, que había elegido muy pronto el bando del padre y multiplicaba las humillaciones destinadas a él; un hermano menor que se había ahogado de forma accidental en la piscina de la casa cuando David cuidaba de él; una madre obsesionada consigo misma, encerrada en su propio universo interior. El papá Freud habría podido escribir todo un libro sobre su familia. Por lo demás, entre los catorce y los diecisiete años, su madre lo había llevado a todos los médicos de la región, pero la depresión no había desaparecido. Había ocasiones en las que conseguía, no obstante, mantenerla a distancia, en las que quedaba reducida a una vaga sombra amenazadora en una soleada tarde, en la que podía reír de verdad e incluso sentir alegría, y otras en las que las tinieblas se abatían sobre él, como en ese momento, haciéndole temer el día en que ya no lo soltarían más.

Sí, la muerte era una opción válida, la única capaz de liberarlo de aquella sombra.

Y lo sería tanto más si servía para sacar de la cárcel al único hermano que había tenido nunca, a Hugo. Hugo, que le había hecho ver la poca admiración que se merecía su padre y lo cretino que era su hermano de sangre. Hugo, que le había hecho comprender que no tenía nada que envidiarles, que ganar dinero era un talento banal, mucho más ordinario en cualquier caso que ser un nuevo Basquiat o un Radiguet. Aquello no había sido suficiente, desde luego, pero lo había ayudado. Cuando Hugo estaba cerca, David sentía que la melancolía cedía un poco. La estancia de Hugo en la cárcel le había hecho tomar, con todo, conciencia de algo que hasta entonces había preferido no mirar de frente: Hugo no estaría siempre con él. Un día u otro se iría. Y ese día, la depresión volvería al galope, más ávida, más hambrienta, más cruel que nunca. Ese día, lo devoraría y vomitaría su alma vacía como un montoncillo de huesos roídos por un buitre. Ya la presentía, rondando con impaciencia encima de él, aguardando la hora propicia. No tenía la menor duda: ella iba a ganar. Nunca se libraría. ¿De qué servía entonces esperar?

Tendido en su arrugada cama, con las manos entrelazadas bajo la nuca, miraba el póster de Kurt Cobain colgado de la pared pensando en ese policía, el padre de Margot. Daños colaterales, como dicen los héroes de las series B. Ese policía sería un daño colateral. Denunciándose como culpable y arrastrando a ese policía a la muerte, exculparía de manera definitiva a Hugo. La idea le parecía cada vez más tentadora, aunque tampoco era tan fácil llevarla a la práctica.

41
DOPPELGÄNGER

Disimulado en la espesura, se movió un poco y realizó algunos ejercicios de estiramiento. Después desenroscó el termo, se metió —tal como había hecho Samira a un centenar de metros de allí— un comprimido de Modafinilo en la lengua y lo engulló con un sorbo de café, al que había añadido un poco de Red Bull. El sabor era extraño, pero con eso iba a estar más despierto, pese a la hora, que el Vesubio el día 24 de agosto del año 79.

Así podría aguantar varias horas.

Era interesante la vista que había desde aquella colina. Pese a que los edificios del instituto quedaban a varios centenares de metros, con sus prismáticos de visión nocturna podía observar todo lo que allí ocurría. Había reconocido al comandante. A las otras personas no las conocía. También había identificado a la policía, que permanecía al amparo de los arbustos, detrás del instituto, y a su compañero, sentado en el coche. Este último no tenía ninguna pretensión de ocultarse por lo demás. Hirtmann había comprendido enseguida que Martin lo había colocado allí para disuadirlo de acercarse. La idea le gustó. Le agradaba que Martin lo tuviera siempre presente.

«Martin, Martin…».

Le había tomado apego a ese policía, desde el día en que fue a verlo al Instituto Wargnier, cuando hizo aquellos pertinentes comentarios sobre Mahler. Ese día había caído una abundante nevada y el paisaje estaba blanco al otro lado de la ventana. El frío de diciembre pesaba sobre los formidables muros de piedra del instituto y sobre aquel puñetero e inhóspito valle. Elisabeth Ferney había ido a avisarlo de que iba a tener la visita de un policía de Toulouse, una gendarme y un juez. El ADN que habían encontrado allá arriba, en la central hidroeléctrica donde se había producido el crimen, era suyo. ¡El ADN de un hombre encerrado en el centro psiquiátrico con más medidas de seguridad de Europa! Él había sonreído imaginando su desconcierto y su perplejidad. No fue, sin embargo, eso lo que percibió en la cara de aquel policía cuando entró en su celda. El suizo no había olvidado aquel momento. Mientras los esperaba, se entretenía como podía y permanecía absorto en el primer movimiento de la
Cuarta sinfonía
cuando el doctor Xavier hizo pasar a la visita. Aquella fue la primera vez que vio a Martin. Se percató perfectamente de cómo se estremeció al reconocer la música. Después, Martin le procuró una gran sorpresa y una gran alegría, pronunciando un nombre: Mahler. Hirtmann no salía de su asombro. Luego su corazón estalló de gozo cuando, escuchándolo y observándolo, comprendió que tenía ante sí a su
doppelgänger
, su alma gemela, un doble que había elegido la senda de la luz y no la de la oscuridad. Vivir consiste en elegir, ¿no es así? A Hirtmann le había bastado con un solo encuentro con él para comprender que Martin se le parecía mucho más de lo que él creía. Le habría gustado convencerlo de sus afinidades electivas, pero no era poca cosa que Martin pensara a menudo en él. Había vislumbrado a un hombre que, como él, detestaba la vulgaridad de las formas de ocio modernas, la estupidez consumista de las generaciones actuales, la pobreza de sus aficiones y gustos, la trivialidad de sus ideas, sus comportamientos gregarios y su incurable filisteísmo. También era un hombre solo. Oh, sí, los dos se comprendían, aunque a Martin le costara sin duda reconocerlo. Eran tan parecidos como podrían serlo dos verdaderos gemelos a los que hubieran separado en el momento de nacer.

Desde entonces, Hirtmann no podía dejar de pensar en Martin, ni tampoco en Alexandra, su exmujer, ni en Margot. Se había informado y, poco a poco, fue como si la familia de Martin se hubiera convertido en la suya. Se había introducido en su vida, sin ellos saberlo, y permanecía allí, cerca. Era mejor que mirar un programa de telerrealidad con elección previa de la familia. Hirtmann no se cansaba de seguir sus andaduras. Tenía conciencia de vivir de forma vicaria, pero Martin y él estaban unidos por tantas similitudes que era como si contemplara a un doble de sí mismo sin el lado oscuro.

Volvió a centrar la atención en el instituto. Todos volvían a subir al coche. Él mismo había aparcado su vehículo a quinientos metros, en el bosque. Si alguien se acercaba a él, saltaría la alarma ultrasensible que tenía instalada, que lo avisaría.

Con un gorro negro que le cubría el pelo corto teñido de rubio, recorrió con el objetivo de los prismáticos la fachada de los dormitorios, acariciándose la oscura perilla. Las luces de las ventanas estaban apagadas, salvo la de Margot. De repente distinguió a Martin en la habitación de su hija, que le hablaba con animación. Él mismo se sorprendió de la dicha y la emoción que lo embargaron al ser de improviso testigo de aquella escena de contacto familiar. «Por el amor de Dios, ¿no te estarás enamorando un poco?». A Hirtmann nunca le habían atraído en lo más mínimo los hombres. Era tan impensable imaginarlo renunciando a su heterosexualidad como imaginarse a Juan Pablo II renegando del catolicismo. No obstante, aquel policía letrado y solitario había suscitado en él algo que guardaba un curioso y lejano parecido con un sentimiento amoroso. Agazapado en el fondo del bosque, sonrió ante esa idea.

42
EL LAGO 2

Aparcado al borde de la carretera, en el límite de la propiedad, aguardó a que fuera la hora legal. El día despuntaba con una paciencia de la que él carecía. Fumaba un cigarrillo tras otro y, cuando tendió la mano frente a sí, vio que temblaba como la hoja de un sauce sobre el cauce de un río. Aquella imagen le recordó la frase que habían aprendido en las clases de filosofía: «Nunca se puede bajar dos veces por el mismo río».

Nunca le había hallado más sentido a aquella sentencia que en ese momento. Se planteó si no habría amado antaño a una chica que no existía. Contemplando la silueta de la casa que se recortaba detrás de los árboles, al otro lado de la cerca, sintió que regresaba el dolor. Luego abrió la puerta, tiró la colilla y bajó.

Bordeó la cerca hasta la entrada y siguió andando por el camino de gravilla. Sus pisadas se marcaban ruidosamente en el silencio del amanecer. De todas maneras, ella no dormía. Lo supo al ver abierta la puerta, en lo alto de las escaleras. Eran las seis de la mañana, no había ni un alma en los alrededores y la puerta estaba abierta de par en par. Para él… Debía de haberlo visto u oído llegar. Se preguntó si se levantaba temprano o si no había pegado ojo en toda la noche. Le pareció más probable la segunda explicación. ¿Cuánto tiempo llevaría ella sin dormir? Aunque el aire seguía igual de pesado y el cielo igual de amenazador, el sol asomaba por el este, bajo la grisácea capa de nubes, proyectando por todo el jardín largas sombras entre las que se contaba la suya. Subió pausadamente los escalones.

—Estoy aquí, Martin.

La voz provenía de la terraza. Atravesó, una por una, las habitaciones. Su silueta se recortaba con la luz, de espaldas a él. Salió al aire libre. El lago permanecía inmóvil, cercado de verdor, reflejando los árboles de la otra orilla y el cielo con la precisión de un espejo. Reinaba una calma impresionante, como la de las primeras mañanas del mundo. Hasta la hierba de la pendiente aparecía más verde en aquella pura luz.

—¿Has encontrado las respuestas que buscabas? La pregunta había sido formulada con un tono distante, indiferente casi.

—Todavía no, pero me estoy acercando.

Se volvió despacio y lo miró. Estaba pálida y agotada. Tenía los ojos rojos, las mejillas hundidas y el cabello reseco. Intentó captar algún mensaje en su mirada, pero no había ninguno. El dolor sí era evidente, sin embargo. Aquella mujer no era la Marianne que él había amado, ni siquiera la Marianne con la que había hecho el amor hacía poco.

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