El círculo (53 page)

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Authors: Bernard Minier

Tags: #Policíaco, #Thriller

—¿Sabes que eres un tipo muy curioso?

—Supongo que, viniendo de ti, es un cumplido.

—¿Cómo conseguiste la llave de esa puerta, la otra noche? —preguntó de improviso.

Él apartó un instante la mirada de la carretera.

—¿Y qué más te da?

—¿Cuánto tiempo hace que nos conocemos tú y yo? ¿Que charlamos los dos? ¿Seis meses, más o menos? Y cuanto más te conozco, más tengo la impresión de que no sé gran cosa de ti…

Él esbozó una sonrisa aviesa manteniendo la vista fija en la carretera y el resplandor del atardecer que surgía bajo el manto de nubes.

—Yo podría devolverte el cumplido.

—Tienes una familia numerosa, ¿no?

—Tres hermanas y un hermano.

—¿De qué vas exactamente? Te haces pasar por un soñador, un tipo ensimismado y desclasado, volcado en la lectura, ¿y al final resulta que eres un auténtico detective, un puto James Bond?

Aquella vez, él se echó a reír sin tapujos.

—¿Dónde has aprendido todas estas cosas, Elias?

—¿De veras quieres saberlo? —preguntó él, ya sin rastro de sonrisa.

—Pues sí.

—No, más vale que no.

—¡Ah, sí, sí!

—Yo tenía nueve años —dijo.

Margot retuvo la respiración, expectante, consciente de que de repente se había puesto muy serio.

—Formaba parte de un grupo que se llamaba Los Vigilantes. Mi hermano mayor lo había fundado. Yo era el más joven de la banda. Los demás eran mayores, de la misma edad que él. Nuestro objetivo era aprender a desenvolvernos solos en todas las circunstancias, a sobrevivir. Nos creíamos unos Robinson Crusoe, ¿sabes? íbamos al campo, construíamos cabañas, nos paseábamos por todas partes, observábamos y aprendíamos. Durante todo ese tiempo, mi hermano mayor me enseñó muchas cosas: a utilizar una brújula, a orientarme, a reparar una Mobylette, a trasegar gasolina, a poner trampas… Siempre me decía: «Elias, tienes que ser capaz de no tener necesidad de nadie. Yo no estaré siempre a tu lado para ayudarte». A veces, jugábamos al fútbol o al rugby, a juegos de pistas o a la búsqueda del tesoro. Los días de lluvia, nos encerrábamos en el garaje de un amigo. Sus padres no guardaban nunca el coche dentro y había de todo allí: sillones baqueteados, piezas de moto pringadas de aceite, aparatos estropeados que no se tomaban la molestia de tirar… Nos dejaban hacer lo que quisiéramos y nosotros instalábamos todos esos bártulos alrededor y nos imaginábamos que íbamos en un bombardero que sobrevolaba Europa durante la Segunda Guerra Mundial, o que estábamos en el fondo de los océanos en un submarino, ese tipo de cosas. Mi hermano mayor era siempre el jefe, por supuesto. Él era el primer piloto del bombardero, el capitán del submarino o el jefe de la expedición espacial. Le encantaba dar órdenes.

De repente, ella se vio a los once años, en la habitación de la casa de su padre, donde dormía un fin de semana cada quince días. Le gustaba esa habitación, porque podía irse a dormir más tarde que en casa, y porque no tenía que hacer deberes. Era tarde, en todo caso para una niña de once años. Su padre le había leído
Veinte mil leguas de viaje submarino
y, en el momento en que había cerrado los ojos, no se encontraba ya en una minúscula habitación de ocho metros cuadrados, sino en el fondo del océano, a bordo del
Nautilus
.

—¿Cómo era tu hermano?

Vio que dudaba.

—Era como son los hermanos mayores, protector, simpático, pesado, genial…

—¿Qué ha sido de él?

—Murió.

—¿Cómo?

—De la manera más tonta que se pueda morir. Tuvo un accidente de moto y contrajo una infección en el hospital. Así acabó. Tenía veintidós años.

—Entonces no hace mucho de eso, ¿no?

—No.

—De acuerdo —dijo—. Dejémoslo aquí.

★ ★ ★

—¿Drissa Kanté?

Se volvió. Por un instante contempló, pasmado, aquella aparición envuelta en negro cuero, botas y casco que tenía delante en medio del vestíbulo y le vinieron a la cabeza absurdas imágenes de ciencia ficción. La visera opaca le devolvía su propia imagen, con los ojos entornados. Después la aparición le puso debajo de la nariz una insignia que transformó su columna vertebral en circuito de refrigeración.

—Sí, soy yo —confirmó con una voz que a él mismo le pareció terriblemente impregnada de culpa.

—¿Podemos hablar?

Cuando la aparición se quitó el casco, descubrió una bonita cara enmarcada por una cabellera rubia. La severa mirada que le asestó no le resultó nada tranquilizadora, sin embargo.

—¿Aquí?

—En su casa, si no le molesta. ¿Vive solo? ¿En qué piso?

—En el noveno —respondió, tragando saliva.

—Vamos —dijo con firmeza Ziegler, señalando las puertas del ascensor.

En la exigua cabina, igual de vetusta que la entrada, clavó la vista al frente, sin dirigir ni una palabra ni una mirada a su acompañante. La mujer vestida de cuero negro permaneció silenciosa también, pero él notó que no le quitaba el ojo de encima. Cada vez estaba más nervioso. Sabía que aquello tenía que ver con lo que había aceptado hacer recientemente. Se habría tenido que negar. Desde el principio supo que era una mala idea, pero ya no era posible volver atrás y no había tenido el valor de decir que no.

—¿Qué quiere? —se atrevió por fin a preguntar al salir del ascensor—. Tengo prisa. Me esperan unos amigos para ver el partido.

—Pronto lo sabrá. Cometió usted una gran tontería, señor Kanté, una tontería enorme, pero es posible que no todo esté perdido. He venido a darle la oportunidad de salir de esta, la única que va a tener.

Se puso a meditar en aquella frase mientras hacía girar la llave de la cerradura de su piso.

«Una oportunidad…». La palabra resonaba, prometedora, en su cabeza.

★ ★ ★

¿Adonde demonios se dirigían? Elias y Margot habían creído durante un rato que iban hacia el oeste, pero de pronto habían modificado el rumbo, encaminándose directamente hacia el sur, hacia los Pirineos, en el límite del departamento del Alto Garona y de los Altos Pirineos. Dejando atrás el llano y las colinas, se habían adentrado en un amplio valle de varios kilómetros, rodeado de altas montañas y salpicado de pueblos alineados como cuentas de un rosario. Las cimas más impresionantes de la cadena quedaban aún un poco lejos. Margot empezaba a temer que los descubrieran, porque llevaban recorridos ya más de cien kilómetros detrás del Ford Fiesta.

La creciente oscuridad propiciada por el atardecer y la proximidad de la tormenta los favorecía, no obstante. En tales condiciones, es difícil distinguir en el retrovisor el reflejo de los faros de un coche de los de otro coche.

Los nubarrones flotaban, opresivos, sobre el valle y la luz adquiría un tinte verduzco, insólito e inquietante a la vez.

Margot encontraba hermoso, inmenso y profundo aquel paisaje, pero también hostil. Elias, por su parte, estaba totalmente absorto en el vehículo de delante. Cruzaron un pueblo situado en la confluencia de dos ríos de rápido caudal, franqueados por dos monumentales puentes, compuesto por un tupido grupo de casas. En las ventanas vio colgadas algunas banderas francesas, y también una portuguesa. Los abruptos picos hacia los cuales se dirigían mordían el cielo a la manera de una gigantesca mandíbula. Cada vez le inquietaba más el rumbo que tomaba aquel viaje. Si se aventuraban por aquellas montañas, sería difícil que los de delante no detectaran su presencia. No debían de ser muchos los coches que circulaban por allá arriba con semejante tiempo. En cuanto hubiera un tramo en zigzag, David, Sarah y Virginie descubrirían el Saab de Elias situado debajo de ellos.

—¿Adonde coño van? —se planteó este, como un eco a sus interrogantes.

—En esta carretera aún hay algunos coches, pero, si pasan a otra más pequeña, va ser imposible seguirlos sin que se den cuenta.

—Todas las carreteras que parten de este valle, o casi todas, tienen una única salida —le aclaró Elias con un guiño tranquilizador—. Si cogen una de esas, dejaremos que se alejen y esperaremos un poco antes de seguirlos. Así no desconfiarán.

¿Cómo lo hacía para mantener la sangre fría? «Es pura fachada —se dijo Margot—. Está igual de muerto de miedo que yo, pero se hace el duro. —Empezaba a arrepentirse de haberse dejado arrastrar a aquella aventura—. Esta vez no pintan nada bien las cosas, guapa».

★ ★ ★

El piso de Drissa Kanté era minúsculo pero variopinto. Ziegler quedó casi deslumbrada por aquella profusión de colores, de rojos, amarillos, naranjas y azules que desde telas, cuadros, dibujos y objetos reclamaban la vista por todas las paredes. En el alegre desorden reinante, le costó abrirse paso hasta el sofá cubierto de una tela con motivos geométricos caqui y negros y cojines de color añil.

Drissa Kanté se había aplicado en reproducir un poco su país en aquel exiguo espacio. Ella ignoraba que antes de encontrar aquella vivienda, había dormido con tres personas más en habitaciones de diez metros cuadrados e incluso en una tienda. Ahora estaba sentado delante de ella en una silla, inmóvil. El miedo era patente en su mirada. Le había relatado con todo detalle sus encuentros con «el gordo de pelo grasiento». Ella lo había escuchado con atención y había deducido que el obeso individuo era un detective. No le extrañaba nada. Aquella clase de actividad había proliferado mucho a lo largo de los últimos años, al amparo de un mundo donde la economía adquiría cada vez más proporciones de guerra e incluso los grupos con buena situación no dudaban en recurrir a ella. Unos hurgaban en la vida privada de los abogados de los accionistas minoritarios, otros practicaban el espionaje informático contra los miembros de Greenpeace, algunos «visitaban» los apartamentos de ciertas personalidades políticas… El uso de los detectives se había convertido en una práctica habitual, asentada y generalizada, pese al ruido mediático provocado por las denuncias de las víctimas y los esfuerzos de algunos jueces para poner orden en aquel desmán.

Aparte de las oficinas de detectives, cada vez eran más numerosas las empresas de guardias de seguridad que ofrecían aquel tipo de servicios a sus clientes, en su mayoría grupos industriales, aunque no exclusivamente. Irène sabía que, para obtener información confidencial, también recurrían a los buenos oficios de algunos de sus colegas poco escrupulosos a la hora de complementar su salario, ya se tratara de gendarmes, militares o antiguos miembros de los servicios de inteligencia de la policía. Drissa Kanté era solo un diminuto peón entre miles. A ella le importaban bien poco, en realidad, las misiones que el maliense hubiera efectuado para aquel hombre. Lo que le interesaba era cómo llegar al hombre.

—Lo siento mucho —se disculpó Drissa Kanté—. Eso es todo lo que sé de él.

Luego le tendió el dibujo que acababa de hacer. Tenía buena mano. Aquello era igual o mejor que un retrato robot.

Levantó la vista. Drissa Kanté sudaba a mares. El sudor trazaba relucientes surcos en su oscura piel, que resaltaba la luz de la lámpara. En sus ojos de pupilas dilatadas había un brillo de miedo y expectación.

—¿O sea que no dispone de ningún nombre, ni apodo?

—No.

—¿Todavía tiene el lápiz USB?

—No, se lo devolví.

—Vale. Procure recordar algún otro detalle. Un metro noventa, ciento treinta kilos, pelo moreno y grasiento, gafas de sol. ¿Qué más?

El hombre vaciló.

—Suda mucho. Siempre tiene manchas de sudor en los sobacos.

La miró, atento a alguna señal de aprobación, y ella inclinó la cabeza para animarlo.

—Bebe cerveza.

—¿Qué más?

Drissa sacó un pañuelo para secarse el sudor de la cara.

—Tiene acento extranjero.

Ziegler enarcó una ceja.

—¿Qué clase de acento?

—Siciliano o italiano…

La gendarme le clavó una grave mirada.

—¿Está seguro?

—Sí —confirmó, tras un instante de duda—. Habla un poco como Mario, el pizzero.

Con una involuntaria sonrisa, Ziegler escribió en el bloc: «¿Super Mario? ¿Siciliano? ¿Italiano?».

—¿Nada más?

—Mmm. —El miedo había vuelto a aparecer en sus ojos—. No va a ser suficiente, ¿verdad?

—Ya veremos.

★ ★ ★

Espérandieu los oía, dos puertas más allá, charlando, riendo y haciendo pronósticos. Oía incluso la voz de los comentaristas que anunciaban la alineación del equipo gritando para hacerse oír entre el bullicio de los espectadores del estadio y el zumbido de las
vuvuzelas
. Alcanzaba a oír hasta el ruido del entrechocar de las botellas de cerveza. ¡Qué tortura!

Cerró la carpeta. Acabaría el trabajo al día siguiente. También podía esperar unas horas. Tenía ganas de tomar una cerveza bien fría y de escuchar los himnos. Era la parte que más le gustaba. Se iba a levantar cuando sonó el teléfono de su escritorio.

—Tenemos el resultado de la comparación grafológica —anunció alguien.

Se volvió a sentar. «El cuaderno del despacho de Claire y las anotaciones realizadas al margen de los deberes de Margot…». Se consoló diciéndose que al menos no era el único que trabajaba esa noche.

★ ★ ★

Servaz aparcó en la apacible calle. Todas las ventanas de la casa estaban a oscuras. El aire caliente que entraba por el vidrio bajado acarreaba un perfume de flores. Encendió un cigarrillo y se puso a esperar. Al cabo de dos horas y media, el Spider rojo pasó cerca de él en silencio. Una lámpara empezó a parpadear en lo alto de un pilar de piedra, proyectando una luz anaranjada sobre la acerca y la verja se abrió despacio. El Alfa Romeo desapareció en el interior.

Servaz aguardó a que se encendieran las luces detrás de las ventanas para bajar del coche. Entonces cruzó pausadamente la calle, sin hacer casi ruido. Al otro lado del pilar, junto a la verja, había una pequeña puerta. Accionó la manecilla y esta se abrió en silencio. El único ruido era el de la sangre que rugía en su pecho cuando subió por el sendero pavimentado de losas, entre los macizos de flores, el pino y el sauce. A aquella hora, eran solo unas masas de sombra que detenían la luz proveniente de las farolas de abajo. El enorme pino se erguía como un tótem, como el guardián de aquel paraje. Servaz llegó a la terraza rodeada de macizos después de subir tres escalones de cemento. Por momentos, alcanzaba a oír el lejano sonido de un televisor encendido en una casa vecina, que transportaba comentarios deportivos y el clamor de una enardecida multitud. «El partido», pensó. Luego llamó. Percibió el eco de un carrillón en el interior y aguardó un momento. Después la puerta se abrió sin que hubiera oído acercarse los pasos y casi experimentó un sobresalto cuando brotó la voz de Francis Van Acker.

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