—¡Volved a Toulouse! ¡Largaos de aquí! ¡No quiero que me piséis los talones esta noche!
Percibió la cólera en los ojos de Pujol, pero no tenía tiempo para extenderse en explicaciones. Tras aguardar a que se fueran, volvió a arrancar, torció a la izquierda en el siguiente cruce y después volvió a desviarse a la izquierda. Recorrió unos dos kilómetros antes de encontrar un nuevo cartel que indicaba Gargantas de la Soule cerca de un edificio en ruinas, una granja abandonada con un cobertizo. Allí aparcó el jeep detrás de la pared, apagó el motor y las luces y se dispuso a esperar.
Al cabo de un tiempo que a él se le antojó una eternidad, cuando ya empezaba a preguntarse si no se había ido por el otro lado, el coche desconocido pasó delante de él. Aguardó a que se hubiera perdido de vista para arrancar. Durante varios kilómetros circuló midiendo la velocidad y después aceleró cuando el GPS le indicó que se acercaba al próximo desvío.
Al ver que el vehículo giraba a la izquierda, volvió a dejar que se distanciara. En las proximidades del siguiente cruce, reprodujo la misma táctica, justo a tiempo para ver que seguía recto. Iba por la carretera de Marsac, la que pasaba delante del instituto antes de entrar en la ciudad. Tenía que acercarse si no quería perderlo en los entresijos de las calles. Se hallaba a doscientos metros de ella y reducía poco a poco la distancia en la larga recta, cuando vio que se encendían las luces de freno y la conductora giraba para adentrarse en la avenida bordeada de robles que conducía al instituto. Mientras reducía la velocidad para no llegar demasiado deprisa a su altura, se planteó qué convenía hacer. Si tomaba también la larga avenida que desembocaba en el párking, era seguro que la mujer se fijaría en él y, a aquella distancia, era imposible identificarla.
Entonces tuvo una idea. ¡Vincent! Él estaba aparcado en algún lugar, vigilando la parte de delante del instituto. Servaz concluyó su trayectoria en la hierba del arcén, frente al edificio principal, en un extremo de la extensa pradera, apretando ya la tecla de llamada.
—¿Martin? ¿Qué ocurre?
—¡Un coche se acerca al párking! —vociferó—. ¿Lo ves? ¡Tengo que saber quién va adentro!
Hubo un paréntesis de silencio.
—Espera… Sí, ya lo veo… Un momento… ahora se baja… Una estudiante… rubia… Por la edad, debe de ser de
prépa
…
—¡Ve a verla! ¡Tengo que conocer su identidad! —gritó—. Invéntate alguna excusa. Dile que la policía vigila el instituto desde el asesinato de la profesora. Pregúntale si ha observado algo extraño. Dile que no debería ir por ahí sola con lo que pasa. Exagera un poco… Y pídele su identidad.
Vio que Espérandieu salía del coche sin cerrar la puerta, varios centenares de metros más allá, y caminaba rápidamente hacia la otra persona, que no lo había visto y se dirigía a la escalinata.
Echó un vistazo al salpicadero.
«Los prismáticos…».
Se inclinó para abrir la guantera. Se encontraban efectivamente allí, con la linterna, el bloc y el arma.
Los cogió mientras Espérandieu acortaba camino por la hierba a grandes zancadas para alcanzar a la joven. Esta aún no había reparado en su presencia. Servaz encaró los prismáticos en dirección a ellos.
—Deja que se vaya —ordenó de repente por teléfono.
—¿Cómo?
—Es mejor que no te vea. No vale la pena. Ya sé quién es…
Vio que Espérandieu se detenía y miraba en derredor hasta que lo localizó. Entonces cortó la comunicación y dejó los prismáticos, interrogándose con febrilidad sobre el significado de lo que acababa de ver.
Sarah…
★ ★ ★
Una vez hubo comprobado que la puerta estaba bien cerrada, Margot volvió a cama. Encima de las húmedas sábanas, observando la otra cama vacía, sintió una opresión en el pecho. Su compañera de habitación había pedido que la cambiaran a otro cuarto desde que en el instituto se propagó la noticia de que sobre Margot pesaba una amenaza.
Tomaba conciencia de lo mucho que añoraba a Lucie, pese a las pocas afinidades que tenían y a las deficiencias en su manera de comunicarse. Lucie se había llevado todas sus cosas y quitado las fotos de la pared en las que aparecían sus cinco hermanos, con lo cual aquel lado de la habitación había adquirido un triste aire de abandono.
Sentada con las piernas cruzadas, trató de pensar en el tema que les había dado para elaborar Van Acker, pero estaba distraída. El deber se titulaba: «Encontrar siete buenas razones para no escribir nunca una novela y una sola (válida) para escribir una». Margot suponía que Van Acker quería abrir los ojos de todos los escritores en ciernes de la clase acerca de las dificultades con las que se iban a topar. Entre los motivos para no escribir nunca una novela, Margot había encontrado ya los siguientes:
Descartó las dos últimas menciones. Ya se imaginaba a Francis Van Acker soltándole con terrible sarcasmo: «¿O sea que según usted, señorita Servaz, la mitad de los genios de nuestra literatura deberían haberse abstenido de escribir?». En segundo lugar… en segundo lugar, no sabía qué más poner… No paraba de pensar en lo que ocurría afuera. ¿Estaría aquel individuo por allí, por el bosque, acechándola? ¿De veras merodeaba Julian Hirtmann por ahí o bien todos estaban medio paranoicos? Se volvió a acordar de la nota que Elias le había dejado esa mañana en la taquilla. «Creo que he encontrado el Círculo». ¿Qué había querido decir, joder? Había intentado hablar con él, pero la había contenido con un gesto diciendo solo «más tarde». «¡Qué pesado que eres, Elias!».
Posó la vista en el pequeño aparato negro y compacto que reposaba en la cama. Un
walkie-talkie
… Samira se lo había dado y le había enseñado cómo funcionaba, advirtiéndole: «Sobre todo no dudes, puedes llamarme en todo momento».
Le caía bien Samira, con su cara rara y su ropa extravagante. Volvió a mirar el aparato. Al final lo cogió, se lo acercó a la boca y apretó el botón lateral con el pulgar.
—¿Samira?
Soltó el botón, tal como le había indicado que debía hacer la agente para que ella pudiera responderle.
—Sí, chiquita. Estoy aquí… ¿Qué pasa, guapa?
—Eh… bueno… es que…
—Te sientes sola en tu habitación desde que se ha ido tu compañera, ¿no?
Había dado en el blanco.
—No ha estado muy bien por su parte, que digamos. —Sonó un chisporroteo—. Aquí me empieza a picar todo. Está lleno de bichos de toda clase y, además, empiezo a tener sed. Tengo dos cervezas frescas en una nevera. ¿Te apetece? No estamos obligadas a hablar de eso al director ni a tu padre y, al fin y al cabo, él me pidió que te vigilara de cerca…
La cara de Margot se iluminó con una sonrisa.
Se sentía demasiado cansado para volver a Toulouse. Se preguntaba si encontraría una habitación de hotel a esa hora, cuando se le ocurrió otra solución. Primero se dijo que no era una buena idea, que ella lo habría llamado si hubiera tenido ganas de verlo. Después pensó que tal vez hacía igual que él, que esperaba con impaciencia a que la llamara. Estaba devorado por la angustia, la duda y las ganas de verla. Cogió el móvil y, al ver la hora en la esquina de la pantalla, lo volvió a guardar en el bolsillo. No quería despertarla en plena noche. Aunque quizá no estuviera dormida… Quizá se despertaba cada noche como se había despertado mientras él estaba en su cama. Quizás esperaba y esperaba su llamada y se hacía las mismas preguntas que él: ¿por qué diablos no telefoneaba? Volvió a sentir el sabor de su boca en sus labios, el contacto de su lengua, el perfume de su pelo y de su piel, y en su vientre se abrió un abismo. Anhelaba aquella compañía.
—Voy a volver —anunció a Espérandieu por teléfono—. Buenas noches.
Vio que su ayudante le dirigía un signo y regresaba despacio a su coche. Dentro de una hora, otro equipo asumiría el relevo hasta la mañana. Maquinalmente, pensó en Margot, que estaría durmiendo, y se preguntó qué haría Hirtmann en ese mismo momento. ¿Dormía? ¿Rondaba por alguna parte en busca de una presa? ¿Había encontrado ya una y la había encerrado en algún sitio para jugar con ella al gato y al ratón? Ahuyentó aquellos pensamientos. Había indicado a Vincent que se ocultara pero no demasiado, para que resultara visible para quien quisiera comprobar si había vigilancia. No creía que el suizo fuera a correr un riesgo así. Apreciaba demasiado la libertad, después de haber permanecido encerrado durante cuatro años y medio en hospitales psiquiátricos, sin visitas, sin paseos, sin más contacto humano que el de los psiquiatras y los carceleros.
Servaz entró en Marsac y atravesó la ciudad dormida circulando despacio sobre los adoquines de las solitarias calles en dirección al lago. Pasó delante del Zik, el café-restaurante y sala de conciertos construido sobre pilotes. Adentro había gente y por la ventana bajada le llegaron retazos de música. Rodeó la orilla este, la más cercana a la población, para después bordear la ribera norte. La casa de Marianne era la última de todas. Aminoró la marcha mientras se aproximaba a la verja.
Había luz en la planta baja.
Notó cómo se le aceleraba el corazón y se dio cuenta de que tenía unas ganas terribles de estar con ella, de besarla y abrazarla, de oír su voz, su risa.
Después el alma se le cayó a los pies.
En la gravilla, bajo los pinos, había aparcado un coche. No era el de Marianne: era un Alfa Romeo Spider rojo. Agobiado por una oleada de tristeza, volvió a sentir la dolorosa mordedura de la traición. Después vaciló y se dijo que no debía precipitarse en sus conclusiones. Reprochándose por ser tan mal pensado, resolvió esperar a que Francis se fuera y después llamar a la puerta. Seguramente había una explicación. No podía ser de otro modo.
Se distanció un poco para detenerse a la sombra de los árboles, en el límite de la propiedad, donde la carretera trazaba una curva delante del bosque antes de alejarse hacia las landas del norte. Sacó un cigarrillo y puso Mahler. Al acabar el disco, con un sabor de bilis en la boca, renunció a seguir escuchando música. El veneno de la duda le infectaba el ánimo. Se acordó de los preservativos que ella tenía de reserva en el cuarto de baño. Miró el reloj del salpicadero. Transcurrió una hora más. Cuando el Spider rojo salió del jardín haciendo rechinar los neumáticos en el asfalto, Servaz sintió un frío glacial que se propagó por todo el cuerpo.
En el firmamento, la luna era una mujer triste, la única que no lo iba a traicionar nunca.
Eran las tres de la madrugada.
Tenía veinte años. El cabello, moreno y largo, caía liso para rizarse al final, sobre los hombros, junto a la gran solapa puntiaguda de la camisa. Sujetaba un cigarrillo medio consumido entre el índice y el corazón, con el pulgar apoyado en el filtro y los otros dos dedos replegados. Clavaba en el objetivo una mirada directa, intensa, algo cínica, con un amago de sonrisa —o un mohín de disgusto— en los labios.
Marianne había tomado esa foto. Todavía hoy en día, no acababa de entender por qué la conservaba. Dos días después de tomarla, lo abandonó.
Tenía la voz rota cuando se lo anunció y lágrimas en los ojos, como si fuera él el que se iba.
—¿Porqué?
—Quiero a otro.
No podía haber un peor motivo.
Sin decir nada, él le había dirigido la misma mirada que en la foto (o al menos eso suponía).
—Vete.
—Martin, yo…
—Lárgate.
Se había ido sin añadir nada más. Solo más tarde se enteró de quién se trataba. La traición era doble. Durante meses esperó que volviera. Y después conoció a Alexandra. Volvió a guardar la foto donde la había encontrado, en un cajón. Esa mañana se había despertado con la intención de rasgarla y tirarla, pero renunció a ello. Se sentía agotado, con los nervios destrozados. Apenas había dormido dos horas, con un sueño agitado, plagado de pesadillas, sudor y escalofríos.
«Hirtmann, Marsac y ahora esto…». Tuvo la impresión de ser una goma elástica de la que tiraban al máximo para determinar su límite de ruptura, y presintió que este no se hallaba muy lejos. Salió al balcón. Eran las nueve de la mañana y el cielo volvía a amenazar tormenta. Una franja de nubes grises se aproximaba por el oeste, mientras el sol seguía brillando aún. De la ciudad subían oleadas de calor, junto al estrépito de los coches. Los vencejos revoloteaban lanzando estridentes gritos en el aire cargado de electricidad.
Se vistió y salió. Iba despeinado, mal afeitado y con los vestigios de su expedición nocturna patentes en la cara, que además no se había lavado desde hacía veinticuatro horas, pero le daba igual. Le sentó bien caminar por las calles en medio de aquella anaranjada luz. Se sentó en una terraza de la plaza Wilson y pidió un café bien cargado, con mucho azúcar. Necesitaba azúcar para digerir la amargura…
Se preguntó con quién podía hablar, a quién podía pedir consejo, y enseguida se dio cuenta de que solo había una persona adecuada. Vio un hermoso rostro, una larga cabellera pelirroja, una esbelta nuca, un cuerpo y una sonrisa despampanantes.
Tomó el café aguardando la hora de apertura del negocio.
Luego fue por la calle Lapeyrouse y, después de atravesar las interminables obras de Alsace-Lorraine con sus excavadoras paradas, torció por la calle de la Pomme. Sabía que la galería abría a las diez de la mañana. Eran las 9:50. La puerta estaba ya abierta, pero la galería se veía desierta y silenciosa.
Dudó un momento. Luego sus zapatos rechinaron sobre la clara madera del parqué. Unos pequeños altavoces difundían una música apenas audible. Era jazz. No se demoró siquiera en mirar los modernos cuadros colgados de las molduras. Oyendo un ruido de tacones y una voz en el piso de arriba, fue hasta el fondo y subió por la escalera metálica de caracol.