Read El círculo Online

Authors: Bernard Minier

Tags: #Policíaco, #Thriller

El círculo (49 page)

Estaba allí, hablando por teléfono, de pie detrás de su escritorio, cerca del gran ventanal arqueado.

—Luego lo vuelvo a llamar —dijo al verlo.

Charlène Espérandieu vestía esa mañana una camiseta blanca que dejaba un hombro al descubierto y un pantalón bombacho negro. En el pecho llevaba bordada la palabra «Arte» con lentejuelas brillantes. Su pelo rojizo resplandecía con la claridad matinal, pese a que el sol aún no iluminaba la calle, aunque sí llegaba a los pisos superiores de la fachada de ladrillo rosa de enfrente.

Era endiabladamente hermosa y, por un instante, se dijo que podía ser ella la mujer que buscaba, la que lo consolaría y le haría olvidar a todas las demás, la compañera en la que se podría apoyar. Pero no; aquello era imposible, por supuesto. Era la mujer de su ayudante y ya no acaparaba su pensamiento como había sucedido dos inviernos atrás. Ya no se le aceleraba el corazón cuando pensaba en ella. Era solo una señal periférica, a pesar de su belleza, un pensamiento agradable, pero sin consistencia, sin dolor ni ardor.

—¿Martin? ¿Qué te trae por aquí?

—Tomaría con gusto un café —dijo él.

Rodeó el escritorio para besarlo en las mejillas. Olía a champú y a un fresco perfume con evocaciones cítricas.

—Mi máquina se ha estropeado. A mí también me conviene tomar uno. Vamos. Tienes mala cara.

—Ya sé, y también necesito una ducha.

Atravesaron la plaza del Capitolio en dirección a las terrazas de los porches. Caminaba en compañía de una de las mujeres más guapas de Toulouse, parecía un vagabundo y pensaba en otra…

—¿Por qué no respondiste nunca a mis mensajes y a mis llamadas? —preguntó ella después de tomar un sorbo de café.

—Lo sabes muy bien.

—No. Me gustaría que me lo explicaras.

De repente se dio cuenta de que se había equivocado, de que no podía hablarle de Marianne. No tenía derecho a hacer eso, porque le haría daño. Charlène era vulnerable. Quizá fuera ese su propósito inconsciente, hacer daño a alguien, tal como se lo habían hecho a él, pero no iba a caer tan bajo.

—Recibí un
e-mail
de Julian Hirtmann —dijo.

—Estoy enterada. Vincent creía que era falso, que tú te dejabas llevar por la paranoia, hasta que encontraste esas letras grabadas en un tronco. Ahora ya no sabe qué pensar.

—¿Sabes lo de las letras?

—Sí —confirmó, mirándolo a los ojos.

—¿Y sabes dónde…?

—¿Dónde las encontraste? Ajá. Vincent me lo dijo.

—¿También te contó en qué circunstancias?

Ella asintió con la cabeza.

—Charlène, yo…

—No digas nada, Martin. Es inútil.

—Entonces te dijo que era alguien que conocía desde hace mucho.

—No.

—Alguien a quien…

—Cállate. No me debes ninguna explicación.

—Charlène, quiero que sepas…

—Te he dicho que te calles.

La camarera, que había acudido a cobrar, se apresuró a volverse a ir hacia el interior de la cafetería.

—De verdad, hombre —añadió—. Tampoco es como si estuviéramos casados… o como si fuéramos amantes… o lo que sea…

Él optó por callar.

—A fin de cuentas, ¿a quién le importa lo que sienta yo?

—Charlène…

—¿Es que era solamente yo, Martin? ¿Es que no sentiste nunca nada? ¿Acaso lo soñé? ¿Acaso me monté la película yo sola?… ¡A la mierda!

La miró. En ese momento estaba sumamente hermosa. Cualquier hombre la habría deseado. No había otra mujer más atractiva que Charlène Espérandieu en cien kilómetros a la redonda. Aun estando casada, debían de lloverle las proposiciones. ¿Por qué lo había elegido precisamente a él?

Se había estado mintiendo durante todos aquellos meses. Sí que había sentido algo. Sí, quizás era ella la mujer que buscaba. Sí, había pensado en ella a menudo y la había imaginado en esa cama donde dormía solo… y en muchos otros lugares. Estaban, sin embargo, Vincent y Mégan, y Margot y todo lo demás.

—Ahora no…

Ella debió de intuir también que aquel no era el momento oportuno porque cambió de tema.

—¿Crees que existe algún riesgo para nosotros, para… Mégan? —preguntó.

—No. Hirtmann tiene una fijación conmigo. No va a ponerse a examinar a todos los policías de Toulouse.

—Pero ¿y si no pudiera ensañarse contigo? —apuntó, con repentina inquietud—. Si está tan informado como decís, debe de saber que Vincent es amigo tuyo y tu colaborador más próximo. ¿No has pensado en eso?

—Sí lo he pensado, claro. Por ahora, no sabemos ni siquiera dónde está. Francamente, no creo que haya el más mínimo peligro. Vincent no vio siquiera a Julian Hirtmann y este ignora su existencia. Hay que estar un poco más alerta, eso es todo. Si quieres, avisa a los de la escuela de Mégan y diles que comprueben que nadie ronda por allí y que no la dejen sola.

Había solicitado vigilancia para Margot. ¿Debería pedirla también para todos sus allegados? ¿Para Vincent, para Alexandra?

De pronto, se acordó de Pujol. ¡Jesús, otra vez se había olvidado! ¿Habría vuelto a reanudar la guardia? ¿Qué pensaría si lo veía enzarzado en animada conversación con Charlène en una terraza en ausencia de su ayudante? Pujol detestaba a Vincent. Seguro que le faltaría tiempo para propagar la información.

—Mierda —dijo.

—¿Qué pasa?

—Había olvidado que yo mismo tengo adjudicada una vigilancia.

—¿Quién se ocupa?

—Unos del servicio, personas que no le tienen mucha simpatía a Vincent…

—¿Te refieres a esos a los que pusiste en su lugar hace dos años?

—Mmm.

—¿Crees que nos han visto?

—No sé, pero no quiero correr riesgos. Te vas a levantar y nos vamos a despedir con un apretón de manos.

—Es ridículo.

—Charlène, por favor.

—Como quieras. Cuídate, Martin, y cuida también de Margot…

Vio que dudaba un instante.

—Quiero que sepas que… que estoy aquí, que para ti siempre estaré presente, en todo momento.

Corrió la silla hacia atrás y, una vez de pie, le estrechó la mano con gran formalidad por encima de la mesa. Ella no se volvió ni él la miró mientras se alejaba.

34
ANTES DEL PARTIDO

Tenía cita en las oficinas de la policía judicial a las diez y media. Cuando entró en el despacho del comisario Santos, este hablaba con una mujer de más de cincuenta años, vestida con un traje de chaqueta rojo, que permanecía de pie a su lado. A Servaz le pareció que tenía un aire de maestra de primaria de las de antes, con sus gafas de ojo de gato en la punta de la nariz y la sonrisa estirada.

—Siéntese, comandante —lo invitó Santos—. Le presento a la doctora Andrieu, nuestra psicóloga.

Servaz dedicó una breve ojeada a la mujer, que seguía de pie pese a haber dos asientos libres, antes de desplazar su atención a San Antonio.

—Es ella quien lo atenderá dos veces por semana —añadió.

Servaz se estremeció, incrédulo.

—¿Perdón?

—Ya me ha oído.

—¿Qué es eso de «atender»? Santos, ¿esto es una broma o qué?

—¿Es usted depresivo, comandante? —le preguntó sin preámbulos la mujer, dirigiéndole una empalagosa mirada por encima de las gafas.

—¿Estoy suspendido o no? —preguntó Servaz, inclinando el torso por encima del escritorio del corpulento comisario.

Santos lo escrutó un instante con sus ojillos delimitados por unos párpados hinchados al estilo de un camaleón.

—No. Por ahora no, pero necesita tratamiento.

—¿Qué?

—Atención, si prefiere.

—¡Los cojones!

—Comandante… —le advirtió Santos.

—¿Es usted depresivo? —repitió la doctora Andrieu—. Me gustaría que respondiera a esta simple pregunta, comandante.

—¿Qué sentido tiene todo esto? —preguntó al policía, sin concederle siquiera una mirada—. O bien necesito tratamiento y entonces hay que apartarme de mis responsabilidades, o bien reconocen que soy apto para ejercer mis funciones y esta… persona no tiene nada que hacer aquí; punto final.

—Comandante, no le corresponde a usted decidir.

—Comisario, por favor —gimió—. ¿No la ha mirado? Solo de verla, me dan ganas de suicidarme.

Una involuntaria sonrisa asomó en los carnosos labios de Santos bajo el bigote amarillento por el tabaco.

—Así no va a resolver sus problemas —lo reprendió, irritada, la mujer—. Refugiándose en la negación y el sarcasmo no conseguirá nada.

—La doctora Andrieu es especialista en… —empezó a explicar Santos sin gran convicción.

—Santos… usted sabe lo que ocurrió. ¿Cómo habría reaccionado en mi lugar?

—Sí, por eso no lo han suspendido, a causa de la presión que ha tenido que soportar, y también a causa de la investigación que hay pendiente. Por otra parte, no estoy en su lugar.

—Comandante, su actitud es contraproducente —señaló doctamente la mujer—. ¿Me permite darle un consejo? Sería…

—Comisario, si la deja en este despacho me voy a volver loco de verdad —protestó Servaz—. Déme cinco minutos, los dos solos, frente a frente. Después, si quiere, me caso con ella… Cinco minutos…

—Doctora —dijo Santos.

—No creo que… —empezó a argüir con sequedad.

—Doctora, por favor.

★ ★ ★

Cuando salió, tomó el ascensor hasta el segundo piso y se encaminó a su oficina.

—Stehlin quiere verte —le dijo uno de los miembros de la brigada en el pasillo.

Se habían vuelto a reunir para hablar de fútbol. Servaz captó las palabras «decisivo», «Domenech» y «equipo».

—Parece que había bastante tensión cuando ha anunciado la alineación —comentó alguien.

—Bah, si no ganamos contra México, no merecemos continuar —opinó otro.

«¿No podrían esperar a estar en el bar de la esquina para hablar de ese tipo de cosas?», pensó Servaz. Bueno, de todas formas, en un día como aquel, los asesinos y los maleantes debían de hacer lo mismo. Continuó hasta el despacho del jefe, llamó y entró. El director estaba metiendo material marcado como «sensible» —dinero o droga— en la caja fuerte. Encima, había una chaqueta con el distintivo «policía judicial» colgada de una percha.

—Estoy seguro de que no me ha hecho venir para hablarme de fútbol —ironizó.

—Van a poner en detención preventiva a Lacaze —anunció de entrada Stehlin, cerrando la caja fuerte—. El juez Sartet va a pedir que le retiren la inmunidad. Se ha negado a decir dónde estaba el viernes por la noche.

Servaz lo miró con incredulidad.

—Está echando a perder su carrera política —comentó el inspector de división.

El policía sacudió la cabeza con preocupación.

—Sin embargo, no creo que sea él —dijo—. Tengo la impresión de que lo que más temía era… decir dónde estuvo, pero no porque estuviera en casa de Claire Diemar esa noche, no.

Stehlin lo miró sin comprender.

—¿Cómo? No entiendo.

—Pues como si decir dónde estuvo esa noche pudiera ser más perjudicial para su carrera que la detención —repuso Servaz, perplejo, tratando de hallar un significado a sus propias palabras—. Ya sé, ya sé que no tiene sentido.

★ ★ ★

Ziegler dirigió la mirada a su PC, no el último grito del que disponía en su domicilio, sino el ordenador bastante más lento que tenía en su oficina del cuerpo. Aunque había colgado unos cuantos pósteres de sus películas preferidas —
El padrino II, El cazador, Apocalypse Now
y
La naranja mecánica
—, aquello no bastaba para alegrar el lugar. Observando los expedientes acumulados en las estanterías, «Atracos», «Tráfico de anabolizantes» y «Chabolismo», lanzó un suspiro.

La mañana estaba calmada. Había enviado a sus hombres un poco por aquí y por allá y la gendarmería había quedado silenciosa y vacía, exceptuando al ordenanza de la entrada.

En cuanto hubo despachado las tareas del día, Irène volvió a centrarse en lo que había descubierto la noche anterior en el ordenador de Martin. Alguien había cargado un programa malicioso en su ordenador. ¿Sería un compañero? ¿Por qué motivo lo habría hecho? ¿Un detenido que aprovechó una ausencia de Martin? Ningún policía sensato, y menos aún Servaz, habría dejado sin vigilancia a un detenido en su propio despacho. ¿Un miembro del personal de limpieza? Era una hipótesis plausible. Por el momento, no se le ocurrían otras. Había que averiguar, pues, qué empresa había obtenido la concesión del servicio regional de policía de Toulouse. Siempre podía llamar, pero dudaba que dieran esa información a una gendarme sin ninguna orden judicial ni explicación válida. También podía pedir a Martin que recabara el dato, pero siempre topaba con el mismo obstáculo: ¿cómo explicarle lo que había descubierto sin confesarle que había pirateado su ordenador?

Había quizás otra solución.

Abrió la guía telefónica informática de profesionales, seleccionó «Empresa de limpieza» y después «Toulouse y su periferia».

¡Obtuvo trescientas respuestas! Tras descartar las empresas que ofrecían trabajos de poca envergadura como labores domésticas, jardinería, tratamiento de insectos xilófagos o aislamiento térmico, se concentró en las que se ocupaban tan solo de la limpieza de oficinas y locales profesionales. La veintena de razones sociales que quedó era ya mucho más abordable.

Con el móvil, marcó el primer número de la lista.

—Clean Service —respondió una voz femenina.

—Buenos días, señora. Habla con el servicio de personal de la sede central de la policía, del bulevar de l'Embouchure. Tenemos… eh… un pequeño problema…

—¿Qué clase de problema?

—Pues verá, no estamos… satisfechos con la labor de su empresa. Consideramos que el trabajo se ha degradado últimamente y…

—¿De la sede central de la policía, dice?

—Sí.

—Un momento. Le paso con otra persona.

Esperó. ¿Sería posible que hubiera acertado en el primer intento? La espera se eternizó. Por fin, le respondió una voz masculina.

—Debe de haber un error —le dijo con irritación—. ¿Ha dicho la sede central de la policía?

—Sí, eso es.

—Lo siento, nosotros no nos ocupamos de sus locales. Hace diez minutos que busco en los archivos de clientes y no hay nada. Le repito que hay un error. ¿De dónde ha sacado esa información?

—¿Está seguro?

—¡Por supuesto que lo estoy! Y usted, no entiendo cómo se dirige a nosotros. ¿Quién ha dicho que es?

—Muchas gracias —dijo, justo antes de colgar.

Other books

Fierce Pride by Phoebe Conn
Bared to Him by Cartwright, Sierra
Miles to Go by Miley Cyrus
Footloose by Paramount Pictures Corporation
Breaking the Rules by Barbara Samuel, Ruth Wind
Passion After Dark by J.a Melville
The Dangerous Gift by Hunt, Jane