De improviso, le cogió la cara con la mano libre y apretó con todas sus fuerzas, aplastándole las mandíbulas y los dientes. Le hacía daño. Forcejeó, sacudió la cabeza de un lado a otro, trató de apartarlo con las manos, de arañarlo, pero él no la soltaba. De pronto, un dolor fulgurante la fulminó como una descarga eléctrica. El tenedor se había clavado en sus labios, profundamente, mordiéndolos a la manera de un crótalo. Mientras la sangre comenzaba a manar de su boca, la abrió para gritar. Al instante, el tenedor descargó una segunda vez, introduciéndose en su encía superior, entre los dientes. Pensó que iba a enloquecer de dolor al tiempo que la sangre brotaba como un geiser. Sollozó, gritó y chilló, y el tenedor seguía clavándose una y otra vez, en las mejillas, los labios, la lengua…
Después el desvarío cesó tal como había comenzado, de golpe.
El corazón le latía a mil por hora. Tenía la impresión de que había triplicado de volumen en su pecho. La boca y la parte inferior de la cara le ardían, ensangrentados. Sufría horriblemente. Trató de calmar la respiración, de apaciguar el desenfrenado pulso de la sangre. Adivinó que la observaba, al acecho de una reacción. Por fin, regresó a su lugar, satisfecho.
—Marica, locaza, mequetrefe, gusano…
Vio que se quedaba inmóvil de espaldas a ella. Haciendo acopio de sus últimas fuerzas, trató de no prestar atención al dolor.
—¡Ja, ja, ja! —se carcajeó—. ¡Qué hombrecillo más ridículo! Mediocre, ordinario, insignificante, lamentable… ¿Verdad que sí, Julian Hirtmann?
Él se volvió, sonriente de nuevo.
—¿Crees que no me he percatado de tu juego? ¿Crees que no sé hacia dónde pretendes llevarme? Pero no te me vas a escapar así. Todavía tenemos largos meses y largos años que pasar juntos, los dos.
Al oír aquellas palabras, sintió que le flaqueaban los ánimos. Se esforzó, con todo, por disimularlo. Se alborotó el pelo emitiendo un despreciativo ruido y luego soltó una malévola carcajada, acompañada de una burlona expresión. Después se cogió el vestido y lo rasgó, dejando al descubierto sus pechos desnudos.
—¿De veras tienes ganas de compartir las veladas con una chica tan vulgar, tan repelente como yo? ¿Durante meses y años? Seguro que podrías encontrar a otra más complaciente, ¿no? Una nueva… Porque lo que es yo, conmigo se ha acabado, guapo. Nunca más me volverás a tener como antes. Olvídate.
Apartó con brusquedad el vaso de plástico que contenía el vino y apuntó con un dedo su bragueta.
—Sácala. Enséñamela… Apuesto a que está toda blanda y encogida. Solo se te empina cuando estoy dormida, ¿verdad?… ¿No te parece un poco sospechoso? ¿Acaso te doy miedo, guapo? Demuestra que eres un hombre, vamos, sácala. Enséñame tu cosita… Claro que no… ¿A que eres incapaz? Nuestras veladas van a ser esto a partir de ahora, cariño. Te vas a tener que hacer a la idea.
Advirtió el alcance de su decepción. Habría querido que pusiera fin a todo aquello rápidamente, pero sabía que no le iba a dar ese gusto. Antes se lo iba a hacer pagar. Se preparó para el sufrimiento; pensó en todo lo que había hecho mal en su vida, en todos los errores que habría deseado reparar, en las personas de quien se habría querido despedir… En su hijo, en sus amigos, en el hombre con quien se iba a reunir y en aquel a quien había amado tanto y al que, sin embargo, había traicionado… Les mandó a todos unos pensamientos silenciosos, palabras de amor, con las mejillas surcadas de lágrimas mientras él se acercaba sin decir nada.
Sabía que aquella vez iba a ser la definitiva…
Eran las cinco y media de la mañana y el día clareaba cuando Drissa Kanté comenzó a pasar el aspirador en el despacho 2.84. Nadie aspira a ejercer un oficio que consiste en limpiar moquetas y quitar el polvo de escritorios y ordenadores. No es eso en lo que sueñan los niños, ni en África ni en Europa, pero, aun así, sorprendentemente, le había tomado gusto a aquella ocupación.
Aun cuando hubiera que darse prisa para pasar de un edificio de oficinas a otro, aun cuando hubiera que levantarse cuando los otros duermen todavía y dejar la cama para afrontar las glaciales noches de invierno y las pálidas madrugadas, le agradaba la rutinaria sencillez de aquella tarea. Siempre encontraba la manera de evadirse mediante el pensamiento mientras la llevaba a cabo, ya fuera pensando en su país o abstrayéndose en reflexiones inspiradas por sus lecturas. A diferencia de la mayoría de los trabajadores de la mañana que se vuelcan sobre los periódicos gratuitos, Kanté tenía destinado un presupuesto para la compra de la prensa cotidiana, que espulgaba concienzudamente durante los trayectos que efectuaba en autobús para ir de un edificio a otro. Disfrutaba sabiendo que ninguno de los empleados con los que se cruzaba por las mañanas —algunos de los cuales lo saludaban con extrema educación, para compensar sin duda la injusticia que en su opinión constituían su lugar de nacimiento y su oficio— sospechaba que el hombre que limpiaba sus oficinas tenía más estudios que ellos. Aquel nuevo mundo al que pertenecía era tan diferente, quedaba tan alejado del antiguo que Drissa Kanté tenía a veces la impresión de haberse convertido en otra persona. Aun sabiendo que se contaban por millones los compatriotas suyos que soñaban con encontrarse en su lugar, a veces algo se rompía en su interior cuando pensaba en las llanuras de su país, en las sofocantes noches de su pueblo natal durante la estación cálida y en las puestas de sol sobre el río Níger.
Aquella mañana no era la nostalgia lo que lo atenazaba, sino el temor a perder aquella situación que más de un habitante de su país de adopción habría considerado indigna. Temía perderlo todo. El miedo le oprimía hasta tal punto las tripas que había tenido que ir dos veces al baño, suscitando las miradas de extrañeza del resto del equipo, a quienes había explicado que la noche anterior había comido algo que le había sentado mal, un plato de
djaratankaï
, una receta a base de cordero, gombos y pimientos. No podía quitarse de la cabeza las palabras de aquel hombre: «¿De verdad quieres volver a ser un indocumentado?». Qué extraño, pensó. De los miles de palabras pronunciadas, de los miles de frases oídas cada día, la memoria seleccionaba unas cuantas con las que no paraba de atormentarte.
Como cuando la mujer a la que quería lo había abandonado, diciéndole: «Olvídame. Sal de mi vida para siempre». Había sido precisamente ese «olvídame» y ese «para siempre» lo que no había conseguido olvidar.
Apagó el aspirador y cogió un spray de espuma limpiadora del carro para tratar un par de manchas. Después vació las papeleras en una bolsa de basura negra, tomó un trapo y un frasco de producto de limpieza y se acercó al despacho que le habían indicado. Aguzó el oído. No percibió nada de particular, aparte de los chismorreos de sus compañeros en el pasillo. El corazón le daba brincos en el pecho. Aunque era temprano, al otro extremo del pasillo había policías. Los había visto al pasar. Cuando el gordo de las gafas oscuras le había indicado la dirección, había comprendido que sus problemas no habían hecho más que empezar.
Le temblaba la mano cuando sacó el lápiz USB. No había posibilidad de error: en el despacho había un solo ordenador. Observó el día que comenzaba a despuntar detrás de los edificios, tiñendo el cielo de una hermosa tonalidad rosa salmón. Sabía que si no lo hacía ahora, nunca más tendría el valor. Lanzó una ojeada hacia la puerta.
«Ahora…».
El pequeño lápiz USB se hundió sin dificultad en la entrada lateral. Apretó el botón de encendido y en el interior de la máquina algo se agitó. Su nerviosismo fue en aumento mientras el aparato se ponía en marcha y el lápiz USB parpadeaba, indicando que el programa entraba en acción. Él conocía bien los ordenadores. El gordo tenía razón: el lápiz estaba sin duda concebido para sortear la secuencia de encendido de la máquina, saltar la etapa de la contraseña y engañar al antivirus. Drissa sabía que era relativamente fácil encontrar a
hackers
capaces de efectuar ese tipo de trucaje por Internet. La mayor dificultad residía, en el fondo, en llegar hasta la máquina… y, en ese caso, nada podía sustituir el factor humano. «Más deprisa…». Miró el reloj. El tipo le había dicho que el lápiz pararía de parpadear cuando hubiera acabado. Mientras tanto, el fondo de pantalla lucía un banal paisaje. Si alguien entraba en ese momento, se daría cuenta de que había encendido el ordenador, cosa que, por supuesto, no estaba autorizado a hacer. Se pasó una mano por la cara. Estaba febril, aterrorizado. «¡Más deprisa, por Dios!». El hombre había dicho que no tardaría más de tres minutos. Hacía ya dos minutos y medio que funcionaba el programa.
De repente, se quedó petrificado. La puerta del despacho se acababa de abrir… Se sobresaltó como si hubieran hecho estallar un petardo bajo sus pies.
—¿Qué haces?
Miró a la persona que acababa de empujar la puerta, incapaz de pronunciar ni una palabra. Era Aïcha, una compañera del equipo de limpieza, una joven descarada que no paraba de burlarse de él y provocarlo. Vio cómo posaba una reluciente mirada sobre la pantalla del ordenador, antes de desplazarla hacia él, con una expresión dura e inquisitiva.
—Vete —le dijo él.
—¿Qué haces, Drissa?
—¡Vete!
Le asestó una severa mirada y luego cerró la puerta. ¡Nunca más! ¡Aquella era la última vez! Fueran cuales fuesen las consecuencias, nunca más aceptaría hacer algo ilegal. Se lo juró a sí mismo, en silencio, con el corazón en la garganta. El lápiz paró de parpadear. Entonces lo retiró, lo metió en el fondo del bolsillo y apagó el ordenador.
Con la cara cubierta de sudor, se acercó a las ventanas, levantó el estor y después roció el vidrio con el spray azul. Le gustaba el frescor de su perfume. Detrás de los vidrios, el cielo viraba al rosa, combinado con gris y naranja pálido, por encima de los tejados, cada vez más luminosos por el lado de levante. Esa noche, le devolvería el lápiz al hombre y allí habría acabado el asunto. Antes, sin embargo, había previsto tomar también él ciertas precauciones, para estar bien seguro de que el individuo no volviera otra vez a la carga. Esa vez no iba a ser tan ingenuo.
★ ★ ★
—¿Comandante Servaz?
Miró el despertador. Debía de haber sonado y no lo había oído. Se había dormido a eso de las cuatro de la madrugada y su sueño se había visto perturbado por unas pesadillas que no recordaba, pero que le dejaban una sensación de persistente desasosiego. Pestañeó, deslumbrado por la luz del día que entraba a raudales y había calentado ya todos los objetos, incluido el teléfono.
—Mmm.
—Comisario Santos, de la Inspección General de Policía.
Servaz se incorporó con brusquedad. «El individuo del párking…», pensó, sentándose al borde de la cama. Las sábanas retorcidas y húmedas eran testimonios de su lucha nocturna con un superego inductor de conflictos.
—Hemos recibido una denuncia contra usted —anunció Santos, también apodado San Antonio por la mayoría de los policías, seguramente por antífrasis porque, físicamente, se parecía más al célebre asistente del protagonista de la serie de novelas—. Un tal Florent Mattera, domiciliado en el número 2 bis del bulevar de Arcole lo acusa de haberlo agredido anoche. Afirma que el hecho ocurrió en el párking del Capitole. Según él, un hombre correspondiente a su descripción se le echó encima y le pegó antes de pedirle disculpas y marcharse en un Cherokee cuyo número de matrícula ha especificado y coincide con el suyo. Niega los hechos, ¿comandante?
Servaz lo pensó solo medio segundo.
—No.
—Vamos a tener que tomarle declaración —dijo, con un suspiro, el inspector.
—¿Cuándo?
—Esta mañana.
—Escuche, estoy ocupado con una investigación sumamente importante y…
—¿No lo son todas? —señaló, melosa, la voz—. ¿Se da cuenta de qué se lo acusa, comandante? Se trata de una falta muy grave. La época en que los policías se comportaban como gamberros ha quedado en el pasado, y…
—Está bien, está bien. Ahora voy.
★ ★ ★
—Hola, Servaz.
—Hola.
—Hola, Martin.
—Hola.
—Hola, Servaz.
—Hola.
Parecía que aquella mañana todo el mundo quería manifestarle su simpatía, como si acabaran de diagnosticarle un cáncer o algo así. Al salir del ascensor, a las 8:16, tomó por el pasillo que conducía al departamento de asuntos criminales. Desde sus paredes de ladrillo lo miraron pasar los mismos rostros infantiles. Arriba y abajo de los carteles, se especificaba MISSING / DESAPARECIDOS.
—Hola, Martin.
—Hola…
Normalmente, a fuerza de pasar delante, ni siquiera reparaba en aquellas caras, pero aquella mañana, sin saber por qué, las volvía a percibir. Las fotos de todos esos niños desaparecidos, y las fechas, le encogieron el corazón igual que la primera vez que las vio: 1991… 1995… 1986… ¡Jesús! ¿Cómo hacían los padres para soportarlo?
—Buenos días, Martin.
—Mmm…
Todo el mundo parecía al corriente. Aquel tipo de información se expandía más deprisa que una granada sin el pasador. Se precipitó al interior de su oficina. En su escritorio había una nota: «El director te está esperando».
Era la letra de Pujol. De acuerdo. Había que ir. Sin ni siquiera colgar la chaqueta, se encaminó a la oficina de dirección, situada al otro extremo del pasillo. Al pasar delante de las puertas de los despachos, las conversaciones se interrumpían. Con unas ganas tremendas de huir de todas aquellas miradas, franqueó la puerta cortafuegos, pasó delante del rincón de la sala de espera, con sus sofás de cuero, de la secretaría y llamó.
—¡Entre!
Al verlo, el director se levantó, con semblante sombrío. Delante de él estaba sentado un individuo entrado en carnes, encorbatado pese al calor y con la expresión terca del funcionario que sabe que tiene las de ganar. No se levantó, limitándose a volver la cabeza para examinar a Servaz con sus ojillos amarillos, como granos de uva.
—Hola, Santos —lo saludó Servaz.
El aludido no respondió.
—Martin, ¿es cierto lo que me dice el comisario Santos? ¿Has… confirmado los hechos?
Asintió con la cabeza. Stehlin sacudió la suya con aire de consternación. El comisario Santos lo miró enarcando las cejas, como si dijera: «Bueno ¿y ahora qué hacemos?».
—Yo… —quiso aducir Servaz.