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Authors: Bernard Minier

Tags: #Policíaco, #Thriller

El círculo (56 page)

—Puedes quitar las manos —dijo, irguiéndose.

Cuando se cruzaron sus miradas, se percató de que en sus ojos había algo nuevo, algo que nunca había visto hasta entonces.

—Te he dicho que me sueltes…

Él parecía, sin embargo, decidido a hacer lo contrario. La cogió por la nuca y pegó la boca a la suya. Ello lo rechazó con violencia y le dio una bofetada, más fuerte de lo que habría querido. Elias la observó, con los ojos muy abiertos. En su mirada había sorpresa, pero también un sombrío furor.

—Lo siento —se disculpó, contorsionándose para salir del coche.

39
DISPAROS EN LA NOCHE

Servaz volvió con paso cansino al coche. Se sentía abrumado. La luz de las farolas jugaba con las negras hojas de los árboles de la calle. Apoyado en el techo del Cherokee, respiró a fondo. Aún le llegaba al oído el eco del mismo televisor de antes. Percatándose del poco entusiasmo de los comentarios, dedujo que Francia había perdido.

Contemplaba un montón de cenizas. Marianne, Francis, Marsac… El pasado no se había limitado a resurgir. Había aflorado para desaparecer para siempre, como un navío que se levanta y se yergue antes de hundirse. Todo aquello en lo que había creído, sus mejores años, sus recuerdos de juventud, toda aquella nostalgia que albergaba en el fondo de sí no eran más que ilusiones. Había construido su vida sobre una base de mentiras. Con un lastre de piedra en el pecho, accionó la manecilla. Apenas había abierto la puerta, el móvil sonó dos veces. El sobre amarillo de la pantalla avisaba de la llegada de un mensaje.

Espérandieu.

Lo abrió. Tardó una fracción de segundo en descifrar lo que leía. Le costaba acostumbrarse a los nuevos dialectos.

Ven casa Elvis encontrado algo

Se sentó frente al volante y llamó a Espérandieu, pero le salió una anónima voz que lo invitaba a dejar un mensaje. La impaciencia y la curiosidad aligeraban la opresión de su pecho. ¿Qué hacía Vincent en la casa de Elvis a esa hora cuando se suponía que estaba vigilando a Margot? Después se acordó de que le había encargado indagar en el pasado del albanés.

Al salir de la ciudad, conducía más deprisa que de costumbre. Poco antes de las doce de la noche, en lo alto de la larga recta que atravesaba el bosque, llegó al desvío de la carretera secundaria. La luna surgió bruscamente de entre las nubes, bañando con su azulada claridad las negras masas de árboles. En el siguiente cruce, tomó la pista apenas transitable, alumbrando con los faros cada una de las briznas de hierba que crecían en la franja central, entre las roderas. Con la mano libre, apretó por tercera vez en la opción «Devolver llamada», sin resultado. ¿Qué demonios hacía su ayudante? ¿Por qué no respondía?, se preguntaba con creciente inquietud.

Justo cuando dejaba el teléfono a un lado, este se puso a vibrar.

—Vincent, me… —comenzó a hablar.

—Soy yo, papá.

Margot…

—Tengo que hablar contigo, es importante. Creo que…

—¿Pasa algo? ¿Te ha ocurrido algo?

—No, no, nada. Es solo que… tengo que hablar contigo, de verdad.

—Pero ¿estás bien? ¿Dónde estás?

—Sí, sí, estoy bien… Estoy en mi habitación.

—Perfecto. Perdona, cariño. Ahora mismo no puedo hablar. Te llamaré en cuanto pueda.

Cortó la comunicación y dejó el teléfono en el asiento de al lado. Entre bache y bache, pasó el puentecillo de madera y los faros iluminaron el túnel vegetal que desembocaba en el claro.

No veía ningún vehículo.

¡Mierda! Paró el motor antes del final del camino bordeado de árboles y bajó. Le pareció que la puerta producía un ruido ensordecedor cuando la cerró. A lo lejos sonó un ruido de truenos, en aquella noche que no era una noche normal, sino una de junio, con el cielo gris blanquecino, con aquella tormenta que tanto se hacía esperar. Se acordó de aquella noche de invierno en la que lo habían atacado en una casa de colonias y en la que había estado a punto de morir, con la cabeza envuelta en una bolsa de plástico. Todavía se despertaba con un sobresalto algunas noches en las que volvía allá en sus pesadillas.

Volvió a abrir el coche y apretó el claxon, pero lo único que consiguió fue acentuar su nerviosismo con el ruido. Luego se inclinó para abrir la guantera y sacó el arma y la linterna. Introdujo una bala en la recámara. La luna se había vuelto a ocultar detrás de las nubes. Se puso en marcha en la penumbra, paseando el haz de la linterna a su alrededor, sobre el oscuro follaje. Llamó en dos ocasiones a su ayudante, en vano. Cuando por fin llegó al claro, la luna se dignó a asomarse un instante, iluminando el porche de madera y la casa, donde no se veía luz alguna. «¡Joder, Vincent, a ver si das señales de vida!». Si hubiera estado allí, habría visto su vehículo o algún signo de su presencia.

De repente, quedó aterrorizado ante la perspectiva de lo que iba a encontrar. La casa proyectaba una inquietante sombra. El trémulo trazo de un relámpago se inscribió en la noche, más allá de la masa del bosque.

Mientras subía los escalones, el corazón le aporreaba el pecho. ¿Habría alguien dentro?

Se dio cuenta de que el arma le temblaba en la mano. Nunca había sido buen tirador. Su consternante torpeza suscitaba un incrédulo desaliento en su instructor.

De golpe, se disipó la duda. Adentro había alguien. Aquel mensaje era una trampa. Lo había mandado alguien que no era Espérandieu, la misma persona que había atado a Claire Diemar en la bañera y la había visto agonizar, la misma que le había introducido una linterna en la garganta, la que había ofrecido a un hombre como comida para sus perros. Y esa persona tenía el móvil de su ayudante y amigo. Rememoró la distribución de la casa. Tenía que entrar.

Pasó bajo la cinta de la gendarmería y, tras abrir la puerta de golpe, se precipitó al suelo, a oscuras. Un disparo hizo saltar una astilla de madera del marco de la puerta. Al caer se golpeó con algo y notó que se había hecho un corte en la frente. Tiró dos veces en la dirección de donde había brotado la llama y el atronador ruido de su arma le hizo estallar los tímpanos mientras el ardiente metal de uno de los casquillos de bala le golpeaba la pierna. Pese al silbido de la trayectoria, oyó cómo el tirador se desplazaba derribando un mueble. Otro disparo iluminó la sala, pero él ya se había refugiado reptando detrás de la cocina americana. Después volvió el silencio. Aspirando el acre olor de la pólvora, trató de captar un ruido, una respiración. Nada, aparte de la suya. Su cerebro funcionaba a toda velocidad. El ruido del arma no le resultaba familiar; no era un arma de mano, ni un revólver ni una pistola automática.

Debía de ser una escopeta, de dos cañones yuxtapuestos o superpuestos. Eso representaba dos disparos… El agresor no tenía más municiones. Para volverla a cargar tendría que abrirla, expulsar los cartuchos usados y poner otros. Entonces Servaz lo localizaría y lo abatiría antes. Estaba en un apuro.

—Ya no te quedan municiones —gritó—. Te doy una oportunidad. ¡Tira la escopeta al suelo, levántate y pon las manos arriba!

Con la mano libre, buscó a tientas la manecilla de la nevera, situada a su espalda. Aquello le bastaría como iluminación. Al tirarse al suelo, había perdido la linterna.

—Vamos. ¡Tira el arma y levántate!

No hubo respuesta. Servaz notó un líquido que resbalaba hasta sus ojos. Pestañeando, soltó un instante la nevera para secárselos con la manga y comprendió que era la sangre que bajaba por su frente.

—¿A qué esperas? ¡No tienes ninguna posibilidad! ¡Tu escopeta está descargada!

De repente, sonó un ruido. El chirrido de una puerta, hacia el fondo. ¡Mierda, se escapaba por atrás! Servaz se precipitó en aquella dirección y tropezó con un objeto metálico que cayó pesadamente al suelo. Salió por la puerta de atrás. Allá solo había bosque y oscuridad. No veía nada. A la derecha, oyó un chasquido entre los matorrales, el de una escopeta que se cierra. Su agresor había tenido tiempo de recargar el arma esa vez. Se agachó, mientras la adrenalina afluía a su sangre. Sonó un disparo y luego otro, y un intenso dolor le taladró el brazo obligándolo a soltar el arma. Tendió las manos hacia el suelo, buscando a tientas en derredor.

«¿Dónde coño está la pistola?».

Buscaba desesperadamente, agitando las matas. Giraba sobre sí, de rodillas en el suelo. Sabía, con todo, que no era una bala lo que lo había alcanzado, sino una esquirla tan solo. Oyó cómo volvían a abrir la escopeta a unos metros de allí. Cuando una bala cruzó los arbustos por encima de él con un nuevo silbido mortal, se alejó sin un rumbo concreto entre los árboles. Otra bala surcó el aire, horadando el follaje. Oyó que el tirador volvía a cargar el arma y después se ponía a caminar hacia él. Oyó cómo apartaba los arbustos sin darse prisa. ¡Había comprendido! Sabía que si él no había replicado, era porque estaba desarmado. Echó a correr y tropezó con una raíz. Otra vez se golpeó la cabeza con algo, un tronco. La sangre le cubría, cálida y viscosa, la cara.

Se levantó y se puso a correr en zigzag.

Los dos siguientes disparos fueron menos precisos que los anteriores. Dudaba entre seguir corriendo o agazaparse en algún sitio. Correr, decidió. Cuanto más se alejara, más aumentaría el perímetro en el que debería buscarlo el agresor. La luna volvió a asomar en el cielo. El claro de luna se adentró entre el follaje, confiriendo un aspecto irreal al paisaje. La aparición no era muy oportuna precisamente. Quiso franquear un nuevo obstáculo de maleza, pero la camisa se le enganchó en las zarzas. Se debatió con furia y desesperación para soltarse y la desgarró. Entonces cayó en la cuenta de que su color claro hacía de él un blanco fácil y la desabotonó antes de tomar de nuevo impulso, soportando en el torso los arañazos de las zarzas. Su pálida piel apenas pasaba más inadvertida, sin embargo. ¡El tirador veía su espalda! No era más que un imbécil y por imbécil iba a morir. Sería una muerte deshonrosa, un policía desarmado, indefenso, abatido por la espalda por la persona a la que debía perseguir. Mientras corría entre la espesura, con la respiración cada vez más anhelosa y la garganta reseca, pensó en Marianne, en Hirtmann, en Vincent y en Margot. ¿Quién la protegería cuando él ya no estuviera allí?

Apartó un último arbusto y se quedó parado.

«La garganta…».

El ruido del río subía hasta él. Dio un paso atrás, presa del vértigo, con náuseas. Se encontraba al borde del acantilado. Distinguía, veinte metros más abajo, el agua que espejeaba entre los árboles, bajo el claro de luna.

Entonces identificó el seco chasquido de una rama partida detrás de él.

★ ★ ★

Era hombre muerto.

Tenía la posibilidad de saltar al vacío, estrellarse contra las rocas de abajo y recibir una bala en la espalda, o bien enfrentarse a su asesino. Así al menos sabría la verdad, aunque tampoco era un gran consuelo. Lanzó una mirada hacia abajo y le temblaron las piernas. Dos inviernos atrás, la investigación en las montañas le había procurado varios momentos de incontrolable angustia en los que había tenido que afrontar el vértigo. Se imaginó cayendo y de nuevo le dio una arcada. Se volvió de cara a la espesura, prefiriendo las balas al vacío.

Lo oía acercarse, como una fiera. Dentro de un instante, conocería la cara de su enemigo…

Volvió a aventurar una mirada por encima del hombro, en dirección a la garganta, y advirtió que la pared no se prolongaba de un tirón hasta el fondo. Unos cuatro metros más abajo, un poco a la izquierda, había una especie de pequeña plataforma suspendida por encima del vacío, a la que se aferraban unos cuantos arbustos. Bajo la roca le pareció distinguir una negra sombra, un hueco o una cueva tal vez. Servaz tragó saliva. ¿Y si aquella era su última oportunidad? ¿Y si conseguía bajar hasta allí y esconderse bajo la roca? Al asesino le sería mucho más difícil la labor, porque tendría que asumir también el riesgo de seguir el mismo itinerario con una sola mano libre, cargando la escopeta, mientras que a él no le sobrarían tampoco las dos manos para agarrarse y evitar una caída mortal. Era imposible. No lo conseguiría nunca, ni aunque le fuera la vida en ello. Era superior a sus fuerzas.

«Vas a morir si te quedas aquí. ¡Lo que te va a matar no es el vértigo, sino una bala!».

Oyó ruido en el follaje, delante de él. No había tiempo para pensar. Se acostó boca abajo en la roca, de espaldas a la garganta para no ver el vacío y, concentrando la mirada en la piedra que quedaba a varios centímetros de su cara, comenzó a arrastrarse hacia abajo, tentando con la punta de los zapatos algún posible saliente donde apoyarlos. ¡Más deprisa! No tenía tiempo para eso, no tenía tiempo para nada. En menos de un minuto, su perseguidor habría llegado al borde del acantilado. Cerró los ojos y continuó. La urgencia le fustigaba la sangre, pero las piernas le temblaban con demasiada violencia. El pie izquierdo derrapó. Sintió que se iba, arrastrado por su propio peso, con el torso lacerado por la rugosa roca. Lanzó un alarido, tratando en vano de aferrarse con las uñas. Se deslizó por la abombada peña como en un tobogán, cuyas aristas le arañaban el vientre y el pecho desnudos. Notó que los arbustos le apuñalaban la espalda y detenían su caída cuando aterrizó en la minúscula plataforma. Entonces vio el vacío y se volvió en sentido contrario, aterrorizado. Luego reptó para meterse en el hueco de debajo de la roca, como un animal.

Palpando, encontró una gruesa piedra. Tendido bajo la roca, hinchaba, anhelante, el pecho atenazado por el terror.

«Y ahora, te espero aquí… Vamos, baja, si te atreves».

Estaba cubierto de sangre, de tierra y de arañazos, hirsuto y azorado, metido en el fondo de un agujero como un hombre de Neanderthal. Había vuelto al estado salvaje. Al miedo y al vértigo les sucedían ahora una cólera y una rabia asesinas. Si aquel cabrón bajaba hasta allí, le aplastaría el cráneo a pedradas.

Ya no oía ningún ruido procedente de arriba. El estruendo del río rebotaba en las paredes de la garganta, cubriendo todos los demás sonidos. El corazón se le salía todavía del pecho. La adrenalina corría por sus venas. Quizás el otro seguía allá en lo alto, apuntando tranquilamente con la escopeta el lugar exacto donde se ocultaba, esperando a que se dignara asomar la cabeza, como en aquella película,
Defensa
. Eso era en todo caso lo que habría hecho él. Al cabo de un momento, se relajó. Solo le quedaba esperar. Mientras permaneciera allí, estaba seguro. Su agresor no se arriesgaría a bajar. Consultó el reloj, pero se le había roto. Se acostó… podía pasar horas allí. Después, de repente, se acordó de algo.

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