—Vete de aquí.
Servaz permaneció inmóvil.
—Te he dicho que te largues. ¡Fuera! No sé por qué me sorprende. Al fin y al cabo, no eres más que un poli.
«Exacto —pensó él—. Exacto, soy un poli». Se encaminó a la puerta con paso pesado. En el momento de posar la mano en la manecilla, se volvió. Francis Van Acker no lo miraba. Bebía el whisky con la mirada fija en un punto de la pared que solo él veía, y parecía inmensamente solo.
Las nubes, el sol poniente y los aserrados picos se reflejaban en el espejo del agua. A Margot le parecía oír sonidos —de un carillón, una campana grave, un choque de cristales— cuando solo había juegos de luz. Las olas lamían las escarpadas orillas en el claroscuro del atardecer.
Elias apagó el motor y bajaron del coche.
Margot sintió enseguida cómo el centro de gravedad de su cuerpo se desplazaba hacia las rodillas al tiempo que el vértigo le absorbía las fuerzas. Acababa de entrever la vertiginosa escarpadura que se abría al otro lado de la carretera, dejándolos suspendidos entre cielo y tierra.
—A este tipo de presa lo llaman de bóveda —explicó Elias, sin percatarse de su aprensión—. Esta es la mayor de los Pirineos. Mide ciento diez metros de altura y el embalse tiene una capacidad de sesenta y siete millones de metros cúbicos.
Encendió un cigarrillo y ella evitó mirar el abismal vacío tendiendo la vista sobre el lago. Por aquel lado, el agua quedaba a menos de cuatro metros del borde.
—La presión es colosal —comentó Elias—. Se transmite hacia las orillas mediante un efecto de arbotante, como en las catedrales, ¿sabes?
La carretera, demasiado estrecha para gusto de Margot, seguía la curva de la presa para llegar a la otra orilla. El ocaso estaba poblado de truenos, pero aún no llovía. Un ligero viento erizaba la superficie del lago y hacía estremecerse las agujas de los pinos de los alrededores. En los lugares despejados se sucedían las herbosas planicies atravesadas por arroyos y acumulaciones de rocas. Después venían las abruptas vertientes de la montaña.
—Mira. Allí.
Elias le pasó los prismáticos. Ella siguió con la mirada la carretera, que se elevaba para rodear el lago a una decena de metros de la superficie. Hacia el centro del embalse había un párking. Había aparcados varios coches e incluso una furgoneta. Margot reconoció el Ford Fiesta.
—Pero ¿qué hacen allí?
—Solo hay una manera de saberlo —dijo él, volviendo a colocarse frente al volante.
—¿Y cómo vamos a acercarnos sin que nos oigan? Elias señaló el extremo de la presa.
—Buscamos un sitio donde esconder el coche y seguimos a pie. Esperemos que no hayan acabado antes de que lleguemos. Aunque me extrañaría. No habrán hecho todo ese trayecto para nada.
—¿Cómo vamos a llegar hasta ellos? ¿Conoces este sitio?
—No, pero todavía nos quedan dos horas de luz de día por delante.
Puso el contacto y circularon en segunda hasta el extremo de la presa. En la entrada había una zona de aparcamiento con un plano, protegido con un tejadillo de planchas de pino, pero allí no había modo de ocultar el coche. Lo dejaron allí y se acercaron al plano, que proponía diversos senderos para excursionistas. Tres de ellos partían del segundo párking, donde se encontraba el Ford Fiesta. También había una vereda que comunicaba los dos aparcamientos, bordeando la orilla y la carretera.
Elias apoyó el dedo en ella y Margot asintió con la cabeza. A aquella hora y con ese tiempo, no había muchas posibilidades de que toparan con turistas. En el aparcamiento, además, no había más vehículo que el Saab de Elias.
—Apaga el móvil —indicó Elias, sacando el suyo del bolsillo.
La temperatura bajaba rápidamente. Se pusieron en marcha por el pedregoso sendero, entre los pinos que emitían un siniestro susurro movidos por la brisa. Abajo, las ondulaciones del agua producían un audible bisbiseo. El aire de la tarde estaba cargado de aroma a resina, a flores de montaña, que formaban unas manchas más claras en la penumbra, y del leve olor estancado del gran embalse.
El camino de tierra y piedras se elevaba por encima de la carretera, con el lago abajo. Margot supuso que en algún momento iba a descender para conducir al segundo párking. El cielo viraba al gris y al violeta. La montaña no era ya más que una negra mole y aquello a lo que Elias había llamado «el día» se volvía menos luminoso cada vez. Por más que intentaran caminar con sigilo, el ruido que producían al aplastar los guijarros con los zapatos resultaba francamente inquietante para los oídos de Margot, sobre todo porque a su alrededor el silencio era total.
Habían recorrido unos quinientos metros, según sus aproximativos cálculos, cuando Elias la detuvo con un ademán y le señaló un lugar situado un poco más lejos. Margot dirigió la mirada hacia la escarpada orilla, unos doscientos metros más allá.
Una abrupta pendiente descendía desde la carretera hasta la superficie del agua, cubriendo un desnivel de unos diez metros. La parte superior, sin embargo, la contigua a la carretera, era casi horizontal y formaba una especie de rellano rocoso erizado de arbustos, matas y pinos.
Fue allí donde los vio. «El Círculo…». Debería habérsele ocurrido antes. Era muy simple, demasiado simple. La respuesta se encontraba allí, ante su vista. Intercambió una mirada con Elias, antes de agacharse con él en la hierba, entre los brezos del borde del camino, y ponerse a observar con los prismáticos.
★ ★ ★
Estaban cogidos de la mano, con los ojos cerrados. Margot contó nueve personas. Una de ellas estaba sentada en una silla de ruedas. También advirtió que otra permanecía de pie, pero en una postura extraña, torcida, como si no tuviera las piernas bien alineadas con el torso, como si fuera una de esas imágenes reconstituidas a partir de diferentes fragmentos de personas que no acaban de encajar del todo. Entonces reparó en los brillantes tubos que había en el suelo, los palos de unas muletas.
Habían formado un círculo en la parte más plana del terreno que se extendía entre la carretera y el ribazo, pero los que constituían la sección más cercana al lago tenían los talones casi por encima del abismo y la oscura masa del agua justo a la espalda.
Devolvió los prismáticos a Elias y lo miró entre la sombra.
—Tú lo sabías —dijo—. Me dejaste esa nota que decía: «Creo que he encontrado el Círculo». Tú conocías su existencia.
—Era un farol. Lo único que tenía era un mapa con este sitio marcado con una cruz.
—¿Un mapa? ¿Y dónde encontraste un mapa?
—En la habitación de David.
—¿Te metiste en la habitación de David?
Elias omitió responder esa vez.
—Entonces tú sabías adonde íbamos desde el principio…
Le dirigió una media sonrisa y ella sintió que la invadía la ira. Después él se irguió lentamente.
—Ven. Vamos…
—¿Adonde?
—Tratemos de acercarnos… de comprender un poco lo que ocurre aquí.
No era una buena idea, pensó ella, en absoluto. No tenía opción de todas formas, de modo que lo siguió por el accidentado terreno, las rocas y los pinos, mientras avanzaba el crepúsculo.
★ ★ ★
David notaba las lágrimas que le corrían por las mejillas, con los párpados cerrados. La brisa del anochecer las iba secando según manaban. Apretaba con fuerza las manos de Virginie y de Sarah. Estas daban a su vez la mano a sus vecinos. Alex había dejado las muletas a sus pies, al igual que Sofiane. Maud estaba sentada en su silla de ruedas plegable. Habían tenido que empujarla durante unos cincuenta metros por la carretera, desde el parquin y la furgoneta, y después llevarla unos metros en brazos. Todos tendían los brazos hacia sus vecinos.
El Círculo se había vuelto a formar, como cada año en la misma fecha, el 17 de junio. Aquella era una fecha grabada en su carne. Su número era el diez, una cifra redonda, como el Círculo. Diez supervivientes para diecisiete víctimas. El 17 de junio. Dios, el destino o el azar así lo habían querido.
Con los ojos cerrados, dejaban que los recuerdos los inundaran y aflorasen. Volvían a ver aquella noche de primavera en que habían dejado de ser unos niños para convertirse en una familia. Revivían el tremendo choque, el calamitoso impacto, el ruido ensordecedor del metal torcido, de los cristales que estallaban proyectados en una multitud de fragmentos, de los asientos arrancados de las fijaciones, del techo y los tabiques aplastados como una lata por un gigantesco puño. Veían cómo la noche y la tierra basculaban de repente, enrollándose entre sí, los frágiles pinos arrancados de cuajo, decapitados a su paso, las rocas de aceradas aristas rasgando la plancha, los cuerpos propulsados en todas las direcciones como cosmonautas en estado de ingravidez. Veían cómo la luz de los faros enloquecía iluminando aquel demente torbellino con improbables fogonazos, con destellos de pánico, en una disparatada estética. Oían los alaridos de sus compañeros y los de los mayores. Después sonaban las sirenas, los gritos, las llamadas. Las aspas del helicóptero que sobrevolaba el lugar. Los bomberos que llegaron al cabo de veinte minutos. En ese momento, el autocar estaba suspendido todavía a diez metros por encima de la superficie del lago, a unos metros tan solo del sitio donde se encontraban, precariamente sostenido en mitad de la pendiente por unos cuantos insignificantes arbustos y unos delgados troncos de árboles.
Volvían a vivir el instante en que los últimos árboles cedieron con un siniestro crujido y el autobús se deslizó, con un agónico rechinar, hacia el lago. El instante en que, entre los gritos de quienes aún se hallaban presos en el interior, se había hundido en las negras aguas, que pronto quedaron iluminadas por uno de los faros que siguió brillando durante horas en el fondo del agua.
Habían querido evacuarlos, pero se habían negado todos, juntos ya. Con unanimidad, habían plantado cara a los adultos, asistiendo de lejos a las operaciones de salvamento, a las vanas tentativas, hasta que los cuerpos de sus pequeños compañeros ahogados que no habían quedado atrapados bajo la carrocería remontaron a la superficie y comenzaron a flotar en el agua tornasolada por la luz del faro tuerto, que brillaba como un ojo de cíclope en el fondo del lago. Uno, luego dos, después tres, una docena de pequeños cadáveres que subían como balones, hasta que entonces alguien gritó: «¡Quítenme de ahí a esos niños, me cago en la puta!».
Fue en el servicio de psicología del hospital de Pau donde pasaron una parte del verano recuperándose, donde nació el Círculo. Allí fue, aunque ellos no fueran lógicamente conscientes de ellos, donde se desencadenó el proceso. La idea se les ocurrió de forma natural, espontánea, sin que fuera necesario ponerse de acuerdo. Habían comprendido, de manera instintiva también, sin que tuvieran que mediar palabras, que nada podría separarlos jamás, que el vínculo con el que el destino los había reunido era mucho más fuerte que los lazos de sangre, de amistad o de amor. Era la muerte lo que los unía. Ella les había perdonado la vida y los había designado así. Esa noche habían comprendido que solo podían contar consigo mismos. Habían comprobado que los adultos no eran de fiar.
David sentía la suave brisa del lago pasando por su cara secándole las lágrimas, el calor de las manos de Virginie y de Sarah en las suyas y, a través de ellas, el calor del grupo. Después se acordó de que esa noche no eran diez, sino nueve. Faltaba alguien: Hugo… su hermano, su doble… Hugo, que se pudría en la cárcel pese a todos los indicios que demostraban su inocencia. Le correspondía a él sacarlo de allí, y sabía cómo debía actuar para ello. Él fue el primero en romper el Círculo. Después Sarah y Virginie soltaron a su vez las manos que sostenían y el gesto se fue sucediendo, como una reacción en cadena.
★ ★ ★
—¡Mierda! —exclamó Elias al ver que se movían—. ¡Van a ver el coche!
Se levantó y la cogió por la mano para obligarla a imitarlo.
—¡Vamos a toda pastilla! —le dijo al oído—. Tardarán un rato en llevar a la chica de la silla de ruedas hasta la furgoneta.
—También es posible que David, Virginie y Sarah se vayan antes. Entonces llegarán antes que nosotros al coche. Además, estamos demasiado cerca… ¡Si salimos pitando, nos oirán! —gruñó en voz baja.
—Estamos jodidos —reconoció con lúgubre tono Elias.
Margot vio que reflexionaba a cien por hora.
—¿Crees que reconocerán el coche? —preguntó.
—¿Un coche solo en el párking a esta hora? No hay necesidad de que lo reconozcan. Ya están bastante paranoicos sin eso.
—¿Conocen o no tu coche? —insistió ella.
—¡No tengo ni la más remota idea! En el insti hay decenas de coches y yo solo soy uno de primer curso, sin ninguna importancia según ellos… al contrario de ti, que llamas la atención de todo el mundo —añadió.
Vio que se alejaban caminando por el borde de la carretera, charlando animadamente, de espaldas a ellos.
—Nadie se va a fijar en nosotros. ¡Ven, vamos! ¡Deprisa pero sin hacer ruido!
Margot se levantó y salió disparada zigzagueando lo más silenciosamente que pudo entre los matorrales y el declive del terreno.
—¡No nos va a dar tiempo! —dijo él cuando se reunió con ella en el sendero—. ¡En la bajada llegarán justo detrás de nosotros y atarán cabos!
—¡No es tan seguro! ¡Tengo otra idea! —contestó ella, emprendiendo de nuevo la carrera.
Él la siguió renqueando. Aunque tenía las piernas más largas que ella, Margot corría como si la persiguiera el diablo. Bajó la pendiente como una exhalación y, al llegar al Saab, abrió la puerta de atrás y le indicó que subiera.
—¡Siéntate en el asiento! ¡Rápido!
—¿Qué?
—¡Haz lo que te digo!
En el silencio del lago se elevaban ya ruidos de motores que retransmitía el eco. «Están arrancando. Pasarán delante de nosotros dentro de un minuto», calculó.
—¡Deprisa!
No bien hubo entrado Elias, Margot se tapó la cabeza con la capucha y se sentó a horcajadas encima de él, dejando abierta la puerta del lado de la carretera. Luego se bajó la cremallera del jersey, dejando al descubierto sus blancos pechos.
—¡Cógelos con las manos!
—¿Cómo?
—¡Venga! ¡Sóbame, hombre!
Sin darle tiempo a reaccionar, ella misma le cogió las manos y las aplastó contra sus pechos. Después pegó la boca a la del joven, introduciendo la lengua entre sus labios. Oyó cómo los vehículos se acercaban y advirtiendo que reducían velocidad al llegar a su altura, dedujo que los estaban mirando. Persistió en la ejecución del beso de tornillo mientras el miedo le recorría la espalda. Los dedos de Elias le presionaban el pecho, más por acto reflejo que movidos por el deseo. Margot lo había rodeado con los brazos y seguía besándolo en plena boca. Oyó que alguien decía: «¡hostia!». Luego sonó un coro de carcajadas y después los coches aceleraron. Volvió con prudencia la cabeza y comprobó que se alejaban por la carretera de la presa. Entonces posó la mirada en los dedos de Elias, todavía crispados encima de sus pechos.