—Bonita comedia —dijo, tratando en vano de imprimir firmeza a su voz—. Casi me he dejado engañar.
—Se ha dejado engañar —rectificó su vecino.
—¿Adonde vamos?
—¿No quiere oír mi confesión, comandante?
—Te escucho.
Rodearon otra rotonda dando peligrosos patinazos. Un claxon resonó en la noche tras ellos.
—Yo maté a Claire Diemar, a Elvis, a Joachim Campos y a varios más —declaró David, elevando la voz para compensar el estruendo—. Encontraron lo que se merecían. Eso es lo que pienso yo. ¿Y a usted, comandante, qué le parece?
—¿Por qué, David?
En lugar de responder, el joven le cogió la mano izquierda y la introdujo bajo su camiseta con un gesto de sorprendente intimidad. El policía se estremeció al palpar con la punta de los dedos una especie de pliegue de carne que se prolongaba en horizontal en su abdomen.
—¿Qué es eso?
—Una especialidad japonesa: el
seppuku
; una variante del haraquiri. Fue cuando tenía catorce años… pero no tuve el valor de seguir hasta el final. Aparte, con un cuchillo mal afilado es menos cómodo que con un sable, ¿verdad? —Soltó una risita seca—. No todo el mundo puede ser Mishima —concluyó con amargura.
Por un momento, Servaz lamentó no tener ninguna competencia especial para enfocar aquel tipo de comportamiento, ser, en suma, policía y no psiquiatra.
—Conoce la cuestión de Camus, ¿verdad, comandante?
—«Solamente existe un problema filosófico serio, el suicidio. Dirimir si la vida merece o no la pena de ser vivida es responder a la única cuestión fundamental de la filosofía», citó mecánicamente Servaz. No sé si lo he entendido bien. ¿Es esa la idea, David? ¿Nos vamos a matar con el coche?
El silencio fue su única respuesta. Servaz tragó saliva. Tenía que encontrar alguna manera de detener aquella locura, pero ¿cuál? No veía nada, estaba prisionero en un cubículo de metal que circulaba a toda velocidad bajo la lluvia y no disponía del menor control sobre la situación.
—¿Y por qué no? Será a la vez mi despedida y mi confesión —dijo su conductor con voz glacial—. Una confesión firmada con una rúbrica de sangre y de metal.
Servaz logró bajar la ventanilla. Se sentía mareado. Con el azote de la lluvia en la cara, aspiró con fruición el frío aire, llenándose los pulmones, y se preguntó qué ocurriría si saltaba del vehículo en marcha.
—Le desaconsejo que se baje ahora —dijo David a su lado—. Hay árboles y postes eléctricos por todos lados. Existen grandes probabilidades de que encuentren su cabeza por un lado y el cuerpo por otro. No creo que a Margot fuera a gustarle el espectáculo.
Subió la ventanilla.
—No has respondido a mi pregunta. ¿Por qué?
—¿Conoce usted a una sola persona que sea realmente inocente, comandante? Le reto a que encuentre una.
—Para con ese rollo. ¿Por qué tú, David? Tú no eres el único que sobrevivió al accidente… ¿Por qué no Virginie, Hugo o Sarah? ¿O es para vengar a los otros, al que se desplaza con muletas, por ejemplo? ¿O a ese otro que va en silla de ruedas? ¿Es eso el Círculo?
Aquella vez suscitó una reacción. David le dedicó una mirada en la que asomaba la sorpresa.
—Es usted un hombre sorprendente, comandante. No creía que su investigación fuera a llegar tan lejos. Pero ellos son inocentes. Yo soy el único culpable. Lo único que han hecho ellos es fantasear, imaginar, soñar…
—¿Habíais hablado de eso con Hugo? ¿De lo que te disponías a hacer? ¿Te habías confiado a él? ¿Es eso? Intercambiabais ideas, ¿verdad? Él estaba al corriente de todo…
—¡No mezcle a Hugo en esto! Ya lo han perseguido bastante. ¡Hugo no tiene nada que ver en todo esto!
—Hugo te llamó, te repitió lo que acababa de decirle, que estaba muy cerca, que sabía lo del accidente de autobús, que iba a por los miembros del Círculo…
—¿Qué está diciendo?
—En el coche de Joachim Campos había dos personas, según un testigo —señaló Servaz. Aferraba con las falanges la manilla de la puerta, dispuesto a saltar al menor descenso de velocidad—. Y a Bertrand Christiaens lo arrojaron al Garona varias personas —señaló.
—La muerte de Christiaens no tiene nada que ver con lo demás —replicó esa vez David—. Tendrá que reconocer, de todas formas, que fue una suprema ironía del destino lo que le pasó.
—Mientes.
—¿Cómo?
—Tú asististe al asesinato de Bertrand Christiaens, cuando varias personas del Círculo se hicieron pasar por una banda de marginales drogadictos y borrachos. Incluso declaraste a la policía lo que habías visto esa noche. Tu nombre consta en el informe de la policía. Y tú estabas en el Mercedes de Joachim Campos antes de su muerte, aunque apostaría algo a que no fuiste tú quien le disparó en la sien. También asististe a la muerte de Elvis, cuando ellos lo dieron a comer a los perros, fumando un cigarrillo tras otro entre los arbustos. Pero tú no mataste a Claire Diemar… porque yo sé quién lo hizo.
—Pero ¿qué dice?
—¿Cómo se las arregló Hugo para ponerte en este estado? ¿Cómo se las arregla para manipular a la gente, eh? ¿Cómo te convenció para que escribieras en su lugar esa frase en el cuaderno?
A su lado se hizo el silencio, perturbado solo por una respiración afanosa.
—Se equivoca —replicó después David, con suma calma—. No fue Hugo el que me puso en este estado, como dice. Fue mi padre, mi hermano, mi familia de mierda… Toda esa gente segura de sí misma que no duda nunca, todos esos jodidos arribistas que me veían como un fracasado, un miserable… Hugo hizo todo lo que pudo para ayudarme. Hugo me salvó. Él me hizo comprender que incluso alguien como yo tenía un lugar propio, que los demás no valían más que yo, que incluso eran peores… Él es mi hermano, ¿entiende? Mi hermano mayor, el verdadero, el que debería haber tenido. Haría cualquier cosa por él…
Servaz captó la desesperada sinceridad con que hablaba, y aquella sinceridad lo horrorizó. Hugo tenía sobre él un ascendente, una influencia mortal: mortal para los dos…
—Sí, no se equivoca en eso. Es mi letra la que hay en el cuaderno. Y es mi ADN el que encontrarán en las colillas. A raíz de eso, todo el mundo creerá que soy yo el culpable. Y el hecho de que yo lo haya arrastrado a usted en mi suicidio lo acabará de confirmar. No permitiré que les haga nada a los otros…
Servaz palpó el borde de la venda y tiró de ella. Primero saltó la piel y después se despegaron los extremos del esparadrapo. Abrió los párpados, con los ojos anegados de cálidas lágrimas que empezaron a rodar por sus mejillas.
Percibió unas luces… a través de la bruma de las lágrimas y de la lluvia que inundaba el parabrisas… ¡Veía!
Su visión era todavía borrosa, pero veía. Tardó un momento en adaptarse. Los faros de los coches que pasaban en dirección contraria lo cegaban, obligándolo a cerrar los párpados. El ojo púrpura y tembloroso de un semáforo apareció entre el vaivén del limpiaparabrisas y las trombas de agua. Se aferró al asiento cuando David se lo saltó.
—¡Hostia! —gritó.
El joven volvió un instante la cabeza hacia él.
—Pero ¿qué hace? Se ha quitado la…
—¡David, no estás obligado a hacer esto! ¡Yo atestiguaré a tu favor! ¡Diré que has actuado influido por otros! ¡Y los psicólogos te declararán no responsable! ¡Recibirás un tratamiento y saldrás a flote! ¡Libre! ¡Curado!
Unas estruendosas carcajadas sonaron como respuesta.
—¡Escúchame, coño! ¡Te pueden dar un buen tratamiento! ¡David, yo sé que tú eres inocente! ¡Que fue Hugo el que te manipuló! ¿Quieres morir con ese peso en la conciencia? ¿Convertirte en un monstruo a los ojos de todos para toda la eternidad?
Vio una señal de dirección prohibida. ¡Era el enlace de salida de la autopista! Servaz sintió cómo la sangre se le concentraba en el vientre y las piernas, al tiempo que pegaba instintivamente el cuerpo contra el asiento… ¡Iban a entrar en la autopista en dirección contraria!
—¡Joder, no hagas eso! ¡No hagas eso!
★ ★ ★
Irène contemplaba el baile de coches de policía por las puertas abiertas de la ambulancia. Las luces giratorias barrían de forma intermitente el interior del vehículo. Tras deslizarse sobre los charcos, pasaban por la cara del médico sentado a su lado, que controlaba los tubos con los que la habían conectado a diversos aparatos.
—¿Cómo se siente?
—Bastante bien.
Volvió a marcar el número de Martin, sin resultado tampoco. Cada vez, le salía el contestador. Con creciente nerviosismo, se preguntó si estaría dormido. Tenía que ponerle al corriente de lo que había leído en los papeles de Jovanovic.
«Marianne…».
No era difícil adivinar su móvil. Había hecho espiar a Martin para proteger a Hugo, para saber cómo se desarrollaba su investigación, porque habría hecho cualquier cosa por su hijo y el único hombre que le quedaba. Recurriendo a alguien como Zlatan Jovanovic, había dado, no obstante, un paso más hacia la ilegalidad. Pese a su victoria, Ziegler sentía un gusto amargo al pensar en Martin, en la reacción que tendría cuando se enterara de la verdad. Aunque no lo demostrara, Martin era frágil. Era un hombre herido desde la infancia, un hombre perdido, un superviviente. ¿Cómo iba a acusar aquel nuevo golpe? De repente, se dio cuenta de que el médico miraba hacia fuera con ojos muy abiertos y una enorme sonrisa.
—¿Sí? —dijo a la persona que se había detenido delante de la ambulancia.
Ziegler volvió la cabeza y vio a Zuzka, que la observaba con cara de preocupación. Tenía la larga cabellera negra desparramada sobre una cazadora de cuero color crema muy corta, bajo la cual llevaba un montón de collares y colgantes, una blusa que le dejaba el ombligo al aire y un pantalón corto estampado. Su pintalabios era igual de brillante que un fluorescente. Durante una fracción de segundo, Ziegler se olvidó de todo lo demás.
—¿Puedo irme? —preguntó.
La mirada del médico se desplazaba de una a otra. Parecía preguntarse con cuál habría preferido pasar la noche, aunque la rubia, con su multitud de hematomas y la gruesa venda que le componía una especie de máscara en forma de cruz en medio de la cara, no se encontraba en su día más lucido.
—Eh… habría que ver a un otorrino, y también hacer que le examinen la espalda y las costillas…
—Más tarde.
Se bajó de la camilla y después de la ambulancia. Luego abrazó a Zuzka y la besó inclinando más que de costumbre la cabeza a causa de la «máscara». La lengua de su compañera tenía un gusto agridulce de Campari, whisky de centeno y vermut. «Manhattan», dictaminó Ziegler. Zuzka había acudido directamente del club de striptease, el Pink Banana, en cuanto Irène la había llamado. El médico las observaba. «Con las dos —respondió mentalmente—. Con las dos y al mismo tiempo».
★ ★ ★
Servaz se golpeó en la puerta cuando enfilaron el enlace a vertiginosa velocidad y casi rogó por que volcaran antes de llegar a la autopista. Viendo la cinta de asfalto que se precipitaba hacia ellos y los faros que se acercaban a lo lejos, en el punto en que la autopista trazaba una amplia curva, experimentó un movimiento reflejo de deglución. El coche abandonó el enlace y se lanzó en contradirección por el carril central. Servaz sintió cómo se contraía su escroto al reparar en los coches que, en el otro lado del terraplén del medio, circulaban en la misma dirección que ellos.
—¡David, piensa un poco, te lo suplico! ¡Todavía puedes parar! ¡No hagas eso, por el amor de Dios! ¡Cuidadooooo!
Ante ellos se desató un concierto de bocinas y un frenesí de luces de aviso. Cerró los ojos. Cuando los abrió, los dos coches con que se habían cruzado proseguían su camino propagando la aterrada voz del claxon en la noche. El sudor le resbalaba como agua por la cara. Notando su ardor en la retina, lo enjugó con la manga.
—¡David! ¡Respóndeme, mierda! ¡Di algo! ¡Vas a hacer que nos maten, hostia!
David mantenía la vista fija en la carretera y lo único que Servaz leía en sus ojos era la certeza de su muerte. Apretaba con tanta fuerza el volante que tenía los nudillos blancos. La luz del salpicadero se reflejaba en su barba rubia y en su húmeda mirada. Comprendiendo que se encontraba muy lejos, Servaz volvió a mirar la autopista, barrida por el chaparrón, aguardando la aparición del próximo vehículo, con los sentidos concentrados en la próxima e inevitable colisión.
Se hundió en el asiento al ver aparecer otros faros en la lejanía. Luego percibió las señales de luz cuando el conductor se dio cuenta de que circulaban en contradirección. Los faros estaban más distanciados de la calzada y eran más potentes, pese a la lluvia… Un ensordecedor bramido se abrió paso en la noche. ¡Oh, no! ¡Un camión! Aún cegado por sus luces, Servaz vio que trataba de desplazarse pesadamente al otro carril. Vio cómo su enorme mole se movía con exasperante lentitud hasta lograrlo y vio las gigantescas olas de agua que habían levantado las múltiples ruedas del mastodonte. Oyó los cambios de revolución del motor, las protestas de la caja de cambios, mientras las alertas de las luces enloquecidas le herían los nervios ópticos. Se ovilló, atento al momento en que David diera un volantazo y los precipitara contra el monstruo de acero, esperando el espantoso choque.
No ocurrió nada, sin embargo. La bocina del gigante de metal le taladró los tímpanos cuando pasó muy cerca de ellos. Al volver la cabeza, a través de la bruma de agua propulsada contra los vidrios, entrevió los ojos entornados del camionero, que los miraba, aterrorizado, desde lo alto de la cabina. Respiró hondo. De pronto, comprendió que todo lo que había ocurrido desde que había puesto un pie en Marsac estaba destinado a conducirlo hasta allí, a esa autopista, que aquella calzada inundada era como el símbolo de su historia, el repaso en dirección contraria de su propio pasado. Pensó en su padre, en Francis, en Alexandra, en Margot, en Charlène. En su madre, en Marianne… Destino, fatalidad, azar, combinaciones… como átomos, partículas que se precipitaban unas contra otras, chocando, dislocándose… naciendo y desapareciendo.
Estaba escrito.
O no.
Bruscamente, hundió la mano en el bolsillo de David, en el que este había guardado su teléfono después de haber fingido llamar a Espérandieu.
—¿Qué hace? ¡Suelte eso!
El coche zigzagueó de un carril a otro. Servaz desvió la mirada, sin ocuparse ya de lo que ocurría delante. Se acercó el aparato a la boca mientras David le agarraba la muñeca, intentando quitarle el móvil.