El círculo (71 page)

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Authors: Bernard Minier

Tags: #Policíaco, #Thriller

—Claire se acostaba con bastantes, ¿no? —dijo Servaz.

—¿Estabas celoso? —inquirió Ziegler.

—¿A cuántos matasteis, tú y tus amiguitos? —quiso saber Espérandieu.

—El jefe de bomberos, fuisteis vosotros —afirmó Servaz—. Sarah, Virginie, David y tú. Lo arrojaron al agua cuatro personas.

—Y en el coche de Joachim Campos, un testigo vio que iban dos hombres con él. ¿No seríais David y tú? —sugirió Ziegler.

—Aquella noche, para matar a Claire Diemar, ¿fuisteis dos? —continuó Vincent—. La cámara filmó a dos personas que salieron del pub. ¿David y tú, también? ¿O David se limitó a montar guardia?

—Lo que no entiendo es por qué te quedaste allí —añadió Servaz—. ¿Por qué asumir ese riesgo? ¿Por qué no hiciste igual que con los demás? ¿Por qué no presentar la muerte como un accidente o una desaparición? ¿Por qué te sentaste al borde de la piscina? ¿Por qué?

La mirada de Hugo iba de uno a otro bajo la luz del fluorescente.

Servaz vio la duda, la rabia y el miedo en sus ojos. Entonces su teléfono emitió un doble
bip
en el bolsillo. Un mensaje… «Ahora no…». Estaba pendiente del menor de los gestos de Hugo.

—¡Paren de una vez, hostia! —exclamó por fin este—. ¡Llamen al director! ¡Quiero hablar con él! ¡No tengo nada más que decirles! ¡Lárguense!

—¿La mataste solo, Hugo? ¿O bien lo hicisteis entre varios? ¿Participó David?

Hubo un instante de silencio.

—No, estaba solo…

Hugo encaraba hacia ellos sus ojos, reducidos a dos finas y relucientes grietas. Ellos callaron. Servaz sintió que se le aceleraba el pulso, convencido de que en los otros casos había ocurrido igual.

—Fui allí para avisarle del peligro que corría. Había esnifado en los lavabos del pub y había bebido demasiado… Sabía que los otros iban a pasar pronto a la acción. Estábamos en el mes de junio y sabía que aquella vez le iba a tocar a ella. Habíamos hablado del asunto entre nosotros. —De nuevo, realizó aquel gesto con la mano que había heredado de su madre—. Yo sabía que ella se había comportado como una cobarde, esa noche, hace seis años, que nos había abandonado a nuestra suerte a mí y a los demás, que no había hecho nada para socorrernos… Pero también sabía que estaba corroída por los remordimientos desde entonces. Ella me lo había dicho. Pensaba continuamente en ello; estaba obsesionada con eso, con el mal comportamiento que había tenido. «Tuve miedo, me dejé llevar por el pánico esa noche. Fui una cobarde. Deberías odiarme, despreciarme, Hugo», me decía una y otra vez. «¿Por qué eres tan indulgente, tan bueno conmigo?». O si no: «Para de quererme, no lo merezco, no merezco en absoluto este amor. No soy una buena persona». Las lágrimas resbalaban por sus mejillas y en sus ojos yo veía su desamparo mientras temblaba pegada a mí. Aparte, en otros momentos, era la persona más alegre, más divertida, más sorprendente y más maravillosa que haya conocido nunca. Ella quería hacer un milagro de cada momento. Yo la quería, ¿entienden? —Abrió una pausa y luego su voz cambió, como si dos actores se repartieran el mismo papel—. Esa noche estaba colocado y borracho al salir del pub. Fui a verla, mientras todo el mundo estaba viendo el partido. Le hablé de la existencia del Círculo… Al principio le costó creerlo. Pensaba que deliraba, que estaba borracho, lo cual era cierto, y luego, cuando le conté en detalle lo de la muerte del conductor, de repente comprendió que decía la verdad.

Servaz vio en los ojos de Hugo un brillo instalado en el fondo, como dos tizones encendidos que despiertan bajo la ceniza, como un fuego que persiste en forma de antiguo rescoldo bajo la tundra.

—Y entonces, la vi transformarse. Era como si hubiera aparecido otra persona en su lugar. Ya no era la Claire que yo conocía… la que me animaba a escribir y me juraba que nunca había encontrado un talento semejante en un alumno, la que me enviaba veinte mensajes de texto al día para decirme que me quería y que nunca nada nos iba a separar, que viviríamos siempre enamorados como el primer día. La que podía quedarse totalmente inmóvil, abandonada, ofrecida, mientras hacíamos el amor o, por el contrario, prefería tomar la iniciativa. La que citaba autores y poetas que hablaban de amor o improvisaba una canción con la guitarra en la que hablaba de nosotros, la que inventaba un nombre para cada parte de mi cuerpo como si fuera el mapa de un país que le pertenecía, la que no tenía miedo de repetir «te quiero» una y otra vez, cien veces por día… De repente, esa Claire había dejado de existir. Se había… ido… Y la que la había sustituido me miraba como si yo fuera un monstruo, un enemigo. Tenía miedo de mí.

Las palabras de Hugo revoloteaban bajo la luz de los fluorescentes y cada una de ellas hallaba un eco en el apesadumbrado corazón de Servaz.

—¡Qué imbécil! Seguro que no habría actuado de esa manera si no hubiera estado tan colocado. Ella quiso llamar a la policía. Yo hice todo lo posible para disuadirla. No soportaba la idea de que mis «hermanos y hermanas» pudieran ir a la cárcel —Servaz sintió un malestar que se coló entre sus costillas pensando en las palabras pronunciadas por David en el coche—, que pagaran una segunda vez con todo lo que habían sufrido ya. Ya no sabía qué inventar. Le dije que los convencería para que parasen, que se había acabado, que ya no habría más víctimas, pero que no tenía derecho a hacerles eso después de lo que les había hecho ya… No me quiso escuchar, estaba como loca, sorda a todos mis argumentos. El tono subió y yo le supliqué. Después, de golpe, me lo tiró todo a la cara. Me dijo que, de todas maneras, ya no me quería, que todo se había acabado entre nosotros, que quería a otro, que tenía intención de decírmelo pronto. Me habló de ese tipo, el diputado. Me dijo que estaba loca por él, que era el hombre de su vida, que estaba segura. Entonces me puse fuera de mí y perdí el control. ¡Yo quería protegerla y ella lo único que pensaba era en mandarnos a la cárcel y deshacerse de mí! No podía dejarle hacer eso. Ellos son mi familia… Estaba furioso, loco de rabia. Me dije: «¿Qué clase de mujer puede jurar a un hombre por todo lo más querido que lo amará hasta el fin de los tiempos y al día siguiente decirle que ama a otro? ¿Qué clase de mujer puede ser tan guapa, tan maravillosa en el amor y tan fea después? ¿Qué clase de mujer puede jugar con los otros de esa manera?». Y entonces pensé: «La misma clase de las que abandonan a los niños a la muerte por cobardía… Era guapa, joven, inconsciente y solo pensaba en ella. De repente comprendí que ella era lo único que contaba. Todos esos remordimientos que la atormentaban, esa culpabilidad, eran una trola. Igual que su amor. Una mentira… Se inventaba historias. Se mentía a sí misma igual que mentía a los demás». Esa noche me di cuenta de que Claire Diemar no era más que egoísmo y fingimiento, que siempre sería un veneno para todos los que se cruzaran en su camino. No tenía derecho… No podía dejar que se saliese con la suya…

—Entonces la golpeaste —dijo Servaz—. Encontraste una cuerda y la ataste antes de meterla en la bañera. Y abriste el grifo.

—Quería que comprendiera antes de morir lo que habían sufrido los niños a causa de ella, que, al menos una vez en su vida, se diera cuenta de todo el mal que había hecho…

En el fondo de la cárcel brotó una especie de carcajada, de rabia e impotencia. Luego se oyeron unos sollozos ahogados y después se hizo el silencio, un silencio que, de todas formas, nunca dura mucho en la cárcel.

—Y lo comprendió, sí señor —dijo Servaz—. Luego tiraste las muñecas a la piscina y te sentaste allí, al borde del agua… ¿Por qué las muñecas? ¿Porque simbolizaban a tus compañeros muertos que subieron a la superficie?

—Cada vez que iba a su casa y veía esa colección de muñecas… me daban escalofríos.

—¿Y después?

Hugo levantó la cabeza y los miró.

—Después, ¿qué?

—Tú estabas en estado de
shock
, paralizado por lo que habías hecho, todavía bajo el efecto del alcohol y la droga. ¿Quién llegó esa noche para vaciar los mensajes de Claire y llevarse su móvil para hacer creer que otra persona pretendía borrar sus huellas? ¿Quién llegó para poner la música de Mahler?

—David.

Servaz descargó un puñetazo tan violento en la mesa que todos los presentes se sobresaltaron. Después se irguió y se inclinó por encima de la mesa.

—¡Mientes! David acaba de suicidarse intentando salvarte a ti, su hermano, su mejor amigo, ¿y tú mancillas ya su memoria? David salió esa noche después de ti del pub. Estaba en los vídeos de la cámara de vigilancia del banco, situada al otro lado de la plaza. ¡Él mismo me golpeó para robar las grabaciones! ¡Pero el CD no lo puso él! Cuando le he hablado de ello, justo antes de que se suicidara, me ha mirado como si no supiera de qué le hablaba.

Hugo guardó silencio. Parecía afectado.

—De acuerdo —concedió con una voz de muerto, cargada de amor, de odio, de compasión y de asco hacia sí mismo—. David tan solo salió del pub esa noche. Intentó detenerme, hacerme entrar en razón… Sabía lo que yo quería hacer y quería impedirme que se lo contara todo a Claire. Lo mandé a paseo y volvió al interior. Él solo robó las grabaciones para evitar que a través de él pudieran remontar hasta el Círculo, y porque eso reforzaba la hipótesis de que había otro culpable. Cuando hablé con él por teléfono, me dijo que esa tarde había estado a punto de saltar con usted al vacío, que había renunciado en el último minuto.

Durante un par de segundos, Servaz sintió que lo invadía un terrible frío.

—¿Y las colillas que encontramos en casa de Claire, en el bosque? —preguntó con un hilo de voz—. Antes de morir, me ha dicho que encontrarían su ADN en ellas.

—Él desaprobaba mi relación con Claire. La detestaba. O quizás estaba celoso, no sé… Lo que sí sé es que a veces iba a espiarnos desde el bosque, fumando sin parar… David también hacía ese tipo de cosas.

—¿Quién? —insistió Servaz, pese a que cada vez temía más oír la respuesta—. ¿Quién acudió a arreglar las cosas? ¡¿Quién puso ese dichoso CD en el equipo de música?!

En su bolsillo volvieron a sonar dos
bips
. Sacó el móvil y advirtió que tenía dos mensajes. ¿A esa hora? ¿Qué podía ser tan urgente? Abrió la carpeta de mensajes. Comprobando que el número no estaba registrado en su lista de contactos, vio el primer mensaje. Entonces, la adrenalina, el miedo y las náuseas se precipitaron de nuevo en sus venas.

—¡Margot! —gritó, levantándose de un salto de la silla.

El SMS estaba firmado con las iniciales J. H. y decía:

Ten cuidado con tu amada.

Buscó febrilmente el número de Samira y apretó la tecla de llamada.

—¿Jefe? —dijo, sorprendida, la joven.

—¡Ve a ver a Margot! ¡Corre! ¡Rápido! —gritó por el teléfono.

—¿Qué pasa, jefe?

—¡No preguntes y haz lo que te digo!

La oyó trotar por la hierba y después correr encima de la gravilla. Con el pulso acelerado, la oyó subir a la carrera las escaleras de los dormitorios, llamar a la puerta y decir: «¡Soy Samira!». Oyó que la puerta se abría y una voz familiar respondía, una voz de sueño, una voz que le causó el mismo efecto que un bálsamo en una quemadura. Después Samira se puso al teléfono, sin resuello.

—Está bien, jefe. Dormía.

Respiró a fondo y miró a los otros, que lo observaban con cara de desconcierto.

—Hazme un favor —dijo—. Duerme con ella esta noche, en la otra cama. Ya te explicaré. ¿Has comprendido?

—Perfectamente —confirmó Samira—. Que duerma en su habitación.

—Y echa el cerrojo a la puerta.

Cortó la conexión y, perplejo y aliviado a un tiempo, volvió a leer el mensaje.

—¿Qué pasa? —preguntó Ziegler, que se había levantado también.

Servaz le enseñó el mensaje.

—Oh, mierda —exclamó la gendarme.

—¿Qué? —inquirió Servaz—. ¿Qué ocurre?

—Es con Marianne con quien la va a tomar…

—¿Por qué hablan de mi madre? —preguntó Hugo desde el otro lado de la mesa.

Lo miraron todos.

—Fue ella la que puso el CD, ¿verdad? —dijo Servaz con voz átona.

—¡Díganme qué pasa de una vez!

Servaz le mostró la pantalla de su móvil y vio cómo palidecía. En sus ojos captó horror, incomprensión y un terror descarnado.

—¡Esta vez es él de verdad, hostia! —gritó el hijo de Marianne—. ¡La va a castigar por haberse hecho pasar por él! ¡Sí, fue ella la que puso el CD antes de llamarlo! ¡Sí, yo la llamé pidiéndole ayuda esa noche! ¡Le conté la misma trola que a usted, le dije que era demasiado tarde, que alguien me había visto por la ventana de enfrente! Ella comprendió que los gendarmes iban a llegar de un momento a otro y entonces, se le ocurrió esa idea… Se acordó de su investigación, de todos los artículos que había leído en la prensa en los que se hablaba de Hirtmann, del instituto y de su afición compartida por Mahler… Luego acudió tan deprisa como pudo, metió el CD en el equipo y se volvió a ir, llorando. También me dijo por teléfono que tratara de vaciar la lista de mensajes de Claire. Aunque no entendía para qué iba a servir, porque estaba demasiado grogui, lo hice y después limpié el teclado. Si los gendarmes la hubieran encontrado allí, habría dicho simplemente la verdad: que yo la había llamado pidiendo ayuda. Por suerte, tardaron un rato en presentarse. No podían sospechar que se iban a encontrar con un cadáver… y seguramente estaban todos viendo el partido. ¡Fue lo que nos salvó! ¡Ella acababa de salir cuando aparecieron! Después, lo llamó a usted. Pensó que si le confiaban la investigación y encontraba el CD, tendría quizás una posibilidad de hacer que dudara de mi culpabilidad… una posibilidad de salvar a su hijo… Y después, le envió ese
e-mail
desde un cibercafé.

Todo lo que había ocurrido a lo largo de la semana, todo lo que Servaz había vivido remontaba a la superficie. El gerente del cibercafé les había dicho que había sido una mujer… Hugo y Margot habían hecho buenas migas… él había debido contarle a su madre cuál era la música preferida de su hija. ¿Y quién sino ella había tenido la oportunidad de manipular su móvil, de introducir un contacto falso mientras él dormía? ¿Quién había evitado cuidadosamente apuntarlo con la escopeta? ¿Quién había grabado tranquilamente las letras en el tronco en plena noche? Se acordó de lo que le había dicho a Espérandieu en el párking: «El CD de Mahler estaba en el equipo de música antes incluso de que nos asignaran la investigación». Claro…

—¿A qué esperan? —gritó el hijo de Marianne corriendo hacia atrás la silla, que cayó bruscamente al suelo—. ¿Es que no lo entienden? ¡Es él el que acaba de enviar ese mensaje! ¿No ven lo que ocurre? ¡La va a matar!

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