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Authors: Bernard Minier

Tags: #Policíaco, #Thriller

El círculo (69 page)

—¡Vincent, soy yo! —gritó mientras todavía percibía la tonalidad—. ¿Me oyes? ¡Vincent, es Hugo! ¡El culpable es Hugo! ¿Me oyes? ¡Hugo! ¡La nota escrita en el cuaderno era una treta para exculparlo! ¡Va a intentar hacer cargar con las culpas a David! ¿Comprendes lo que te digo? —De repente, sonó la voz de Espérandieu al otro lado: «¿Diga? ¿Diga? ¿Eres tú, Martin?»—. Sí, eso es —prosiguió sin acusar la interrupción en el momento en que David trataba de asestarle un puñetazo que esquivó.

Circulaban por los tres carriles a la vez, invadiendo incluso el arcén.

—¡Ponte en contacto con el juez! ¡Hugo no debe salir de la cárcel! ¡No tengo tiempo para decirte más! ¡Más tarde!

Cortó la comunicación. Para entonces, su vecino no mostraba ya el menor asomo de distracción.

—¿Qué ha hecho? ¿Pero qué ha hecho?

—Se acabó. Hugo no podrá salir impune. ¡Aparca en el arcén! ¡Ya no sirve de nada todo esto! ¡Te van a dar un buen tratamiento, te lo prometo! Te doy mi palabra de que vamos a ocuparnos de ti. ¿Quién irá a ver a Hugo a la cárcel si tú ya no estás en este mundo?

Ante ellos surgieron otros faros, situados un poco a la izquierda. Eran cuatro faros alineados, potentes y cegadores, bien distanciados de la calzada. «Otro camión…». David también lo había visto. Abandonó lentamente el carril del medio para desplazarse hasta el del semirremolque que se acercaba, con un fluido movimiento que casi pareció coreográfico.

—¡No! ¡No! ¡No hagas eso! ¡No lo hagas!

El mastodonte lanzó luces de aviso y bocinazos entre los chirridos metálicos que producía al agitarse, buscando una salida. Aquella vez no iba a haber ninguna. El camión no iba a tener espacio para apartarse. Los dos vehículos corrían frente a frente, hacia un inevitable choque. Ese iba a ser pues el final de la ruta. Estaba escrito. En cuestión de segundos, llegaría el gigantesco impacto y a este le sucedería la nada. Servaz atisbo el enlace de salida de un área de servicio que descendía la colina en dirección a ellos, a la izquierda.

—¡Si persistes, matarás a dos inocentes! ¡Hugo no va a poder salir de la cárcel! ¡El juego se ha acabado para él! ¿Quién irá a verlo a la cárcel si tú ya no estás? ¡A la izquierda! ¡A la izquierdaaaa!

Vio los cuatro ojos redondos y cegadores que se precipitaban hacia ellos, como cuatro espadas de luz reflejadas en la calzada. Cerró los ojos y tendió los brazos ante sí para apoyar las manos en el salpicadero, obedeciendo a un absurdo impulso reflejo.

Aguardó el espantoso choque.

Entonces notó que torcían bruscamente hacia la izquierda y abrió los ojos.

¡Habían salido de la autopista! ¡Estaban subiendo por el enlace a toda velocidad y en dirección contraria!

Servaz vio el gigantesco semirremolque que pasaba de largo a la derecha, un poco más abajo. ¡Estaban salvados! Después se llevó un susto al ver aparecer un coche que salía del área por encima. David dio un volantazo y subieron renqueando por la hierba del borde. Habían esquivado el coche que bajaba con cuatro aterrorizados pasajeros, una familia sin duda. Arrancando varias ramas de uno de los setos, irrumpieron en el solitario párking, al otro lado del cual Servaz percibió las luces de una cafetería y de una estación de servicio. David aplastó el pedal del freno. El coche dio un bandazo y los neumáticos protestaron con un gemido.

Después se paró.

Servaz se desabrochó el cinturón y, tras abrir la puerta, se precipitó afuera para vomitar.

★ ★ ★

Sabía que, a partir de entonces, la muerte tendría para él una cara: la de un gran semirremolque con su voluminoso parachoques y sus cuatro faros alineados. Lo sabía, tal como sabía que jamás olvidaría aquella imagen, y también que tendría miedo cada vez que subiera a un coche sin conducir él mismo.

Aspiró con fruición la húmeda noche y saboreó, jadeante, las tibias gotas de lluvia que le caían en la lengua. El pecho le subía y bajaba a toda prisa. Con las piernas temblorosas y un tremendo zumbido en los oídos, potente como un enjambre, rodeó el vehículo. David estaba sentado en el suelo, contra la rueda de atrás. Revolviéndose los rubios cabellos, sollozaba con la mirada fija en el suelo. Servaz se arrodilló delante y posó las manos en los trémulos hombros del joven, cubiertos con la bata de enfermero.

—Cumpliré mi promesa —dijo—. Te ayudaremos. Solo quiero que me digas algo. ¿Fuiste tú el que puso el CD de Mahler en el equipo de música de Claire Diemar?

Captando la mirada cargada de incomprensión, sacudió la cabeza, como si dijera «Da igual» y, tras apretar el hombro del joven, se levantó. Luego sacó el teléfono y se alejó, consciente del espectáculo que debía de estar dando, con la camisa de hospital empapada bajo el aguacero, los dedos cubiertos de arañazos recibidos durante la calamitosa inmersión y la cara marcada con las huellas de la venda que se había arrancado.

—¿A qué venía esa llamada, por Dios? ¿Y por qué no me respondías?

La voz de Vincent sonaba impregnada de pánico. Servaz comprendió que su móvil debía de haber vibrado varias veces y que no se había dado cuenta de nada en medio de aquella vorágine. Aquella voz, no obstante, fue para él como un bálsamo.

—Ya te lo explicaré. Mientras tanto, saca al juez de la cama. Hay que anular la orden de liberación de Hugo. También necesitaremos una autorización para interrogarlo esta misma noche en la cárcel. Llama a Sartet.

—Sabes muy bien que no va aceptar de ninguna manera. Es ilegal. A Hugo ya se le dieron a conocer las imputaciones.

—No lo será si lo interrogamos en el marco de otro caso —apuntó Servaz.

—¿Cómo?

Le expuso su idea.

—Haz lo que te digo. Yo llegaré en cuanto pueda.

—¡Pero si no ves nada!

—Sí que veo, sí… Y, créeme, algunas veces sería mejor no ver nada.

Vincent se mantuvo callado durante un instante de perplejidad.

—¿No estás en el hospital?

—No. Estoy en un área de autopista.

—¿Cómo? Pero ¿qué…?

—Déjalo. Date prisa. Ya te explicaré después.

A su espalda sonó una puerta de coche que se cerraba. Servaz giró en redondo.

—Espera un minuto —dijo a su ayudante.

David estaba sentado frente al volante. A través del parabrisas mojado, sus miradas se cruzaron y le pareció advertir una sonrisa en su cara. Lo recorrió una especie de descarga eléctrica. Se encaminó a grandes zancadas hacia el coche y luego se puso a correr cuando este arrancó despacio, dando marcha atrás. Como en un sueño, mientras corría hacia el Ford Fiesta, vio cómo este describía un airoso arabesco sobre el asfalto del párking, orientando el morro hacia la salida para luego proseguir hacia delante.

Servaz pensó que no iría muy lejos, una vez que hubieran bloqueado todos los peajes. Después, en una fracción de segundo, comprendió. «¡No! ¡No, David, no!».

Corrió con todas sus fuerzas, gritando, impulsado por la desesperación, el miedo, la ira y el sentimiento de que jamás podría perdonarse haber sido tan estúpido. Corrió en vano tras el coche que se alejaba, con los faros de atrás inaccesibles ya, mientras se colaba por la abertura entre los setos y descendía la pendiente por la que habían subido unos minutos antes para volver a salir a la autopista.

Se paró en medio de los carriles, colocado en perpendicular al eje de la autopista.

Desde donde se encontraba, Servaz oyó cómo David apagó el motor. Casi enseguida oyó el histérico bocinazo surgido por el lado de la izquierda y volvió la cabeza justo a tiempo para ver surgir el semirremolque por la gran curva, al pie de la colina. El monstruo frenó demasiado tarde y con excesiva brusquedad. De través en los tres carriles, el remolque se precipitó sin control, con toda su carga, contra el minúsculo Ford, engulléndolo con un estallido de planchas aplastadas, piezas mecánicas trituradas, metal, plástico y carne oprimidos.

El resto lo vio como a través de una neblina, mucho más tarde: las ambulancias, los coches de policía y las luces giratorias accionadas en medio de la noche. A duras penas oyó el aullido de las sirenas, los mensajes intercambiados por radio, los gritos, las órdenes, el silbido de los extintores que escupían su nieve carbónica y el agudo lamento de las sirenas eléctricas. No prestó atención alguna a los vehículos de la prensa que llegaron para sumarse a la rapiña, a los furgones coronados de antenas parabólicas, a las cámaras de televisión, al crepitar de los
flashes
, ni siquiera a la cara de la joven periodista que le puso un micro delante y que rechazó con un revés. Todo aquello lo percibió como un sueño. Se desplazó tambaleante hasta la cafetería y, viendo que la gente se agitaba también allí como las abejas desorientadas a causa del humo, una extraña idea se abrió paso en su conciencia. Pensó que, sin saberlo, aquella gente estaba loca, que solo los locos podían querer vivir en semejante mundo y conducirlo, día tras día, hacia su perdición. Después pidió un café.

Intermedio 4
CONFRONTACIÓN

Su mente era un mero grito, un lamento que subía, devorando sus pensamientos.

En su fuero interno gritaba de desesperación, vertía en un aullido su rabia, su sufrimiento, su soledad… todo aquello que, mes tras mes, la había desposeído de su humanidad.

También suplicaba.

«Por compasión, por compasión, por compasión… déjeme salir de aquí, se lo suplico…».

En su fuero interno, gritaba y suplicaba y lloraba. Lo hacía en su fuero interno tan solo, porque en realidad, de su garganta no brotaba sonido alguno. Llevaba una mordaza en la boca, atada con una tensa correa en la nuca. No le había atado las manos a la espalda, sin duda porque habría podido desgastar las ligaduras frotándolas contra la piedra de su calabozo. Sí tenía las manos inmovilizadas en la espalda, pero pegadas entre sí de la palma a la punta de los dedos con cola extrafuerte. Aquella incómoda postura le había provocado rápidamente un dolor permanente en las articulaciones y una contractura crónica extremadamente dolorosa de los músculos de la zona de la columna. Aparte, se veía obligada a permanecer constantemente inclinada, incluso durmiendo. Había intentado arrancarse la piel de las manos, pero era imposible y había estado casi a punto de desmayarse. Seguramente él quería asegurarse de que no se abriera las venas de los brazos o de los muslos con los dientes.

En medio de la oscuridad, cambió de postura para aliviar la tensión de los músculos. Estaba sentada contra la pared de piedra, en contacto directo con el suelo de tierra batida. A veces se tendía allí mismo. Otras se iba a su mugriento colchón. Pasaba casi todo el tiempo durmiendo, acurrucada. A veces se levantaba y caminaba. Daba tan solo unos pasos. Ya no tenía ganas de luchar. No llevaba prenda de vestir alguna. Estaba desnuda como un animalillo, y terriblemente flaca. Solo le daba de comer una vez cada dos días, lo justo para que no muriera de hambre. Ya no la lavaba. Había adelgazado mucho y notaba cómo los huesos se hacían perceptibles bajo su mugrienta piel. Tenía siempre un mal sabor en la boca, además del gusto de la mordaza, y un atroz dolor le roía el lado izquierdo de la mandíbula y la lengua, producto de un absceso. El pelo le picaba, de puro sucio. Cada vez se sentía más débil. Debía de pesar unos cuarenta kilos, quizá menos.

Él también había dejado de llevarla arriba al comedor. Ya no había ni comida, ni música, ni violación mientras dormía, porque ya no le ponía ninguna inyección. Aquel era el único alivio.

Aún no comprendía por qué la mantenía con vida, porque ahora tenía una sustituta. Se la había presentado una vez. Estaba tan débil que ya no le sostenían las piernas y él había tenido que aguantarla mientras subía las escaleras que conducían a la planta baja. «¡Cómo apestas!», le había dicho, arrugando la nariz. Había visto a la joven sentada a la mesa de la cena, en ese sillón que antes era el suyo, con el torso atado al respaldo igual que ella, mediante una ancha correa de cuero. Había reconocido su mirada. Era la suya de hacía unos meses o unos años. Al principio, no había dicho nada, porque ya no tenía ni fuerzas. Se había limitado a permanecer cabeceando, mirando desde abajo a la nueva. Había alcanzado a percibir, no obstante, el pavor en los ojos de la mujer que llevaba su vestido y había adivinado que tenía el cabello lavado y el cuerpo perfumado. Finalmente, había logrado articular: «Es mi vestido». Él la había vuelto a bajar al sótano. Aquella fue la última vez que la vio, pero de vez en cuando, oía música arriba y sabía lo que ocurría. Se preguntaba en qué lugar de la casa la tenía encerrada.

Durante mucho tiempo había temido volverse loca, había luchado para mantener la cordura, había procurado aferrarse a la realidad. Ahora ya no se esforzaba tanto. La locura que reptaba en el filo de su conciencia, como un predador seguro de tener en su poder a la presa, había empezado a devorarle la lucidez, a deleitarse con ella. La única manera de evitarla aún era repasar sus cuarenta años de existencia, pensar en lo que había sido su vida… la vida de otra, más bien, otra que llevaba su nombre, pero que ya no guardaba parecido con ella. La suya había sido una existencia hermosa, agitada, trágica, pero sin trazas de aburrimiento.

Los remordimientos le inflamaban la garganta cuando pensaba en Hugo. Había estado tan orgullosa de él… Estaba al corriente de sus adicciones, pero ¿quién era ella para lanzarle la primera piedra? Su hijo, tan guapo, tan inteligente… su mejor logro. ¿Dónde estaría ahora? ¿En la cárcel o libre? La angustia la asfixiaba, oprimiéndole el pecho, cada vez que pensaba en él. Aparte, el dolor amenazaba con romperla, con hacerla pedazos cuando volvía a ver a Mathieu, a Hugo y a ella juntos, reunidos, jugando en el jardín o en una playa, navegando a vela en el lago una luminosa mañana, rodeados de amigos en torno a una barbacoa una tarde de primavera, amigos que, tal como ella sabía, admiraban sin excepción a su familia. Oía sus risas, sus exclamaciones volvía a ver a su hijo de cinco años mientras lo elevaba hacia el cielo su padre, riendo, con una expresión de absoluta felicidad en la mofletuda cara. Otras veces evocaba los momentos en que padre e hijo permanecían sentados en la cama, Hugo con el dedo en la boca, escuchando muy serio y concentrado al principio mientras su padre le leía
Robinson Crusoe, La isla del tesoro
o
La guerra de los botones
, hasta que al final lo vencía el sueño. Mathieu había muerto en ese accidente de coche y los había abandonado, a ella y a Hugo, en el linde de la vida. En ciertas ocasiones, sentía un terrible resentimiento contra él por eso.

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