—Por el dinero no hay problema. Lo que sí me interesa es que no haya nada escrito en ninguna parte.
—Eso por supuesto. Todas las informaciones que vaya a necesitar serán salvaguardadas en un lápiz USB y no se hará ninguna copia. Su nombre no constará en ningún sitio. No habrá memorándum, ni facturas, ni notas, ni huellas…
—Siempre quedan huellas. Los ordenadores tienen una enojosa tendencia a dejar rastros.
Jovanovic sacó un pañuelo del bolsillo y se secó el sudor que le resbalaba por la nuca. El despacho no contaba con ningún sistema de aire acondicionado para combatir el calor, que resultaba ya asfixiante a esa hora.
—El ordenador de este despacho solo sirve para el papeleo normal y nada más —contestó—. Está igual de virgen que una muchacha evangélica. Todas las tareas confidenciales se tratan en otro sitio, que nadie conoce aparte de mí. Además, la persona que me ayuda está dispuesta a destruirlo todo en cuanto yo se lo indique.
El cliente pareció conformarse con la respuesta.
★ ★ ★
Un rayo de sol en la cara despertó a Servaz. Abrió los ojos y, estirándose, observó la habitación con la luz del día. Las paredes de color chocolate, los muebles claros y las gruesas cortinas de color gris claro, las lámparas y la multitud de objetos de decoración le produjeron unos segundos de total desorientación.
Marianne entró, vestida con su pijama de satén azul y una bandeja en la mano. Servaz bostezó. Tenía un hambre feroz. Cogió una tostada, la mojó en el tazón de café y después se tomó un vaso entero de zumo de naranja. Ella lo miró comer en silencio, con un asomo de sonrisa en los labios. Cuando hubo terminado, dejó la bandeja en la mullida alfombrilla de cama de color arena.
—¿Tienes un cigarrillo? —preguntó.
Había dejado su paquete en algún bolsillo. Ella cogió el suyo de la mesita de noche, le dio uno y lo encendió. Luego le rodeó la mano libre con la suya. Después de unas horas de sueño, los dedos de Marianne estaban cálidos y maleables.
—¿Has pensado en lo que ha ocurrido esta noche?
—¿Y tú?
—No, pero tengo ganas de seguir…
Él guardó silencio. No estaba seguro de qué tenía ganas.
—Estás tenso —comentó ella, apoyándole la mano en el pecho—. ¿Qué pasa? ¿Es por mí? ¿Por lo que te dije a propósito de ti y de Francis?
—No.
—¿Por qué entonces?
Titubeó un momento. ¿Debía contarle aquello? Al final no vio impedimento y le habló del
e-mail
que había recibido y también de la imagen grabada por la cámara de la autopista. Aludió simplemente a un hombre que se había fugado, un hombre que pretendía entrar en contacto con él.
—Hay algo raro —dijo—. No sé exactamente qué es. Es como si tuviera la impresión de que me están observando, la sensación de que… de que alguien está pendiente de todos mis actos, de que está al corriente de cada uno de mis desplazamientos; los anticipa incluso… como si… Ya sé que parece absurdo… como si supiera lo que pienso.
—Parece absurdo, sí.
—Mira, es como cuando uno juega al ajedrez con un contrincante muy superior y sabe que, haga lo que haga, el otro lo habrá previsto… como si… como si estuviera dentro de la cabeza de uno.
—¿Eso tiene relación con la investigación sobre la muerte de Claire?
Volvió a acordarse del CD que habían encontrado en el equipo de música.
—No lo sé… Ese hombre se fugó de un hospital psiquiátrico hará dos inviernos.
—Es ese suizo del que hablaban los periódicos, ¿no?
—Mmm.
—¿Crees que… ha vuelto?
—Es posible. No sé qué pensar, la verdad. Igual soy yo… Tienes razón, debo de estar volviéndome paranoico. De todas maneras, percibo algo, como un plan, una trama, una estrategia que tiene algo que ver conmigo, como si yo fuera su marioneta. Le basta con multiplicar las provocaciones, con un
e-mail
por aquí, una señal por allá, para que yo reaccione de tal manera o de tal otra.
—¿Por eso me preguntaste si había visto merodear a alguien cerca de la casa, la otra noche?
Asintió. Al ver el brillo de los ojos de Marianne, supo lo que pensaba. Pensaba que otra vez lo invadían sus antiguos demonios.
—Deberías tener cuidado, Martin.
—¿Crees que me estoy volviendo loco? —preguntó.
—Esta noche ha ocurrido algo extraño.
—¿Algo extraño?
La vio que cavilaba, con un pliegue vertical entre las cejas.
—Fue después de que… hiciéramos el amor por segunda vez. Tú te habías dormido y, después de la conversación que tuvimos, yo no conseguía conciliar el sueño. Serían las tres de la mañana quizá. Me levanté, cogí el paquete de tabaco y salí a fumar al balcón.
Servaz permaneció callado, a la expectativa.
—Vi una sombra cerca del lago. No estoy segura, pero me pareció que había alguien detrás de los árboles del jardín. Se fue por la orilla y desapareció en el bosque. En ese momento pensé que quizá sería un animal, un gamo o un jabalí. Ahora, en cambio, creo que no, que había alguien.
La miró en silencio. Volvía a invadirlo la horripilante sensación de que otro escribía en su lugar las páginas de aquella historia, de que él era solo un personaje y el autor permanecía en la sombra, muy cerca, eligiendo cada uno de los episodios. Había dos historias independientes: el asesinato de Claire Diemar por un lado y el regreso de Hirtmann por el otro. A menos que… Sacó las piernas de la cama y se levantó. Después cogió el pantalón y los calzoncillos y se trasladó, descalzo, al balcón.
—A ver, ¿dónde has visto esa sombra? —preguntó.
Marianne acudió a la zona de sol y señaló con el dedo la parte inferior de la pendiente, situada a la derecha, en el linde del agua, del césped y del bosque.
—Allá.
Servaz volvió a entrar, se puso la camisa y, una vez en la planta baja, atravesó la terraza por el lado del lago para bajar los escalones y el jardín en declive, entre árboles y macizos. Se notaba ya el calor. El sol había secado la vegetación y el lago relucía como una placa metálica bajo sus rayos.
Un zumbido llamó su atención. A unos cien metros de allí, un barco acababa de salir de un embarcadero. En su estela apareció enseguida un practicante de esquí acuático, un muchacho que, a juzgar por sus intrépidos zigzagueos, debía de contar con abundantes horas de práctica en su haber. El asesino de Claire Diemar demostraba la misma destreza y experiencia. Servaz pensó una vez más que aquella no debía de ser la primera vez que mataba.
Por más que escrutó en derredor, no detectó nada. Si alguien los había observado, no había dejado huellas.
Al llegar al borde del agua vio un rastro de pasos, pero era antiguo. Continuó por la orilla. A su espalda la lancha seguía con sus evoluciones, dejándole adivinar sus cambios por las variaciones en el ruido del motor. Se acercó al linde del bosque y se adentró unos metros en la espesura, que se prolongaba casi hasta el agua.
Un perro ladró a lo lejos y en Marsac sonaron unas campanas. El zumbido del barco persistía en el lago.
En una oquedad manaba una pequeña fuente, entre juncos y matas. La luz de la mañana atravesaba el follaje arrancando destellos en el reguero de agua que discurría sobre un arenoso cauce lleno de ondulaciones.
El tronco estaba caído de través, cerca de la fuente. Servaz se dijo que muchos jóvenes del barrio debían de haberse sentado en él, para besarse y coquetear a recaudo de miradas indiscretas. De hecho, había dos letras grabadas en la corteza.
Se inclinó y se quedó petrificado.
J.H.
★ ★ ★
Se había sentado en otro árbol, un poco más lejos. El creciente calor le había depositado una película de sudor en la frente, aunque esta también podía deberse al descubrimiento de las dos letras. Rodeado del zumbido de los insectos, por un instante creyó que se iba a marear. Ahuyentando las moscas que revoloteaban encima de él, marcó el número del departamento de identificación judicial para pedir que acudieran a examinar el lugar. No bien hubo colgado, el móvil comenzó a vibrar.
—¿Dónde se ha metido, por todos los demonios? ¿Y cómo es posible que tuviera desconectado el teléfono? —tronó una voz en su oído.
Era Castaign, el fiscal de Auch. Servaz había desactivado el móvil por la noche y no lo había vuelto a conectar hasta entonces.
—Estaba descargado —mintió—. No me di cuenta.
—¿No le dije que no tomara ninguna iniciativa sin comunicarlo previamente a la fiscalía?
Lacaze no había perdido el tiempo, dedujo.
—¿No se lo había advertido claramente, comandante?
—Iba a avisar al juez —volvió a mentir—. Usted me ha llamado justo cuando me disponía a hacerlo.
—¡No me venga con monsergas! —replicó el fiscal—. ¿Quién se ha creído que es usted, comandante? ¿Y por quién me toma a mí, eh?
—Han encontrado decenas de
e-mails
entre Paul Lacaze y Claire Diemar —respondió—. Demuestran que mantenían una relación sentimental, cosa que el mismo Paul Lacaze reconoció anoche. Por lo visto, estaban muy enamorados. Hablé con él en condición de testigo.
—¿Y se presenta en su casa, delante de su mujer, que padece un cáncer, a las once de la noche? Acabo de recibir una reprimenda del Ministerio de Justicia y, si quiere que le diga la verdad, no me ha gustado nada.
Servaz observaba una araña de agua que se desplazaba encima de un remanso, junto a la fuente. Con sus largas y gráciles patas, evitaba mojarse… igual que el hombre con el que estaba hablando.
—No se preocupe —dijo—. Yo asumo la responsabilidad.
—Qué responsabilidad ni qué zarandajas —espetó el fiscal—. ¡Soy yo el que se la va a cargar si usted se pasa de la raya! Si no le pido a Sartet que lo retire del caso y lo destituya, es porqué el propio Lacaze así me lo ha pedido. —«Tiene miedo de que corra la voz», pensó Servaz—. Es la última vez que lo aviso, comandante. No quiero que tenga más contacto con Paul Lacaze sin autorización del juez. ¿Me ha entendido?
—Perfectamente.
Cerró el aparato y se secó el sudor de la frente. El que se acumulaba en su espalda y en las axilas le producía picor. El frescor de la fuente y la vegetación atraían los insectos.
Sin comprender siquiera qué le ocurría, sintió que la boca se le llenaba de saliva y se inclinó para vomitar el café y el desayuno.
★ ★ ★
Ziegler introdujo un dedo bajo el rígido cuello de la camisa del uniforme. Aunque había abierto la ventana, el calor seguía siendo terrible en su oficina. Otra cosa que seguía igual desde que se fue de vacaciones: nadie había venido a reparar el aire acondicionado. Tampoco había presupuesto para cambiar los viejos PC ni para instalar una conexión a Internet suplementaria y sobre todo poner ADSL. Por culpa de ello, para bajar la foto de un sospechoso se tardaban cinco minutos. En cuanto a los hombres que tenía a su cargo, uno estaba de baja y el otro se dedicaba ni más ni menos que a segar el césped. Esa era la realidad de una brigada de gendarmería situada en pleno campo.
El ambiente era típico de una mañana de comienzos de verano. Todo el mundo había aprovechado la ausencia de su superior para relajarse y ahora se había acumulado el trabajo y todos ponían mala cara. Ellos llevaban mucho tiempo allí, mientras que ella era una casi recién llegada. Además, el mes que habían pasado sin Irène les había recordado que su vida discurría con muchísima más tranquilidad cuando no estaba. Ziegler era consciente, sin embargo, de que aquellos hombres tenían también motivos fundados de queja: la falta de efectivos, los turnos de noche, fines de semana y días festivos, el número de horas de servicio que no paraba de incrementarse, la falta de vida de familia, el sueldo que no evolucionaba, la vetustez de las viviendas, de los locales y de los vehículos, en tanto que en las altas esferas los políticos se jactaban de erigir como máxima prioridad la lucha contra la delincuencia. En la sección de investigación, ella se había acostumbrado a actuar sola. Ahora no iba a tener más remedio que encontrar la manera de formar en torno a ella un equipo unido y solidario.
«Tendrás que llevar el agua a tu molino, querida. Tú puedes ser de lo más insoportable cuando quieres. Mañana por la mañana podrías traer cruasanes».
La idea la hizo reír. ¿Y por qué no aguantársela mientras meaban, ya puestos? Contempló con el entrecejo fruncido la pila de expedientes amontonados en su escritorio. Robos en caravanas, delincuencia en la carretera, robos en viviendas, robos de coches, destrozos, degradaciones. En total sumaban cincuenta y dos actos delictivos en la zona, de los cuales se habían resuelto solamente cinco. Un balance desastroso. Sí estaba, en cambio, muy orgullosa de sus resultados en cuestión de infracciones judiciales, con un porcentaje de solución del setenta por ciento, bastante superior a la media nacional. No obstante, los dos casos que la preocupaban más eran también los más voluminosos. El primero estaba relacionado con un asunto de violación. La única información de que disponían eran la marca del coche, el color y una pegatina del parabrisas posterior que la víctima había descrito con precisión. Desde el principio había notado que aquella investigación no despertaba ningún entusiasmo en sus subordinados y que estos habrían preferido mantenerla aparcada hasta que no aparecieran nuevos elementos, cosa que por lo demás habría constituido un milagro, pero ella estaba por el contrario resuelta a exprimirla hasta que no quedara ni una gota de jugo.
El segundo tenía que ver con una banda especializada en el robo de tarjetas de crédito que actuaba desde hacía varios meses en la región. Empleaban una técnica consistente en bloquear la tarjeta en el cajero automático por medio de un pedazo de cartón de naipe, de paquete de cigarrillos o un billete de autobús o de metro. Uno de los cómplices se presentaba entonces y animaba a la víctima a teclear varias veces su código secreto. Una vez que la víctima entraba en el banco para recuperar la tarjeta que según se suponía había tragado la máquina, el cómplice la extraía y se apresuraba a ir a sacar dinero y efectuar compras antes de que se activara la denuncia. Ziegler había advertido que el mismo cajero automático había sido manipulado tres veces en cuestión de catorce meses y que en cada ocasión había transcurrido un intervalo de cinco meses, con un margen de pocos días. El cajero en cuestión parecía presentar diversas ventajas desde el punto de vista de los ladrones. En la parte superior de la página anotó: