—¿Y su mujer?
—Suzanne está enferma. Y yo quiero a mi mujer, comandante, como también quería a Claire. Sé que debe parecer difícil de creer.
Seguía manifestando aquella aparente franqueza. Servaz desconfiaba de las personas que hablan siempre en nombre de la verdad.
—¿Fue usted quien vació el buzón de correo electrónico de Claire Diemar?
—¿Cómo?
—Ya me ha oído.
—No sé de qué me habla.
—Ya conoce el ritual —dijo.
—¿No hablará en serio?
—Sí.
—No tengo por qué responder.
—Es cierto, pero de todos modos me gustaría que lo hiciera.
—¿Y no habría tenido usted que consultar al señor juez antes de venir a importunarnos a semejante hora a mi mujer y a mí? Supongo que ya habrá oído hablar de la inmunidad parlamentaria…
—No me resulta desconocido el concepto.
—Bueno, entonces está hablando conmigo en condición de testigo, ¿no es así? Sin esa condición, se aplica la doble imposibilidad de la hora y de mi inmunidad.
—Así es. Solo una pequeña conversación entre amigos…
—A la cual yo puedo poner fin en cualquier momento.
Servaz inclinó la cabeza.
El político lo miró fijamente y después se recostó con un suspiro contra el respaldo del sillón.
—¿A qué hora?
—El viernes, entre las siete y media y las nueve y media.
—Estaba aquí.
—¿Solo?
—Con Suzanne. Estábamos viendo un DVD. A ella le gustan las comedias americanas de los años cincuenta, fíjese. Últimamente hago lo posible para hacerle la vida más… agradable. El viernes era, a ver,
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, me parece, pero habrá que preguntárselo. Yo no estoy seguro. Ella podría atestiguarlo si llegáramos a ese punto… pero no hemos llegado, ¿verdad?
—Por ahora, esta conversación no existe —confirmó Servaz.
—Es lo que me parecía.
Eran como dos boxeadores en el momento del pesaje. Lacaze lo sopesaba. Le gustaba tener adversarios de talla.
—Hábleme de ella.
Servaz había elegido de manera intencionada el pronombre. Sabía, por experiencia, la extraña reacción química que la palabra podía desencadenar en el cerebro de un hombre enamorado.
Vio cómo vacilaba la mirada de Lacaze.
Touché
. El boxeador acusaba el golpe.
—Ay, Dios mío… Ella… ella… ¿Es verdad lo que dicen? —El diputado hizo una pausa para elegir las palabras—. Que murió… atada… ahogada… Ah, mierda… ¡creo que voy a vomitar!
Servaz vio que se levantaba de un brinco y se precipitaba hacia la puerta. Antes de llegar, ya había dado, sin embargo, media vuelta. Osciló unos instantes en el centro de la habitación, como si se apoyara, aturdido, en las cuerdas, antes de volver hacia el sillón y dejarse caer en él. La analogía se prolongó en el pensamiento del policía: solo le faltaba un cubo y un cuidador en la esquina del ring.
—Lo siento.
Un microscópico sudor perlaba la frente del diputado, que había quedado demudado.
—Sí —confirmó Servaz—. Es cierto.
Servaz vio que el político abatía la cabeza hasta casi tocar la mesa. Afianzando los codos contra ella, entrelazó los dedos detrás de la cabeza.
—Claire… oh, joder, Claire… Claire… Claire…
La voz de Lacaze no era ya más que un largo lamento que subía del fondo de su garganta. Servaz estaba atónito. O bien aquel individuo estaba loco perdido por esa mujer o bien era el mejor actor del mundo. No parecía importarle lo más mínimo que alguien asistiera a la escena.
Después se enderezó y Servaz reparó en sus ojos enrojecidos, de virulenta mirada. En raras ocasiones había visto a alguien más afectado.
—¿Fue el chico quien lo hizo?
—Lo siento. No puedo responder a esa pregunta.
—¿Pero tiene una pista, al menos?
Había planteado la pregunta con tono casi de súplica. Servaz asintió con la cabeza. En realidad, empezaba a dudar de que tuviera alguna.
—Haré todo lo posible por ayudarle —afirmó, serenándose, el diputado—. Quiero que cojan al desgraciado que lo hizo.
—En ese caso, responda a mis preguntas.
—Adelante.
—Hábleme de ella.
Lacaze respiró hondo y, a la manera del boxeador que regresa al combate al borde de la extenuación, se lanzó hacia delante.
—Era una chica muy inteligente, magnífica, ingeniosa. Claire lo tenía todo, era una joven bendecida por los dioses. Tenía todos los talentos.
«Bendecida por los dioses hasta el viernes por la noche», pensó Servaz.
—¿Cómo se conocieron?
Lacaze se lo contó en detalle, con cierta complacencia y una genuina emoción, según advirtió Servaz. Lo habían invitado a visitar el instituto, como todos los años desde que era alcalde de Marsac. Conocía a todos los profesores y todos los miembros del personal, ya que la
prépa
de Marsac era uno de los escaparates de la ciudad y atraía a los mejores estudiantes de la región. Le habían presentado a la nueva profesora de lenguas y culturas grecorromanas. Desde el primer contacto, se había producido una corriente especial. Habían estado charlando, tomando una copa. Ella le había explicado que antes enseñaba francés y latín en primer ciclo de secundaria, que había pasado las oposiciones a cátedra y enseñado en otro instituto antes de que le ofrecieran aquel prestigioso puesto. Él había comprendido enseguida que estaba sola y que necesitaba tener alguien al lado para iniciar una nueva vida en aquel entorno profesional. Lo había captado de forma instintiva, con el don innato que tenía para leer el pensamiento de la gente, una capacidad que había heredado de su padre, el senador Lacaze, según precisó. Desde el primer encuentro, tuvo la certeza de que la cosa iba a ir más lejos. Y eso fue lo que sucedió, apenas dos días después, cuando se encontraron en una estación de lavado de coches. Pasaron de allí directamente al hotel. Así se había iniciado su relación.
—¿Su mujer estaba ya enferma en ese momento?
Lacaze se sobresaltó como si le hubiera dado una bofetada.
—¡No!
—¿Y después qué pasó?
—Lo normal. Nos enamoramos. Yo era un personaje público y había que armarse de discreción. Esa situación nos pesaba. Habríamos querido gritar nuestro amor a los cuatro vientos.
—Ella le pedía que abandonara a su mujer y usted no quería, ¿no es eso?
—No. Se equivoca por completo, comandante. Era yo el que quería dejar a Suzanne y Claire se oponía. Decía que no estaba preparada, que eso arruinaría mi carrera. Se negaba a asumir esa responsabilidad cuando todavía no estaba segura de si quería compartir la vida conmigo.
»Y después —añadió con un matiz de pesar en la voz—, Suzanne se puso enferma y todo cambió… —Clavó una mirada infinitamente triste en los ojos de Servaz—. Mi mujer me hizo comprender que yo tenía un destino, que Claire era una persona demasiado egoísta, demasiado centrada en sí misma para poder ayudarme a cumplirlo, que era el tipo de mujer que jamás aporta nada a los otros, sino que los priva de su sustancia para nutrir la suya. Ella me hizo prometer que, si ella llegara a desaparecer, no renunciaría a mi porvenir por… por ella…
—¿Cómo se había enterado de su relación?
—Había descubierto indicios y había llevado a cabo su propia investigación —explicó, ensombreciendo la expresión—. Mi mujer fue periodista. Tiene olfato y conoce el terreno. Digamos que quería saber, sin llegar a saber más de lo necesario.
—¿Fuma usted?
—Sí —repuso, sorprendido, Lacaze.
—¿Qué marca?
El diputado le dirigió una mirada intrigada, pero no se negó a responder.
—¿Ya había estado en casa de Claire?
—Sí, desde luego.
—¿No tenía miedo de que alguien lo viera?
Vio que el político vacilaba.
—Hay un pasadizo… en el bosque… que da a su jardín. —Servaz permaneció impertérrito—. Al otro lado desemboca en una pequeña área de picnic rodeada de árboles, al borde de una carretera. Ese pasadizo es casi imposible de ver si uno no conoce su existencia. Yo aparcaba allí y efectuaba el trayecto a pie. Eran unos doscientos metros. Las únicas personas que habrían podido verme eran los vecinos de enfrente, porque sus ventanas dan al jardín de Claire, pero tenía que correr ese riesgo. Además, siempre me ponía alguna prenda con capucha. —Sonrió—. Aunque aquello tenía su parte mala, también nos resultaba excitante, para ser sinceros. Nos sentíamos como unos conspiradores, como unos adolescentes. Ya sabe, lo del síndrome de «nosotros contra el mundo entero».
La voz se le había quebrado al final. Los mejores recuerdos se convierten en cruces pesadas de cargar en ciertas circunstancias, se dijo Servaz. Pensó en el túnel entre la maleza. ¿Lacaze le habría hablado de él si hubiera sido el hombre que espiaba a Claire fumando allí? ¿La habría espiado y descubierto así que tenía tratos con otro? ¿Con Hugo? ¿Y la prenda con capucha? ¿Sería él el hombre que había visto en el vídeo? Aunque la silueta le había parecido más alta y más delgada, se podía equivocar. ¿Por qué había sentido Lacaze la necesidad de mencionar el pasadizo? ¿No estaría planteándole de manera inconsciente el reto de probar su culpabilidad?
—¿Tiene más preguntas?
—Por ahora no.
—Muy bien. Ya le he dicho que haré cuanto pueda para ayudarlo, pero, por otra parte, seguro que es usted consciente de mi posición.
Lacaze había recuperado a todas luces la compostura. Servaz le lanzó expresamente una mirada cargada de incomprensión.
—Mi posición como personaje público —precisó el político con irritación—. La clase política de este país está agonizante, moribunda. Hemos dejado de tener fe en nosotros mismos. Hace tanto tiempo que nos repartimos el poder que ya no tenemos ninguna idea nueva ni la menor posibilidad de cambiar nada. Comandante, no me da vergüenza decirlo: yo soy una de las personalidades con más futuro del partido. Creo en mi destino. Dentro de dos años, cuando nuestro presidente haya perdido las elecciones, porque las perderá, yo asumiré la dirección de esa formación y seré yo quien esté en primera línea en 2017, cuando la izquierda deberá enfrentarse a su vez al balance de sus resultados. Cuando Europa, como el resto del mundo, sea escenario de revueltas e insurrecciones, el futuro se cifrará en personas como yo. ¿Comprende lo que está en juego? Todo esto tiene unas dimensiones mucho mayores que su investigación, la muerte de la señorita Diemar o el porvenir de mi matrimonio.
Servaz comprobaba, estupefacto, que aquel hombre estaba devorado por la ambición.
—¿Y por consiguiente?
—Por consiguiente, no me puedo permitir la menor sombra en el panorama, la menor sospecha, ¿comprende? La gente querrá precisamente eso, personas nuevas, inmaculadas, vírgenes de toda corrupción, ajenos a los viejos manejos, sin ninguna clase de salpicadura. Debe llevar a cabo su pesquisa con la más absoluta discreción. Usted sabe tan bien como yo que si mi nombre apareciera, incluso siendo yo inocente, siempre habría alguien que sugeriría que cuando el río suena agua lleva, para alimentar el rumor, para perjudicarme… Pero si hablásemos de su carrera, en lugar de la mía, yo puedo ayudarlo, comandante. Tengo aliados poderosos, tanto a nivel regional como nacional. Mis opiniones cuentan en las altas esferas. —Respiró hondo—. Cuento con su discreción, y con su lealtad. No me malinterprete. Deseo tanto como usted que se encuentre al cabrón que hizo eso, pero también quiero que esta investigación se lleve a cabo con discernimiento.
Vaya, vaya… Servaz sentía crecer la rabia en su interior. El «haré cuanto pueda para ayudarlo» había quedado a un lado. Lacaze le proponía ni más ni menos que un intercambio de servicios, un toma y daca. Se puso en pie.
—No se moleste. Hace casi veinte años que no voto en unas elecciones. Supongo que eso me convierte en un individuo muy poco receptivo a cualquier argumento de tipo electoral. Tengo una última pregunta.
Lacaze aguardó.
—Dejando aparte sus visitas anuales al instituto, ¿conocía usted ya la
prépa
de Marsac?
—Por supuesto, yo fui alumno en Marsac. Es… ¿cómo explicárselo? Un sitio muy especial, muy distinto de…
—No se canse. Lo conozco.
Lacaze lo miró con sorpresa. Servaz salió y enfiló el pasillo.
Al volver al salón, estuvo casi a punto de toparse con la esposa del diputado. Tiesa como una vara, lo miró con una frialdad absoluta. Sostenía un vaso de whisky en la mano, que se acercó a los labios sin despegar la vista de él, desafiante, con la descolorida boca apretada. Comprendió el mensaje implícito: ella lo sabía todo y también esperaba que mantuviera la discreción, aunque por otros motivos.
—Tiene sangre en el cuello, atrás —señaló con tono glacial.
—Discúlpeme —farfulló él, ruborizándose—. Siento haberla molestado a estas horas.
—Los que creen que no hay nada después de esta vida se equivocan —dijo ella, mirando el fondo del vaso—. Hay una eternidad de silencio. No es una cosa fácil de afrontar. —Elevó la vista para fijarla en él—. Lárguese de aquí.
Salió al pasillo y volvió a cruzar el salón en dirección a las vidrieras. Ella lo siguió con la mirada sin decir nada cuando apareció en la terraza. Se sentía apabullado. Apabullado por el peso de la noche que reinaba allí. Apabullado por el peso de su propio pasado. Apabullado por las consecuencias de lo que había vivido allá arriba, en la azotea. Se detuvo un instante bajo el alero del techo de hormigón y observó el campo, negro y hostil. El dolor seguía palpitando en la parte posterior de su cabeza, como el recordatorio de algo… pero ¿de qué? Después se levantó el cuello y se adentró con tristeza en las tinieblas.
Se encorvó sobre la taza del váter para vomitar. Se enjuagó la boca, se lavó los dientes y se volvió a enjuagar. Luego se enderezó y miró el fantasma que la observaba en el espejo. Lo desafió con la mirada tal como venía haciendo durante meses, pero sintió que el fantasma ya no tenía miedo de ella, que era más fuerte cada día.
Oficialmente, el fantasma había empezado a proliferar diez meses atrás en su cuello. Ella sabía, con todo, que estaba allí desde hacía bastante más tiempo, como una diminuta célula inicial que aguardaba su hora, solitaria pero fatal, al acecho del momento en que podría comenzar a dividirse en miles y millones de células inmortales. Lo paradójico era que, cuantas más células inmortales había, más se aproximaba a su muerte. También había otra paradoja: el enemigo no era exterior sino interior. Había nacido en ella. Mecanismo molecular, división celular, agentes mutágenos, focos secundarios… Se había convertido en una especialista del tema. Tenía la impresión de experimentar físicamente la proliferación de las células cancerosas en su cuerpo, los ejércitos del cáncer, que se desplazaban por las autopistas de su sistema circulatorio, ocupaban los enlaces, los desvíos, las carreteras secundarias de sus capilares y de sus ganglios linfáticos, asediaban sus pulmones, su bazo, su hígado y enviaban la metástasis hasta su ingle y su cerebro. Abrió el botiquín en busca del antiemético y llenó de agua el vaso. No tenía nada en el estómago aparte del alcohol, pero ya no tenía hambre. Había reanudado la quimioterapia a comienzos de la semana. Se puso a tararear
Feeling Good
, en la versión de Muse o la de Nina Simone. Cuanto más se aproximaba a la muerte, más ganas tenía de cantar.
Birds flying high you know how I feel / Sun in the sky you know how I feel
. Al salir del cuarto de baño, captó la voz proveniente del despacho. Él había dejado la puerta entreabierta. Se acercó descalza. Estaba preocupado. Hablaba con tono febril por teléfono.