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Authors: Bernard Minier

Tags: #Policíaco, #Thriller

El círculo (27 page)

Enseguida la agarró por la mano y se fueron de estampida hacia la salida sin tomar más precauciones para disimular su presencia.

—¡Hostia! —gritó David—. ¡Había alguien!

Oyeron que se ponía a perseguirlos, y también sus amigas. Elias y Margot corrían con todas sus fuerzas, doblando a toda prisa los recodos y rozando los setos. Los demás también corrían rápido tras ellos. Margot lo percibía por el ruido. Tenía la impresión de que la sangre quería brotar por sus sienes, de que los recodos y las avenidas no se acababan nunca. Cuando pasaron a toda velocidad por debajo de la cadena de la entrada del laberinto, el letrero medio oxidado le raspó profundamente la espalda y reprimió una exclamación de dolor. Quería retroceder por donde habían llegado, pero Elias tiró con violencia de ella hacia atrás.

—¡Por ahí no! —gruñó quedamente—. ¡Nos van a ver!

La llevó por el otro lado, introduciéndose en un estrecho espacio situado entre dos setos en el que ella no había reparado y pronto se hallaron al amparo de la densa sombra de los árboles. Entre la oscuridad caían las gotas de las copas. Se deslizaron entre los troncos, hasta que salieron frente a los grandes ventanales del anfiteatro semicircular. Margot percibió sus dos reflejos recortados en la oscuridad de los vidrios, gesticulando como dos alumnos de mimo. Rodearon el edificio hasta llegar a una pequeña puerta en la que nunca se había fijado. Entonces vio con sorpresa que Elias buscaba algo en el bolsillo y después introducía una llave en la cerradura. Un instante después, se hallaban en el interior, en cuyos pasillos desiertos comenzó a resonar la vibración de sus pasos.

—¿Dónde has encontrado esa llave? —preguntó, corriendo tras él.

—¡Más tarde!

Llegaron a una escalera. No era la misma de antes. Aquella era más antigua, más estrecha, y olía a polvo. Subieron hasta la planta de los dormitorios, donde Elias abrió una puerta. Margot advirtió con incredulidad que se encontraban delante de los dormitorios de las chicas. La puerta de su habitación quedaba a tan solo unos metros.

—¡Corre! —murmuró él—. ¡No te desvistas! ¡Métete en la cama y haz como si durmieras!

—¿Y tú? —preguntó, entre los tumultuosos latidos de su corazón.

—¡No te preocupes por mí, corre!

Obedeciendo la indicación, se precipitó hacia su puerta y después de abrirla, miró hacia atrás. Elias había desaparecido. La cerró y se disponía a quitarse el cinturón cuando se acordó de sus palabras. Entonces levantó la sábana y se metió debajo vestida.

Al cabo de unos segundos, el pulso se le aceleró de nuevo cuando sonaron unos pasos en el corredor. Luego alguien hizo girar la manecilla de la puerta y el miedo estalló en su pecho. Cerró los ojos y entreabrió la boca como si durmiera, procurando afectar una respiración pausada. A través de los párpados, vislumbró la luz de una linterna que le enfocaba la cara. Estaba segura de que, a la distancia en que se hallaban, podían oír los desbocados latidos de su corazón, advertir el sudor en su frente y el rubor de su cara.

Después la puerta se volvió a cerrar, los pasos se alejaron y a continuación oyó que Sarah y Virginie entraban en su habitación.

Abrió los ojos en la oscuridad.

Delante de su vista bailaban unos puntos blancos.

Tenía la garganta seca y el cuerpo bañado en sudor. Se incorporó en la cama y se dio cuenta de que temblaba de pies a cabeza.

21
VACACIONES EN ROMA

La radio estaba encendida. Por los altavoces, una voz pausada y profunda planteaba: «¿En qué consiste la profesión de diputado? En pasar el tiempo en comités de beneficencia, reuniones de barrio y asambleas comarcales; en aplaudir discursos, inaugurar supermercados; en ser experto en pugilato local, estrechar manos y saber decir que sí en el momento oportuno. Sobre todo en saber decir que sí en el momento oportuno. La mayoría de mis colegas no creen en absoluto que los males de la sociedad se puedan resolver a través de una actividad legisladora, ni tampoco creen que el progreso social forme parte de sus atribuciones. Ellos creen en la religión de los privilegios, en el credo de la acumulación y en el dogma de la gratuidad… para ellos, claro está».

Servaz se inclinó para subir el volumen, sin desviar la vista de la carretera. La voz inundó el habitáculo. No era la primera vez que la oía. Con su insolencia, su juventud y su sentido de la fórmula justa, su propietario se había convertido en un personaje codiciado por los medios de comunicación, al que era obligado invitar en los debates de televisión y en los programas matinales radiofónicos, porque era él quien provocaba erecciones en el público.

—¿Se refiere a los del partido contrario o a los de sus propias filas? —quiso saber el presentador.

—Las palabras tienen un significado, ¿no? Yo he dicho «la mayoría». ¿Cuándo me ha oído mantener un discurso partidista?

—¿Es consciente de que no se va a granjear amigos diciendo eso?

Se produjo una pausa. Servaz seguía sintiendo el lacerante dolor que palpitaba como una vena en la parte posterior de su cabeza. Consultó la pantalla del GPS. El bosque desfilaba delante de la luz de los faros. No estaba deshabitado. Cada cincuenta metros había barreras blancas y farolas. Más allá de las cunetas, limpias y despejadas, detrás de los árboles se percibían unos grandes edificios modernos.

—La gente me ha elegido para que les diga la verdad. ¿Sabe por qué vota la gente? Para tener la ilusión de que controlan algo. La capacidad de control es igual de importante para los humanos que para las ratas. En los años setenta, unos científicos demostraron, mandando descargas eléctricas a dos grupos de ratas, que aquellas a quienes se procuraba una manera de controlarlas tenían más anticuerpos y menos úlceras.

—Quizá porque recibían menos descargas —intentó bromear el presentador.

—Bueno, pues eso es lo que yo hago y quiero seguir haciendo —prosiguió, imperturbable, el entrevistado—. Yo quiero devolver el control a mis administrados y no limitarme a darles ilusión. Para eso me eligieron.

Servaz aminoró la velocidad. Hollywood. Todas esas casas iluminadas entre los árboles le recordaban a Hollywood. Ninguna disponía de menos de trescientos metros cuadrados. Aquellas urbanizaciones olían a revistas de decoración, a vinos de reserva en la bodega y a música ambiental de jazz.

—En este país hay un representante político por cada cien habitantes y un médico por cada trescientos. ¿No cree que debería ser lo contrario? El resultado es que en las más altas instancias se distribuye una determinada suma de dinero, para destinarla a tal o cual uso, y se va… ¿cómo diríamos?… filtrando. En cada nivel intermedio, una parte del dinero se evapora. Cuando llega abajo, a las personas a quienes normalmente correspondería, gran parte de la suma ha desaparecido en gastos de funcionamiento, sueldos, atribuciones de mercados, etc.

—Usted dice eso porque la izquierda salió vencedora en la práctica totalidad de las regiones el pasado mes de mayo —ironizó.

—Evidentemente. De todas maneras, usted paga impuestos, ¿no? Apuesto a que…

Servaz desconectó la radio. Estaba casi llegando. El programa estaba grabado, pero nada le garantizaba que fuese a encontrar el pájaro en el nido, ni tampoco que no estuviese durmiendo. Era, no obstante, allí donde quería verlo, y no cumpliendo guardia. No había informado a nadie de sus intenciones, aparte de a Samira y Espérandieu.

—¿Estás seguro de que no empiezas por el final? —se había limitado a comentar Vincent.

¿Qué acababa de decir aquel diputado? «La capacidad de control es igual de importante para los humanos que para las ratas». Sí, tenía toda la razón, y por eso él mismo quería conservarla en su propia investigación.

Salió de la carretera y siguió muy despacio por una recta avenida flanqueada de árboles. Una decena de metros más allá de esta, acababa delante de una construcción pegada al bosque, diametralmente opuesta a la de Marianne: moderna, de una sola planta, toda de hormigón y vidrio. En cuanto a superficie, no tenía sin embargo nada que envidiarle. Después la orilla norte del lago, aquel barrio de casas dispuestas en medio del bosque era lo más elegante de Marsac. Por lo demás, Marsac era una ciudad que violaba todas las leyes en materia de cupos de viviendas sociales. La razón era evidente: no habrían tenido suficientes personas que alojar allí. El sesenta por ciento de su población estaba compuesta de profesores universitarios, ejecutivos, banqueros, pilotos de aviación, cirujanos e ingenieros que trabajaban en la industria aeronáutica de Toulouse. Eso justificaba la existencia de los dos campos de golf, el club de tenis y el restaurante de dos estrellas en la guía Michelin. Con sus dos iglesias, un mercado cubierto del siglo XVII y sus decenas de pubs y restaurantes, Marsac era un vivero de innovadoras empresas vinculadas a los laboratorios de investigación de su facultad de ciencias y con los grandes grupos industriales instalados en la periferia de Toulouse. También era una especie de barrio residencial donde las clases altas vivían aparte, lejos de las turbulencias de la gran ciudad.

Después de apagar el motor, Servaz contempló el edificio iluminado a través del parabrisas y la noche que se instalaba con la agobiante lentitud de los crepúsculos de junio, pese a que debía faltar ya poco para medianoche. Líneas horizontales, un tejado plano, grandes superficies de vidrio que se interrumpían en ángulos rectos a lo largo de una terraza elevada. Las habitaciones, la ultramoderna cocina americana y los salones quedaban completamente a la vista. Parecía una construcción de Mies Van der Rohe. Servaz pensó que Paul Lacaze, estrella ascendente de la derecha, había proyectado su condición de político hasta en la elección arquitectónica de su vivienda. Al bajarse del coche, advirtió que alguien lo observaba a través de uno de los ventanales. Era una mujer… Vio que volvía la cabeza para hablar con alguien.

De improviso, su teléfono comenzó a sonar.

—Martin, ¿estás bien? ¿Qué ha pasado?

Marianne… Buscó con la mirada a la mujer del ventanal. Había desaparecido, sustituida por una silueta masculina.

—Estoy bien. ¿Quién te ha avisado?

—El director del banco es amigo mío. —«Claro», pensó. La misma Marianne le había dicho que conocía a todo el mundo—. Escucha… —La oyó suspirar en el auricular—. Siento lo de anoche. Sé que estás haciendo todo lo posible y… y quería pedirte disculpas.

—Te tengo que dejar —dijo él—. Te volveré a llamar.

Volvió a centrarse en la casa. Habían corrido una de las vidrieras y la silueta se encontraba entonces en la terraza, bajo la cubierta de hormigón que la protegía de la lluvia.

—¿Quién es usted?

—Comandante Servaz, de la policía judicial —contestó, sacando su placa mientras subía los escalones—. ¿Paul Lacaze?

—¿Y usted qué cree? —replicó, sonriendo, el hombre—. ¿No ve nunca la tele, comandante?

—No mucho, no, pero acabo de oírlo en la radio… Muy interesante.

—¿Qué le trae por aquí?

Servaz se situó a resguardo y lo observó con detenimiento. De unos cuarenta años, estatura mediana, robusto, en evidente buena forma física, Lacaze vestía un chándal con capucha que le confería cierto aire de boxeador después de un entrenamiento. Eso era él precisamente, un pugilista, un combatiente, el tipo de persona que prefería golpear a esquivar. El chándal no era el mismo que en el vídeo de la cámara de vigilancia, pero eso no quería decir nada.

—¿No lo adivina?

La expresión se volvió menos afable.

—Claire Diemar —dijo Servaz.

El diputado mantuvo durante un instante una absoluta inmovilidad.

—¿Qué pasa, cariño? —preguntó una voz femenina.

—Nada. El señor es de la policía. Investiga ese asunto de asesinato, y como yo soy diputado y alcalde de esta ciudad…

Lacaze le dirigió una penetrante mirada. Servaz vio que la mujer se acercaba. Llevaba un pañuelo anudado en la cabeza y una peluca debajo. En lugar de cejas tenía una gruesa raya trazada con lápiz e, incluso en aquella penumbra gris, saltaba a la vista que tenía mala cara. Pese a ello, seguía siendo guapa. Le tendió una mano y Servaz se la estrechó. Era liviana como una pluma, carente de fuerza y energía.

En sus ojos percibió que el cáncer iba ganando terreno y, de repente, le dieron ganas de excusarse y dar media vuelta.

—Fue un suceso horrible, lo de esa pobre mujer —dijo.

—No tardaré mucho —prometió él—. Simples formalidades. —Miró al marido.

—¿Y si vamos a mi despacho, comandante?

Servaz asintió con la cabeza. Luego Lacaze señaló el suelo y, al bajar la vista, Servaz vio un felpudo, en el que se limpió con docilidad los pies. Después entraron en la casa. Atravesaron el salón donde un gran televisor de pantalla plana difundía una película en blanco y negro con subtítulos, sin volumen. Servaz advirtió dos vasos medio llenos de whisky encima de la mesa del sofá y una botella encima de la barra. Pasaron por un pasillo iluminado con focos, sin la menor decoración en las paredes. Al otro lado, la noche caía sobre el vidrio. Lacaze empujó una puerta situada al fondo del corredor. Como cabía esperar, el despacho era grande, moderno y acogedor. Las paredes de ébano estaban casi recubiertas de fotos enmarcadas.

—Siéntese.

Lacaze se situó detrás de su escritorio y se dejó caer en un sillón de cuero. Luego encendió una lámpara de flexo. La silla en la que se sentó Servaz se componía de tubos cromados y de flexible cuero.

—Nadie me ha avisado de su visita —indicó el diputado, sin rastros ya de urbanidad.

—Yo he tomado la iniciativa.

—De acuerdo. ¿Qué quiere?

—Ya lo sabe.

—Vaya al grano, comandante.

—Claire Diemar era su amante…

El diputado no disimuló su sorpresa. Servaz no preguntaba, afirmaba.

—¿Quién se lo ha dicho?

—Su ordenador, aunque alguien se tomó la molestia de vaciar meticulosamente sus dos listas de mensajes, la del trabajo y la de su domicilio. De todos modos fue una maniobra más bien estúpida, si quiere saber mi opinión.

Lacaze lo miró sin comprender. O tal vez estaba simplemente fingiendo.

—Thomas999 es usted, ¿no? Intercambiaban mensajes apasionados.

—La quería.

La respuesta, lacónica y directa, tomó de improviso a Servaz. Lacaze practicaba, por lo visto, la franqueza en todos los terrenos. ¿Sería un político sincero? Servaz no era tan ingenuo como para creer que existiera un espécimen así.

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