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Authors: Bernard Minier

Tags: #Policíaco, #Thriller

El círculo (29 page)

—Te digo que tenemos un problema. Ese policía no va a parar ahí. Es de los obstinados.

Se tocó el pañuelo y la peluca, para comprobar que no se habían movido. De nuevo le asaltaron las náuseas y, de repente, se propulsó muy lejos de allí. Unos planetas que nacen y mueren; estrellas que dejan de brillar en las profundidades del espacio; un bebé que va a nacer de un vientre mientras una persona se apaga; una ola que se forma en el océano a lomos de la cual cabalga ella sobre una plancha de surf a los quince años; una sonata de Schubert que toca en el piano a los diecinueve años, aplaudida por cien personas; unos varanos en una selva; una laguna; una mochila; una vuelta al mundo a los veintiocho acompañada del hombre, casado y mucho mayor que ella, al que amaba por entonces. Eso era lo que habría deseado, poder rebobinar la película… partir de cero… volver a comenzarlo todo.

—¡Ya sé qué hora es! —volvió a exclamar su marido, con voz de pánico, al otro lado de la puerta—. Llámalo y pregúntale qué pasa. ¡No, mañana no, esta noche, mierda! ¡Que saque al fiscal de la cama, hostia!

«¿Dónde estuviste y qué hiciste el viernes por la noche?».

Sonrió. El niño bonito de los medios de comunicación tenía miedo, un miedo cerval. Ello lo había amado. Lo había amado, sí, más que a ningún otro, para acabar despreciándolo, con un desprecio proporcional a su amor de antaño. ¿Sería tal vez uno de los efectos secundarios de la enfermedad? Esta debería haberla vuelto más comprensiva en principio, ¿no? Más… empática, como decía esa gente, sus amigos… periodistas, políticos, médicos, empresarios, pequeños burgueses. Ahora tomaba conciencia de hasta qué punto estaba rodeada de pedantes, de figurones, de engreídos, que se llenaban la boca de palabras agradables, de salidas ingeniosas y fórmulas huecas que se pasaban de unos a otros. Cuánto añoraba a las personas sencillas de su infancia, a su padre y a su madre, que fueron unos simples artesanos, a sus vecinos, sus amigos, los habitantes del modesto barrio donde se había criado.

—De acuerdo. Llámame.

Oyó que colgaba y se alejó discretamente. Había escuchado cómo decía a ese policía que habían pasado la velada juntos viendo un DVD, que a ella le encantaban las comedias americanas de los años cincuenta… la única verdad en toda aquella sarta de mentiras.
¡Vacaciones en Roma
! Estuvo a punto de soltar una carcajada. Lo imaginó caracterizado como Gregory Peck y a sí misma como Audrey Hepburn, recorriendo en Vespa las calles de Roma. Era cierto que diez años atrás habían sido comparables a eso. Habían parecido una pareja perfecta, que suscitaba admiración, envidias y celos. En todas las veladas a las que asistían, las miradas se centraban en ellos, en la joven periodista brillante y seductora y en el joven y prometedor político. Había miradas maravilladas y otras envidiosas. Él seguía siendo un político con gran porvenir.

Hacía lustros que no habían visto una película juntos.

Lo había oído gemir como un animal herido a causa de la muerte de aquella puta, sin preocuparse por la presencia del policía. ¿Tanto la quería?

«¿Dónde estuviste el viernes?».

Si de algo no cabía duda era de que esa noche no estuvo en casa, como tampoco las otras.

No quería saberlo. Ya había suficientes tinieblas a su alrededor. Por ella podía consumirse en el infierno o languidecer en la cárcel… pero después de que ella hubiera muerto. La tristeza, la soledad y el miedo a la muerte tenían un sabor a yeso en su boca. O tal vez se trataba de otra jugarreta del fantasma. Quería morir en paz.

★ ★ ★

Ziegler abrió el ropero y sacó varios trajes de uniforme que depositó en la cama.

Una chaqueta de tejido impermeable azul marino y azul real con dos franjas marcadas con la palabra «gendarmería» en la espalda y en el pecho. Una chaqueta de forro polar azul con refuerzos en los codos y los hombros. Varios polos de manga larga, dos pantalones, tres faldas rectas, camisas, una corbata negra y una pinza de corbata, varios pares de zapatos femeninos y dos pares de botas militares, unos guantes, una gorra y un sombrero, que encontró igual de ridículo que la última vez que se lo había calado, justo antes de las vacaciones.

La diferencia estaba en que entonces ya no se ponía esa ropa con ocasión de ciertas ceremonias, como una parada militar o una visita del prefecto, sino todos los días. Esos uniformes que la mayoría de sus colegas llevaban con orgullo eran para ella los símbolos de su descenso de categoría y de su caída en desgracia.

Después de pasar dos años efectuando pesquisas de paisano en la sección de Investigación, volvía al punto de partida.

Había soñado con conseguir una promoción que le permitiera instalarse en una gran ciudad, una ciudad llena de luces, de ruido y de furor. En lugar de ello, volvía a encontrarse en el campo. Ella sabía que, aun siendo menos visible, la criminalidad era también omnipresente en aquellas idílicas zonas rurales. El uso del coche y las nuevas tecnologías habían propiciado la expansión del crimen por todos los rincones del país. Por una parte, los delincuentes urbanos curtidos no dudaban ya en desplazarse a zonas con menor presencia policial y, por otra, en cualquier pueblucho de varios centenares de habitantes se podía encontrar a un par de cretinos cuyos sueños de grandeza consistían en igualar el grado de abyección de sus modelos urbanos. De ello se desprendía que allí, como en todas partes, quedaban dos profesiones aún no expuestas a la amenaza del paro: los abogados y los policías.

Ella era consciente, sin embargo, de que en cuanto surgiera un caso de importancia, se lo quitarían enseguida de las manos para confiarlo a una unidad de investigación más competitiva que su modesta brigada.

Tras cerciorarse de que todas sus prendas de uniforme estaban limpias y planchadas, las volvió a guardar en el armario y se apresuró a olvidarse de ellas. Sus vacaciones terminaban al día siguiente. Hasta entonces, más valía no dejarse invadir por los pensamientos negativos.

Salió de la habitación y, atravesando el minúsculo comedor de su apartamento de funcionaría, cogió el periódico de la mesa del sofá. Luego se dirigió al pequeño escritorio situado junto a la ventana, encendió el ordenador y se sentó.

Ziegler localizó el artículo. En la página web del periódico no había más informaciones que las que constaban en la publicación en papel. Sí había, en cambio, un enlace que remitía a un artículo anterior, publicado durante su estancia en las islas griegas y que tenía por titular: «Asesinato de una joven profesora en Marsac. El policía que resolvió el caso de Saint-Martin al frente de la investigación». Sintió un hormigueo.

★ ★ ★

—Por todos los santos, ¿tiene usted idea de la hora que es? —vociferó el ministro en el auricular mientras alargaba la mano hacia la lamparilla de noche.

Lanzó una ojeada a su esposa, que seguía profundamente dormida en medio de la espaciosa cama. El teléfono no la había despertado siquiera. La persona que llamaba no rechistó. Después de todo, era el presidente del grupo parlamentario de la asamblea y no tenía por costumbre despertar a la gente por menudencias.

—Ya se imaginará que si le llamo a una hora así es porque se trata de un asunto de máxima importancia.

—¿Qué ocurre? —preguntó el ministro, incorporándose—. ¿Ha habido un atentado terrorista? ¿Ha muerto alguien?

—No, no, nada de eso —respondió el otro—. De todas maneras, es algo que, en mi opinión, no podía esperar hasta mañana.

Al ministro le dieron ganas de contestarle que las opiniones son más o menos igual de numerosas y variadas que lo que ambos tenían entre las piernas, pero se contuvo, porque le urgía obtener más información.

—¿De qué se trata?

El jefe del grupo parlamentario se lo expuso. El ministro sacó las piernas de la cama y se puso las pantuflas. Después salió de la habitación y se dirigió al despacho de su vivienda.

—¿Y dice que era el amante de esa mujer? ¿Es un rumor o es un hecho?

—Él mismo lo confesó a ese policía —confirmó su interlocutor.

—¡Joder! ¡Todavía es más tonto de lo que pensaba! ¿Y no le habrá dicho, por casualidad, si la había matado? —ironizó el ministro.

—En mi opinión, no —respondió con gran seriedad su interlocutor—. No creo que Paul sea capaz de algo así. Si quiere saber lo que pienso, Paul es un débil que se quiere hacer pasar por fuerte.

El presidente del grupo parlamentario quedó satisfecho por aquel comentario, con el que absolvía a su rival rebajándolo de paso. Era perfectamente consciente de las ambiciones de Paul Lacaze. Sabía que el joven diputado aspiraba a ocupar su puesto. Detestaba a aquel electrón libre, aquel joven perro rabioso que se erigía en caballero blanco de la política. El problema con el blanco es que se ensucia mucho, pensó. En el fondo, se alegraba un poco de lo que ocurría. Al otro lado de la línea, no obstante, el ministro suspiró.

—Le aconsejo que elimine de su vocabulario las expresiones del estilo «en mi opinión», «yo creo» o «a mí me parece» —le espetó—. A los electores no les gustan las opiniones, sino los actos y los hechos.

El jefe del grupo parlamentario reprimió sus ganas de replicar. Tenía suficiente instinto político como para saber cuándo era recomendable callar.

—Y ese policía, ¿qué se sabe de él?

—Fue el que hizo caer a Eric Lombard hace un año y medio —respondió.

El ministro reflexionó un instante. Luego miró el reloj. Pasaban diez minutos de las doce de la noche.

—Voy a llamar a la ministra de Justicia —resolvió—. Hay que mantener a toda costa el control de este asunto antes de que nos estalle en la cara. Y usted, vuelva a llamar a Lacaze. Dígale que queremos verlo mañana mismo. Me da igual si tiene llena la agenda. Que se las arregle.

Colgó sin aguardar respuesta y buscó el número de la mujer que se hallaba al frente del Ministerio de Justicia. Este debería informarse sin demora sobre los magistrados encargados del caso. Por un momento, sintió nostalgia de la época en que los jueces estaban sometidos al poder, en la que era posible en aquel país acallar cualquier asunto, en la que la vida del ministro del Interior consistía en gestionar escuchas ilegales, informes comprometedores sobre sus rivales y zancadillas diversas. Le habría encantado vivir en esa época, pero ya no era posible. En la actualidad, los insignificantes jueces metían el hocico por todas partes y había que andarse con tino para no dar un paso en falso.

★ ★ ★

Servaz miró el reloj del salpicadero. Las 00:20. Quizá no era demasiado tarde. ¿Tenía derecho a presentarse así, de improviso? El efluvio de su perfume, que había aspirado cuando ella le había dado un beso el viernes, se hizo presente en su recuerdo, y decidió que sí. En lugar de regresar por Marsac, dejó tras de sí el barrio residencial y siguió a través del bosque. Después giró a la izquierda en el siguiente cruce rodeado de campos. La carretera lo dirigía directamente hacia el lago. La primera casa que se encontraba en la orilla norte, después de la última curva viniendo del bosque, era la de Marianne. Vio la luz en la planta baja, a través de los árboles. No estaba acostada. Siguió hasta la verja y bajó del coche.

—Soy yo —dijo simplemente después de haber apretado el botón, al oír el chisporroteo del interfono.

Entonces se dio cuenta de que el corazón le latía muy deprisa. Por toda respuesta, oyó el clic y la verja se abrió lentamente mientras se volvía a colocar frente al volante. Continuó despacio sobre la gravilla, mientras los faros recortaban las siluetas de las ramas bajas de los pinos. Aunque no había nadie mirando por las ventanas, la puerta de entrada estaba abierta.

Después de cerrarla tras de sí, se dejó guiar por el sonido del televisor. La encontró sentada en un sofá de color arena, con las rodillas plegadas, rodeada de cojines, delante de un programa literario. Tenía una copa de vino en la mano, que elevó en dirección a él.

—Cannonau di Sardegna —dijo—. ¿Quieres?

No parecía sorprendida por aquella visita tardía. Él, por su parte, no había oído hablar nunca de ese vino. Iba vestida con un pijama de pantalón corto de satén. La tela de color azul eléctrico realzaba su cabellera rubia, sus ojos claros y sus piernas bronceadas, que no pudo por menos de admirar.

—Con mucho gusto —aceptó.

Ella se desplegó con ágiles movimientos y fue a buscar una voluminosa copa en el mueble bar, que llenó hasta un tercio. El vino era sin duda bueno, aunque un poco fuerte para su paladar. De todas formas, debía reconocer que no era un especialista. Marianne había quitado el sonido de la tele, pero dejado la imagen. Un reflejo propio de las personas solas, se dijo él. Incluso sin el sonido, la tele es una presencia. Parecía triste y agotada. Con ojeras y sin maquillar, la encontró más atractiva aún. Aodhágán tenía razón: nunca había tenido rival. Sin pintar, despeinada y vestida solo con aquel pijama, habría podido aparecer en una velada y eclipsar a las demás, pese a sus joyas, sus vestidos de alta costura y sus visitas de último minuto a la peluquería.

Marianne se volvió a sentar y él se dejó caer a su lado en el sofá.

—¿Qué te trae por aquí? —preguntó.

Antes de que tuviera tiempo de responder, se volvió hacia él y se sobresaltó.

—¡Por Dios, Martin, tienes sangre en el cuello y en la cabeza!

Se inclinó y él notó el delicado contacto de sus dedos separándole el cabello.

—Tienes una herida… Te tiene que ver un médico. ¿Cómo te has hecho eso?

Se lo explicó dando un nuevo sorbo al vino. Sabía que si tomaba dos más como aquel empezaría a darle vueltas la cabeza. Miró la etiqueta: catorce grados, ni más ni menos…

Le contó lo de los vídeos de vigilancia del banco, la segunda silueta, el ruido, la persecución en la azotea.

—¿Eso significa… eso significa que la persona filmada por la cámara es el verdadero culpable, según tú?

Percibió la esperanza que le formaba un nudo en la garganta, una esperanza inmensa, desmesurada.

—Es posible —respondió Servaz con prudencia.

No añadió nada, pero captó que pensaba con gran concentración, mientras seguía separándole de manera mecánica el cabello con la punta de los dedos.

—No puedes quedarte así. Hay que darte puntos.

—Marianne…

Ella volvió a levantarse y salió. Al cabo de cinco minutos regresó con algodón, alcohol y una caja de Steri-Strips.

—No va a salir bien —adujo—. O me vas a tener que afeitar el cráneo.

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