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Authors: Bernard Minier

Tags: #Policíaco, #Thriller

El círculo (14 page)

Titubeó antes de tomar una dirección. En todo caso, no pensaba elegir la que aquel tarado había escogido por ella.

Se lanzó entre los matorrales y los árboles, lejos de cualquier indicio de sendero, tropezando con las raíces y las irregularidades del terreno. Con los pies ensangrentados, al poco trecho llegó a otro arroyo, con el lecho cubierto de árboles. Aquellos abedules y avellanos abatidos por alguna tempestad constituyeron una horrible barrera. Unas ramas aceradas como dagas le desgarraron las pantorrillas y los dedos de los pies se le torcieron sobre las incisivas piedras y los pedazos de madera seca.

Al otro lado partía otro sendero. Sin resuello, decidió continuar por allí. Aún mantenía la esperanza de encontrar a alguien y caminar por la maleza la agotaba demasiado.

«No quiero morir».

Corría, tropezaba y volvía a acelerar.

Corría para salvarse, con el pecho encendido, el corazón a punto de estallar y las piernas cada vez más flojas. A su alrededor la espesura se volvía cada vez más densa y el aire más caliente. Los aromas del bosque se mezclaban con el olor agrio de su propio sudor, que le escocía en los ojos. Oía el ruido del agua de otro riachuelo, y nada más. Tras ella reinaba el silencio.

«No quiero morir…».

Aquel pensamiento acaparaba el espacio que dejaba en su cerebro el miedo, un miedo abyecto, inhumano. «No quiero… no quiero… no quiero…». «Morir…».

Sentía las lágrimas amargas que resbalaban por sus mejillas y el latido del pulso en el cuello y el pecho. Habría matado a su madre y a su padre para poder escapar de aquella pesadilla.

De repente, el corazón le dio un brinco. Había alguien, allá abajo…

Se puso a dar voces.

—¡Eh! ¡Espere! ¡Espere! ¡Socorro! ¡Ayúdeme!

La persona no se movía, pero la distinguía claramente a través del velo de las lágrimas. Era una mujer. Llevaba un vestido veraniego abotonado. Lo raro era que estaba completamente calva. Recurrió a sus últimas fuerzas para llegar hasta ella, que seguía quieta. La sangre se le fue helando en las venas a medida que se acercaba y comprendía.

No era una mujer…

Era un maniquí de plástico. Estaba apoyado en un tronco de árbol, inmovilizado en una pose artificial como en un escaparate. Reconoció el vestido que llevaba. Era el suyo, el que llevaba la noche en que… Aunque ese estaba salpicado de pintura roja…

Tuvo la impresión de que le abandonaban las fuerzas, de que alguien las aspiraba de su cuerpo. Estaba segura de que él había llenado aquel maldito bosque con un montón de trampas más, igual de siniestras. Ella era el ratón del laberinto, su objeto, su juguete… y él estaba allí, muy cerca… Sintió que las rodillas le flaqueaban y perdió el conocimiento.

13
ELVIS

Tras dejar el coche en el aparcamiento inferior, Servaz se encaminó al bloque de hormigón del centro, el que albergaba los ascensores. El centro hospitalario universitario de Rangueil se elevaba como una fortaleza en lo alto de una colina, al sur de Toulouse. Para llegar desde el aparcamiento situado en mitad de la pendiente había que tomar un ascensor y luego una larga pasarela suspendida varios metros por encima de los árboles, donde se disfrutaba de una impresionante panorámica de los edificios de la universidad cercanos y de las afueras de la ciudad. Atravesó el terraplén en dirección a la fachada, revestida de una efectista malla metálica. Como ocurría a menudo, la estética exterior había primado sobre las estructuras interiores. Pese a que el hospital contaba con dos mil ochocientos médicos y diez mil empleados y acogía cada año a ciento ochenta mil pacientes, el equivalente de la población de una ciudad mediana, Servaz había advertido que no disponía de servicios aparte de los médicos.

Pasó rápidamente por delante de la cafetería donde coincidían trabajadores, visitas y pacientes con uniforme de hospital y enfiló los largos pasillos que conducían a los ascensores interiores. Unas pinturas de artistas contemporáneos, fruto de una donación, trataban en vano de alegrar las paredes: el arte tiene sus límites. Servaz se fijó en la puerta de la capilla, donde se informaba de las horas de visita del capellán, y se preguntó cómo encontraba Dios su lugar en aquel universo donde el ser humano se veía reducido a un circuito de cañerías, desmontado y montado a la manera de un motor y en ocasiones enviado al desguace, no sin antes haber recuperado algunas piezas que servirían para reparar otros motores.

Samira lo esperaba delante de los ascensores. Sintió la tentación de encender un cigarrillo, pero su mirada se detuvo en un letrero que prohibía fumar.


Crash
—dijo en la cabina.

—¿Qué? —inquirió Samira, que atraía una multitud de miradas con el arma colgada en la cadera.

—Una novela de J. G. Ballard. La conjunción de la cirugía, de la mecánica, del consumo de masas y del deseo.

Viendo que lo miraba con gesto de incomprensión, se limitó a encogerse de hombros. Cuando se abrieron las puertas, oyeron gritos.

—¡Pandilla de imbéciles! ¡No tenéis derecho a retenerme en contra de mi voluntad! ¡Llamad a ese cabrón de médico! ¡Quiero verlo ahora mismo!

—¿Es Elvis? —preguntó Servaz.

—Es muy probable.

Giraron a la derecha y luego a la izquierda. Una enfermera les cerró el paso y Samira blandió su identificación.

—Buenos días, buscamos a Elvis Konstandin Elmaz.

Con mala cara, la mujer señaló una puerta de vidrio opaco situada al fondo del pasillo, más allá de una litera en la que aguardaba un anciano con un tubo en la nariz.

—Necesita reposo —advirtió con severidad.

—Sí, ya se oye —ironizó Samira.

La mujer les dedicó una mirada cargada de desprecio y se marchó.

—¡Joder, solo faltaba la pasma! —exclamó Elvis cuando entraron en la habitación.

En el interior reinaba un calor bochornoso pese al cansino ventilador que giraba en un rincón. Elvis Konstandin Elmaz estaba sentado con el torso desnudo en la cabecera de la cama, mirando un televisor sin sonido.


One for the money / Two for the show
—tarareó Samira, esbozando un contoneo y un paso de baile—. Hola, Elvis.

Elvis reparó en la joven y frunció el entrecejo como si estuviera viendo una aparición: ese día, Samira lucía media docena de collares encima de una camiseta que proclamaba LEFT 4 DEAD, el nombre de unos violentos videojuegos.

—¿Quién es esa, hostia? —dijo, dirigiéndose a Servaz—. ¿Así va la policía hoy en día? ¡Joder, adonde hemos ido a parar!

—¿Elvis Elmaz?

—No, Al Pacino. ¿Qué quieren? No vienen por mi denuncia, ¿no?

—En efecto.

—No, claro. No hay que observarlos mucho para adivinar que son de la KFC.

KFC era el acrónimo de Kentucky Fried Chicken, la célebre cadena de restaurantes de comida rápida especializada en pollo frito, y que los delincuentes usaban como apodo para referirse a la policía judicial. Elvis Konstandin Elmaz era bajo y muy robusto, con un cráneo liso y reluciente, una barba tupida en torno a una ancha mandíbula y una minúscula circonita en la oreja, que también podía ser un diamante. Su musculoso torso estaba rodeado con varias vueltas de venda, del vientre al diafragma, y también tenía vendado el bíceps derecho.

—¿Qué le ha pasado? —preguntó Servaz.

—Como si no lo supiera… Me clavaron varios navajazos, tío, tres en la barriga y uno en el brazo. Ha sido un milagro que no me mandaran al otro barrio esos maricones. «No hay ningún órgano afectado. Se ha salvado de una buena, señor Elmaz», va y me dice el memo del médico. No me quiere soltar hasta mañana con la excusa de que si me muevo demasiado se puede volver a abrir. Él sabe más, que es médico, pero yo tengo un hormigueo en las piernas y aquí la comida es peor que en la trena.

—¿Esos maricones? —inquirió Samira.

—Eran tres, unos serbios. No sé si lo sabrán, pero esos maricas de serbios y los albaneses no nos llevamos nada bien. Los serbios son todos gentuza.

Samira inclinó la cabeza. Había oído la misma canción en sentido contrario. Aunque no lo dijo, ella tenía también un poco de sangre bosnia en las venas, y probablemente también sangre italiana. Su familia había viajado bastante.

—¿Qué ocurrió?

—Nos liamos dentro del bar y después seguimos en la acera. Yo estaba un poco colocado, hay que reconocerlo. —Los miró primero a uno y después al otro—. Lo que yo no sabía era que ese alfeñique tenía dos colegas adentro. Se me echaron encima como perros rabiosos sin dejarme reaccionar y después escaparon como ratas. Y yo me quedé tumbado en la acera, chorreando sangre. Esta vez sí que por poco la diño. Es como para creer que también hay un Dios para los malos, ¿eh, cariñito? ¿No tendrás un cigarro? Me cargaría hasta a mi madre por poder fumarme uno.

Samira reprimió las ganas de inclinarse y hundirle un dedo en las costillas a través del vendaje.

—¿No has visto los avisos? —replicó con mala idea—. Prohibido fumar… ¿Cuál fue el motivo de esas diferencias?

—Esas diferencias… ¡Joder, cómo hablas, cariñito! Ya te lo he dicho. Yo soy albanés y ellos eran serbios.

—¿Eso es todo?

Vieron que dudaba.

—No.

—¿Qué más?

—Pues una chavala, que me iba detrás.

—Ah, ¿iba con ellos?

—Pssí.

—¿Guapa?

La cara de Elvis Konstandin Elmaz se iluminó como un árbol de Navidad.

—¡Guapísima! ¡Una auténtica bomba! Y con clase, además. No sé qué hacía con esos tres pringados. A mí se me iban todo el rato los ojos hacia ella, hostia. Al final se dio cuenta y vino a darme palique. Igual tenía ganas de provocarlos, no sé. Igual estaba de mala hostia o tenía «diferencias» con ellos, como dicen ustedes… Pues de allí arrancó todo.

—¿O sea que llegó a urgencias anoche, ha pasado por el quirófano después y desde entonces no lo dejan salir?

Los ojos marrones se iluminaron con un destello.

—¿Qué importancia tiene? A ustedes les importa un comino lo mío, ¿no?… Lo que les interesa es lo que pasó después. Debió de pasar algo.

—Señor Elmaz, usted salió de la cárcel hace cuatro meses. ¿Es así?

—Exacto.

—Lo condenaron por delitos de robo con violencia, rapto, secuestro, agresiones sexuales y violación…

—¿A qué viene esto? Yo ya cumplí la pena.

—Cada vez eligió a mujeres jóvenes, morenas y guapas.

—¿Y eso a qué viene? Fue hace mucho. —Hizo girar en redondo los ojos—. ¿Qué fue lo que pasó anoche? Que agredieron a una tía, ¿a que sí?

La mirada de Servaz topó con el periódico que reposaba encima de la mesa con ruedas al lado de la cama. Tardó medio segundo en comprender lo que leía y solo una fracción más para perder el color de la cara.

ASESINATO DE UNA JOVEN PROFESORA EN MARSAC

El policía que resolvió el caso de Saint-Martin

encargado de la investigación.

¡Dios santo! Sin prestar más atención a las preguntas de Samira ni a las respuestas de Elmaz, Servaz cogió el periódico y pasó las páginas buscando el artículo.

Ocupaba tan solo unas cuantas líneas, en la página 3. Explicaba que «el comandante Servaz, de la policía judicial de Toulouse, el mismo que llevó a cabo la investigación de los asesinatos acaecidos en Saint-Martin durante el invierno del 2008-2009, el suceso criminal más destacado que se ha vivido en los últimos años en la región Midi-Pyrénées, ha sido elegido para dirigir las investigaciones en relación con el asesinato de una profesora de Marsac, titular en un instituto que acoge a la élite de la zona». Un poco más adelante, el autor del artículo precisaba que la joven había sido encontrada en su casa, «atada y ahogada en su bañera». Por lo menos, el servicio encargado de las relaciones con la prensa había omitido el detalle de la linterna, seguramente para poder coger en falta a todos los chalados que iban a llamar a lo largo de las horas siguientes. Sí habían dado, en cambio, su nombre como pasto para los periodistas. Fantástico. Le habría gustado tener delante al estúpido que había filtrado la información, pensó con un acceso de cólera. ¿Sería una filtración involuntaria u orquestada por alguien, como por ejemplo Castaing?

—¿A qué hora se produjo el altercado? —preguntaba Samira.

—A las nueve y media o las diez…

—¿Hubo testigos?

Elvis soltó una ronca carcajada que le provocó unas toses.

—¡Un montón!

—Y antes, ¿qué hacías?

—¿Están sordos o qué? ¡Estaba bebiendo y echando el ojo a la chica! ¡Les digo que me vio un montón de gente! Ya sé que cometí errores hace un tiempo, pero hostia, ¿qué hacían esas chicas a las que agredí, de noche por la calle, eh? En Albania, las mujeres no salen por la noche. Son respetables…

Samira eligió un lugar al azar para hundir el índice en el costado del albanés. Apretó con fuerza a través de la venda. Servaz vio la mueca de dolor de Elvis y se disponía a intervenir cuando Samira retiró el dedo.

—Más te vale que tu coartada se sostenga —le dijo con dureza—. Tú tienes un problema seguro, Elvis. ¿No serás impotente algunas veces? ¿O un homosexual y no lo reconoces? Sí, eso es… Claro que es eso… ¿Qué, disfrutaste mucho en las duchas, en la trena?

Servaz vio cómo se transformaba la cara del hombre. Le vio la mirada, que se volvía negra como una charca de petróleo y los ojos opacos. A pesar del calor que hacía, tuvo la sensación de que le bajaba un chorro de agua helada por la columna. Tragó saliva, con el pulso acelerado. Ya había sido testigo de una mirada como aquella, hacía mucho tiempo, cuándo tenía diez años. El niño que persistía en su interior era incapaz de olvidar. Volvió a pensar una vez más en los hombres que se habían presentado en el patio de la casa familiar un atardecer de julio. Eran dos, dos hombres parecidos a aquel, unos lobos, unos seres perdidos de miradas extraviadas… Pensó en su madre, que había gritado y suplicado; en su padre atado a una silla. Pensó en sus manos y en sus brazos de rapaces, que la apresaban y la mancillaban… Y en el pequeño Martin, encerrado en el trastero de debajo de la escalera, que lo oía todo, que lo adivinaba todo… en la cantidad de veces que se había cruzado con seres semejantes desde que había ingresado en la policía. De repente, tuvo una necesidad perentoria de aire, de salir de aquella habitación, de aquel hospital. Echó a correr hacia los lavabos antes de verse sometido por las náuseas.

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