El comodoro (2 page)

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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

—Debo admitir que ha sido muy reñida —admitió Jack con modestia; entonces, después de una pausa, rió y dijo—: Recuerdo haberte oído decir esas mismas palabras en el viejo
Bellerophon
, antes de la batalla.

—Eso hice —exclamó Dundas—. Eso hice. Dios mío, ha pasado mucho tiempo desde entonces.

—Aún conservo la señal —dijo Jack. Y al descubrirse su moreno antebrazo mostró una larga y pálida cicatriz.

—Qué recuerdos —dijo Dundas, y entre ambos, mientras apuraban el oporto, recordaron aquella historia y todos los minuciosos detalles que afloraban a su memoria. Se habían entretenido con el mismo juego siendo jóvenes, cuando sirvieron bajo el mando del condestable en el navío de setenta y cuatro cañones
Bellerophon
, destacado en las Indias Orientales. Jack también había ganado en aquella ocasión gracias a su infernal suerte, pero Dundas exigió que le diera la revancha y volvió a perder, de nuevo debido a un doble seis. Se cruzaron palabras malsonantes, como tramposo, farsante, sodomita, majadero y condenado halacabuyas. Y como golpearse a puñetazo limpio subidos al arcón (la forma habitual de resolver tales desacuerdos en la mayoría de barcos) estaba estrictamente prohibido a bordo del
Bellerophon
, se acordó que, al no poder tolerar de ningún modo semejante lenguaje en tanto que caballeros, tendrían que batirse en duelo. Durante la guardia de tarde, el primer teniente, para quien una cubierta restregada a conciencia con piedra arenisca constituía la mayor felicidad, descubrió que el barco estaba a punto de agotar las existencias de ésta y despachó al señor Aubrey, a bordo del cúter azul, a buscarla en una isla en la que convergían dos corrientes y donde el grano no sólo era excelente, sino también el más regular. El señor Dundas le acompañó, llevando consigo dos alfanjes recién afilados envueltos en loneta, y cuando enviaron a los marineros que habían desembarcado con ellos a trabajar con las palas, ambos muchachos se retiraron al amparo de una duna, desenvolvieron el fardo, se saludaron con toda la seriedad posible y arremetieron el uno contra el otro. Media docena de pases, el entrechocar del acero, y cuando Jack gritó «¿Pero qué has hecho, Hen?» Dundas observó fijamente la sangre que brotaba a chorro limpio, rompió a llorar e hizo jirones su propia camisa para vendar la herida tan bien como pudo. Al volver a bordo del desdichado y ocioso
Bellerophon
, éste estaba por suerte a merced de un mar calmo. Sus explicaciones, que diferían mucho entre sí y que en ambos casos resultaban tan poco convincentes que nadie pudo creerlas, fueron desestimadas y su capitán azotó con severidad sus traseros desnudos.

—Cómo aullamos —recordó Dundas. —Tus aullidos eran más agudos que los míos —dijo Jack—. Muy parecidos a los de una hiena.

Hacía un buen rato que Killick, el despensero del capitán, se había retirado, de modo que Jack se sirvió un poco más de oporto. Después de beber durante un rato, cayó en la cuenta de que curiosamente Dundas estaba cada vez más silencioso.

Se oyeron en cubierta las órdenes y el pito del contramaestre, y la
Surprise
viró por avante para recibir el viento por el costado de estribor, suave como la seda, sin contar con más marineros que los que estaban de guardia.

—Jack —dijo finalmente Dundas, en un tono de voz que aquél había oído antes—, quizá te parezca éste un momento inapropiado, pues aquí me tienes derramando tu precioso vino… El caso es que mencionaste que habíais hecho algunas estupendas presas en el Pacífico.

—Así es. Como bien sabrás, se nos requirió para que actuáramos en calidad de buque de corso, y puesto que no podía desobedecer mis órdenes, no sólo capturamos algunos balleneros que vendimos en la costa, sino también un estupendo barco pirata, cargado hasta la regala con todo lo que había robado a una veintena de barcos, aunque quizá fueran dos veintenas.

—En fin, voy a decirte de qué se trata, Jack. La arena de la ampolleta se consume, y me atrevería a decir que te habrás dado cuenta de ello. —Jack asintió, observando compungido el azoramiento que se dibujaba en el rostro de su amigo—. Es decir, es muy probable que el tiempo aclare y el viento role al oeste e incluso al suroeste. Mañana o pasado mañana navegaremos aguas arriba por el Canal, y después tendremos que separarnos. Tú pondrás proa a Shelmerston y yo me iré derecho a Pompey. —Todo esto, aunque era sumamente cierto, exigía toda la concentración de la que uno fuera capaz si en verdad se pretendía que tuviera sentido, pero Dundas parecía incapaz de seguir adelante. Inclinó la cabeza, gesto digno de lástima tratándose de un comandante tan distinguido.

—Quizá lleves a bordo una moza que preferirías desembarcar en otro lugar —aventuró Jack.

—No, esta vez no —dijo Dundas—. No. Jack, el asunto es que en cuanto el
Berenice
señalice su número mediante las banderas y se sepa en Portsmouth que está al alcance de la mano, los alguaciles saldrán de sus madrigueras para arrestarme en cuanto ponga un pie en tierra. Me arrestarán por mis deudas y me conducirán a la prisión de deudores. Supongo que no podrías prestarme mil guineas, ¿verdad? Es una auténtica fortuna, lo sé, y me avergüenza tener que pedírtelo.

—Por supuesto que sí. Como ya te dije, soy asombrosamente rico, tanto que algunos me llaman Creso. Pero ¿tendrás suficiente con mil guineas? ¿A cuánto asciende la deuda? Sería una lástima echar a perder el barco por…

—Oh, será más que suficiente, te lo aseguro, y no sabes cuánto te lo agradezco, Jack. En este momento no me atrevo a tratar este asunto con Melville. Sería distinto si me apreciara tanto como te aprecia a ti, pero la última vez que me acompañó a la salida me acusó de ser un maldito alcahuete de tres al cuarto, y me condenó a ese vil viaje a Nueva Holanda a bordo del
Berenice
. —El hermano mayor de Heneage, lord Melville, estaba al mando del Almirantazgo, de modo que podía hacer tales cosas—. No. La sentencia exige un pago de quinientas y pico. Lamento decir que se trata de la misma joven, o más bien del infame de su apoderado. Pero aun así, pese a la sentencia y a la influencia a la que puedan recurrir, estoy seguro de que mil guineas cubrirán holgadamente la multa.

Hablaron durante un rato sobre los arrestos por deudas, los alguaciles, las prisiones donde se encerraba a los morosos y cosas similares con un conocimiento profundo e íntimo del tema, y al cabo de un tiempo Jack admitió que bastaría un millar de guineas para librar a su amigo del apuro, hasta que pudiera cobrar la paga que se le debía desde hacía tiempo y visitar al agente que se encargaba de administrar sus propiedades en Escocia. Con un navío tan lento, poco marinero y desafortunado como el
Berenice
no había posibilidad alguna de obtener dinero de botín alguno, sobre todo teniendo en cuenta aquella travesía tan poco prometedora que ya tocaba a su fin.

—Qué feliz me haces, Jack —dijo Dundas—. Cuando desembarque, una letra de cambio de Hoares, pues recuerdo perfectamente que tienes el dinero en Hoares, será para mí como el escudo de Ayax.

—Nada como el oro para satisfacer sin más a un apoderado.

—Jamás te he oído decir nada más acertado, querido Jack. Pero, aunque tuvieras oro (no me dirás que tienes oro de verdad, Jack, ¿oro inglés?), tardarías horas en contar mil guineas.

—Por el amor de Dios, Hen. Tom, Adams y yo hemos pasado toda esta mañana y buena parte de la tarde contando y pesando monedas como un hatajo de usureros, llenando las bolsas para cuando hagamos el reparto final después de echar el ancla en Shelmerston. El doctor también colaboró, mordisqueando alguna que otra moneda de las pilas que hacíamos y quedándose con todas las monedas antiguas, pues creo que había algunas de Julio César y Nabucodonosor, y también apretó contra su pecho una moneda irlandesa llamada «pistola de Inchiquin», riendo complacido, pero nos hizo perder la cuenta y me vi obligado a rogarle que se fuera con viento fresco, lejos, muy lejos. Cuando se hubo ido seleccionamos y contamos, seleccionamos, contamos y pesamos, y logramos terminar antes de la hora de cenar. Esas enormes bolsas que ves ahí a la izquierda del cajón de cámara, en la ventana de popa, contienen cada una un millar de guineas. Son parte del botín del barco; las bolsas más pequeñas contienen
mohures
, ducados, luises de oro,
joes
, y toda suerte de oro extranjero por un valor total de quinientas cada una; y los arcones dispuestos a lo largo del costado y abajo, en el pañol del pan, contienen sacas de cien de plata, también a peso. Hay tanto dinero a bordo que el barco sufre una buena traca a popa, y me alegraré mucho cuando haya logrado ponerlo a buen recaudo. Coge uno de los de mil guineas de la izquierda. Puedo apañar la suma en un momento si la resto del total; además, en plata te pesaría demasiado para llevarla a cuestas.

—Que Dios te bendiga, Jack —agradeció Dundas, sopesando la bolsa en la mano—. ¡Yo diría que pesa más de catorce libras, ¡ja, ja, ja! —Y entre sus risas pudo oírse el tañido de las cuatro campanadas, cuatro campanadas para la guardia de cementerio. A ellas siguió de inmediato el cruce de órdenes y demás gritos lejanos en cubierta. No obstante, no eran los ruidos de rutina que precedían a la virada, de modo que ambos capitanes aguzaron el oído, cosa que Heneage hizo bolsa en mano, como si estuviera a punto de servir el pudín de Navidad. Poco después, un guardiamarina calado hasta los huesos y con un solo brazo irrumpió en la cabina e informó a gritos:

—Ruego me perdone, señor, pero el señor Wilkins desea que le transmita sus saludos y que le informe de que hay un barco a unas dos millas a barlovento, un setenta y cuatro cañones según su opinión, un navío de dos cubiertas en todo caso; dice que no le ha gustado cómo ha respondido a la señal de inteligencia.

—Gracias, señor Reade —dijo Jack—. Subiré enseguida a cubierta.

—¿Sería tan amable de despertar a la dotación de mi falúa? —pidió Dundas al tiempo que se guardaba la bolsa en la camisa, para después abotonar el chaleco que la cubría. Cuando Reade desapareció a la carrera, añadió—: Muchísimas gracias, Jack. Debo volver a mi barco. Arrancha la
Surprise
y pasa a popa del
Berenice
hasta situarte a sotavento —ordenó, pues era el capitán de mayor antigüedad—, que por muy falto de dotación que vaya mi navío, creo que los dos podemos vérnoslas con cualquier setenta y cuatro cañones que esté a flote.

Afuera, en el frío y húmedo alcázar, la mirada de Jack se acostumbró a la relativa oscuridad mientras Dundas subía tanteando con torpeza a la falúa que izaban del pescante, sin apartar la mano de su estómago. Oscuridad relativa, ya que por el momento una luna vieja y encorvada despedía la suficiente luz como para que, pese a las nubes bajas, pudiera distinguirse un borrón blanco a barlovento, borrón que se convirtió, al observarlo a través del catalejo, en un barco con gavias, mayores y una fila doble de portas iluminadas. Sin embargo, fue la señal que empleaba lo que más llamó su atención, pues ésta no coincidía con la respuesta a la señal de inteligencia que distinguía a un barco aliado de uno enemigo: estaba formada por una ristra de tres linternas encendidas y la luz situada en lo alto parpadeaba de forma constante. Pero las luces debían ser cuatro y no tres.

—He respondido «No comprendemos su señal», señor —informó Wilkins—, pero se mantiene en sus trece.

—Pita a zafarrancho de combate y larga trapo para cerrar sobre el
Berenice
—dijo al tiempo que asentía.

—Todos a cubierta y pita a zafarrancho de combate —rugió Wilkins al segundo del contramaestre, que estaba despistado—. ¡A proa ahí, a proa! ¡Larga la trinquetilla y a marear ese foque!

La
Surprise
contaba con una dotación muy disciplinada. Había participado en muchos combates en el mar, y no por ello se había descuidado la práctica y adiestramiento de los hombres en todo tipo de contingencias; en pocos minutos, podía pasar de ser una nave en calma, donde dormitaban tres cuartas partes del complemento, a ser un barco en pie de guerra, iluminado hasta los topes y con las bocas de los cañones asomadas por las portas, los coyes embutidos en las batayolas, el pañol de pólvora abierto y protegido con mamparos adicionales, y todos y cada uno de los hombres en su posición asignada, junto al resto de compañeros, dispuestos a presentar batalla al dar la voz su capitán. Pero no podían hacerlo en silencio, y el redoble del tambor, el estruendo ahogado de cuatrocientos pies y el chirrido de las ruedas de cureña despertaron a Stephen Maturin del sueño profundo y prometedor en que se hallaba sumido.

Se había despedido de Jack y Dundas bastante temprano al sentirse un estorbo en el flujo de sus recuerdos. En cualquier caso, los relatos tan detallados de la guerra naval le sumían en un mar de lágrimas al cabo de una hora. Habían hecho los correspondientes brindis del sábado por las esposas y las queridas, y Dundas, tan educado como siempre, había propuesto uno especial por Sophie y Diana con la copa llena hasta los bordes, que se echaron al coleto de un solo trago. Stephen, una criatura abstemia y exigua que apenas pesaba ciento veintiséis libras, había excedido con mucho su dosis habitual de dos o tres vasos y, aunque desde un principio pretendía retirarse a la cabina situada en la enfermería del sollado, que rara vez usaba para dormir y a la que tenía derecho por ser el cirujano de a bordo, acabó en la espaciosa y ventilada cabina que solía compartir con Jack, después de hacer las rondas de rigor por la enfermería. Estaba dispuesto a leer, pero el vino, que no le había emborrachado, sí había afectado hasta cierto punto su capacidad de concentración, y como el libro que leía,
Examen de Pyrrhonisme
, de Clousaz, requería de mayor atención, tuvo que dejarlo al finalizar un capítulo, consciente de que no había entendido nada de lo que se decía en el último párrafo. Se tumbó en el coy y, en un abrir y cerrar de ojos, su pensamiento recaló en su esposa y su hija. La primera era una joven llamada Diana que tenía el pelo negro y los ojos azules, espléndida amazona. La segunda, Brigid, la niña a la que tanto añoraba pero a la que aún no conocía. Este ensueño era muy normal en él, y no requería en absoluto de la menor concentración, sino más bien de todo lo contrario, pues consistía en una serie de imágenes, a menudo imprecisas, a menudo intensamente vividas, de conversaciones, reales o imaginarias, y de un sentido indefinido de la felicidad presente. Sin embargo, esa noche, por primera vez en toda la travesía —nada más y nada menos que una circunnavegación completa, por no mencionar lo sucedido en tierra, que fue mucho—, había una sutil diferencia, un cambio de tonalidad. Se había enterado de que en cualquier momento podían «picar la sonda», expresión que tenía un aire escalofriante, algo alejado de su significado. El hecho en sí transformaba la vaguedad de lo que estaba por venir en un presente casi inmediato. A partir de ese momento no era tanto cuestión de mecerse en brazos de una felicidad pretérita, sino de reflexionar sobre la realidad a la que se enfrentaría en cuestión de unos días, o incluso menos si soplaba un viento favorable.

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