El comodoro (3 page)

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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

Por supuesto esperaba con una impaciencia que jamás había sentido el momento de reencontrarse con Diana y conocer a Brigid, y así había sido desde hacía miles y miles de millas. Pero ahora su ansiedad se veía empañada por un recelo que era incapaz de nombrar, o al menos no quería hacerlo. Llevaban separados desde que emprendiera aquel viaje tan largo. Se había enterado del nacimiento de su hija y de que Diana había comprado Barham Down, una mansión grande y apartada con excelentes establos, buenos pastos, terreno de sobras para galopar y generosas extensiones de monte para los caballos árabes que ella quería criar; pero aparte de eso, prácticamente no sabía nada más.

Habían pasado años enteros, y los años tienen mala fama. Unos versos de Horacio afloraron en su mente:

Singula de nobis anni praedantur euntes;

eripuere iocos, venerem, convivia, ludum …

Y por un instante quiso dar con una traducción tolerable en inglés:

Los años al pasar nos privan de nuestro

deleite,

del alborozo y del amor carnal, primero de uno

y después de otro, del juego, del festejo…

Pero el caso es que no le convencieron lo más mínimo y cejó en el intento.

De todos modos la situación no era tan desesperada, pues aunque Venus pudiera ser un planeta lejano y mortecina la luz que despedía, él aún disfrutaba de una comida alegre en compañía de sus amigos y de una partida encarnizada de
whist o
cinquillo. Por supuesto que había cambiado en cierto modo, de eso no cabía la menor duda. Por ejemplo, cada vez estaba más convencido de que el estudio apropiado del género humano dependía del estudio del hombre en sí y no de la atenta observación de coleópteros o aves.

Había cambiado, sí, y probablemente más de lo que podía imaginar. Era inevitable. ¿Cómo encontraría a Diana? ¿Cómo se comportarían el uno con el otro? Ella se había casado con él sobre todo por amistad (a ella le agradaba mucho él), quizá, de algún modo, por compasión, puesto que él la amaba desde hacía mucho tiempo. Él no era de esa clase de personas a las que uno gusta de mirar y, desde un punto de vista físico, nunca había sido un gran amante, factor éste al que habían contribuido años de adicción al opio, que no fumaba ni ingería, sino que solía beber en forma de una tintura alcohólica de láudano hasta alcanzar dosis heroicas, todo ello con tal de aplacar la desesperación que lo embargaba al pensar en Diana. Esta, por otra parte, no había llegado a tomar ni siquiera un dracma, ni un escrúpulo de opio, ni ninguna otra cosa que pudiera disminuir su temperamento ardiente por naturaleza.

A medida que avanzaba la noche llegó a preocuparse por todo lo habido y por haber, como suele suceder a quien permanece a oscuras, falto de vitalidad y coraje. Menguadas su capacidad de raciocinio y el sentido común, a menudo se consolaba pensando en la existencia de Brigid, lazo de unión entre ambos. Otras veces se decía que pensar en Diana como madre era completamente absurdo, y ansiaba disponer de su vieja amiga la tintura para relajar el tormento al que sometía a su mente. Disponía de una alternativa en las hojas de la planta de coca, muy apreciadas en Perú por la pausada euforia que producían al masticarlas, pero tenían la desventaja de quitarle el sueño a uno, y el sueño era, de entre todas las cosas, aquello que más ansiaba en el mundo.

De algún modo, en algún momento, debió de alcanzarlo, puesto que el eco del tambor que tocaba a zafarrancho de combate lo arrancó de las profundidades. En muchos aspectos seguía siendo un hombre de tierra adentro pese a los años que había pasado en la mar; aunque se podían observar ciertas características navales en él, casi todas guardaban relación con las funciones que desempeñaba en calidad de cirujano naval. Incluso antes de que su mente fuera plenamente consciente de la situación, sus piernas lo llevaron a toda prisa hacia su puesto en la enfermería, situada abajo, a la derecha de la popa, en la cubierta del sollado. De ser un lugar tan frío como húmedo y asfixiante, un agujero triangular y fétido, había pasado a convertirse en una enfermería en toda regla, de modo que tan sólo tuvo que ponerse un delantal para estar dispuesto a desempeñar su trabajo. Al llegar allí encontró a su asistente, un hombre originario de Munster, fuerte, grande y prácticamente monolingüe, llamado Padeen, que en ese momento juntaba dos arcones bajo una linterna para que hicieran las veces de mesa de operaciones.

—Que Dios y la Virgen María estén contigo, Padeen —saludó en gaélico.

—Que Dios, la Virgen María y san Patricio estén con usted, señoría —respondió Padeen—. ¿Cree usted que habrá combate?

—Sabe Dios. ¿Cómo se encuentran Williams y Ellis?

Se refería a dos pacientes que ocupaban sendos coyes a estribor de la enfermería, a quienes Padeen había vigilado toda la noche. Al parecer, se habían peleado por hacer algo, armados con unas balas de hierro macizo que cogían con pinzotes para hacerlas arder al rojo vivo y hundirlas después en cubas de alquitrán o brea, de modo que la sustancia se fundiera sin riesgo de provocar un incendio.

—Ahora están sobrios, señor. Y arrepentidos, pobres criaturas.

—Cuando lo hayamos preparado todo iré a echar un vistazo —dijo Stephen mientras se disponía a preparar las sierras, escalpelos, ligaduras y torniquetes. Fabien, su ayudante, llegó a la enfermería dispuesto a poner manos a la obra, seguido por dos niñas, Emily y Sarah, que a juzgar por su aspecto aún seguían dormidas y cuya piel hubiera tenido el tono rosáceo propio del sueño de no ser tan negras. Las habían encontrado hacía mucho en una isla de Melanesia, cuyos habitantes habían muerto víctimas de una plaga de viruela que llevó un ballenero que iba de paso. Dado que entonces estaban demasiado enfermas y hambrientas para cuidar de sí mismas en el osario que tenían por poblado, Stephen se las llevó al barco. No presenciaban la horrible cirugía que en ocasiones se veía obligado a practicar, pero sí la destreza de sus pequeñas y delicadas manos a la hora de vendar. Se encargaban de aquellos a quienes acababan de intervenir y de los convalecientes; también resultaban muy útiles al doctor Maturin durante sus frecuentes disecciones de animales, pues no se mostraban nada remilgadas ante eso. Habían olvidado por completo el idioma de la isla Sweeting, salvo cuando contaban en voz alta al saltar, y, según lo requiriese la situación, hablaban un perfecto inglés carente de juramentos y maldiciones cuando estaban en el alcázar, o una versión más mundana y empática para cuando trataban con los marineros.

Entre todos dispusieron el material que podrían necesitar durante y después de un combate: hilas, vendaje, tablillas, y también el instrumental puramente quirúrgico, como por ejemplo retractores, escalpelos, lancetas y sus inflexibles compañeras, las mordazas y las cadenas forradas de cuero. Cuando todo esto estuvo preparado en su debido orden, lo más esencial a mano del cirujano y éste enfundado en su delantal, se relajaron y prestaron toda la atención del mundo a lo que podía estar ocurriendo en cubierta, intentando aprehender algún sonido que pudiera permitirles saber qué sucedía pese al estruendo del agua al golpear contra los costados del barco, a la voz del remolino al partir a barlovento del timón y a la reverberación de la tensa jarcia transmitida por el propio casco. Pero no oyeron nada, y disminuyó la sensación de apremio que sentían. Las niñas se sentaron en cubierta, lejos del intenso anillo de luz que despedía la linterna, para jugar en silencio a un juego en el que una mano podía simbolizar una hoja de papel, una piedra o unas tijeras. Stephen se acercó a la cabina contigua para visitar a sus pacientes, a quienes preguntó cómo se encontraban.

—De maravilla, señor —respondieron antes de darle las gracias de todo corazón.

—Me alegra mucho oír eso —dijo—. Aunque habéis sufrido dos fracturas limpias y habéis tenido mucha suerte al ser inmovilizados enseguida, pasará un tiempo antes de que podáis encaramaros a la jarcia o bailar sobre la hierba, si es que llegamos a puerto, que Dios lo quiera.

—Amén, amén, señor —respondieron al unísono.

—Pero ¿cómo llegasteis a ser tan imprudentes e irreflexivos como para golpearos mutuamente con esas condenadas balas con pinzotes?

—Fue por diversión, señor, como hacemos a menudo, y no pretendíamos hacernos daño. Uno tiene que atacar y el otro esquivar, y nos vamos turnando.

—Jamás había oído hablar de práctica tan terrible en todos los años que llevo en el mar.

Los pacientes estaban dóciles como corderillos y evitaron cruzar sus miradas. Fue Ellis quien dijo:

—Todo depende del barco, señor. Nosotros solíamos jugar a menudo en el
Agamemnon
; y mi padre, que formaba parte de la brigada del carpintero en el viejo
George
, tenía una cuenta pendiente (cosa seria) con uno del castillo de proa que lo había llamado…

—¿Que lo había llamado qué?

—Preferiría no decirlo, señor.

—Murmúremelo al oído —dijo Stephen al tiempo que se inclinaba a su altura.

—«Ninfa», señor… —susurró Ellis.

—¿De veras hizo eso, el muy perro? ¿Y cómo terminó el asunto?

—Verá, señor, iban a enfrentarse con las balas cogidas a los pinzotes, como le he dicho, y es que todo el castillo de proa estaba de acuerdo en que era lo más correcto, y mi padre le dio tal tunda que tuvieron que amputarle la pierna esa misma noche porque le quedó hecha un desastre. Pero al final el percance resultó toda una bendición para ese pobre sodomita. Al tener sólo una pierna, su capitán, el honorable Byron, que siempre fue amable con sus hombres, obtuvo para él un nombramiento de cocinero, y vivió hasta que un día se ahogó en la costa de Coromandel.

—Señor —gritó Reade en el dintel de la puerta, con un tazón de café en la mano, tazón que cubría con una tela—, el capitán le envía esto con sus saludos, para alegrar su ánimo y compensar las molestias. Después de todo, no habrá combate. El navío a barlovento ha resultado ser el
Thunderer
, de setenta y cuatro cañones. Ciñó al viento al no gustarle nuestro aspecto y, al hacerlo, algunos de los oficiales más brillantes que lo gobiernan, me refiero a los que son incapaces de contar más allá de tres, colocaron esa señal falsa, a la que faltaba una linterna.

—¿No deberían azotarlos a bordo de todos y cada uno de los barcos de la flota?

—Me temo que no, señor. Dicen que tienen mayor antigüedad que nosotros, lo cual es muy cierto. Lamentan todas las inconveniencias que hayan podido causarnos y requieren la presencia del capitán Dundas, el capitán Aubrey y el doctor Maturin para tomar el desayuno a bordo. Dios mío, señor, no me gustaría estar en el pellejo del teniente encargado de las señales, a quien con toda seguridad no ascenderán en breve al empleo de almirante.

* * *

La mayoría de las señales que se cruzaron, y de las que Reade informó, fueron elucubradas con dificultad, y en cualquier caso, debido a una densa lluvia la inteligencia se transmitió lenta y laboriosamente mediante el uso de faroles dispuestos de formas diversas. Sin embargo, la invitación a desayunar sí resultó ser cierta, pues se repitió con las primeras luces del amanecer mediante las banderas, e incluso un guardiamarina calado hasta los huesos se acercó en un bote para reiterarla. Ambos capitanes, acompañados por el doctor Maturin, se llegaron al barco justo antes de dar las ocho campanadas de la guardia de mañana, hambrientos, helados, mojados e indignados.

Su anfitrión, un hombre mayor llamado Fellowes, corría mayor peligro que Reade en cuanto a la posibilidad de que lo ascendieran al empleo de almirante, pues su nombre figuraba entre los primeros de la lista de capitanes de navío, de tal forma que la siguiente hornada de almirantes que verían su nombre escrito en la lista de oficiales de la Armada probablemente lo incluyera en calidad de contraalmirante de la escuadra azul, a menos que por alguna terrible desdicha lo destinaran a la amarilla, sin pertenencia a ninguna escuadra en concreto y, por tanto, sin mando. No obstante, cabía la posibilidad de que se diera tan innombrable desventura, después de todo. El desdichado teniente de señales del
Thunderer
, que ahora estaba confinado en su cabina, había despertado una ira perfectamente justificada en las personas de dos eminentes caballeros: en primer lugar, el hijo de un antiguo primer lord del Almirantazgo y hermano del actual ocupante de tan temida oficina. En segundo lugar, en la persona de un
tory
, miembro del parlamento por Milport. Quizás el capitán Aubrey no representara más que a un puñado de burgueses, todos ellos arrendatarios de las tierras de su primo (era un asiento familiar), pero su voto en la Cámara contaba tanto como el de cualquier otro miembro del país. La ira de cualquiera de estos caballeros bastaría para teñir de amarillo un ascenso al empleo de almirante. Y además estaba ese tal doctor Maturin, por el cual había preguntado con curiosa insistencia el oficial del Almirantazgo que viajaba rumbo a Gibraltar a bordo del
Thunderer
. ¿No era el mismo caballero al que se recurrió en una ocasión para que visitara al príncipe William?

El capitán Fellowes recibió a sus invitados con toda la cordialidad del mundo, con disculpas, explicaciones y una mesa dispuesta para el desayuno alfombrada con toda la suerte de artículos de lujo que sólo un barco que ha partido hace unos días de puerto podía ofrecer: filetes de ternera, chuletas de cordero, beicon, huevos preparados de formas variadas (al punto, crujientes o tostados), champiñones, salchichas de cerdo, pastel de ternera y jamón, mantequilla y leche frescas, una crema si cabe más fresca, té y cacao. Todo exceptuando el café que tanto ansiaban los paladares de Jack y Stephen.

—Supongo que no habrá tenido ocasión de disfrutar del ejemplar más reciente del
Proceedings of the Royal Society
. Tengo uno en mi cabina, recién salido de imprenta, y créame si le digo que me encantaría mostrárselo —dijo el señor Philips, el oficial de chaqueta negra del Almirantazgo que se sentaba junto a Stephen. Éste se lo agradeció mucho y admitió que sería un placer, ante lo cual el señor Philips añadió—: ¿Me permite servirle uno de esos arenques ahumados, señor? Son insólitamente grasos.

—Es usted muy amable, señor —dijo Stephen—, pero creo que debería contenerme. No hará sino acrecentar mi sed. —Y en tono moderado y confidencial (de hecho, se conocían lo bastante bien como para hablar de esa forma), añadió—: ¿No van a servir ni una sola gota de café?

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