Y Charles se dejaba llevar bajo la mirada estupefacta de su novia. Pero, razonable como era, por desgracia tan razonable, terminó por soltarle el brazo y le devolvió su energía proporcional a su masa antes de ir a tomar el fresco bajo las estrellas.
—Jo, pues sí que es fogosa la vecina...
Cállate, hostia.
—O sea, no está mal para su edad...
Cabrona.
—Me tengo que ir.
—¿Ya, tan pronto? —se esforzó por decir Charles.
—Sabes que el lunes tengo un examen oral —suspiró la novieta.
Se le había olvidado.
—¿Te vienes conmigo?
—No.
—¿Cómo dices?
Bueno, ahorrémonos el resto de este latazo de conversación. Al final Charles le llamó a un taxi y ella se marchó a repasar lo que probablemente ya se sabía de memoria.
Cuando volvió a casa tras darle un beso fugaz y muchos ánimos para su examen, crujió la grava bajo las lilas.
—Bueno, ¿qué, estás enamorado?
Charles iba a responder que no pero confesó lo contrario.
—¿Ah, sí? Qué bien...
—...
—Y... ¿cuánto hace que la conoces?
Charles levantó la cabeza, la miró, le sonrió y bajó la mirada.
—Sí.
Y se marchó hacia el jaleo de la fiesta.
Mucho rato...
Se despendoló, la buscó a veces con la mirada, no la vio, bebió, se olvidó de todo y se olvidó de ella.
Pero cuando sus hermanas pidieron silencio, cuando cesó la música y se apagaron las luces, cuando trajeron una enorme tarta, y su madre juntó las manos en un gesto de emoción, y su padre se sacó del bolsillo un discurso entre los
shhh
, los oh, los ah, y los
shhhh
otra vez, una mano cogió la suya y se lo llevó lejos de todos.
Charles la siguió, subió los escalones detrás de ella y aprovechó para sacar un poco de valor de las palabras que le llegaban del discurso de su padre, «tantos años... queridos hijos... dificultades... confianza... apoyados... siempre...»; entonces ella abrió una puerta al azar y se dio la vuelta.
No se movieron de ahí, permanecieron de pie en la oscuridad, y todo lo que supo Charles de la vida de Anouk en ese momento de la suya propia fue que ya no tenía el pelo mojado.
Ella lo apretaba con tanta fuerza contra la puerta que el picaporte se le clavó en los riñones. Pero no tuvo la presencia de ánimo de notar dolor pues Anouk ya lo estaba besando.
Y, después de buscarse durante tanto tiempo, cayeron el uno en brazos del otro.
Se comían la cara, se devoraban mutuamente y...
Nunca habían estado tan lejos el uno del otro...
Charles luchaba con las horquillas de su moño mientras ella hacía lo propio con su cinturón, él le apartaba el pelo de la cara, y ella, la tela del pantalón, él trataba de mantener su rostro levantado mientras ella se empeñaba en bajarlo, él buscaba las palabras adecuadas, palabras que había repetido miles de veces y que habían evolucionado con él, mientras ella le suplicaba que se callara, él la obligaba a mirarlo mientras ella se hacía a un lado para morderle la oreja, él se hundía en su cuello mientras ella lo mutilaba hasta hacerle sangre, él no había empezado aún a tocarla cuando ella ya había enroscado su cuerpo alrededor de la pierna de él y se arqueaba, gimiendo.
Él tenía entre las manos al amor de su vida, el embrujo de su infancia, la más hermosa de todas las mujeres, la obsesión de tantas noches y la razón de tantas medallas, mientras que ella... ella tenía entre las manos algo muy distinto...
El sabor de la sangre, el peso del alcohol, el olor de su sudor, el roce de sus gemidos, ese dolor en la espalda, su violencia, sus órdenes, sus uñas, nada de todo aquello mermó su
fine
amor. Era más fuerte que ella, logró inmovilizarla, y Anouk no tuvo más remedio que oírle murmurar su nombre. Pero pasaron a lo lejos unos faros, y él vio su sonrisa.
Entonces Charles renunció. Le devolvió los brazos, las pulseras torcidas, dobló las rodillas y cerró los ojos.
Ella lo tocó, lo acarició, se tumbó sobre él, deslizó los dedos dentro de su boca, le lamió los párpados, le susurró al oído palabras inaudibles, tiró de su mandíbula para que gritara, obligándolo a callarse, tomó su mano, escupió en ella y la guió, ondulando, retorciéndose, arrastrándolo, rompiéndolo casi...
Y maldito él. Maldito el que era. Malditos los sentimientos. Maldita. Maldito ese fraude... La apartó de él.
No era eso lo que quería
.
Y, sin embargo, había soñado con todo aquello. Los peores excesos, las fantasías más increíbles, la ropa arrancada, su dolor, su placer, sus súplicas, la saliva de ambos, el semen y los besos, el... todo. Lo había imaginado todo, pero no eso. La amaba demasiado.
Demasiado bien, demasiado mal, demasiado de cualquier manera seguramente, pero demasiado en todo caso.
—No puedo —gimió él—. Así no...
Ella se puso rígida y se quedó un momento desconcertada, antes de dejarse caer hacia delante, apoyando la frente contra su pecho.
—Perdón —siguió diciendo él—, perd...
Ella se retorció una última vez para ponerse bien el vestido. Lo vistió a él en silencio, le abrochó el cinturón, le alisó la camisa, sonrió al ver el número de ojales sin botón y, con su piel suave y los brazos extendidos a ambos lados del cuerpo, volvió junto a él y se dejó abrazar por fin.
Perdón. Perdón. Charles no supo decir más que eso. Sin saber de hecho si se dirigía a ella o a él mismo.
A su alma o a su entrepierna.
Perdón.
La abrazaba con fuerza, respiraba su nuca, le acariciaba el pelo, recuperaba veinte años y diez minutos perdidos. Oía el latido de su corazón, contenía ese desastre mientras los aplausos se colaban desde abajo entre los listones del parqué, y buscaba... otras palabras.
Otras palabras.
—Perdón.
—No... la culpa es mía —dijo una vocecita que...—. Yo... —se quebró—. Creía que habías crecido...
Lo llamaban a gritos por su nombre. Lo buscaban en el jardín. ¡Charles! ¡La foto!
—Ve. Ve con ellos. Déjame. Yo bajaré más tarde.
—Anouk...
—Déjame, te digo.
Sí que he crecido
, quiso contestar, pero el tono de su última réplica lo disuadió de ello. Entonces obedeció y se fue a posar para la foto, entre sus hermanas y sus padres, como el niño bueno que era.
* * *
Claire acababa de apagar la luz.
Y después abortó.
Y Alexis siguió destrozándose. Pero tocaba como un dios, decían...
Charles se marchó. Primero a Portugal y luego a Estados Unidos.
Dejó el Massachussets Institute of Technology con una bonita medalla, el vocabulario suficiente para traducir canciones de amor y una novia australiana.
La perdió en el camino de vuelta.
Sufrió por ello. Mucho. Trabajó para otros. Terminó por sacarse su último diploma. Se inscribió en la Orden Regional de Arquitectos. Clavó su placa en la puerta del estudio. Ganó, por motivos nada claros, un concurso que lo superaba con mucho. Trabajó como un" loco. Terminó por aprender, a costa suya muy a menudo, que «la responsabilidad del arquitecto autónomo es ilimitada y que tiene que estar asegurado en todo lo que diga, haga y escriba». Exigió pues un acuse de recibo cada vez que le sacaba punta al lápiz. Se asoció con un joven que tenía mucho más talento que él pero era menos ingenioso.
Le dejó la gloria, el relumbrón y las entrevistas; él se quedó la parte de sombra, sintió un gran alivio por ello, se encargó de lo más ingrato y permitió así que todo lo que precede se mantuviera en pie.
Volvió a ver a Anouk. Compartió con ella almuerzos de buen rollo en los que sólo hablaban de su infancia. La seguía encontrando igual de guapa, pero ya no dejaba que se diera cuenta. Enterró a su abuela. Se enfadó definitivamente con Alexis. En aquellos años perdió bastante pelo y adquirió, bajo esa frente tan ancha, una suerte de reputación. Una etiqueta de calidad, una garantía de producto, como dirían los ganaderos. La cogió de la mano una última vez. Ya no tuvo el valor de ver cómo se hundía. Canceló un almuerzo, demasiado trabajo, y otro más. Y otro.
Lo canceló todo.
Dibujó muchos planos, compró el local, tuvo aventuras, renunció a los bares de jazz que siempre lo entristecían un poco y conoció, entre sus «pequeños» proyectos sin factura, a un hombre empeñado en llenar su casa de mármol que tenía una mujer muy guapa.
Construyó una casa de muñecas.
Y a ella se mudó.
Terminó por quedarse dormido a ras del suelo, en un sofá-cama hecho polvo, entre paredes que habían sido testigo de todo aquello.
Es decir, de poca cosa.
Había vuelto a la casilla de salida, había perdido a una y a otra, quizá incluso a la tercera, y pocas horas después le dolería muchísimo la espalda.
8
Charles volvió a casa a la vez que Mathilde y le concedió a Laurence esa famosa «conversación» que tan importante era para ella un sábado por la tarde que estaban los dos solos en el piso.
No fue una conversación, de hecho. Más bien una larga queja. Un enésimo juicio. Al final Laurence lloró incluso. Era la primera vez, y Charles se conmovió. Le tomó la mano. Laurence salió del mal paso echándole la culpa a un probable bajón de estrógenos y a sus desequilibrios hormonales. Añadió que él no podía entenderlo y soltó su mano de la suya. Charles salió de ese mal paso descorchando una botella de champán.
—¿Qué celebramos? ¿Mi sequedad vaginal? —se rió ella, cogiendo la copa que él le tendía.
—No. Mi cumpleaños.
Laurence se dio una palmada en la frente y fue a darle un beso.
Mathilde llegó poco después. Se había ido al mercadillo con sus amigas y fue directamente a encerrarse en su cuarto, dejando en el camino un «'nas noches» apenas articulado y un par de bailarinas dadas de sí.
Laurence suspiró, contrariada, y probablemente un poco aliviada también al saberse menos sola en su negligencia...
En ese mismo momento Miss Entro sin Saludar volvió con un enorme paquete mal envuelto en papel de periódico.
—¡No dirás que no me lo he currado para encontrarte este regalo, ¿eh?!
Se lo tendió con una sonrisa de oreja a oreja.
—¡Le he dedicado un montón de sábados!
—¿Cómo? Pero ¡si yo creía que estabas estudiando para los exámenes con Camille! —replicó su madre.
—¡Sí, bueno, Camille me ha ayudado! ¿Me habéis guardado un poco de champán?
Charles adoraba a esa niña.
—¿No lo abres?
—Sí, sí —sonrió—, pero, esto... ¿no huele un poco raro?
—Pues claro —contestó ella, encogiéndose de hombros—, normal... Huele a viejo.
Charles dio unas palmadas.
—Bueno, qué, chicas, ¿hacemos como de costumbre? ¿Os llevo a cenar a Da Marco?
—Pero no irás a salir así, ¿no? —preguntó Laurence, atragantándose de espanto.
Charles no la oyó. Se contempló en el reflejo de los escaparates y en la mirada encantada de su hijastra.
—Lo que tengo que aguantar... —oyeron mascullar a su espalda.
Colgándose de su brazo, Mathilde lo tranquilizó.
—Yo te encuentro súper elegante...
Charles respondió que él también.
Era un Renoma de los años setenta, estilo ye-ye. Un impermeable de niño pera con cuellos enormes y unas mangas que le llegaban a los codos, y al que, por desgracia, le faltaban el cinturón y varios botones.
Y encima estaba roto en varios sitios.
Y apestaba. Tremendamente. Pero era... Azul.
* * *
Aquella noche no había trinchera en el edredón bordado y lo que le hacía las veces de regalo improvisado en el último momento estaba envuelto en un camisón precioso.
Para poner fin a esa situación tan violenta, Charles se volvió hacia ella.
El silencio que siguió a esa... pantomima fue bastante tenso. Para aligerarlo, soltó una bromita agridulce.
—Debe de ser por solidaridad... Parece que mis hormonas no son más dóciles que las tuyas...
A ella le hizo gracia, o al menos eso esperaba Charles, y terminó por quedarse dormida.
Él no.
Era el primer gatillazo de su vida.
Y, sin embargo, la semana anterior se había atrevido por fin a pedir consejo sobre su maldito pelo, que ahora ya se le caía a puñados, y le habían contestado que no había nada que hacer: la culpa la tenía una producción excesiva de testosterona.
—Tómeselo como una señal de virilidad —había concluido el farmacéutico con una sonrisa adorable. (Era calvo por completo.)
Conque sí, ¿eh?
Un misterio más que desafiaba su querida lógica...
Pero con éste eran ya demasiados. En todo caso, era demasiado humillante.
Ya basta, pensó, ya basta. Tenía que librarse de todas esas tonterías que tanto le pesaban, dejar de quejarse tanto y volver a hacer pie.
No cumplir sus plazos de entrega, hacer novillos para perderse conferencias en la otra punta del mundo, malgastar el dinero del estudio, perder el tiempo en abadías en ruinas, hablar con fantasmas, hacerlos revivir por el placer morboso de pedirles perdón, destrozarse los pulmones, estropear el material y cargarse la espalda entre las sábanas de su juventud, pase; pero ¡no empalmarse, eso sí que no!
—¿Entendido? Basta ya —repitió en voz alta para asegurarse de que se había oído a sí mismo.
Y, para demostrarse su buena fe, volvió a encender la luz. Extendió el brazo y se metió entre pecho y espalda el decreto del 22 de marzo de 2004
relativo a la resistencia al fuego de los materiales, elementos de construcción y de obra
.
Las directivas, las decisiones, el código, el decreto, las disposiciones, la opinión del comité, la propuesta del director del comité de Seguridad Civil, los veinticinco artículos y los cinco anexos.