El Consuelo (24 page)

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Authors: Anna Gavalda

Tags: #Romántica

Después de eso, se durmió acariciándose el pito.
Oh, nada, apenas un poquito.
Púdico empellón de un general derrotado a su soldado más fiel. Es hora de retirarse, mi valiente, es hora de retirarse.
Los cuervos se encargarán del resto...

 

9

 

E hizo como había dicho que haría: lo mandó todo a la mierda. A Tristán, a Abelardo, al pequeño Marcel y a toda aquella panda de idiotas sentimentales.

 

No reparó en que había llegado la primavera. Trabajó más todavía. Hurgó entre las cosas de Laurence y le robó unos somníferos. Vegetaba en el sofá, se iba a la habitación cuando había pasado el peligro de una improbable intimidad, se dejó crecer una especie de barba que suscitó en un primer momento las burlas de sus dos compañeras de piso, después sus amenazas y por fin su indiferencia.
Estaba ahí. Luego ya no.

 

Abusaba de la paciencia de los demás y les daba gato por liebre, pero como quien no quiere la cosa. Adoptaba un aire de mucha concentración cuando le dirigían la palabra y pedía precisiones cuando su interlocutor ya no podía oírlo.
No oía esos murmullos a su espalda.
Y no comprendía por qué se habían suspendido tantos proyectos. Las elecciones, le contestaban. Ah, sí... Las elecciones...
Deshizo unos entuertos tremendos, se tiró horas al teléfono y en interminables reuniones con hombres y mujeres que exhibían siempre nuevas siglas. Se tragó oficinas de verificación, comités de defensa, misiones de coordinación, centros de estudios, controladores técnicos, Socotec y despachos Veritas a punta pala, nuevos artículos que modificaban el CCH imponiendo un CT obligatorio para las ERP de las cuatro primeras categorías, las IGH y los edificios de clase C; becarios de cámaras de comercio, alcaldes megalómanos, adjuntos incompetentes, legisladores locos, empresarios hastiados, diagnosticadores alarmistas y observadores de las cosas más absurdas.
Una mañana, una voz le recordó que las obras que tenía en activo producían 310 millones de toneladas de desechos al año. Una noche otra voz, menos agresiva ésta, le entregó por fin la evaluación numérica de la vulnerabilidad de las existencias para un proyecto que se anunciaba infernal.
Estaba agotado, ya no escuchaba a nadie, pero apuntó esas palabras en una página de su libreta: la vulnerabilidad de las existencias.

 

—¡Buen fin de semana!
El joven Marc, con un enorme bolsón al hombro, vino a despedirse de él, y, al ver que el jefe no reaccionaba, añadió:
—Dígame una cosa... ¿recuerda usted el concepto de fin de semana?
—¿Cómo? —contestó Charles por educación y para sacudirse de encima el letargo.
—El fin de semana, ¿sabe a qué me refiero? Esos dos días del todo absurdos que hay hacia el final de la semana...

 

Charles esbozó una sonrisa cansada. Apreciaba a ese chico. Veía en él algunos rasgos suyos del pasado...
Esa febrilidad un poco torpe, esa curiosidad insaciable y esa necesidad de erigirse Maestros y de sacarles todo el jugo posible, de leer todo lo que hubieran escrito sobre ellos, absolutamente todo y en especial lo más abstruso. Las teorías oscuras, los discursos más difíciles de encontrar, los facsímiles de bosquejos, las sumas traducidas al inglés, encumbradas, publicadas de cualquier manera y que nadie había comprendido jamás. (Y, al pensarlo, Charles daba gracias al cielo, si a la edad de Marc él hubiera tenido internet y sus tentaciones, en qué abismos se habría adentrado...)
Y esa enorme capacidad para el trabajo, esa discreción cortés, esa manera de resistirse al tuteo, esa seguridad en sí mismo que no tenía nada que ver con la falsa modestia y la ambición pero que debía de hacerle creer que, a fin de cuentas, el premio Pritzker de Arquitectura era una peripecia de vida que se podía llegar a considerar, e incluso, incluso esa larga cabellera que pronto iría clareando...
—¿Adonde va tan cargado? —le preguntó Charles—. ¿Al fin del mundo?
—Pues sí, más o menos. Fuera de París... A casa de mis padres...
A Charles le hubiera gustado alargar un poco esa complicidad inesperada. Darle conversación, preguntarle por ejemplo: «¿Ah, sí? ¿Y de dónde son sus padres?» o «Siempre me he preguntado en qué curso está usted...» o también «Pero, ahora que lo pienso, ¿cómo es que ha ido a parar a nuestro estudio?», pero por desgracia estaba demasiado cansado para frotarse contra ese sílex tan bueno. Y sólo cuando ese chico desgarbado y tan brillante se disponía ya a marcharse, Charles descubrió el libro que asomaba por la cremallera de su bolsón.
Una edición original del
Delirious New York
de Koolhaas.
—Veo que no ha dejado atrás el período holandés...
Marc se puso a balbucear como un niño al que hubieran sorprendido robando chocolate de la despensa.
—Sí, reconozco que... este hombre me fascina... de verdad... y...
—¡Le entiendo perfectamente! Con ese libro se dio a conocer y se ganó el respeto en Estados Unidos sin haber construido siquiera el más mínimo edificio... Espere... Salgo ya con usted...
Y mientras marcaba el código de la alarma, añadió:
—Yo a su edad tenía mucha curiosidad y tuve la suerte de asistir a sesiones de trabajo interesantísimas, pero si de verdad hay algo que me dejó anonadado fue cuando Koolhaas presentó su proyecto para la biblioteca de Jussieu en 1989...
—¿Cuando lo de los recortables?
—Sí.
—¡Ah, lo que habría dado yo por poder asistir!
—Era algo de verdad... ¿cómo le diría yo?... Inteligente... Sí, no hay otra palabra, inteligente...
—Pero me han dicho que ya se había convertido en un viejo truco para él. Que lo hacía cada vez...
—Eso no lo sé...
Bajaban la escalera uno al lado del otro.
—... pero lo que sí sé es que lo volvió a hacer al menos una vez, porque yo estaba presente y lo vi.
—¿En serio? —preguntó el más joven, parado en un escalón, sujetando el bolsón con una mano.

 

Entraron en el primer bar que encontraron, y aquella noche Charles, por primera vez en meses, en años, recordó su profesión.
Y la narró.
En 1999, es decir diez años después del «acontecimiento de Jussieu», y porque conocía a un tipo del grupo de ingeniería Arup, tuvo ocasión de estar presente en el Benaroya Hall de Seattle para asistir a uno de los mejores espectáculos de su vida. (Exceptuando las extravagancias de Nounou, por supuesto.) No había un solo solista en ese auditorio recién inaugurado, pero sí estaban presentes todos los ricos benefactores, la alta burguesía y los
powerful citizens
de la ciudad. También había guardias de seguridad que murmuraban nerviosos en sus
walkie-talkies
, y filas y filas de limusinas a lo largo de toda la Tercera Avenida.

 

Unos meses antes se había convocado un concurso para construir una gigantesca biblioteca. Pei y Foster habían participado, pero los proyectos finalistas habían sido el de Steven Holl y el de Koolhaas. El trabajo del primero era bastante banal, pero, claro, el muchacho era de por allí, y eso le daba muchos puntos.
Buy american
, ya se sabe...

 

No, Charles no narraba, más bien revivía. Se ponía de pie, extendía los brazos, se volvía a sentar, apartaba las jarras de cerveza, hacía dibujos en su libreta y le explicaba cómo ese genio, que entonces tenía cincuenta y cinco años, o sea, apenas unos añitos más que él, había logrado, presentando su proyecto de manera muy teatral, armado únicamente de una hoja de papel blanco, de un lápiz y de unas tijeras —ora recurriendo a la mímica, ora doblando y desplegando su papel recortado—, llevarse el gato al agua y hacerse con una obra cuyo coste total habría de ascender a más de 270 millones de dólares.
—¡Con una simple hoja tamaño A4, ¿eh?!
—Sí, sí, ya veo... doscientos setenta millones por cinco gramos de papel...

 

Pidieron unas tortillas y otra ronda de cervezas, y Charles, animado por las preguntas de su becario, siguió describiendo al gran hombre: cómo su aptitud para las fórmulas, su arte de la concisión, su gusto por los diagramas, su sentido del humor, su ingenio, su espíritu burlón incluso, le permitieron, en menos de dos horas, expresar de manera clara e inteligible una visión de una complejidad extrema.
—Es ese edificio con plataformas en distintos planos, ¿verdad?
—Exactamente; todo un juego basado en la horizontalidad en un país que santifica los rascacielos... Reconozca que era muy audaz por su parte... Y encima con todas esas imposiciones de prevención de seísmos y con un listado de requisitos absolutamente horroroso. Esta persona de la que le hablaba antes, el ingeniero de Arup, me contó que poco les faltó para perder la razón...
—¿Y la vio usted terminada?
—No. Nunca. Pero, de todas maneras, no es ése mi edificio preferido de Koolhaas...
—Pues cuente, cuente.
—¿Cómo?
—Dígame cuál es su preferido...

 

Unas horas más tarde los echaron del bar, y todavía se quedaron un buen rato apoyados en el capó del coche de Marc comparando sus gustos, sus opiniones y los veinte años que los separaban.
—Bueno, ahora sí que me tengo que ir... Me he perdido la cena, pero por lo menos tendría que llegar a tiempo para el desayuno-Guardó su bolsón en el maletero y le propuso a Charles llevarlo hasta su casa. Éste aprovechó entonces para preguntarle dónde vivían sus padres, en qué curso estaba y cómo había ido a parar a su estudio.
—Por usted...
—¿Cómo que por mí?
—Elegí hacer las prácticas en su estudio por usted.
—Vaya una idea...
—Bah... por qué hace uno las cosas... No sé, quizá necesitaba aprender a arreglar una impresora —replicó sonriendo la sombra de su juventud.

 

Charles tropezó con la mochila de Mathilde en el vestíbulo.
«SOS mi querido padrastro adorado al que quiero con todo mi corazón, no consigo hacer este ejercicio y es para mañana (y se lo tengo que entregar a la profesora, y le pondrá nota, y esa nota cuenta para la media del trimestre) (no sé si te haces cargo de la gravedad del tema...).
«Posdata 1: por favor te lo pido, ¡¡¡¡¡nada de explicaciones!!!!! Sólo las respuestas.
«Posdata 2: ya sé que es un abuso, pero si por una vez pudieras aplicarte en la letra, me vendría muy bien.
«Posdata 3: gracias.
«Posdata 4: buenas noches.
«Posdata 5: te adoro.»

 

En un sistema de referencia ortonormal (0;i;j;), situar los puntos A(-7; 1) y B (1; 7)
.
1) a) ¿Cuáles son las coordenadas de los vectores OA, OB, AB? Demostrar que AOB es un triángulo rectángulo isósceles, b) Sea C el círculo circunscrito en el triángulo AOB. Calcular las coordenadas de su centro y su radio
.
2) Se expresa fia función afín definida por f(-7) = 1 y
f
(1) —7 a) Determinar f. b) ¿Cuál es su representación gráfica...?
Etc.

 

Un ejercicio sin el más mínimo interés...

 

Y Charles, una vez más, se instaló a solas en una cocina fantasma. Abrió un estuche famélico, soltó un taco al ver un lápiz todo mordisqueado, sacó su propio portaminas y se aplicó para escribir con buena letra.
Mientras lo hacía, mientras situaba C, determinaba /, recortaba papel de calco y le sacaba las castañas del fuego a una niña muy vaga, no pudo evitar medir el abismo que lo separaba entonces de Rem Koolhaas...
Se consolaba recordando que él, al menos, y eso contaba para la media del trimestre, era un padrastro
adorado
.

 

Durmió unas horas, se tomó un café de pie, repasó distraídamente las respuestas del ejercicio y añadió a la notita de Mathilde un «Te has pasado» sin precisar si se refería a su última posdata o al morro que tenía.
Para determinar ese último punto, volvió a sacarse su portaminas del bolsillo y lo metió en el estuche de Mathilde, entre cartuchos vacíos de tinta, bolígrafos Bic carcomidos y mensajitos plagados de faltas de ortografía.

 

¿Qué sería de ella si yo me marchara?, pensó Charles poniéndose la chaqueta.
¿Y de mí? ¿Qué...?

 

En la puerta lo esperaba un taxi para conducirlo a otras funciones.
—¿En qué terminal me ha dicho?
La que sea, me trae sin cuidado.
—¿Señor?
—La terminal C —contestó.
Y de nuevo,
de nuevo,
el cuentakilómetros contando.

 

10

 

Los atascos fueron dantesc... dostoievskianos. Tardaron cerca de cuatro horas en recorrer unos treinta kilómetros, presenciaron dos accidentes graves y asistieron a un festival de colisiones.
Cambiaron de carril insultando a los que se quejaban, ocuparon el arcén con las ventanillas subidas por culpa del polvo, dieron botes sobre socavones espectaculares y apartaron a los coches más pequeños dándoles una racioncita de parachoques fabricado en Occidente.
Habrían pasado incluso por encima de los heridos de haber podido.

 

El chófer le señalaba la calzada y luego los parabrisas y parecía tan orgulloso de su broma que Charles hizo un esfuerzo por comprender lo que decía. Era para la sangre, se descojonaba, ¿tú comprender? ¡La sangre!
Krovl
Jajá, para troncharse de risa.
El clima era pesado, la contaminación, extrema, y la migraña le impedía concentrarse en las citas que tenía concertadas para el día siguiente. Se tragó sobrecitos de polvos pasándose la lengua por las encías para acelerar los efectos de la aspirina. Al fin dejó que sus papelajos se deshicieran a sus pies.
Venga... que ponga sus putos limpiaparabrisas y deje de darme la vara de una vez por todas...

 

Cuando por fin Viktor le deseó buenas noches delante de los seguratas cachas que hacían guardia en la puerta del hotel, Charles fue incapaz de reaccionar.
—Bla bla ch
to yaluyietiess?
Su pasajero bajó la cabeza.

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