El corazón helado (138 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #narrativa

—Sí, pero Nacho ya me había dejado a mí una vez, acuérdate. Se largó con una enfermera y estuvo tres meses fuera de casa, y luego, cuando volvió... Bueno, da igual. Mi caso no tiene nada que ver con el tuyo, Álvaro.

—No poco.

—¡No! Nada en absoluto. Mi matrimonio era un desastre, hacía años que estaba muerto y tú lo sabes, lo sabe todo el mundo.

El era así, capaz de transmitir serenidad, confianza. Era muy difícil llevarle la contraria, y aquella tarde, su mujer ni siquiera lo intentó. Entonces dejé de sentirme culpable y empecé a vivir lo que estaba ocurriendo como una aventura, hasta un privilegio. Lo fue. Mientras conducía hacia Madrid, sólo me preguntó dos veces si me dolía la pierna, y le mentí. No mucho, dije, y él me contó una historia antigua y emocionante de la que nunca me había hablado antes y que nunca le escucharía repetir después, un episodio que parecía la secuencia de una película, Romualdo Sánchez Delgado, que había estado jugando al fútbol conmigo hacía sólo un par de domingos, inconsciente y con medio cuerpo congelado, y mi padre, su amigo Eugenio, cada uno con una pistola en la mano, advirtiendo en español a un médico alemán que le matarían allí mismo si se le ocurría amputarle la pierna. Así que ya ves, me dijo, cuando empezábamos a distinguir a lo lejos la torre de La Paz, soy un especialista en salvar piernas y esta vez ni siquiera voy a tener que sacar la pistola, ¿no? Y yo me eché a reír, y volví a asegurarle que no me dolía, y a sentirme feliz, orgulloso de él, de ser su hijo.

—Vale, Angélica, en eso llevas razón. Pero eso no cambia nada. Tú te enamoraste de otro hombre y yo me he enamorado de otra mujer. Entonces era tu vida y ahora es la mía. Cada uno toma sus propias decisiones, ¿no?

—No es lo mismo, Álvaro.

—Pues, mira, probablemente no, pero seguro que se parece bastante.

El torniquete se lo ha hecho él mismo, doctor, con su camiseta y un palo que ha encontrado tirado en el suelo, ¿qué le parece? Después de sonreír con mi padre, el médico, que era joven y simpático, examinó la herida, se me quedó mirando, me sonrió a mí. Eres muy valiente, Álvaro, escuché por segunda vez en una sola tarde, esto tiene que haberte dolido mucho. Yo no contesté, y él volvió a dirigirse a mi padre. Le vamos a poner anestesia local para coserle. Se va a quedar con un buen siete, pero si cicatriza bien, no va a tener ningún problema... Él asintió con la cabeza, sonriendo siempre. No tenía miedo, y eso bastaba para que yo tampoco lo tuviera. Cuando terminó con el vendaje, que era muy aparatoso, el médico se puso serio para advertirme que lo más importante de todo era que no apoyara el pie. Ya sé que es una faena hacer reposo en mitad del verano, pero no te va a quedar más remedio, y para eso también hace falta ser valiente... Luego, papá me enseñó a andar con muletas y aprendí bien, muy deprisa, tanto que, al llegar al coche, estuve seguro de que iba a llevarme de vuelta a Navacerrada. Pero me abrió la puerta del copiloto y condujo en dirección contraria, hacia una marisquería carísima que estaba en la calle Fuencarral, muy cerca de la glorieta de Bilbao. Yo sólo había ido allí una vez, en uno de sus aniversarios de boda, pero él debía frecuentarla bastante, porque los pocos camareros que no estaban de vacaciones le saludaron por su nombre, me alegro de verle, don Julio.

—Yo creo que no.

—Pues yo estoy seguro de que sí. Y además, yo no soy como Julio, Angélica, yo no le ponía los cuernos a Mai, no andaba detrás de todas las mujeres con las que me tropezaba. Estoy seguro de que tú lo sabes, porque ella lo sabe también.

—Claro que lo sabe. Por eso está dispuesta a perdonarte, está deseando que vuelvas a casa. Piénsalo, Álvaro. No puedes tirar tu vida entera por la borda por un simple capricho.

Ya sé que agosto no tiene erre, le dijo al maître cuando nos sentamos a la mesa, pero estoy seguro que podrá usted hacer algo por este héroe del ciclismo. Desde luego, aquel hombre sonrió antes de empezar a servirnos una cena maravillosa, pero ni las cigalas, ni los percebes, ni el centollo me gustaron tanto como estar allí, con mi padre, cenando juntos como dos compañeros, dos camaradas. Nunca había estado tantas horas a solas con él, y nunca había pensado que pudiera ser tan fácil, que encontraríamos tantas cosas de las que hablar, que nos reiríamos tanto. Aquella noche fue una de las más grandes de mi vida, tal vez la mejor que había vivido hasta entonces, o al menos así la recordaría después, y cuando salimos del restaurante era muy tarde, y no podía iluminarnos otra luz que la de las farolas, pero yo vi un resplandor amarillento y cálido acariciando el cuerpo de mi padre, rodeando su cabeza como un halo imposible, distinguiéndolo de los árboles y los edificios, de los coches y los transeúntes, y aquella luz me abrazó a mí también, me fundió con él en un lugar aparte, y nunca podré recordarlo de otra manera, mi padre y yo brillando juntos en la oscuridad compacta de una noche de agosto, en la ciudad desierta del verano de mis once años.

—No es un capricho. Y no voy a volver.

—Pues te equivocas. Te vas a equivocar y lo siento por ti. Porque tienes una mujer estupenda, y una vida buenísima, Álvaro. Mai y tú habéis sido siempre muy felices, daba envidia veros, y lo sabes, y de repente...

—Mira, Angélica, no quiero seguir discutiendo sobre esto. Tú no sabes nada de mí y no te lo voy a contar ahora. Pero tengo que hablar contigo. De papá. Por eso te he llamado.

Nunca he olvidado aquella luz que estaba en nosotros, que éramos nosotros, que nos acompañó hasta la calle Argensola, y me sostuvo en el portal mientras él aparcaba, e inundó el ascensor, el recibidor, el pasillo, y se hizo más fuerte mientras mi padre me ayudaba a ponerme el pijama, y me tapaba como a un niño pequeño, y me besaba antes de acostarse en la cama de al lado, por si los calmantes no hacían el efecto previsto y el dolor me despertaba en la mitad de la noche. Aquella luz no se extinguió ni siquiera cuando nos quedamos a oscuras y de repente sentí que no podía quedarme dormido sin hablar, sin contarle lo que me pasaba. Te quiero mucho, papá, le dije entonces. Y yo te quiero mucho a ti, hijo mío. Eso me dijo, y la felicidad me escoció en los ojos, mis ojos de niño valiente, que sólo tenía once años pero aquella tarde no había llorado, que ya lloraba poco, muy poco, casi nunca.

—¿De papá? ¿Y qué tienes que decirme tú de papá?

—Algunas cosas que no se pueden contar por teléfono. He quedado con Rafa en su despacho, a las cinco y media. ¿Puedes venir?

—Sí, pero iré solamente si me prometes que vas a pensar muy bien en lo que acabo de decirte.

Al día siguiente, los dos nos levantamos de muy buen humor. Bajamos a desayunar a la calle y hablamos poco. Ya no hacía falta. Fuimos oyendo la radio en el viaje de vuelta y también recuerdo el sol, el viento que entraba por la ventanilla, las canciones del verano que tarareamos a dos voces. Luego, mamá se hizo cargo de mí. Me abrazó, me sobó, me besó un millón de veces, y sacó una butaca de mimbre al porche, colocó delante un taburete para que apoyara el pie, me preguntó qué me apetecía leer, escuchar, comer, beber, se ofreció para jugar conmigo a todos los juegos de mesa que teníamos en casa y yo me dejé mimar, pero respondí con una sonrisa a todas las sonrisas con las que su marido glosó aquella escena, y con una mirada de inteligencia a todas las que me dirigió durante aquellos días. Dos semanas después, ella se empeñó en venir con nosotros a Madrid, y soltó un chillido al ver la cicatriz, que no era un siete sino más bien una zeta mayúscula en el centro de mi pantorrilla izquierda. ¡Angélica, por Dios, que no es una niña! Mi padre se echó a reír. Además, en cuanto empiecen a salirle pelos, ni se le nota... En eso también tuvo razón. Yo era el único de sus hijos que había salido a él, y mis piernas se cubrieron pronto de un vello oscuro y rizado, capaz de ocultarlo todo excepto que soy, que siempre seré, hijo de Julio Carrión González.

—Angélica, por favor... Tengo cuarenta años.

—Precisamente por eso. Es la mejor edad para hacer tonterías.

—Bueno, pues ya está. Yo te he avisado y no voy a prometerte nada, pero si quieres venir, allí nos vemos.

Cuando acabé de hablar con mi hermana Angélica, la pierna volvía a dolerme. Sentía la cicatriz, su forma exacta, el dibujo que trazaba sobre mi piel, el miedo, la valentía y aquel viejo dolor, calor y frío, los labios de la herida blandos, ensangrentados, quemando la carne, hundiéndola hacia dentro. Hacía muchos años que no lo recordaba. Aquel día no habría querido recordarlo, y sin embargo la pierna me dolía, la luz brillaba, me iluminaba con tanta fuerza como si nunca se hubiera apagado, como si nada pudiera extinguirla. Sentado a solas en una cafetería del Paseo de La Habana, ante una mesa de madera oscura que tendría cualquiera de esos misteriosos nombres africanos que Mai habría sabido adjudicarle sin vacilar, aún podía verle frente a mí, en otra mesa con un mantel rosado, una vela encendida y una imponente fuente de marisco entre los dos, su sonrisa grande, poderosa, su cabeza magnífica. Veía a mi padre aquella noche de verano, un resplandor amarillo y tierno nimbando su rostro, y me veía a mí mismo, tal y como era entonces, pequeño y valiente, orgulloso, feliz de estar con él, de ser el hijo de un hombre extraordinario. No había elegido aquel recuerdo, no habría querido recuperarlo, pero no pude arrancar sus ojos de los míos. Mi memoria había elegido por mí, y había querido devolverme aquel dolor, aquel amor, tan sólido y sincero, tan auténtico, que nada, nadie, podría acabar con él, herirlo, derrotarlo.

—Póngame otro whisky, por favor. Y algo para picar.

—Ahora mismo le traigo la carta.

—No, no quiero comer. Con unos panchitos tengo bastante.

Yo amaba a mi padre. Le quería, le admiraba, le necesitaba. Quizás no lo había olvidado pero me las había arreglado para no recordarlo mientras leía la carta de mi abuela, y después, cuando Raquel me habló de Julio Carrión González, joven y seductor en la derrota, en la victoria, en el desastre final, definitivo. Un mentiroso, un tramposo, un traidor, un ladrón, un estafador, un oportunista, un hombre sin moral, sin sentimientos, sin escrúpulos, una mala persona. Todo eso era fácil, había sido fácil escucharlo, aprenderlo, encajar cada dato, cada secreto, en el perfil de un personaje de ficción, un desconocido de nombre familiar que era mi padre, sí, y el de mis hermanos, el marido de mi madre, pero nada más. Mientras mi propio amor estuvo ausente, esas dos palabras, mi padre, no fueron más que una etiqueta, una expresión útil para clasificarle, un título sin demasiado contenido. Julio Carrión González había sido mi padre y yo su hijo, su heredero pero no su cómplice. Hasta que mi memoria me traicionó para serme fiel, y todas las palabras recobraron de golpe su sentido.

—¿Me trae la cuenta, por favor?

—Aquí tiene, señor.

—Gracias, quédese con la vuelta.

Había aprendido a amar a Raquel Fernández Perea por encima del amor de mi padre. Ahora tendría que aprender a amarla al margen de ese amor, y de todas sus mentiras. Entretanto, me había ido rompiendo por dentro, al principio suavemente, un pequeño crujido en la conciencia, la insidia de unos pocos objetos vergonzosos, las torpezas de mi imaginación y el furor con el que había decidido exterminarlas. No había sido sencillo pero tampoco demasiado complicado, hasta que la verdad se ató a mis brazos, a mis piernas, y empezó a galopar en cuatro direcciones distintas, y sentí la tensión, el desgarro de un desmembramiento que nunca podría reparar. Dispuesto a recomponerme como fuera, tuve que aceptar que las articulaciones no volverían a ser las mismas, que mis huesos no se soldarían en los ángulos que formaban antes y mi cuerpo arrastraría para siempre las secuelas de aquel proceso, miembros amputados, de longitud dispar, la huella de la sangre, una cojera leve, o no tan leve, un dolor sostenido, sordo y fatigoso, en el amanecer de los días nublados. El amor lo puede todo, y entre quedarse con algo y quedarse, sin nada, cualquiera escogería quedarse con algo. La nada no puede compararse excepto consigo misma, el amor tampoco.

—¿Me da una butaca para la sesión de las tres y media?

—¿Para qué sala?

—Pues... Para la que sea, no sé, la dos...

El amor no puede compararse excepto consigo mismo, y tampoco se puede deshacer, no se puede mentir, no se puede obviar mientras exista. Por muy inconveniente, por muy indeseable, por muy terrible que sea. En la calle hacía calor, en el cine frío, pero la sonrisa de mi padre llenaba la pantalla, y yo escuchaba su voz cálida, segura, eres muy valiente, Álvaro, y la mía, ronca de emoción, te quiero mucho, papá, y otra vez la suya, y yo te quiero mucho a ti, hijo mío. Nada de lo que había pasado ya, nada de lo que pudiera pasar en el futuro, borraría ese rostro, apagaría esas voces. La pierna me dolía tanto que tenía el cuerpo encogido, los ojos me picaban de ganas de llorar las lágrimas que tenía guardadas desde aquel verano, aquella noche blanca y luminosa en la que me sentí feliz, orgulloso de ser hijo de Julio Carrión González. Habían pasado casi treinta años y no había dejado de serlo, ésa era una de las pocas cosas que nunca podrían cambiar, pero en los últimos días, mientras el mundo entero se venía abajo, había logrado olvidar que le quería, que le admiraba, que le necesitaba. No lo había recordado hasta aquel momento, y sólo en aquel cine con aire acondicionado, donde se proyectaba una película de la que jamás me acordaría después, me di cuenta de lo que significaba aquel amor que había podido con todo, que lo había resistido todo, que no cedía a la razón, ni al corazón, porque era yo, como Raquel, como mi cuerpo, como mi nombre.

—Perdone, pero había quedado con mi hermano Rafa y no está en su despacho.

—Es que éste ya no es su despacho. Se ha trasladado al de don Julio, bueno, al de su padre.

—Ya... ¿Y Julio?

Había tenido que aprender a amar a Raquel por encima del amor de mi padre, y ahora tendría que aprender a seguir amando a mi padre al margen de mi amor por Raquel y de mi propia voluntad. Y nada sería tan duro, nada tan difícil ni tan raro como aceptar esa soledad nueva y más cruel, la conciencia de ese amor que no deseaba pero tampoco podía dejar de sentir, por más que despreciara a aquel hombre, por más que me avergonzara de él, por más que me humillaran su historia y su codicia. Yo no me merecía un padre así, pero nunca iba a tener otro. Él no se merecía el amor de un hijo como yo, pero yo nunca podría dejar de quererle. Era mi padre, y eso lo explicaba todo, lo estropeaba todo, era mucho más que una frase, tres palabras. Era mi padre. Lo comprendí entonces, cuando estaba a punto de apretar el gatillo, de encender la mecha, de activar el detonador que haría saltar por los aires a Julio Carrión González al menos para mí, al menos en mi vida, de una vez y para siempre. El hombre más simpático del mundo, el seductor congénito, el encantador de serpientes, el hechicero de su propio talento, el autodidacta brillantísimo, el triunfador sin derrotas, iba a desaparecer del horizonte de su familia al menos por unas horas, y ni siquiera la ceguera del más ciego de sus hijos lograría devolverlo entero, sano y salvo, sin mancha ni quebranto, a la cartulina dorada donde su mujer había pegado nuestras cabecitas recortadas.

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