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Authors: Gabriel García Márquez

Tags: #narrativa

El coronel no tiene quien le escriba

 

El coronel no tiene quien le escriba
fue escrita por Gabriel García Márquez durante su estancia en París, adonde había llegado como corresponsal de prensa y con la secreta intención de estudiar cine, a mediados de los años cincuenta. El cierre del periódico para el que trabajaba le sumió en la pobreza, mientras redactaba en tres versiones distintas esta excepcional novela, que luego fue rechazada por varios editores antes de su publicación.

Tras el barroquismo faulkneriano de La
hojarasca
, esta segunda novela supone un paso hacia la ascesis, hacia la economía expresiva, y el estilo del escritor se hace más puro y transparente. Se trata también de una historia de injusticia y violencia: un viejo coronel retirado va al puerto todos los viernes a esperar la llegada de la carta oficial que responda a la justa reclamación de sus derechos por los servicios prestados a la patria. Pero la patria permanece muda...

Gabriel García Márquez

El coronel no tiene quien le escriba

ePUB v1.0

Horus01
11.09.11

©1962, Gabriel García Márquez

Prólogo

Cuando leí
El coronel no tiene quien le escriba
tuve la sensación de reconocer el pueblo innominado en que se desarrolla la acción de la novela, cuya primera edición en la colombiana revista «Mito» data de 1958. El caso es que, no mucho después de esa lectura, cuando yo vivía en Bogotá, realicé una travesía por el rió Magdalena en un vapor propulsado por ruedas de paletas, desde Barrancabermeja, en la zona selvática de Casabe, hasta la mar caribe de Barranquilla. Las sucintas descripciones del espacio físico en que enmarca García Márquez su novela, coincidían por algún razonable motivo con uno de esos pequeños puertos en que recalaba, fugazmente mi barco. Aunque el narrador no proporcione ninguna pista, llegué a convencerme entonces de que el pueblo en que el coronel esperaba la carta que nunca llegó era Magangué, una especie de balcón fluvial de las sabanas de Bolívar, no lejos ya del Atlántico. Tampoco es que esa localización suponga ningún dato relevante, pero me agrada ese presunto hallazgo del lugar desapacible en que malvivía aquel viejo ex combatiente revolucionario. Las imágenes portuarias, la presencia sensible del río, las callejas una y otra vez recorridas por la triste figura del coronel, ese «laberinto de almacenes y barracas con mercancías de colores en exhibición», remitían sin duda al puerto fluvial de Magangué, por donde yo anduve justo cuando
El coronel no tiene quien le escriba
se publicaba en libro (Medellín, Aguirre, 1961). Incluso es muy posible que me cruzara con el coronel durante alguno de sus obstinados paseos hasta el muelle para vigilar cada viernes, a lo largo de más de un cuarto de siglo, la llegada de la lancha del correo.

Después de algunos cuentos y reportajes publicados a partir de 1947 y de la novela
La hojarasca
(Bogotá, Ediciones S. L. B., 1955), viene por su orden cronológico
El coronel no tiene quien le escriba
. Si bien García Márquez aún no había alcanzado el general reconocimiento que le deparó
Cien años de soledad
(Buenos Aires, Sudamericana, 1967), ya estaban ahí estabilizados sus más reconocibles modales estilísticos. La dinámica expresiva, la agudeza de la adjetivación, la atractiva estructura del texto, avisan —o son una consecuencia— de las mejores trazas narrativas de García Márquez. Pero en
El coronel no tiene quien le escriba
hay como una limpieza retórica muy especial, como si la poética de su autor no se hubiese perfeccionado todavía con el uso. La novela supone, en efecto, un acabado modelo de sencillez, de naturalidad discursiva y hasta de inocencia verbal. Montada sobre unos aparejos literarios extremadamente simples, todo queda sujeto a la pericia del narrador para dotar al texto de unas persuasivas recetas léxicas y sintácticas y mantener constantemente en vilo la atención del lector. Incluso se podría hablar de esa rara astucia de que se vale García Márquez en el suministro de sorpresas expresivas y en la escueta manifestación de lo aparentemente complejo.

La trama de la novela responde asimismo a una sobria conducción temática. No hay intermitencias ni desvíos, todo se ajusta al explícito relato de la vida cotidiana del protagonista. Víctima de la insolidaridad y el abandono, ese anónimo coronel, veterano de la «última guerra civil», lleva veinticinco años confiando vanamente en la ratificación oficial de la pensión que le correspondía. «Nunca es demasiado tarde para nada», proclama sentenciosamente. Abocado a la miseria, torturado por el desdén y el olvido, el coronel se enfrenta cada día a una indigencia laboriosamente compartida con su mujer, enferma de asma. No hay respiro en esa menesterosa y dramática tesitura vital. El coronel invalida como puede su dignidad sobreviviendo con préstamos y equilibrios difíciles. Ha ido vendiendo todo lo vendible que había en su ruinosa casa, menos un gallo de pelea que mantiene a costa de la propia y definitiva vecindad con el hambre. ¿Por qué esa resistencia última a desprenderse de un gallo cuya sola alimentación incluso le exige al coronel sacrificios imposibles?

Tal vez habría que adjudicarle a ese gallo, como hace Mario Vargas Llosa en su estudio
García Márquez: Historia de un deicidio
(Barral, 1971), un cierto rango de metáfora política. Aunque la hipótesis puede resultar demasiado rebuscada, esa desconcertante actitud del coronel negándose a vender un gallo que había sido de su hijo, asesinado por repartir hojas clandestinas, puede corresponderse con un fondo de entereza frente a una determinada situación política. Aunque en ningún momento se haga referencia expresa a esa situación, su aliento subyace en toda la novela, se filtra de continuo en los diálogos de los personajes: el toque de queda, la resistencia armada, la censura del padre Ángel, la batida de la policía, los privilegios de don Sabas y toda una serie de sobreentendidos y medias tintas que definen sin mayores matices el tenso clima político del pueblo.

La ambientación local de
El coronel no tiene quien le escriba
incide en una desolación a veces atenuada por algún negro rasgo humorístico, pero tampoco se aportan informaciones concretas sobre el paisaje urbano. Sólo se entrevé lo que sugiere el itinerario angustioso del coronel. La administración de correos, la sastrería, el consultorio del médico, la gallera, el despacho del abogado... Y luego queda la imagen general del pueblo aplastado por la asfixia hedionda del calor y la incansable cobertura de la lluvia: «todo será distinto cuando acabe de llover». Unos escasos detalles decorativos, unas pocas pinceladas bastan para completar una composición suficiente del escenario. Y en medio de las desdichas cotidianas, como en un sistema poético de vasos comunicantes, reaparece el mundo entre ficticio y real que ocupa todo el espacio imaginativo de García Márquez: Macondo, de donde salió el coronel para entregarle a Aureliano Buendía los fondos de la Revolución. Ya sí vuelve también a reactivarse la cruel esperanza de que un día llegará la carta en que se le anuncia al coronel el otorgamiento de su pensión. Todo el alcance social y literario de la novela se apoya en esa injusticia y ese infortunio.

José Manuel Caballero Bonald

I

El coronel destapó el tarro del café y comprobó que no había más de una cucharadita. Retiró la olla del fogón, vertió la mitad del agua en el piso de tierra, y con un cuchillo raspó el interior del tarro sobre la olla hasta cuando se desprendieron las últimas raspaduras del polvo de café revueltas con óxido de lata.

Mientras esperaba a que hirviera la infusión, sentado junto a la hornilla de barro cocido en una actitud de confiada e inocente expectativa, el coronel experimentó la sensación de que nacían hongos y lirios venenosos en sus tripas. Era octubre. Una mañana difícil de sortear, aun para un hombre como él que había sobrevivido a tantas mañanas como ésa. Durante cincuenta v seis años —desde cuando terminó la última guerra civil— el coronel no había hecho nada distinto de esperar. Octubre era una de las pocas cosas que llegaban.

Su esposa levantó el mosquitero cuando lo vio entrar al dormitorio con el café. Esa noche había sufrido una crisis de asma y ahora atravesaba por un estado de sopor. Pero se incorporó para recibir la taza.

—Y tú —dijo.

—Ya tomé —mintió el coronel—. Todavía quedaba una cucharada grande.

En ese momento empezaron los dobles. El coronel se había olvidado del entierro.

Mientras su esposa tomaba el café, descolgó la hamaca en un extremo y la enrolló en el otro, detrás de la puerta. La mujer pensó en el muerto.

—Nació en 1922 —dijo—. Exactamente un mes después de nuestro hijo. El siete de abril.

Siguió sorbiendo el café en las pausas de su respiración pedregosa. Era una mujer construida apenas en cartílagos blancos sobre una espina dorsal arqueada e inflexible. Los trastornos respiratorios la obligaban a preguntar afirmando. Cuando terminó el café todavía estaba pensando en el muerto.

Debe ser horrible estar enterrado en octubre», dijo. Pero su marido no le puso atención. Abrió la ventana. Octubre se había instalado en el patio. Contemplando la vegetación que reventaba en verdes intensos, las minúsculas tiendas de las lombrices en el barro, el coronel volvió a sentir el mes aciago en los intestinos.

—Tengo los huesos húmedos —dijo.

—Es el invierno —replicó la mujer—. Desde que empezó a llover te estoy diciendo que duermas con las medias puestas.

—Hace una semana que estoy durmiendo con ellas.

Llovía despacio pero sin pausas. El coronel habría preferido envolverse en una manta de lana y meterse otra vez en la hamaca. Pero la insistencia de los bronces rotos le recordó el entierro. «Es octubre», murmuró, y caminó hacia el centro del cuarto. Sólo entonces se acordó del gallo amarrado a la pata de la cama. Era un gallo de pelea.

Después de llevar la taza a la cocina dio cuerda en la sala a un reloj de péndulo montado en un marco de madera labrada. A diferencia del dormitorio, demasiado estrecho para la respiración de una asmática, la sala era amplia, con cuatro mecedoras de fibra en torno a una mesita con un tapete y un gato de yeso. En la pared opuesta a la del reloj, el cuadro de una mujer entre tules rodeada de amorines en una barca cargada de rosas.

Eran las siete y veinte cuando acabó de dar cuerda al reloj. Luego llevó el gallo a la cocina, lo amarró a un soporte de la hornilla, cambió el agua al tarro y puso al lado un puñado de maíz. Un grupo de niños penetró por la cerca desportillada. Se sentaron en torno al gallo, a contemplarlo en silencio.

—No miren más a ese animal —dijo el coronel—. Los gallos se gastan de tanto mirarlos.

Los niños no se alteraron. Uno de ellos inició en la armónica los acordes de una canción de moda. «No toques hoy», le dijo el coronel. «Hay muerto en el pueblo.» El niño guardó el instrumento en el bolsillo del pantalón y el coronel fue al cuarto a vestirse para el entierro.

La ropa blanca estaba sin planchar a causa del asma de la mujer. De manera que el coronel tuvo que decidirse por el viejo traje de paño negro que después de su matrimonio sólo usaba en ocasiones especiales. Le costó trabajo encontrarlo en el fondo del baúl, envuelto en periódicos y preservado contra las polillas con bolitas de naftalina. Estirada en la cama la mujer seguía pensando en el muerto.

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