El coronel no tiene quien le escriba (5 page)

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Authors: Gabriel García Márquez

Tags: #narrativa

—Ven acá —dijo.

—Un momento —respondió el coronel, observando la reacción del gallo—. A buena hambre no hay mal pan.

Encontró a su esposa tratando de incorporarse en la cama. El cuerpo estragado exhalaba un vaho de hierbas medicinales. Ella pronunció las palabras, una a una, con una precisión calculada:

—Sales inmediatamente de ese gallo.

El coronel había previsto aquel momento. Lo esperaba desde la tarde en que acribillaron a su hijo y él decidió conservar el gallo. Había tenido tiempo de pensar.

—Ya no vale la pena —dijo—. Dentro de tres meses será la pelea y entonces podremos venderlo a mejor precio.

—No es cuestión de plata —dijo la mujer—. Cuando vengan los muchachos les dices que se lo lleven y hagan con él lo que les dé la gana.

—Es por Agustín —dijo el coronel con un argumento previsto—. Imagínate la cara con que hubiera venido a comunicarnos la victoria del gallo.

La mujer pensó efectivamente en su hijo.

«Esos malditos gallos fueron su perdición», gritó. «Si el tres de enero se hubiera quedado en la casa no lo hubiera sorprendido la mala hora.» Dirigió hacia la puerta un índice escuálido y exclamó:

—Me parece que lo estuviera viendo cuando salió con el gallo debajo del brazo. Le advertí que no fuera a buscar una mala hora en la gallera y él me mostró los dientes y me dijo: «Cállate, que esta tarde nos vamos a podrir de plata».

Cayó extenuada. El coronel la empujó suavemente hacia la almohada. Sus ojos tropezaron con otros ojos exactamente iguales a los suyos. «Trata de no moverte», dijo, sintiendo los silbidos dentro de sus propios pulmones. La mujer cayó en un sopor momentáneo. Cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos su respiración parecía más reposada.

—Es por la situación en que estamos —dijo—. Es pecado quitarnos el pan de la boca para echárselo a un gallo.

El coronel le secó la frente con la sábana.

—Nadie se muere en tres meses.

—Y mientras tanto qué comemos —preguntó la mujer.

—No sé —dijo el coronel—. Pero si nos fuéramos a morir de hambre ya nos hubiéramos muerto.

El gallo estaba perfectamente vivo frente al tarro vacío. Cuando vio al coronel emitió un monólogo gutural, casi humano, y echó la cabeza hacia atrás. Él le hizo una sonrisa de complicidad:

—La vida es dura, camarada.

Salió a la calle. Vagó por el pueblo en siesta, sin pensar en nada, ni siquiera tratando de convencerse de que su problema no tenía solución. Anduvo por calles olvidadas hasta cuando se encontró agotado. Entonces volvió a casa. La mujer lo sintió entrar y lo llamó al cuarto.

—¿Qué?

Ella respondió sin mirarlo.

—Que podemos vender el reloj.

El coronel había pensado en eso. «Estoy segura de que Álvaro te da cuarenta pesos enseguida», dijo la mujer. «Fíjate la facilidad con que compró la máquina de coser.»

Se refería al sastre para quien trabajó Agustín.

—Se le puede hablar por la mañana —admitió el coronel.

—Nada de hablar por la mañana —precisó ella—. Le llevas ahora mismo el reloj, se lo pones en la mesa y le dices: «Álvaro, aquí le traigo este reloj para que me lo compre». Él entenderá enseguida.

El coronel se sintió desgraciado.

—Es como andar cargando el santo sepulcro —protestó—. Si me ven por la calle con semejante escaparate me sacan en una canción de Rafael Escalona.

Pero también esta vez su mujer lo convenció. Ella misma descolgó el reloj, lo envolvió en periódicos y se lo puso entre las manos. «Aquí no vuelves sin los cuarenta pesos», dijo. El coronel se dirigió a la sastrería con el envoltorio bajo el brazo. Encontró a los compañeros de Agustín sentados a la puerta.

Uno de ellos le ofreció un asiento. Al coronel se le embrollaban las ideas. «Gracias», dijo. «Voy de paso.» Álvaro salió de la sastrería. En un alambre tendido entre dos horcones del corredor colgó una pieza de dril mojada. Era un muchacho de formas duras, angulosas, y ojos alucinados. También él lo invitó a sentarse. El coronel se sintió reconfortado. Recostó el taburete contra el marco de la puerta y se sentó a esperar que Álvaro quedara solo para proponerle el negocio. De pronto se dio cuenta de que estaba rodeado de rostros herméticos.

—No interrumpo —dijo.

Ellos protestaron. Uno se inclinó hacia él. Dijo, con una voz apenas perceptible:

—Escribió Agustín.

El coronel observó la calle desierta.

—¿Qué dice?

—Lo mismo de siempre.

Le dieron la hoja clandestina. El coronel la guardó en el bolsillo del pantalón. Luego permaneció en silencio tamborileando sobre el envoltorio hasta cuando se dio cuenta de que alguien lo había advertido. Quedó en suspenso.

—¿Qué lleva ahí, coronel?

El coronel eludió los penetrantes ojos verdes de Germán.

—Nada —mintió—. Que le llevo el reloj al alemán para que me lo componga.

«No sea bobo, coronel», dijo Germán, tratando de apoderarse del envoltorio. «Espérese y lo examino.»

Él resistió. No dijo nada pero sus párpados se volvieron cárdenos. Los otros insistieron.

—Déjelo, coronel. Él sabe de mecánica.

—Es que no quiero molestarlo.

—Qué molestarlo ni qué molestarlo —discutió Germán. Cogió el reloj—. El alemán le arranca diez pesos y se lo deja lo mismo.

Entró a la sastrería con el reloj. Álvaro cosía a máquina. En el fondo, bajo una guitarra colgada de un clavo, una muchacha pegaba botones. Había un letrero clavado sobre la guitarra: «Prohibido hablar de política». El coronel sintió que le sobraba el cuerpo. Apoyó los pies en el travesaño del taburete.

—Mierda, coronel.

Se sobresaltó. «Sin malas palabras», dijo.

Alfonso se ajustó los anteojos a la nariz para examinar mejor los botines del coronel.

—Es por los zapatos —dijo—. Está usted estrenando unos zapatos del carajo.

—Pero se puede decir sin malas palabras —dijo el coronel, y mostró las suelas de sus botines de charol—. Estos monstruos tienen cuarenta años y es la primera vez que oyen una mala palabra.

«Ya está», gritó Germán adentro, al tiempo con la campana del reloj. En la casa vecina una mujer golpeó la pared divisoria; gritó:

—Dejen esa guitarra que todavía Agustín no tiene un año. Estalló una carcajada. —Es un reloj. Germán salió con el envoltorio. —No era nada —dijo—. Si quiere lo acompaño a la casa para ponerlo a nivel. El coronel rehusó el ofrecimiento. —¿Cuánto te debo? —No se preocupe, coronel —respondió Germán ocupando su sitio en el grupo—. En enero paga el gallo.

El coronel encontró entonces una ocasión perseguida.

—Te propongo una cosa —dijo.

—¿Qué?

—Te regalo el gallo —examinó los rostros en contorno—. Les regalo el gallo a todos ustedes.

Germán lo miró perplejo.

«Ya yo estoy muy viejo para eso», siguió diciendo el coronel. Imprimió a su voz una severidad convincente. «Es demasiada responsabilidad para mí. Desde hace días tengo la impresión de que ese animal se está muriendo.»

—No se preocupe, coronel —dijo Alfonso—. Lo que pasa es que en esta época el gallo está emplumando. Tiene fiebre en los cañones.

—El mes entrante estará bien —confirmó Germán.

—De todos modos no lo quiero —dijo el coronel.

Germán lo penetró con sus pupilas.

—Dese cuenta de las cosas, coronel —insistió—. Lo importante es que sea usted quien ponga en la gallera el gallo de Agustín.

El coronel lo pensó. «Me doy cuenta», dijo. «Por eso lo he tenido hasta ahora.» Apretó los dientes y se sintió con fuerzas para avanzar:

—Lo malo es que todavía faltan tres meses.

Germán fue quien comprendió.

—Si no es nada más que por eso no hay problema —dijo.

Y propuso su fórmula. Los otros aceptaron. Al anochecer, cuando entró a la casa con el envoltorio bajo el brazo, su mujer sufrió una desilusión.

—Nada —preguntó. —Nada —respondió el coronel—. Pero ahora no importa. Los muchachos se encargarán de alimentar al gallo.

V

—Espérese y le presto un paraguas, compadre.

Don Sabas abrió un armario empotrado en el muro de la oficina. Descubrió un interior confuso, con botas de montar apelotonadas, estribos y correas y un cubo de aluminio lleno de espuelas de caballero. Colgados en la parte superior, media docena de paraguas y una sombrilla de mujer. El coronel pensó en los destrozos de una catástrofe.

«Gracias, compadre», dijo acodado en la ventana. «Prefiero esperar a que escampe.» Don Sabas no cerró el armario. Se instaló en el escritorio dentro de la órbita del ventilador eléctrico. Luego extrajo de la gaveta una jeringuilla hipodérmica envuelta en algodones. El coronel contempló los almendros plomizos a través de la lluvia. Era una tarde desierta.

—La lluvia es distinta desde esta ventana —dijo—. Es como si estuviera lloviendo en otro pueblo.

—La lluvia es la lluvia desde cualquier parte —replicó don Sabas. Puso a hervir la jeringuilla sobre la cubierta de vidrio del escritorio—. Este es un pueblo de mierda.

El coronel se encogió de hombros. Caminó hacia el interior de la oficina: un salón de baldosas verdes con muebles forrados en telas de colores vivos. Al fondo, amontonados en desorden, sacos de sal, pellejos de miel y sillas de montar. Don Sabas lo siguió con una mirada completamente vacía.

—Yo en su lugar no pensaría lo mismo —dijo el coronel.

Se sentó con las piernas cruzadas, fija la mirada tranquila en el hombre inclinado sobre el escritorio. Un hombre pequeño, voluminoso pero de carnes fláccidas, con una tristeza de sapo en los ojos.

—Hágase ver del médico, compadre —dijo don Sabas—. Usted está un poco fúnebre desde el día del entierro.

El coronel levantó la cabeza.

—Estoy perfectamente bien —dijo.

Don Sabas esperó a que hirviera la jeringuilla. «Si yo pudiera decir lo mismo» se lamentó. «Dichoso usted que puede comerse un estribo de cobre.» Contempló el peludo envés de sus manos salpicadas de lunares pardos. Usaba una sortija de piedra negra sobre el anillo de matrimonio.

—Así es —admitió el coronel.

Don Sabas llamó a su esposa a través de la puerta que comunicaba la oficina con el resto de la casa. Luego inició una adolorida explicación de su régimen alimenticio. Extrajo un frasquito del bolsillo de la camisa y puso sobre el escritorio una pastilla blanca del tamaño de un grano de habichuela.

—Es un martirio andar con esto por todas partes —dijo—. Es como cargar la muerte en el bolsillo.

El coronel se acercó al escritorio. Examinó la pastilla en la palma de la mano hasta cuando don Sabas lo invitó a saborearla.

—Es para endulzar el café —le explicó—. Es azúcar, pero sin azúcar.

—Por supuesto —dijo el coronel, la saliva impregnada de una dulzura triste—. Es algo así como repicar pero sin campanas.

Don Sabas se acodó al escritorio con el rostro entre las manos después de que su mujer le aplicó la inyección. El coronel no supo qué hacer con su cuerpo. La mujer desconectó el ventilador eléctrico, lo puso sobre la caja blindada y luego se dirigió al armario.

—El paraguas tiene algo que ver con la muerte —dijo.

El coronel no le puso atención. Había salido de su casa a las cuatro con el propósito de esperar el correo, pero la lluvia lo obligó a refugiarse en la oficina de don Sabas. Aún llovía cuando pitaron las lanchas.

«Todo el mundo dice que la muerte es una mujer», siguió diciendo la mujer. Era corpulenta, más alta que su marido, y con una verruga pilosa en el labio superior. Su manera de hablar recordaba el zumbido del ventilador eléctrico. «Pero a mí no me parece que sea una mujer», dijo. Cerró el armario y se volvió a consultar la mirada del coronel:

—Yo creo que es un animal con pezuñas.

—Es posible —admitió el coronel—. A veces suceden cosas muy extrañas.

Pensó en el administrador de correos saltando a la lancha con un impermeable de hule. Había transcurrido un mes desde cuando cambió de abogado. Tenía derecho a esperar una respuesta. La mujer de don Sabas siguió hablando de la muerte hasta cuando advirtió la expresión absorta del coronel.

—Compadre —dijo—. Usted debe tener una preocupación.

El coronel recuperó su cuerpo.

—Así es, comadre —mintió—. Estoy pensando que ya son las cinco y no se le ha puesto la inyección al gallo.

Ella quedó perpleja.

—Una inyección para un gallo como si fuera un ser humano —gritó—. Eso es un sacrilegio.

Don Sabas no soportó más. Levantó el rostro congestionado.

—Cierra la boca un minuto— ordenó a su mujer. Ella se llevó efectivamente las manos a la boca—. Tienes media hora de estar molestando a mi compadre con tus tonterías.

—De ninguna manera —protestó el coronel.

La mujer dio un portazo. Don Sabas se secó el cuello con un pañuelo impregnado de lavanda. El coronel se acercó a la ventana. Llovía implacablemente. Una gallina de largas patas amarillas atravesaba la plaza desierta.

—¿Es cierto que están inyectando al gallo?

—Es cierto —dijo el coronel—. Los entrenamientos empiezan la semana entrante. ,

—Es una temeridad —dijo don Sabas—. Usted no está para esas cosas.

—De acuerdo —dijo el coronel—. Pero ésa no es una razón para torcerle el pescuezo.

«Es una terquedad idiota», dijo don Sabas dirigiéndose a la ventana. El coronel percibió una respiración de fuelle. Los ojos de su compadre le producían piedad.

—Siga mi consejo, compadre —dijo don Sabas—. Venda ese gallo antes que sea demasiado tarde.

—Nunca es demasiado tarde para nada —dijo el coronel.

—No sea irrazonable —insistió don Sabas—. Es un negocio de dos filos. Por un lado se quita de encima ese dolor de cabeza y por el otro se mete novecientos pesos en el bolsillo.

—Novecientos pesos —exclamó el coronel.

—Novecientos pesos.

El coronel concibió la cifra.

—¿Usted cree que darán ese dineral por el gallo?

—No es que lo crea —respondió don Sabas—. Es que estoy absolutamente seguro.

Era la cifra más alta que el coronel había tenido en su cabeza después de que restituyó los fondos de la revolución. Cuando salió de la oficina de don Sabas sentía una fuerte torcedura en las tripas, pero tenía conciencia de que esta vez no era a causa del tiempo. En la oficina de correos se dirigió directamente, al administrador:

—Estoy esperando una carta urgente —dijo—. Es por avión.

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