Germán saltó la barrera, lo levantó con las dos manos y lo mostró al público de las graderías. Hubo una frenética explosión de aplausos y gritos. El coronel notó la desproporción entre el entusiasmo de la ovación y la intensidad del espectáculo. Le pareció una farsa a la cual —voluntaria y conscientemente— se prestaban también los gallos.
Examinó la galería circular impulsado por una curiosidad un poco despreciativa. Una multitud exaltada se precipitó por las graderías hacia la pista. El coronel observó la confusión de rostros cálidos, ansiosos, terriblemente vivos. Era gente nueva. Toda la gente nueva del pueblo. Revivió —como en un presagio— un instante borrado en el horizonte de su memoria. Entonces saltó la barrera, se abrió paso a través de la multitud concentrada en el redondel y se enfrentó a los tranquilos ojos de Germán. Se miraron sin parpadear.
—Buenas tardes, coronel.
El coronel le quitó el gallo. «Buenas tardes», murmuró. Y no dijo nada más porque lo estremeció la caliente y profunda palpitación del animal. Pensó que nunca había tenido una cosa tan viva entre las manos.
—Usted no estaba en la: casa —dijo Germán, perplejo.
Lo interrumpió una nueva ovación. El coronel se sintió intimidado. Volvió a abrirse paso, sin mirar a nadie, aturdido por los aplausos y los gritos, y salió a la calle con el gallo bajo el brazo.
Todo el pueblo —la gente de abajo— salió a verlo pasar seguido por los niños de la escuela. Un negro gigantesco trepado en una mesa y con una culebra enrollada en el cuello vendía medicinas sin licencia en una esquina de la plaza. De regreso del puerto un grupo numeroso se había detenido a escuchar su pregón. Pero cuando pasó el coronel con el gallo la atención se desplazó hacia él. Nunca había sido tan largo el camino de su casa.
No se arrepintió. Desde hacía mucho tiempo el pueblo yacía en una especie de sopor, estragado por diez años de historia. Esa tarde —otro viernes sin carta— la gente había despertado. El coronel se acordó de otra época. Se vio a sí mismo con su mujer y su hijo asistiendo bajo el paraguas a un espectáculo que no fue interrumpido a pesar de la lluvia. Se acordó de los dirigentes de su partido, escrupulosamente peinados, abanicándose en el patio de su casa al compás de la música. Revivió casi la dolorosa resonancia del bombo en sus intestinos.
Cruzó por la calle paralela al río y también allí encontró la tumultuosa muchedumbre de los remotos domingos electorales. Observaban el descargue del circo. Desde el interior de urna tienda una mujer gritó algo relacionado con el gallo. Él siguió absorto hasta su casa, todavía oyendo voces dispersas, como si lo persiguieran los desperdicios de la ovación de la gallera.
En la puerta se dirigió a los niños.
—Todos para su casa —dijo—. Al que entre lo saco a correazos.
Puso la tranca y se dirigió directamente a la cocina. Su mujer salió asfixiándose del dormitorio.
«Se lo llevaron a la fuerza», gritó. «Les dije que el gallo no saldría de esta casa mientras yo estuviera viva.» El coronel amarró el gallo al soporte de la hornilla. Cambió el agua al tarro perseguido por la voz frenética de la mujer.
—Dijeron que se lo llevarían por encima de nuestros cadáveres —dijo—. Dijeron que el gallo no era nuestro sino de todo el pueblo.
Sólo cuando terminó con el gallo el coronel se enfrentó al rostro trastornado de su mujer. Descubrió sin asombro que no le producía remordimiento ni compasión.
«Hicieron bien», dijo calmadamente. Y luego, registrándose los bolsillos, agregó con una especie de insondable dulzura:
—El gallo no se vende.
Ella lo siguió hasta el dormitorio. Lo sintió completamente humano, pero inasible, como si lo estuviera viendo en la pantalla de un cine. El coronel extrajo del ropero un rollo de billetes, lo juntó al que tenía en los bolsillos, contó el total y lo guardó en el ropero.
—Ahí hay veintinueve pesos para devolvérselos a mi compadre Sabas —dijo—. El resto se le paga cuando venga la pensión.
—Y si no viene —preguntó la mujer.
—Vendrá. —Pero si no viene. —Pues entonces no se le paga. Encontró los zapatos nuevos debajo de la cama. Volvió al armario por la caja de cartón, limpió la suela con un trapo y metió los zapatos en la caja, como los llevó su esposa el domingo en la noche. Ella no se movió.
—Los zapatos se devuelven —dijo el coronel—. Son trece pesos más para mi compadre.
—No los reciben —dijo ella.
—Tienen que recibirlos —replicó el coronel—. Sólo me los he puesto dos veces.
—Los turcos no entienden de esas cosas —dijo la mujer.
—Tienen que entender.
—Y si no entienden.
—Pues entonces que no entiendan.
Se acostaron sin comer. El coronel esperó a que su esposa terminara el rosario para apagar la lámpara. Pero no pudo dormir. Oyó las campanas de la censura cinematográfica, y casi en seguida —tres horas después— el toque de queda. La pedregosa respiración de la mujer se hizo angustiosa con el aire helado de la madrugada. El coronel tenía aún los ojos abiertos cuando ella habló con una voz reposada, conciliatoria.
—Estás despierto.
—Sí.
—Trata de entrar en razón —dijo la mujer—. Habla mañana con mi compadre Sabas.
—No viene hasta el lunes.
—Mejor —dijo la mujer—. Así tendrás tres días para recapacitar.
—No hay nada que recapacitar ——dijo el coronel.
El viscoso aire de octubre había sido sustituido por una frescura apacible. El coronel volvió a reconocer a diciembre en el horario de los alcaravanes. Cuando dieron las dos todavía no había podido dormir. Pero sabía que su mujer también estaba despierta. Trató de cambiar de posición en la hamaca.
—Estás desvelado —dijo la mujer.
—Sí.
Ella pensó un momento.
—No estamos en condiciones de hacer esto —dijo—. Ponte a pensar cuántos son cuatrocientos pesos juntos.
—Ya falta poco para que venga la pensión —dijo el coronel.
—Estás diciendo lo mismo desde hace quince años.
—Por eso —dijo el coronel—. Ya no puede demorar mucho más.
Ella hizo un silencio. Pero cuando volvió a hablar, al coronel le pareció que el tiempo no había transcurrido.
—Tengo la impresión de que esa plata no llegará nunca —dijo la mujer.
—Llegará.
—Y si no llega.
Él no encontró la voz para responder. Al primer canto del gallo tropezó con la realidad, pero volvió a hundirse en un sueño denso, seguro, sin remordimientos. Cuando despertó ya el sol estaba alto. Su mujer dormía. El coronel repitió metódicamente, con dos horas de retraso, sus movimientos matinales, y esperó a su esposa para desayunar.
Ella se levantó impenetrable. Se dieron los buenos días y se sentaron a desayunar en silencio. El coronel sorbió una taza de café negro acompañada con un pedazo de queso y un pan de dulce. Pasó toda la mañana en la sastrería. A la una volvió a la casa y encontró a su mujer remendando entre las begonias.
—Es hora de almuerzo —dijo.
—No hay almuerzo —dijo la mujer.
Él se encogió de hombros. Trató de tapar los portillos de la cerca del patio para evitar que los niños entraran a la cocina. Cuando regresó al corredor la mesa estaba servida.
En el curso del almuerzo el coronel comprendió que su esposa se estaba forzando para no llorar. Esa certidumbre lo alarmó. Conocía el carácter de su mujer, naturalmente duro, y endurecido todavía más por cuarenta años de amargura. La muerte de su hijo no le arrancó una lágrima.
Fijó directamente en sus ojos una mirada de reprobación. Ella se mordió los labios, se secó los párpados con la manga y siguió almorzando.
—Eres un desconsiderado —dijo.
El coronel no habló.
«Eres caprichoso, terco y desconsiderado», repitió ella. Cruzó los cubiertos sobre el plato, pero en seguida rectificó supersticiosamente la posición. «Toda una vida comiendo tierra para que ahora resulte que merezco menos consideración que un gallo.»
—Es distinto —dijo el coronel.
—Es lo mismo —replicó la mujer—. Debías darte cuenta de que me estoy muriendo, que esto que tengo no es una enfermedad sino una agonía.
El coronel no habló hasta cuando no terminó de almorzar.
—Si el doctor me garantiza que vendiendo el gallo se te quita el asma, lo vendo en seguida —dijo—. Pero si no, no.
Esa tarde llevó el gallo a la gallera. De regreso encontró a su esposa al borde de la crisis. Se paseaba a lo largo del corredor, el cabello suelto a la espalda, los brazos abiertos, buscando el aire por encima del silbido de sus pulmones. Allí estuvo hasta la prima noche. Luego se acostó sin dirigirse a su marido.
Masticó oraciones hasta un poco después del toque de queda. Entonces, el coronel se dispuso a apagar la lámpara. Pero ella se opuso.
—No quiero morirme en las tinieblas —dijo.
El coronel dejó la lámpara en el suelo. Empezaba a sentirse agotado. Tenía deseos de olvidarse de todo, de dormir de un tirón cuarenta y cuatro días y despertar el veinte de enero a las tres de la tarde, en la gallera y en el momento exacto de soltar el gallo. Pero se sabía amenazado por la vigilia de la mujer.
«Es la misma historia de siempre», comenzó ella un momento después. «Nosotros ponemos el hambre para que coman los otros. Es la misma historia desde hace cuarenta años.»
El coronel guardó silencio hasta cuando su esposa hizo una pausa para preguntarle si estaba despierto. Él respondió que sí. La mujer continuó en un tono liso, fluyente, implacable.
—Todo el mundo ganará con el gallo, menos nosotros. Somos los únicos que no tenemos ni un centavo para apostar.
—El dueño del gallo tiene derecho a un veinte por ciento.
—También tenías derecho a que te dieran un puesto cuando te ponían a romperte el cuero en las elecciones —replicó la mujer—. También tenías derecho a tu pensión de veterano después de exponer el pellejo en la guerra civil. Ahora todo el mundo tiene su vida asegurada y tú estás muerto de hambre, completamente solo.
—No estoy solo —dijo el coronel.
Trató de explicar algo pero lo venció el sueño. Ella siguió hablando sordamente hasta cuando se dio cuenta de que su esposo dormía. Entonces salió del mosquitero y se paseó por la sala en tinieblas. Allí siguió hablando. El coronel la llamó en la madrugada. Ella apareció en la puerta, espectral, iluminada desde abajo por la lámpara casi extinguida. La apagó antes de entrar al mosquitero. Pero siguió hablando.
—Vamos a hacer una cosa —.la interrumpió el coronel.
—Lo único que se puede hacer es vender el gallo —dijo la mujer.
—También se puede vender el reloj.
—No lo compran.
—Mañana trataré de que Álvaro me dé los cuarenta pesos.
—No te los da.
—Entonces se vende el cuadro.
Cuando la mujer volvió a hablar estaba otra vez fuera del mosquitero. El coronel percibió su respiración impregnada de hierbas medicinales.
—No lo compran —dijo.
Ya veremos —dijo el coronel suavemente, sin un rastro de alteración en la voz—.
Ahora duérmete. Si mañana no se puede vender nada, se pensará en otra cosa.
Trató de tener los ojos abiertos, pero lo quebrantó el sueño. Cayó hasta el fondo de una substancia sin tiempo y sin espacio, donde las palabras de su mujer tenían un significado diferente. Pero un 'instante después se sintió sacudido por el hombro.
—Contéstame.
El coronel no supo si había oído esa palabra antes o después del sueño. Estaba amaneciendo. La ventana se recortaba en la claridad verde del domingo. Pensó que tenía fiebre. Le ardían los ojos y tuvo que hacer un gran esfuerzo para recobrar la lucidez.
—Qué se puede hacer si no se puede vender nada —repitió la mujer.
—Entonces ya será veinte de enero —dijo el coronel, perfectamente consciente—. El veinte por ciento lo pagan esa misma tarde.
—Si el gallo gana —dijo la mujer—. Pero si pierde. No se te ha ocurrido que el gallo pueda perder.
—Es un gallo que no puede perder. — Pero suponte que pierda. —Todavía faltan cuarenta y cinco días para empezar a pensar en eso —dijo el coronel. La mujer se desesperó. «Y mientras tanto qué comemos», preguntó, y agarró al coronel por el cuello de franela. Lo sacudió con energía.
—Dime, qué comemos.
El coronel necesitó setenta y cinco años —los setenta y cinco años de su vida, minuto a minuto— para llegar a ese instante. Se sintió puro, explícito, invencible, en el momento de responder:
—Mierda.
París, enero de 1957