El coronel trató de devolverle los periódicos pero el médico se opuso.
—Lléveselos para su casa —dijo—. Los lee esta noche y me los devuelve mañana.
Un poco después de las siete sonaron en la torre las campanadas de la censura cinematográfica. El padre Ángel utilizaba ese medio para divulgar la calificación moral de la película de acuerdo con la lista clasificada que recibía todos los meses por correo. La esposa del coronel contó doce campanadas.
—Mala para todos —dijo—. Hace como un año que las películas son malas para todos.
Bajó la tolda del mosquitero y murmuró: «El mundo está corrompido». Pero el coronel no hizo ningún comentario. Antes de acostarse amarró el gallo a la pata de la cama. Cerró la casa y fumigó insecticida en el dormitorio. Luego puso la lámpara en el suelo, colgó la hamaca y se acostó a leer los periódicos.
Los leyó por orden cronológico y desde la primera página hasta la última, incluso los avisos. A las once sonó el clarín del toque de queda. El coronel concluyó la lectura media hora más tarde, abrió la puerta del patio hacia la noche impenetrable, y orinó contra el horcón, acosado por los zancudos. Su esposa estaba despierta cuando él regresó al cuarto.
—No dicen nada de los veteranos —preguntó.
—Nada —dijo el coronel. Apagó la lámpara antes de meterse en la hamaca—. Al principio por lo menos publicaban la lista de los nuevos pensionados. Pero hace como cinco años que no dicen nada.
Llovió después de la medianoche. El coronel concilió el sueño pero despertó un momento después alarmado por sus intestinos. Descubrió una gotera en algún lugar de la casa. Envuelto en una manta de lana hasta la cabeza trató de localizar la gotera en la oscuridad. Un hilo de sudor helado resbaló por su columna vertebral. Tenía fiebre. Se sintió flotando en círculos concéntricos dentro de un estanque de gelatina. Alguien habló. El coronel respondió desde su catre de revolucionario.
—Con quién hablas —preguntó la mujer.
—Con el inglés disfrazado de tigre que apareció en el campamento del coronel Aureliano Buendía —respondió el coronel. Se revolvió en la hamaca, hirviendo en la fiebre—. Era el duque de Marlborough.
Amaneció estragado. Al segundo toque para misa saltó de la hamaca y se instaló en una realidad turbia alborotada por el canto del gallo. Su cabeza giraba todavía en círculos concéntricos. Sintió náuseas. Salió al patio y se dirigió al excusado a través del minucioso cuchicheo y los sombríos olores del invierno. El interior del cuartito de madera con techo de zinc estaba enrarecido por el vapor amoniacal del bacinete. Cuando el coronel levantó la tapa surgió del pozo un vaho de moscas triangulares.
Era una falsa alarma. Acuclillado en la plataforma de tablas sin cepillar experimentó la desazón del anhelo frustrado. El apremio fue sustituido por un dolor sordo en el tubo digestivo. «No hay duda», murmuró. «Siempre me sucede lo mismo en octubre.» Y asumió su actitud de confiada e inocente expectativa hasta cuando se apaciguaron los hongos de sus vísceras. Entonces volvió al cuarto por el gallo.
—Anoche estabas delirando de fiebre— dijo la mujer.
Había comenzado a poner orden en el cuarto, repuesta de una semana de crisis. El coronel hizo un esfuerzo para recordar.
—No era fiebre —mintió—. Era otra vez el sueño de las telarañas.
Como ocurría siempre, la mujer surgió excitada de la crisis. En el curso de la mañana volteó la casa al revés. Cambió el lugar de cada cosa, salvo el reloj y el cuadro de la ninfa. Era tan menuda y elástica que cuando transitaba con sus babuchas de pana y su traje negro enteramente cerrado parecía tener la virtud de pasar a través de las paredes. Pero antes de las doce había recobrado su densidad, su peso humano. En la cama era un vacío. Ahora, moviéndose entre los tiestos de helechos y begonias, su presencia desbordaba la casa. «Si Agustín tuviera su año me pondría a cantar», dijo, mientras revolvía la olla donde hervían cortadas en trozos todas las cosas de comer que la tierra del trópico es capaz de producir.
—Si tienes ganas de cantar, canta —dijo el coronel—. Esto es bueno para la bilis.
El médico vino después del almuerzo. El coronel y su esposa tomaban café en la cocina cuando él empujó la puerta de la calle y gritó:
—Se murieron los enfermos.
El coronel se levantó a recibirlo.
—Así es, doctor —dijo dirigiéndose a la sala—. Yo siempre he dicho que su reloj anda con el de los gallinazos.
La mujer fue al cuarto a prepararse para el examen. El médico permaneció en la sala con el coronel. A pesar del calor, su traje de lino intachable exhalaba un hálito de frescura. Cuando la mujer anunció que estaba preparada, el médico entregó al coronel tres pliegos dentro de un sobre. Entró al cuarto, diciendo: «Es lo que no decían los periódicos de ayer».
El coronel lo suponía. Era una síntesis de los últimos acontecimientos nacionales impresa en mimeógrafo para la circulación clandestina. Revelaciones sobre el estado de la resistencia armada en el interior del país. Se sintió demolido. Diez años de informaciones clandestinas no le habían enseñado que ninguna noticia era más sorprendente que la del mes entrante. Había terminado de leer cuando el médico volvió a la sala.
—Esta paciente está mejor que yo —dijo—. Con un asma como ésa yo estaría preparado para vivir cien años.
El coronel lo miró sombríamente. Le devolvió el sobre sin pronunciar una palabra, pero el médico lo rechazó.
—Hágala circular —dijo en voz baja.
El coronel guardó el sobre en el bolsillo del pantalón. La mujer salió del cuarto diciendo: «Un día de éstos me muero y me lo llevo a los infiernos, doctor». El médico respondió en silencio con el estereotipado esmalte de sus dientes. Rodó una silla hacia la mesita y extrajo del maletín varios frascos de muestras gratuitas. La mujer pasó de largo hacia la cocina.
—Espérese y le caliento el café.
—No, muchas gracias —lijó el médico. Escribió la dosis en una hoja del formulario—. Le niego rotundamente la oportunidad de envenenarme.
Ella rió en la cocina. Cuando acabó de escribir, el médico leyó la fórmula en voz alta pues tenía conciencia de que nadie podía descifrar su escritura. El coronel trató de concentrar la atención. De regreso de la cocina la mujer descubrió en su rostro los estragos de la noche anterior.
—Esta madrugada tuvo fiebre —dijo, refiriéndose a su marido—. Estuvo como dos horas diciendo disparates de la guerra civil.
El coronel se sobresaltó.
«No era fiebre», insistió, recobrando su compostura. «Además —dijo—, el día que me sienta mal no me pongo en manos de nadie. Me boto yo mismo en el cajón de la basura.»
Fue al cuarto a buscar los periódicos.
—Gracias por la flor —dijo el médico.
Caminaron juntos hacia la plaza. El aire estaba seco. El betún de las calles empezaba a fundirse con el calor. Cuando el médico se despidió, el coronel le preguntó en voz baja, con los dientes apretados:
—Cuánto le debemos, doctor.
—Por ahora nada —dijo el médico, y le dio una palmadita en la espalda—. Ya le pasaré una cuenta gorda cuando gane el gallo.
El coronel se dirigió a la sastrería a llevar la carta clandestina a los compañeros de Agustín. Era su único refugio desde cuando sus copartidarios fueron muertos o expulsados del pueblo, y él quedó convertido en un hombre solo sin otra ocupación que esperar el correo todos los viernes.
El calor de la tarde estimuló el dinamismo de la mujer. Sentada entre las begonias del corredor junto a una caja de ropa inservible, hizo otra vez el eterno milagro de sacar prendas nuevas de la nada. Hizo cuellos de mangas y puños de tela de la espalda y remiendos cuadrados, perfectos, aun con retazos de diferente color. Una cigarra instaló su pito en el patio. El sol maduró. Pero ella no lo vio agonizar sobre las begonias. Sólo levantó la cabeza al anochecer cuando el coronel volvió a la casa. Entonces se apretó el cuello con las dos manos, se desajustó las coyunturas; dijo: «Tengo el cerebro tieso como un palo».
—Siempre lo has tenido así —dijo el coronel, pero luego observó el cuerpo de la mujer enteramente cubierto de retazos de colores—. Pareces un pájaro carpintero.
—Hay que ser medio carpintero para vestirte —dijo ella. Extendió una camisa fabricada con género de tres colores diferentes, salvo el cuello y los puños que eran del mismo color—. En los carnavales te bastará con quitarte el saco.
La interrumpieron las campanadas de las seis. «El ángel del Señor anunció a María», rezó en voz alta, dirigiéndose con la ropa al dormitorio. El coronel conversó con los niños que al salir de la escuela habían ido a contemplar el gallo. Luego recordó que no había maíz para el día siguiente y entró al dormitorio a pedir dinero a su mujer.
—Creo que ya no quedan sino cincuenta centavos —dijo ella.
Guardaba el dinero bajo la estera de la cama, anudado en la punta de un pañuelo. Era el producto de la máquina de coser de Agustín. Durante nueve meses habían gastado ese dinero centavo a centavo, repartiéndolo entre sus propias necesidades y las necesidades del gallo. Ahora sólo había dos monedas de a veinte y una de a diez centavos.
—Compras una libra de maíz —dijo la mujer—. Compras con los vueltos el café de mañana y cuatro onzas de queso.
—Y un elefante dorado para colgarlo en la puerta —prosiguió el coronel—. Sólo el maíz cuesta cuarenta y dos.
Pensaron un momento. «El gallo es un animal y por lo mismo puede esperar», dijo la mujer inicialmente. Pero la expresión de su marido la obligó a reflexionar. El coronel se sentó en la cama, los codos apoyados en las rodillas, haciendo sonar las monedas entre las manos. «No es por mí», dijo al cabo de un momento. «Si de mí dependiera haría esta misma noche un sancocho de gallo. Debe ser muy buena una indigestión de cincuenta pesos.» Hizo una pausa para destripar un zancudo en el cuello. Luego siguió a su mujer con la mirada alrededor del cuarto.
—Lo que me preocupa es que esos pobres muchachos están ahorrando.
Entonces ella empezó a pensar. Dio una vuelta completa con la bomba de insecticida. El coronel descubrió algo de irreal en su actitud, como si estuviera convocando para consultarlos a los espíritus de la casa. Por último puso la bomba sobre el altarcillo de litografías y fijó sus ojos color de almíbar en los ojos color de almíbar del coronel. —Compra el maíz —dijo—. Ya sabrá Dios cómo hacemos nosotros para arreglarnos.
«Éste es el milagro de la multiplicación de los panes», repitió el coronel cada vez que se sentaron a la mesa en el curso de la semana siguiente. Con su asombrosa habilidad para componer, zurcir y remendar, ella parecía' haber descubierto la clave para sostener la economía doméstica en el vacío. Octubre prolongó la tregua. La humedad fue sustituida por el sopor. Reconfortada por el sol de cobre la mujer destinó tres tardes a su laborioso peinado. «Ahora empieza la misa cantada», dijo el coronel la tarde en que ella desenredó las largas hebras azules con un peine de dientes separados. La segunda tarde, sentada en el patio con una sábana blanca en el regazo, utilizó un peine más fino para sacar los piojos que habían proliferado durante la crisis. Por último se lavó la cabeza con agua de alhucema, esperó a que secara, y se enrolló el cabello en la nuca en dos vueltas sostenidas con una peineta. El coronel esperó. De noche, desvelado en la hamaca, sufrió muchas horas por la suerte del gallo. Pero el miércoles lo pesaron y estaba en forma.
Esa misma tarde, cuando los compañeros de Agustín abandonaron la casa haciendo cuentas alegres sobre la victoria del gallo, también el coronel se sintió en forma. La mujer le cortó el cabello. «Me has quitado veinte años de encima», dijo él, examinándose la cabeza con las manos. La mujer pensó que su marido tenía razón.
—Cuando estoy bien soy capaz de resucitar un muerto —dijo.
Pero su convicción duró muy pocas horas. Ya no quedaba en la casa nada que vender, salvo el reloj y el cuadro. El jueves en la noche, en el último extremo de los recursos, la mujer manifestó su inquietud ante la situación.
—No te preocupes —la consoló el coronel—. Mañana viene el correo.
Al día siguiente esperó las lanchas frente al consultorio del médico.
—El avión es una cosa maravillosa —dijo el coronel, los ojos apoyados en el saco del correo—. Dicen que puede llegar a Europa en una noche.
«Así es», dijo el médico, abanicándose con una revista ilustrada. El coronel descubrió al administrador postal en un grupo que esperaba el final de la maniobra para saltar a la lancha. Saltó el primero. Recibió del capitán un sobre lacrado. Después subió al techo. El saco del correo estaba amarrado entre dos tambores de petróleo.
—Pero no deja de tener sus peligros —dijo el coronel. Perdió de vista al administrador, pero lo recobró entre los frascos de colores del carrito de refrescos—. La humanidad no progresa de balde.
—En la actualidad es más seguro que una lancha —dijo el médico—. A veinte mil pies de altura se vuela por encima de las tempestades.
—Veinte mil pies —repitió el coronel, perplejo, sin concebir la noción de la cifra.
El médico se interesó. Estiró la revista con las dos manos hasta lograr una inmovilidad absoluta.
—Hay una estabilidad perfecta —dijo.
Pero el coronel estaba pendiente del administrador. Lo vio consumir un refresco de espuma rosada sosteniendo el vaso con la mano izquierda. Sostenía con la derecha el saco del correo.
Además, en el mar hay barcos anclados en permanente contacto con los aviones nocturnos —siguió diciendo el médico—. Con tantas precauciones es más seguro que una lancha.
El coronel lo miró.
—Por supuesto —dijo—. Debe ser como las alfombras.
El administrador se dirigió directamente hacia ellos. El coronel retrocedió impulsado por una ansiedad irresistible tratando de descifrar el nombre escrito en el sobre lacrado. El administrador abrió el saco. Entregó al médico el paquete de los periódicos. Luego desgarró el sobre de la correspondencia privada, verificó la exactitud de la remesa y leyó en las cartas los nombres de los destinatarios. El médico abrió los periódicos.
—Todavía el problema de Suez —dijo, leyendo los titulares destacados—. El occidente pierde terreno.
El coronel no leyó los titulares. Hizo un esfuerzo para reaccionar contra su estómago. «Desde que hay censura los periódicos no hablan sino de Europa», dijo. «Lo mejor será que los europeos se vengan para acá y que nosotros nos vayamos para Europa. Así sabrá todo el mundo lo que pasa en su respectivo país.»