El cuento de la criada (12 page)

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Authors: Elsa Mateo,Margaret Atwood

Tags: #Autoayuda, Ciencia Ficción

Durante el almuerzo eran las bienaventuranzas. Bienaventurado esto, bienaventurado aquello. Ponían un disco, cantado por un hombre.
Bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos será el reino de los cielos. Bienaven
turados
los dóciles. Bienaventurados los silenciosos.
Sabía que ellos se lo inventaban, que no era así, y también que omitían palabras, pero no había manera de comprobarlo.
Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.

Nadie decía cuándo.

Mientras comemos el postre —peras en conserva con canela, lo normal para el almuerzo—, miro el reloj y busco a Moira, que se sienta a dos mesas de distancia. Ya se ha ido. Levanto la mano para pedir permiso. No lo hacemos muy a menudo, y siempre elegimos diferentes horas del día.

Una vez en los lavabos, me meto en el penúltimo retrete, como de costumbre.

¿Estás ahí?, susurro.

Me responde Moira en persona.

¿Has oído algo?, le pregunto.

No mucho. Tengo que salir de aquí, o me volveré loca. Siento pánico. No, Moira, le digo, no lo intentes. Y menos aún tú sola.

Simularé que estoy enferma. Envían una ambulancia, ya lo he visto.

Como máximo llegarás al hospital.

Al menos será un cambio. No tendré que oír a esa vieja bruja.

Te descubrirán.

No te preocupes, se me da muy bien. Cuando iba a la escuela secundaria, dejé de tomar vitamina C, y cogí escorbuto. En un primer momento no pueden diagnosticarlo. Después empiezas otra vez con las vitaminas, y te pones bien. Esconderé mis vitaminas.

Moira, no lo hagas.

No podía soportar la idea de no tenerla conmigo, para mí.

Te envían con dos tipos en la ambulancia. Piénsalo bien. Esos tipos están hambrientos, mierda, ni siquiera les permiten ponerse las manos en los bolsillos, existe la posibilidad de...

Oye, tú, se te ha acabado el tiempo, dijo la voz de Tía Elizabeth, al otro lado de la puerta. Me levanté y tiré de la cadena. Por el agujero de la pared aparecieron dos dedos de Moira. Tenía el tamaño justo para dos dedos. Acerqué mis dedos a los de ella y los cogí rápidamente. Luego los solté.

—Y Leah dijo: Dios me ha recompensado porque le he dado mi sierva a mi esposo —dice el Comandante. Deja caer el libro, que produce un ruido ahogado, como una puerta acolchada que se cierra sola, a cierta distancia: una ráfaga de aire. El sonido sugiere la suavidad de las finas páginas de papel cebolla, y del tacto contra los dedos. Suave y seco, como el
papier poudre,
gastado y polvoriento, antiguo, el que te daban con los folletos de propaganda en las tiendas donde vendían velas y jabón de diferentes formas: conchas marinas, champiñones. Como el papel de cigarrillos. Como pétalos.

El Comandante se queda con los ojos cerrados, como si estuviera cansado. Trabaja muchas horas. Sobre él recaen muchas responsabilidades.

Serena se ha echado a llorar. Logro oírla, a mis espaldas. No es la primera vez. Lo hace todas las noches en que se celebra la Ceremonia. Intenta no hacer ruido. Intenta conservar la dignidad delante de nosotros. La tapicería y las alfombrillas amortiguan el sonido, pero a pesar de ello podemos oírla claramente. La tensión que existe entre su falta de control y su intento por superarlo, es horrible. Es como tirarse un pedo en la iglesia. Como siempre, siento la necesidad imperiosa de soltar una carcajada, pero no porque piense que es divertido. El olor de su llanto se extiende sobre todos nosotros, y fingimos ignorarlo.

El Comandante abre los ojos, se da cuenta, frunce el ceño y hace caso omiso.

—Recemos un momento en silencio —dice el Comandante—. Pidamos la bendición y el éxito de todas nuestras empresas.

Inclino la cabeza y cierro los ojos. Oigo a mis espaldas la respiración contenida, los jadeos casi inaudibles, las sacudidas. Cómo debe de odiarme, pienso.

Rezo en silencio:
Nolite te bastardes carborundorum.
No sé qué significa, pero suena bien y además tendrá que servir porque no sé qué otra cosa puedo decirle a Dios. Al menos no lo sé ahora mismo. O, como solían decir antes, en esta coyuntura. Ante mis ojos flota la frase grabada en la pared de mi armario, escrita por una mujer desconocida con el rostro de Moira. La vi salir en dirección a la ambulancia, encima de una camilla transportada por dos Angeles.

¿Qué le pasa?, le pregunté en voz muy baja a la mujer que tenía a mi lado; una pregunta bastante prudente para cualquiera, excepto para una fanática.

Fiebre, dijo moviendo apenas los labios. Apendicitis, dicen.

Esa tarde yo estaba cenando albóndigas y picadillo. Mi mesa estaba junto a la ventana y pude ver lo que ocurría afuera, en el portal principal. Vi que la ambulancia volvía, esta vez sin hacer sonar la sirena. Uno de los Angeles bajó de un salto y le habló al guarda. Éste entró en el edificio; la ambulancia seguía aparcada y el Angel aguardaba de espaldas a nosotras, como le habían enseñado. Del edificio salieron dos Tías, con el guarda, y caminaron hacia la parte posterior de la ambulancia. Sacaron a Moira del interior, atravesaron el portal arrastrándola y la hicieron subir la escalinata sosteniéndola de las axilas, una a cada costado. Ella no podía caminar. Dejé la comida, no pude seguir; en ese momento, todas las que estábamos sentadas de ese lado de la mesa, mirábamos por la ventana. La ventana era de color verdoso, el mismo color de la tela metálica de gallinero que solían poner del lado de adentro del cristal. Seguid comiendo, dijo Tía Lydia. Se acercó a la ventana y bajó la persiana.

La llevaron a una habitación que hacía las veces de Laboratorio Científico. Ninguna de nosotras entraba allí voluntariamente. Después de eso, estuvo una semana sin poder caminar; tenía los pies tan hinchados que no le cabían en los zapatos. A la primera infracción, se dedicaban a tus pies. Usaban cables de acero con las puntas deshilachadas. Después le tocaba el turno a las manos. No les importaba lo que te hacían en los pies y en las manos, aunque fuera un daño irreversible. Recordadlo, decía Tía Lydia. Vuestros pies y vuestras manos no son esenciales para nuestros propósitos.

Moira tendida en la cama para que sirviera de ejemplo. No tendría que haberlo intentado, y menos con los Angeles, dijo Alma desde la cama contigua. Teníamos que llevarla a las clases. En la cafetería, a la hora de las comidas, robábamos los sobres de azúcar que nos sobraban y los hacíamos llegar por la noche, pasándolos de cama en cama. Probablemente no necesitaba azúcar, pero era lo único que podíamos robar. Para regalárselo.

Sigo rezando, pero lo que veo son los pies de Moira tal como los tenía cuando la trajeron. No parecían pies. Eran como un par de pies ahogados, inflados y deshuesados, aunque por el color cualquiera habría jurado que eran pulmones.

Oh, Dios, rezo.
Nolite te bastardes carborundorum.

¿Era esto lo que estabas pensando?

El Comandante carraspea. Es lo que hace siempre para comunicamos que, en su opinión, es hora de dejar de rezar.

—Que los ojos del Señor recorran la tierra a lo largo y a lo ancho, y que su fortaleza proteja a todos aquellos que le entregan su corazón —concluye.

Es la frase de despedida. Él se levanta. Podemos retirarnos.

CAPÍTULO 16

La Ceremonia prosigue como de costumbre.

Me tiendo de espaldas, completamente vestida salvo el saludable calzón blanco de algodón. Si abriera los ojos, vería el enorme dosel blanco de la cama de Serena Joy —de estilo colonial y con cuatro columnas—, suspendido sobre nuestras cabezas como una nube combada, una nube salpicada de minúsculas gotas de lluvia plateada que, si las miras atentamente, podrían llegar a ser flores de cuatro pétalos. No vería la alfombra blanca, ni las cortinas adornadas, ni el tocador con su juego de espejo y cepillo de dorso plateado; sólo el dosel, que con su tela diáfana y su marcada curva descendente sugiere una cualidad etérea y al mismo tiempo material.

O la vela de un barco. Las velas hinchadas, solían decir, como un vientre hinchado. Como empujadas por un vientre.

Nos invade una niebla de Lirio de los Valles, fría, casi helada. Esta habitación no es nada cálida.

Detrás de mí, junto al cabezal de la cama, está Serena Joy, estirada y preparada. Tiene las piernas abiertas, y entre éstas me encuentro yo, con la cabeza apoyada en su vientre, la base de mi cráneo sobre su pubis, y sus muslos flanqueando mi cuerpo. Ella también está completamente vestida.

Tengo los brazos levantados; ella me sujeta las dos manos con las suyas. Se supone que esto significa que somos una misma carne y un mismo ser. Pero el verdadero sentido es que ella controla el proceso y el producto de éste, si es que existe alguno. Los anillos de su mano izquierda se clavan en mis dedos, cosa que podría ser una venganza, O no.

Tengo la falda roja levantada, pero sólo hasta la cintura. Debajo de ésta, el Comandante está follando. Lo que está follando es la parte inferior de mi cuerpo. No digo haciendo el amor, porque no es lo que hace. Copular tampoco sería una expresión adecuada, porque supone la participación de dos personas, y aquí sólo hay una implicada. Pero tampoco es una violación: no ocurre nada que yo no haya aceptado. No había muchas posibilidades, pero había algunas, y ésta es la que yo elegí.

Por lo tanto, me quedo quieta y me imagino el dosel por encima de mi cabeza. Recuerdo el consejo que la Reina Victoria le dio a su hija:
Cierra los ojos
y
piensa en Inglaterra.
Pero esto no es Inglaterra. Ojalá él se diera prisa.

Quizás estoy loca, y esto es una forma nueva de terapia.

Ojalá fuera verdad, porque entonces me pondría bien y esto se acabaría.

Serena Joy me aprieta las manos como si fuera a ella —y no a mí— a quien están follando, como si sintiera placer o dolor, y el Comandante sigue follando con un ritmo regular, como sí marcara el paso, como un grifo que gotea sin parar. Está preocupado, como un hombre que canturrea bajo la ducha sin darse cuenta de que canturrea, como si tuviera otras cosas en la cabeza. Es como si estuviera en otro sitio, esperándose a sí mismo y tamborileando con los dedos sobre la mesa mientras espera. Ahora su ritmo se vuelve un tanto impaciente. ¿Acaso estar con dos mujeres al mismo tiempo no es el sueño de todo hombre? Eso decían, lo consideraban excitante.

Pero lo que ocurre en esta habitación, bajo el dosel plateado de Serena Joy, no es excitante. No tiene nada que ver con la pasión, ni el amor, ni el romance, ni ninguna de esas ideas con las que solíamos estimularnos. No tiene nada que ver con el deseo sexual, al menos para mí, y tampoco para Serena. La excitación y el orgasmo ya no se consideran necesarios; sería un síntoma de simple frivolidad, como las ligas de colores y los lunares postizos: distracciones superfluas para las mentes vacías. Algo pasado de moda. Parece mentira que antes las mujeres perdieran tanto tiempo y energías leyendo sobre este tipo de cosas, pensando en ellas, preocupándose por ellas, escribiendo sobre ellas. Evidentemente, no son más que pasatiempos.

Esto no es un pasatiempo, ni siquiera para el Comandante. Es un asunto serio. El Comandante también está cumpliendo con su deber.

Si abriera los ojos —aunque fuera levemente— podría verlo, podría ver su nada desagradable rostro suspendido sobre mi torso, algunos mechones de su pelo plateado quizá cayendo sobre su frente, absorto en su viaje interior, el lugar hacia el cual avanza de prisa y que, como en un sueño, retrocede a la misma velocidad a la cual él se acerca. Vería sus ojos abiertos.

¿Si él fuera más guapo, yo disfrutaría más?

Al menos es un progreso con respecto al primero, que olía como el guardarropas de una iglesia, igual que tu boca cuando el dentista empieza a hurgar en ella, como una nariz. El Comandante, en cambio, huele a naftalina, ¿o acaso este olor es una forma punitiva de la loción para después de afeitarse? ¿Por qué tiene que llevar ese estúpido uniforme? Sin embargo, ¿me gustaría más su cuerpo blanco y desnudo?

Entre nosotros está prohibido besarse, lo cual hace que esto sea más llevadero.

Te encierras en ti misma, te defines.

El Comandante llega al final dejando escapar un gemido sofocado, como si sintiera cierto alivio. Serena Joy, que ha estado conteniendo la respiración, suspira. El Comandante, que estaba apoyado sobre sus codos y separado de nuestros cuerpos unidos, no se permite penetrar en nosotras. Descansa un momento, se aparta, retrocede y se sube la cremallera. Asiente con la cabeza, luego se gira y sale de la habitación, cerrando la puerta con exagerada cautela, como si nosotras dos fuéramos su madre enferma. En todo esto hay algo hilarante, pero no me atrevo a reírme.

Serena Joy me suelta las manos.

—Ya puedes levantarte —me indica—. Levántate y vete.

Se supone que debe dejarme reposar durante diez minutos con los pies sobre un cojín para aumentar las posibilidades. Para ella debe ser un momento de meditación y silencio, pero no está de humor para ello. En su voz hay un deje de repugnancia, como si el contacto con mi piel la enfermara y la contaminara. Me despego de su cuerpo y me pongo de pie; el jugo del Comandante me chorrea por las piernas. Antes de girarme veo que ella se arregla la falda azul y aprieta las piernas; se queda tendida en la cama, con la mirada fija en el dosel, rígida y tiesa como una efigie.

¿Para cuál de las dos es peor, para ella o para mí?

CAPÍTULO 17

Esto es lo que hago cuando vuelvo a mi habitación:

Me quito la ropa y me pongo el camisón.

Busco la ración de mantequilla en la punta de mi zapato derecho, donde la escondí después de cenar. El interior del armario estaba demasiado caliente y la mantequilla ha quedado casi líquida. La mayor parte fue absorbida por la servilleta que usé para envolverla. Ahora tendré mantequilla en el zapato. No es la primera vez, me ocurre siempre que tengo mantequilla, o incluso margarina. Mañana limpiaré el forro del zapato con una toallita, o con un poco de papel higiénico.

Me unto las manos con mantequilla y me froto la cara. Ya no existe la loción para las manos ni la crema para la cara, al menos para nosotras. Estas cosas se consideran una vanidad. Nosotras somos recipientes, lo único importante es el interior de nuestros cuerpos. El exterior puede volverse duro y arrugado como una cáscara de nuez, y a ellos no les importa. El hecho de que no haya loción para las manos se debe a un decreto de las Esposas, que no quieren que seamos atractivas. Para ellas, las cosas son bastante malas tal como están.

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