Read El cuento de la criada Online
Authors: Elsa Mateo,Margaret Atwood
Tags: #Autoayuda, Ciencia Ficción
¿No te parece anticuada?, me preguntaba Luke a mí, y mi madre lo miraba con cierta malicia, casi furtivamente.
Tengo derecho, le respondía. Soy lo suficientemente vieja, he pagado todas mis deudas, ahora me toca ser anticuada. Tú aún no sabes limpiarte los mocos. Cochinillo tendría que haberte dicho.
En lo que se refiere a ti, me decía, no eres más que un juego para él. Una llamarada que enseguida se extingue. El tiempo me dará la razón.
Pero este tipo de cosas sólo las decía después del tercer trago.
Vosotros los jóvenes no sabéis apreciar las cosas, proseguía. No sabéis lo que hemos tenido que pasar para lograr que estéis donde estáis. Míralo, es él quien pela las zanahorias. ¿Sabéis cuántas vidas de mujeres, cuántos
cuerpos
de mujeres han tenido que arrollar los tanques para llegar a esta situación?
La cocina es mi pasatiempo predilecto, decía Luke. Disfruto cocinando.
Un pasatiempo muy original, replicaba mi madre. No tienes por qué darme explicaciones. En otros tiempos no te habrían permitido tener semejante pasatiempo, te habrían llamado marica.
Vamos, madre, le decía yo. No discutamos por tonterías.
Tonterías, repetía amargamente. Las llamas tonterías. Veo que no entiendes. No entiendes nada de lo que estoy diciendo.
A veces se echaba a llorar. Estaba tan sola..., decía. No tienes idea de lo sola que estaba. Y tenía amigos, era afortunada, pero igual estaba sola.
En ciertos aspectos admiraba a mi madre, aunque las cosas entre nosotras nunca eran fáciles. Yo sentía que ella esperaba demasiado de mí. Esperaba que yo reivindicara su vida y las elecciones que ella había hecho. Yo no quería vivir mi vida según sus términos. No quería ser una hija modelo, la encarnación de sus ideas. Solíamos discutir por eso. No soy la justificación de tu existencia, le dije una vez.
Quiero tenerla a mi lado otra vez. Quiero tenerlo todo otra vez, tal como era. Pero este deseo no tiene sentido.
Aquí hace calor, y hay mucho ruido. Las voces de las mujeres se elevan a mi alrededor en un cántico suave que para mí es aún demasiado fuerte, después de tantos y tantos días de silencio. En un rincón de la habitación hay una sábana manchada de sangre, hecha un bulto y tirada, de cuando Janine rompió aguas. No me había dado cuenta hasta ahora.
La habitación también huele, el aire está cargado, tendrían que abrir una ventana. El olor que se siente es el de nuestra propia carne, un olor orgánico, a sudor con un matiz de olor a hierro que debe de salir de la sangre de la sábana, y otro olor, más animal, que seguramente sale de Janine: olor a guarida, a cueva habitada, el olor de la flauta de cuadros encima de la cual una vez parió la gata, antes de que la esterilizaran. Olor a matriz.
—Aspira, aspira —cantamos, tal como nos han enseñado—. Aguanta, aguanta. Expele, expele, expele —cantamos hasta llegar a cinco. Cinco para coger aire, cinco para retenerlo y cinco para expulsarlo. Janine, con los ojos cerrados, intenta aminorar el ritmo de su respiración. Tía Elizabeth tantea en busca de las contracciones.
Ahora Janine está intranquila y quiere caminar. Las dos mujeres la ayudan a bajar de la cama y la sostienen una a cada lado mientras ella camina. Le sobreviene una contracción que la obliga a doblarse. Una de las mujeres se arrodilla y le fricciona la espalda. Todas nosotras sabemos hacerlo, hemos recibido lecciones. Reconozco a Deglen, mi compañera de compras, a dos asientos de distancia del mío. El suave cántico nos envuelve como una membrana.
Llega una Martha con una bandeja: una jarra con zumo de frutas, como el que venía en polvo, y que parece de uva, y un montón de vasos de cartón. La deja sobre la alfombra, delante de las mujeres que cantan. Deglen, sin perder el ritmo, sirve el zumo y los vasos recorren la fila.
Recibo un vaso, me inclino hacia un costado para pasarlo y la mujer que está a mi lado me pregunta al oído:
—¿Estás buscando a alguien?
—Moira —le digo, también en voz baja—. Pelo oscuro y pecas.
—No —responde la mujer—. No la conozco, no estaba conmigo en el Centro, aunque la he visto comprando. Pero te la buscaré.
—¿Quién eres? —le pregunto.
—Alma —responde—. ¿Cuál es tu verdadero nombre?
Quiero decirle que en el Centro había otra Alma. Quiero decirle mi nombre, pero Tía Elizabeth levanta la cabeza y recorre la habitación con la mirada; debe de haber notado una alteración en el cántico, así que no tengo tiempo. A veces, en los Días de Nacimiento, te enteras de cosas. Pero no tendría sentido preguntar por Luke. No debe de haber estado en ningún sitio en el que alguna de estas mujeres pudiera verlo.
El cántico prosigue, y empieza a contagiarme. Es
difícil,
tienes que concentrarte. Identificaos con vuestro cuerpo, decía Tía Elizabeth. Ya puedo sentir ligeros dolores en el vientre y pesadez en los pechos. Janine grita, es un grito débil, una mezcla de grito y gemido.
—Está entrando en trance —dice Tía Elizabeth.
Una de las ayudantes le limpia la frente a Janine con u» paño húmedo. Janine está sudando, algunos mechones de pelo se le sueltan de la banda elástica y otros más pequeños le quedan pegados en la frente y el cuello. Tiene la piel húmeda, empapada y lustrosa.
—¡Jadea! ¡Jadea! ¡Jadea! —cantamos.
—Quiero salir —dice Janine—. Quiero dar un paseo. Me siento bien. Tengo que ir al retrete.
Todas sabemos que está en un momento de transición, que no sabe lo que hace. ¿Cuál de estas afirmaciones es verdad? Probablemente la última. Tía Elizabeth hace una señal; dos mujeres se colocan junto al lavabo portátil y ayudan a Janine a sentarse en él. Ahora otro olor se añade a los que ya había en la habitación. Janine vuelve a gruñir e inclina la cabeza de modo tal que sólo podemos ver su pelo. Así encogida, parece una muñeca con los brazos en jarras, una muñeca vieja a la que han maltratado y abandonado en un rincón.
Janine está otra vez de pie y camina.
—Quiero sentarme —dice. ¿Cuánto tiempo hace que estamos aquí? Minutos u horas. Estoy sudando, tengo el vestido empapado debajo de las axilas, mi labio superior sabe a sal; me sobrevienen los falsos dolores, las demás también los sienten: lo sé por el modo en que se mueven. Janine está chupando un cubo de hielo. Luego, a unos pasos o a kilómetros de distancia, grita—: No. Oh no, oh no, oh no —éste es su segundo bebé, tuvo un hijo, una vez. Me enteré en el Centro porque solía llamarlo a gritos por la noche, igual que las demás pero más ruidosamente. De modo que debería ser capaz de recordar esto, de recordar cómo es y qué ocurrirá.
¿ Pero quién puede recordar el dolor, una vez que éste ha desaparecido? Todo lo que queda de él es una sombra, ni siquiera en la mente ni en la carne. El dolor deja una marca demasiado profunda como para que se vea, una marca que queda fuera del alcance de la vista y de la mente.
Alguien ha terminado el zumo de uva y alguien ha birlado una botella. No es la primera vez que ocurre algo así en una reunión de este tipo; pero ellos harán la vista gorda. Nosotras también necesitamos nuestras orgías.
—Bajad las luces —dice Tía Elizabeth—. Decidle que ha llegado el momento.
Alguien se levanta, camina hasta la pared y la luz se hace más débil hasta que la habitación queda en penumbras; el tono de nuestras voces disminuye hasta convertirse en un coro de crujidos, de murmullos roncos, como saltamontes en la noche. Dos mujeres salen de la habitación; otras dos conducen a Janine a la Silla de Partos, y ella se sienta en el asiento más bajo. Ahora está más tranquila, el aire penetra en sus pulmones a ritmo uniforme; nosotras nos inclinamos hacia delante, estamos tan tensas que nos duelen los músculos de la espalda y el vientre. Está llegando, está llegando, como el sonido de un clarín que llama a tomar las armas, como una pared que se derrumba, nos produce la misma sensación que una piedra que desciende en el interior de nuestros cuerpos, y pensamos que vamos a estallar. Nos cogemos de las manos, ya no estamos solas.
La Esposa del Comandante entra a toda prisa; todavía lleva puesto el ridículo camisón de algodón blanco, por debajo del cual asoman sus larguiruchas piernas. Dos Esposas, vestidas con traje y velo azul, la sostienen de los brazos, como si ella lo necesitara. En su rostro se dibuja una sonrisa tensa, como la de una anfitriona durante una fiesta que habría preferido no celebrar. Debe de saber lo que pensamos de ella. Trepa a la Silla de Partos y se sienta en el asiento que está detrás y encima de Janine, de manera tal que rodea el cuerpo de ésta: sus piernas delgaduchas quedan colocadas a los costados, como los brazos de un excéntrico sillón. Por extraño que parezca, lleva calcetines de algodón blanco y zapatillas azules de un material velloso, como las fundas de las tapas de inodoro. Pero nosotras no prestamos atención a la Esposa, apenas la vemos, tenemos la mirada clavada en Janine. Bajo la luz tenue, ataviada con su traje blanco, brilla como una luna que asoma entre las nubes.
Ahora Janine gruñe a causa del esfuerzo.
—Empuja, empuja, empuja —susurramos—. Relájate. Jadea. Empuja, empuja, empuja —la acompañamos, somos una con ella, estamos ebrias. Tía Elizabeth se arrodilla; en las manos tiene una toalla extendida para coger al bebé, he aquí la coronación de todo, la gloria, la cabeza de color púrpura y manchada de yogur, otro empujón y se deslizará hacia afuera, untada de flujo y sangre, colmando nuestra espera. Oh, alabado sea.
Mientras Tía Elizabeth lo inspecciona, contenemos la respiración; es una niña, muy pequeña, pero de momento está bien, no tiene ningún defecto, eso ya se ve, manos, pies, ojos, los contamos en silencio, todo está en su sitio. Con el bebé en brazos, Tía Elizabeth nos mira y sonríe. Nosotras también sonreímos, somos una sola sonrisa, las lagrimas caen por nuestras mejillas, somos muy felices.
Nuestra felicidad es, en parte, recuerdo. Lo que yo recuerdo es a Luke cuando estaba conmigo en el hospital, de pie junto a mi cabeza, sujetándome la mano, vestido con la bata verde y la mascarilla blanca que le habían proporcionado. Oh, exclamó, oh, Jesús, con un suspiro de sorpresa. Dijo que aquella noche se sentía tan importante que no pudo pegar ojo.
Tía Elizabeth está lavando con mucho cuidado al bebé, que no llora demasiado. Lo más silenciosamente posible, para no asustarlo, nos levantamos, nos apiñamos alrededor de Janine, la abrazamos, le damos palmaditas en la espalda. Ella también está llorando. Las dos Esposas de azul ayudan a la tercera Esposa, la Esposa de la familia, a bajar de la Silla de Partos y a subir a la cama, donde la acuestan y la arropan. El bebé, ahora limpio y tranquilo, es colocado ceremoniosamente entre sus brazos. Las Esposas que están en el piso de abajo suben en tropel, empujándonos y haciéndonos a un lado. Hablan en voz muy alta, algunas de ellas aún llevan sus platos, sus tazas de café, sus vasos de vino, algunas todavía están masticando, se apiñan alrededor de la cama, de la madre y de la niña, felicitando y haciendo gorgoritos. La envidia emana de ellas, puedo olerla, como débiles vestigios de ácido mezclado con su perfume. La Esposa del Comandante mira al bebé como si éste fuera un ramo de flores, algo que ella ha ganado, un tributo.
Las Esposas están aquí como testigos de la elección de1 nombre. Son ellas quienes lo eligen.
—Angela —dice la Esposa del Comandante.
—Angela, Angela —repiten las Esposas en tono nervioso—. ¡Qué nombre tan dulce! ¡Oh, ella es perfecta! ¡Oh, es maravillosa!
Nos quedamos de pie entre Janine y la cama, para que ella no pueda verlo. Alguien le da un trago de zumo de uva, espero que le hayan agregado vino; ella aún siente los dolores posteriores al parto, llora desconsoladamente, consumida por las lágrimas. Sin embargo, nos sentimos albo rozadas; esto es una victoria de todas nosotras. Lo hemos conseguido.
Le permitirán alimentar al bebé durante algunos meses. Ellos creen en la leche materna. Después Janine será trasladada, para comprobar si puede hacerlo otra vez con algún otro que necesite un cambio. Pero nunca será enviada a las Colonias, nunca la declararán No Mujer. Ésa es su recompensa.
El Birthmobile está afuera, esperando para devolvernos a nuestras casas. Los médicos aún están en la furgoneta; por la ventanilla vemos sus rostros como manchas blancas, corno el rostro de un niño enfermo encerrado en su casa. Uno de ellos abre la puerta y se acerca a nosotras.
—¿Todo salió bien? —pregunta en tono ansioso.
—Sí —respondo. En este momento me siento desgarrada, exhausta. Me duelen los pechos, incluso me gotean; es un sucedáneo de la leche, a algunas nos ocurre. Nos sentamos en nuestros bancos, frente a frente, mientras nos transportan; nos hemos quedado sin emoción, casi sin sensaciones, debemos de ser como manojos de tela roja. Nos duele todo. En nuestros regazos llevamos un espectro, un bebé fantasma. Ahora que el nerviosismo ha pasado, debemos hacer frente al fracaso. Madre, pienso. Estés donde estés, ¿puedes oírme? Querías una cultura de mujeres. Bien, aquí la tienes. No es lo que tú pretendías, pero existe. Tienes algo que agradecer.
El Birthmobile llega a la casa a última hora de la tarde. El sol brilla débilmente entre las nubes y en el aire flota el olor de la hierba húmeda que empieza a calentarse. He pasado todo el día en la ceremonia del Nacimiento, y he perdido la noción del tiempo. La compra de hoy debe de haberla hecho Cora, porque yo estoy eximida de toda obligación. Subo la escalera levantando pesadamente los pies de un escalón a otro y sujetándome de la barandilla. Me siento como si hubiera estado en pie durante varios días corriendo todo el tiempo; me duele el pecho y los músculos se me acalambran como si me faltara azúcar. Por una vez en la vida, ansío estar sola.
Me echo en la cama. Me gustaría descansar, dormirme, pero estoy demasiado fatigada y al mismo tiempo tan excitada que no podría cerrar los ojos. Contemplo el cielo ras
o,
siguiendo con la mirada las hojas de la guirnalda. Hoy me recuerda un sombrero, uno de esos de ala ancha que usaban las mujeres en tiempos pasados: sombreros como enormes aureolas, adornados con frutas y flores y plumas de pájaros exóticos; sombreros que representaban la idea del paraíso flotando exactamente encima de la cabeza, un pensamiento solidificado.
Dentro de un minuto, la guirnalda empezará a colorearse y yo empezaré a ver cosas. A este extremo llega mi cansancio: igual que cuando has conducido durante toda la noche, en la oscuridad, por alguna razón, ahora no debo pensar en eso, contando cuentos para mantenernos despiertos y turnándonos para conducir, y a medida que saliera el sol empezaras a ver cosas por el rabillo del ojo: animales atroces en los arbustos de la carretera, desdibujadas siluetas de hombres que desaparecen cuando los miras directamente.