El cuento de la criada (15 page)

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Authors: Elsa Mateo,Margaret Atwood

Tags: #Autoayuda, Ciencia Ficción

Oh, no, le haría daño, no les hace, bien comer demasiado azúcar.

Una no le hará daño, sólo una, Mildred.

Y la pelotillera Janine: Oh, sí, ¿puedo comer una, señora? Por favor.

Qué ejemplar, tan modosita, nada hosca como algunas otras, cumple con su trabajo y eso es todo. Como una hija para ti, como tú dirías. Una de la familia. Una ahogada risita de matrona. Eso es todo, querida, puedes volver a tu habitación.

Y cuando ella se ha ido: Son todas unas putitas, pero al menos tú no puedes quejarte. Coges lo que te dan, ¿verdad, chicas? Eso diría la Esposa del Comandante.

Oh, pero tú has sido muy
afortunada.
Vaya, algunas de ellas ni siquiera son limpias. Y jamás te sonreirían, se encierran en su habitación, no se lavan el pelo, y qué olor. Yo tengo que mandar a las Marthas a que limpien, casi tengo que llevarla a la rastra hasta la bañera, prácticamente tengo que sobornarla incluso para lograr que se dé un baño, tengo que amenazarla.

Yo tuve que tomar medidas severas con la mía, y ahora no come como debería; y en cuanto a lo otro, ni pizca, y eso que hemos sido muy regulares. Pero la tuya, es toda una garantía para ti. Y cualquiera de estos días, oh, debes de estar tan nerviosa, está gordísima, ¿a que estás impaciente?

¿Un poco más de té?, cambiando discretamente de tema.

Ya sé lo que viene después.

¿Y qué hace Janine en su habitación? Estará sentada, con el sabor del azúcar aún en la boca, lamiéndose los labios. Mirando por la ventana. Aspirando y espirando. Acariciándose los pechos hinchados. Sin pensar en nada.

CAPÍTULO 20

La escalera central es más ancha que la nuestra, y tiene una barandilla curva a cada lado. Desde arriba me llega el sonsonete de las mujeres que ya han llegado. Subimos la escalera en fila india, con todo cuidado, para no pisar el borde del vestido de la que va adelante. A la izquierda se ven las puertas dobles del comedor —que ahora están plegadas—, y en el interior la larga mesa cubierta con un mantel blanco y llena de platos fríos: jamón, queso, naranjas —¡tienen naranjas!—, panecillos recién horneados En cuanto a nosotras, más tarde nos servirán una bandeja con leche y bocadillos. Pero ellos tienen una cafetera y botellas de vino porque, ¿acaso las Esposas no pueden emborracharse un poquito en un día tan jubiloso? Primero esperarán los resultados y luego se hartarán como cerdos. Ahora están reunidas en la sala, al otro lado de la escalera, animando a la Esposa de este Comandante, la esposa de Warren. Es una mujer menuda; está tendida en el suelo, vestida con un camisón de algodón blanco, y su cabellera canosa extendida sobre la alfombra como una mancha de humedad; le masajean el vientre, como si realmente estuviera a punto de dar a luz.

El Comandante, por supuesto, no está a la vista. Se ha ido a donde se van los hombres en estas ocasiones, a algún escondrijo. Probablemente está calculando el momento en que será anunciada su presentación, si todo sale bien. Ahora está seguro de haberlo logrado.

Dewarren está en la habitación principal, una buena manera de definirla: allí es donde se acuestan el Comandante y su Esposa. Está sentada en la enorme cama, apuntalada con cojines: es Janine, hinchada pero reducida, despojada de su nombre original. Lleva un vestido recto de algodón blanco, levantado por encima de los muslos; su larga cabellera castaña está peinada hacia atrás y recogida en la nuca, para que no moleste. Tiene los ojos apretados; viéndola así, casi me resulta agradable. Al fin y al cabo, es una de nosotras, ¿qué pretende, sino vivir lo más agradablemente posible? ¿Qué otra cosa quiere cualquiera de nosotras? El inconveniente está en lo
posible.
Teniendo en cuenta las circunstancias, ella no lo hace mal.

Se encuentra flanqueada por dos mujeres que no conozco y que le sujetan las manos, o quizás es ella la que sujeta las manos de las mujeres. Una tercera mujer le levanta el camisón, le pone aceite para bebé en el montículo que forma su barriga y le hace fricciones en sentido descendente. A sus pies está Tía Elizabeth, vestida con el traje color caqui de los bolsillos en el pecho. Ella era una de las que daban clases de Educación Ginecológica. Sólo puedo ver un costado de su cabeza, su perfil, pero sé que es ella por su inconfundible nariz prominente y su considerable y severa barbilla. A su lado se ve la silla de partos con su asiento doble, uno de ellos levantado como un trono detrás del otro. No colocarán a Janine en la silla hasta que llegue el momento. Las sábanas están preparadas, lo mismo que la pequeña bañera y el bol con cubos de hielo para que Janine los chupe.

Las demás mujeres están sentadas en la alfombra con las piernas cruzadas; forman una multitud, se supone que todas las mujeres del distrito están aquí. Debe de haber veinticinco o treinta. No todos los Comandantes tienen Criada: las Esposas de algunos de ellos tienen hijos.
De cada uno,
dice la frase,
según sus capacidades; a cada uno según sus necesidades.
La recitábamos tres veces al día, después del postre. Era una frase de la Biblia, o eso decían. Otra vez San Pablo, de los Hechos.

Sois una generación de transición, decía Tía Lydia. Es lo más difícil. Sabemos cuántos sacrificios tendréis que hacer. Resulta difícil cuando los hombres os injurian. Será más fácil para las que vengan después de vosotras. Ellas aceptarán su obligación de buena gana.

Pero no decía: Porque no habrán conocido otro modo de vida.

Decía: Porque no querrán las cosas que no puedan tener.

Una vez por semana teníamos cine, después del almuerzo y antes de la siesta. Nos sentábamos en el suelo de la sala de Economía Doméstica, en nuestras esteras grises, mientras Tía Helena y Tía Lydia luchan con el equipo de proyección. Si teníamos suerte, no cargaban la película del revés. Esto me recordaba las clases de geografía, cuando iba a la escuela, miles de años atrás, y nos pasaban películas del resto del mundo; mujeres vestidas con faldas largas o vestidos baratos de algodón estampado, que llevaban haces de leña, o cestos, o cubos de plástico con agua que cogían de algún río, y bebés que les colgaban de los chales o de cabestrillos de red. Miraban a la cámara de reojo o con expresión asustada, sabiendo que algo les estaban haciendo con una máquina de un solo ojo de cristal, pero sin saber qué. Aquellas películas eran reconfortantes y terriblemente aburridas. Me hacían sentir sueño, incluso cuando en la pantalla aparecían hombres enseñando los músculos, picando la dura tierra con azadones y palas rudimentarios y trasladando rocas. Yo prefería las películas en las que se veían danzas, cantos, máscaras de ceremonia y objetos tallados convertidos en instrumentos, musicales: plumas, botones de latón, conchas de caracoles marinos, tambores. Me gustaba ver a esta gente cuando era feliz, no cuando eran desgraciados y estaban muertos de hambre, demacrados, o se agotaban hasta la muerte por cualquier tontería como cavar un pozo o regar la tierra, problemas que las naciones civilizadas habían resuelto hacía tiempo. Pensaba que bastaba con que alguien les proporcionara los medios tecnológicos y los dejara utilizarlos.

Tía Lydia no nos pasaba este tipo de películas.

En ocasiones nos ponía una antigua película pornográfica, de la década de los setenta o los ochenta. Mujeres arrodilladas chupando penes o pistolas, mujeres atadas o encadenadas o con collares de perro en el cuello, mujeres colgadas de árboles, o cabeza abajo, desnudas, con las piernas abiertas, mujeres a las que violaban o golpeaban o mataban. Una vez tuvimos que ver cómo descuartizaban a una mujer, le cortaban los dedos y los pechos con tijeras de podar, le abrían el estómago y le arrancaban los intestinos.

Considerad las posibilidades, decía Tía Lydia. ¿Veis cómo solían ser las cosas? Eso era lo que pensaban entonces de las mujeres. Le temblaba la voz de indignación.

Más tarde, Moira dijo que no era real, que estaba filmado con modelos; pero era difícil saberlo.

A veces, sin embargo, la película era lo que Tía Lydia llamaba un documental sobre No Mujeres. Imaginaos, decía Tía Lydia, lo que representa perder el tiempo de esa manera, cuando tendrían que haber estado haciendo algo útil. Antes, las No Mujeres siempre estaban perdiendo el tiempo. Las animaban para que lo hicieran. El gobierno les proporcionaba dinero para que hicieran exactamente eso. La verdad es que tenían algunas ideas bastante buenas, proseguía, con el tono autosuficiente de quien está en condiciones de juzgar. Incluso actualmente tendríamos que permitir que continuaran algunas de sus ideas. Sólo algunas, en realidad, decía tímidamente, levantando el dedo índice y agitándolo delante de nosotras. Pero ellas eran ateas, y ahí está la gran diferencia, ¿no os parece?

Me siento en mi estera, con las manos cruzadas; Tía Lydia se hace a un lado, apartándose de la pantalla; las luces se apagan y me pregunto si en la oscuridad podré inclinarme hacia la derecha sin que me vean y susurrar algo a la mujer que tengo a mi lado. ¿Pero qué puedo susurrarle? Le preguntaré si ha visto a Moira. Porque nadie la ha visto, no apareció a la hora del desayuno. Pero la sala, aunque en penumbras, no está lo suficientemente oscura, así que cambio de actitud, fingiendo que prestó atención. En las películas de este tipo no conectan la banda sonora, pero sí lo hacen en el caso de las películas pomo. Quieren que oigamos los gritos, los gemidos y los chillidos de lo que podría ser el dolor extremo o el placer extremo, o ambos a la vez, pero no quieren que oigamos lo que dicen las No Mujeres.

Primero aparecen el título y algunos nombres —que están tachados con carboncillo para que no podamos leerlos—, y entonces veo a mi madre. Mi madre de joven, más joven de lo que yo la recuerdo, tan joven como debía de ser antes de que yo naciera. Lleva el tipo de vestimenta que, según Tía Lydia, era típica de las No Mujeres en aquella época: un mono de tela tejana, debajo una camisa de cuadros verdes y malva, y zapatos de lona; es el tipo de vestimenta que en un tiempo llevaba Moira, el tipo de ropa que recuerdo haberme puesto yo misma hace mucho tiempo. Lleva el pelo recogido en la nuca con un pañuelo de color malva. Su joven rostro es muy serio, aunque bonito. Había olvidado que alguna vez mi madre fue tan bonita y tan ardiente. Está reunida con otras mujeres que van vestidas de la misma manera; lleva un palo, no, es el mango de una pancarta. La cámara toma una vista panorámica y vemos la inscripción, pintada en lo que debió de haber sido una sabana: DEVOLVEDNOS LA NOCHE. Ésta no ha sido tachada, pero se supone que nosotras no leemos. Las mujeres que están a mi alrededor jadean y en la sala se produce un movimiento semejante al de la hierba cuando es agitada por el viento. ¿Es un descuido, y por eso nos hemos librado de un castigo? ¿O ha sido algo deliberado, para recordarnos los viejos tiempos en los que no había ninguna seguridad?

Detrás de este cartel hay otros, y la cámara los capta brevemente: LIBERTAD PARA ELEGIR. QUEREMOS BEBÉS DESEADOS RESCATEMOS NUESTROS CUERPOS. ¿CREES QUE EL LUGAR DE LA MUJER ES LA COCINA? Debajo del último cartel se ve dibujado el cuerpo de una mujer sobre una mesa, y la sangre que le sale a chorros.

Ahora mi madre avanza, está sonriendo, riendo, todos avanzan con los puños en alto. La cámara se mueve en dirección al cielo, donde se elevan cientos de globos con los hilos colgando: globos rojos que tienen pintado un círculo, un círculo con un rabo como el de una manzana, pero el rabo es una cruz. La cámara vuelve a descender; ahora mi madre forma parte de la multitud y ya no la veo.

Te tuve cuando tenía treinta y siete años, me dijo mi madre. Era un riesgo, podrías haber salido deformada, o algo así. Eras un bebé deseado, eso sí, y recibí críticas de mucha gente. Mi antigua amiga Tricia Foreman me acusó de pronatalista, la muy puta. Yo se lo atribuí a los celos. Algunos, sin embargo, se portaron bien. Pero cuando estaba en el sexto mes de embarazo, muchos de ellos empezaron a enviarme esos artículos acerca de cómo después de los treinta y cinco años aumenta el riesgo de tener hijos con taras congénitas. Exactamente lo que necesitaba. Y tonterías acerca de lo difícil que era ser una madre soltera. Llevaos de aquí esa mierda, les dije, he empezado esto y voy a terminarlo. En el gráfico del hospital escribieron: «Primípara de edad», los sorprendí mientras lo apuntaban. Así llaman a las mujeres mayores de treinta años, que esperan su primer bebé. Todo eso es basura, les dije, biológicamente tengo veintidós años, podría daros cien vueltas a todos vosotros. Podría tener trillizos y salir de aquí caminando mientras vosotros aún estaríais intentando levantaros de la cama.

Mientras lo decía, la barbilla le sobresalía. La recuerdo así, con la barbilla sobresaliente y una copa delante de ella, en la mesa de la cocina; no tan joven, ardiente y bonita como aparecía en la película, pero fuerte, valiente, el tipo de anciana que no permitiría que alguien se colara delante de ella en la cola del supermercado. Le gustaba venir a mi casa a tomar un trago mientras Luke y yo preparábamos la cena, y contarnos lo que funcionaba mal en su vida, que siempre se convertía en lo que funcionaba mal en la nuestra. En aquel tiempo tenía el pelo canoso, por supuesto. Jamás se lo habría teñido. Por qué aparentar, decía De todos modos, para qué lo quiero, no quiero a ningún hombre a mi lado, para qué sirven, excepto por los diez segundos que emplean en hacer medio bebé. Un hombre es simplemente el instrumento de una mujer para hacer otras mujeres. No digo que tu padre no fuera un buen chico y todo eso, pero no estaba preparado para la paternidad. Y no es que yo pretendiera eso de él. Solamente haz tu trabajo, y luego puedes esfumarte, le dije, yo tengo un sueldo decente y puedo ocuparme de ella. Así que se fue a la costa y me enviaba postales de Navidad. Tenía unos hermosos ojos azules. Pero a todos ellos les falta algo, incluso a los guapos. Es como si estuvieran permanentemente distraídos, como si no pudieran recordar exactamente quiénes son. Miran mucho al cielo. Y pierden el contacto con la realidad. No tienen ni punto de comparación con las mujeres, salvo que son mejores arreglando coches y jugando al fútbol, que es justamente lo que necesitamos para el progreso de la raza humana, ¿verdad?

Así es como hablaba, incluso delante de Luke. A él no le importaba y le tomaba el pelo fingiendo ser un macho, le decía que las mujeres no estaban capacitadas para el pensamiento abstracto, y ella se tomaba otro trago y le dedicaba una sonrisa burlona.

Cerdo chauvinista, le decía.

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