El cuento de la criada (19 page)

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Authors: Elsa Mateo,Margaret Atwood

Tags: #Autoayuda, Ciencia Ficción

Quería que jugara al Intelect con él, y que lo besara como si lo hiciera de verdad.

Ésta es una de las cosas más curiosas que jamás me han ocurrido.

El contexto es todo.

Recuerdo un programa de televisión que vi una vez, una reposición de un programa hecho varios años antes. Yo debía de tener siete u ocho años, era demasiado joven para entenderlo. Era el tipo de programa que a mi madre le encantaba ver: histórico, educativo. Más tarde intentó explicármelo, contarme que las cosas que allí aparecían habían ocurrido realmente, pero para mí sólo era un cuento. Yo creía que alguien se lo había inventado. Supongo que todos los niños piensan lo mismo de cualquier historia anterior a su propia época. Si sólo es un cuento, parece menos espantoso.

El programa consistía en un documental sobre una de aquellas guerras. Entrevistaban a la gente y mostraban fragmentos de películas de la época, en blanco y negro, y fotografías. No recuerdo mucho del documental, pero sí recuerdo la calidad de las imágenes, cómo en ellas todo parecía cubierto con una mezcla de luz del sol y polvo, y lo oscuras que eran las sombras de debajo de las cejas y de los pómulos.

Las entrevistas a las personas que aún estaban vivas estaban rodadas en color. La que mejor recuerdo es la que le hacían a una mujer que había sido amante de un hombre que supervisaba uno de los campos donde encerraban a los judíos antes de matarlos. En hornos, según decía mi madre; pero no había ninguna imagen de los hornos, de modo que me formé la idea de que esas muertes habían tenido lugar en la cocina. Para un niño, esta idea encierra algo especialmente aterrador. Los hornos sirven para cocinar, y cocinar es lo que se hace antes de comer. Me imaginaba que a aquellas personas se las habían comido. Y supongo que, en cierto modo, es lo que les ocurrió.

Por lo que decían, aquel hombre había sido cruel y brutal. Su amante —mi madre me explicó el significado de la palabra
amante,
no le gustaban los misterios; cuando yo tenía cuatro años, me compró un libro sobre los órganos sexuales— había sido una mujer muy hermosa. Se veía una foto en blanco y negro de ella y de otra mujer, vestidas con el bañador de dos piezas, los zapatos de plataforma y la pamela que se usaban en esa época; llevaban gafas de sol con forma de ojos de gato y estaban tendidas en unas tumbonas junto a la piscina. La piscina estaba junto a la casa, que estaba cerca del campo donde tenían los hornos. La mujer dijo que no había notado nada fuera de lo normal. Negó estar enterada de la existencia de los hornos.

En el momento de la entrevista, cuarenta o cincuenta años más tarde, se estaba muriendo de un enfisema. Tosía mucho y se la veía muy delgada, casi demacrada. Pero aún se sentía orgullosa de su aspecto. (Mírala, decía mi madre un poco a regañadientes y con cierto tono de admiración Aún se siente orgullosa de su aspecto.) Estaba cuidadosamente maquillada, con mucho rímel en las pestañas y colorete en los pómulos, y tenía la piel estirada como un guante de goma inflado. Llevaba joyas.

No era un monstruo, decía. La gente dice que él era un monstruo, pero no es verdad.

¿En qué debía de estar pensando? Supongo que en nada; no en el pasado, no en ese momento. Estaba pensando en cómo no pensar. Era una época anormal. Ella estaba orgullosa de su aspecto. No creía que él fuera un monstruo. No lo era, para ella. Probablemente tenía algún rasgo atractivo: silbaba desafinadamente bajo la ducha, le gustaban las trufas, llamaba Liebchen a su perro y lo hacía sentar para darle trocitos de carne cruda. Qué fácil resulta inventar la humanidad de cualquiera. Qué tentación realizable. Un niño grande, debe de haberse dicho a sí misma. Se le debió de ablandar el corazón, debió de apartarle el pelo de la frente y le besó la oreja, no precisamente para obtener algo de él. Era el instinto tranquilizador, el instinto de mejorar las cosas. Vamos, vamos, le diría cuando él se despertaba a causa de una pesadilla. Esto es muy duro para ti. Esto es lo que ella debía de creer porque de lo contrario, ¿cómo pudo seguir viviendo? Debajo de esa belleza se ocultaba una mujer normal. Creía en la decencia, era amable con la criada judía, o bastante amable, o más amable de lo que la criada se merecía.

Algunos días después de que se rodara esta entrevista, se suicidó. Lo dijeron por la televisión.

Nadie le preguntó si lo había amado o no.

Lo que ahora recuerdo, más claramente que cualquier otra cosa, es el maquillaje.

Me pongo de pie en la oscuridad y empiezo a desabotonarme. Entonces oigo algo dentro de mi cuerpo. Me he roto, algo se me ha partido, debe de ser eso. El ruido sube y sale desde el lugar roto hasta mi cara. Sin advertencia: yo no estaba pensando en nada. Si dejo que este sonido salga al aire, se convertirá en una carcajada demasiado fuerte, alguien podría oír y entonces habría idas y venidas, órdenes y quién sabe qué más. Conclusión: emoción inadecuada a las circunstancias El útero que desvaría solían pensar. Histeria. Y luego una aguja, una píldora. Podría ser fatal.

Me pongo las dos manos delante de la boca, como si estuviera a punto de vomitar; caigo de rodillas, la carcajada hierve en mi garganta como si fuera lava. Gateo hasta el armario y subo las rodillas; me voy a ahogar aquí dentro. Me duelen las costillas de tanto contener la risa. Tiemblo, me sacudo, sísmica, voy a estallar como un volcán. El armario queda completamente rojo, carcajada rima con preñada, oh, morirse de risa.

Oculto la cara en los pliegues de la capa colgada, cierro con fuerza los ojos y me empiezan a brotar las lágrimas. Intento calmarme.

Al cabo de un rato se me pasa, como si se tratara de un ataque de epilepsia. Aquí estoy, dentro del armario.
Nolite te bastardes carborundorum.
No puedo verlo en la oscuridad, pero sigo las diminutas letras con la punta de los dedos, como si se tratara de un código en Braille. Ahora resuena en mi cabeza, no tanto como una oración sino como una orden, ¿pero para hacer qué? En cualquier caso, para mí es inútil, es como un antiguo jeroglífico cuya clave se ha perdido. ¿Por qué lo escribió, por qué se molestó en hacerlo? No hay manera de salir de aquí.

Me quedo acostada en el suelo, respirando aceleradamente, luego más despacio, nivelando la respiración, como en los ejercicios para el parto. Lo único que oigo ahora es el sonido de mi corazón, que se abre y se cierra, se abre y se cierra, se abre.

X
LOS PERGAMINOS ESPIRITUALES
CAPÍTULO 25

Lo primero que oí a la mañana siguiente fue un grito y un estrépito. Era Cora, que había dejado caer la bandeja del desayuno. Me despertó. Todavía tenía medio cuerpo dentro del armario, y la cabeza sobre la capa, que no era más que un bulto. Seguramente la descolgué de la percha y me quedé dormida encima de ella. Al principio no pude recordar dónde me encontraba. Cora estaba arrodillada a mi lado, sentí que me tocaba la espalda. Cuando me moví, volvió a gritar.

¿Qué pasa?, le pregunté. Di una vuelta y me incorporé.

Oh, dijo. Creí...

¿Qué creyó?

Como..., agrego.

Los huevos estaban en el suelo, rotos, y había zumo de naranja y cristales hechos añicos.

Tendré que traer otro, dijo. Qué desperdicio. ¿Qué hacías tirada en el suelo? Me cogió para ayudarme a levantarme y ponerme de pie.

No quise decirle que no me había acostado en toda la noche. No habría sabido cómo explicárselo. Le dije que debía de haberme desmayado. Fue casi peor, porque empezó a sacar sus conclusiones.

Es uno de los primeros síntomas, dijo en tono de satisfacción. Eso, y los vómitos. Tendría que haberse dado cuenta de que no había pasado el tiempo suficiente; pero tenía muchas esperanzas.

No, no es eso, le dije. Estaba sentada en la silla. Estoy segura de que no es eso. Simplemente me mareé. Estaba aquí, y todo empezó a oscurecerse.

Debe de haber sido por la tensión de ayer, dijo. Quítate esto.

Se refería al Nacimiento, y yo le dije que sí. En ese momento yo estaba sentada en la silla y ella arrodillada a mi lado, recogiendo los trozos de huevo y los cristales rotos y juntándolos en la bandeja. Secó parte del zumo de naranja con la servilleta de papel.

Tendré que traer un paño, comentó. Querrán saber por qué traigo más huevos. A menos que te arregles sin ellos. Me miró de reojo, furtivamente, y comprendí que sería mejor que ambas fingiéramos que yo me había tomado todo el desayuno. Si ella decía que me había encontrado tirada en el suelo, habría demasiadas preguntas. De cualquier manera, tendría que explicar la rotura del vaso; pero Rita se pondría de mal humor si tenía que preparar el desayuno por segunda vez.

Me las arreglaré sin ellos, le aseguré. No tengo mucha hambre. Fue perfecto, porque encajaba con lo del mareo. Pero me comeré la tostada, agregué. No quería quedarme totalmente en ayunas.

Está en el suelo, me advirtió.

No importa, le dije. Me senté a comer la tostada mientras ella entraba en el cuarto de baño y tiraba en el retrete el puñado de huevo que no había podido recuperar. Luego volvió a salir.

Diré que al salir se me cayó la bandeja, anunció.

Me gustó que estuviera dispuesta a mentir por mí, incluso en algo tan insignificante, aunque fuera en su propio beneficio. Era una manera de estar unidas.

Le sonreí. Espero que nadie te haya oído, le dije.

Me llevé un buen susto, dijo, deteniéndose en la entrada, con la bandeja en la mano. Al principio pensé que sólo eran tus ropas. Luego me dije ¿qué hacen sus ropas en el suelo? Pensé que tal vez te habías...

Fugado, agregué.

Bueno, casi, reconoció. Pero eras tú.

Sí, afirmé. Lo era.

Y lo era, y ella salió con la bandeja y volvió con un paño para limpiar el resto de zumo de naranja, y esa tarde Rita hizo un comentario malhumorado acerca de que algunas personas eran unas manazas. Tienen demasiadas cosas en la cabeza, no miran por dónde caminan, protestó y seguimos así, como si nada hubiera ocurrido.

Esto sucedió en mayo. Ahora ha pasado la primavera, los tulipanes han dejado de florecer y empiezan a perder los pétalos uno a uno, como si fueran dientes. Un día tropecé con Serena Joy, que estaba en el jardín, arrodillada sobre un cojín, y tenía el bastón a su lado, en la hierba. Se dedicaba a cortar los capullos con unas tijeras. Yo llevaba mi cesto con naranjas y chuletas de cordero, y al pasar la miré de reojo. Ella estaba concentrada, ajustando las hojas de la tijera, y al cortar lo hacía con un espasmo convulsivo de las manos. ¿Sería la artritis que se apoderaba de sus manos? ¿O una guerra relámpago, un kamikaze lanzándose sobre los hinchados órganos genitales de las flores? El cuerpo fructífero. Cortando los capullos se consigue que el bulbo acumule energía.

Santa Serena, arrodillada, haciendo penitencia.

A menudo me divierto así, con bromas malintencionadas y agrias con respecto a ella; pero no durante mucho tiempo. No es conveniente perder el tiempo mirando a Serena Joy desde atrás.

Lo que yo miraba codiciosamente eran las tijeras.

Bien. Además teníamos los lirios, que crecen hermosos y frescos sobre sus largos tallos, como vidrio soplado, como una acuarela momentáneamente congelada en una mancha, azul claro, malva claro, y los más oscuros, aterciopelados y purpúreos, como las orejas de un gato negro iluminadas por el sol, una sombra añil, y los de centro sangriento, de formas tan femeninas que resultaba sorprendente que una vez arrancados no duraran. Hay algo subversivo en el jardín de Serena, una sensación de cosas enterradas que estallan hacia arriba, mudamente, bajo la luz, como si señalaran y dijeran: Aquello que sea silenciado, clamará para ser oído, aunque silenciosamente. Un jardín de Tennyson, impregnado de aroma, lánguido; el retorno de la palabra
desvanecimiento
. La luz del sol se derrama sobre él, es verdad, pero el calor brota de las flores mismas, se puede sentir: es como sostener la mano un centímetro por encima de un brazo o de un hombro. Emite calor, y también lo recibe. Atravesar en un día como hoy este jardín de peonías, de claveles y clavellinas, me hace dar vueltas la cabeza.

El sauce luce un follaje abundante y deja oír su insinuante susurro.
Cita,
dice,
terrazas;
los silbidos recorren mi columna, como un escalofrío producido por la fiebre. El vestido de verano me roza la piel de los muslos, la hierba crece bajo mis pies y por el rabillo del ojo veo que algo se mueve en las ramas; plumas, un revoloteo, graciosos sonidos, el árbol dentro del pájaro, la metamorfosis se desboca. Es posible que existan diosas, y el aire queda impregnado de deseo. Incluso los ladrillos de la casa se ablandan y se vuelven táctiles; si me apoyo contra ellos, quedarán calientes y flexibles. Es sorprendente lo que puede lograr una negación. ¿Acaso el hecho de ver mi tobillo, ayer, en el puesto de control, cuando dejé caer mi pase para que él lo cogiera, hizo que se mareara y se desvaneciera? Nada de pañuelos ni abanicos, uso lo que tengo a mano.

El invierno no es tan peligroso. Necesito la insensibilidad, el frío, la rigidez; no esta pesadez, como si yo fuera un melón sobre un tallo, esta madurez líquida.

El Comandante y yo tenemos un acuerdo. No es el primero de este tipo en la historia, aunque la forma que está adoptando no es la habitual.

Visito al Comandante dos o tres veces por semana, siempre después de la cena, pero solamente cuando recibo la señal. Y la señal es Nick. Si cuando yo salgo a hacer la compra, o cuando vuelvo, él está lustrando el coche, y tiene la gorra ladeada o no la tiene bien puesta, entonces acudo a la cita. Si él no está, o tiene la gorra puesta como corresponde, me quedo en mi habitación, como de costumbre. Por supuesto, nada de esto se aplica durante las noches de Ceremonia.

Como siempre, la dificultad es la Esposa. Después de cenar se va al dormitorio de ambos, desde donde podría oírme mientras yo me escabullo por el pasillo, aunque tengo cuidado de no hacer ruido. O se queda en la sala, tejiendo una de sus interminables bufandas para los Angeles, elaborando metros y metros de intrincadas e inútiles personas de lana: debe de ser la manera que ella tiene de procrear. Normalmente, cuando está en la sala, la puerta queda entreabierta, de modo que no me atrevo a pasar junto a ella. Si he recibido la señal pero no puedo bajar la escalera ni pasar junto a la puerta de la sala, el Comandante comprende. Él, mejor que nadie, conoce mi situación. Conoce todas las reglas.

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