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Authors: Bernard Werber

Tags: #Ciencia, Fantasía, Intriga

El día de las hormigas (11 page)

Chli-pu-ni ha hablado con muchas ciudadanas excitadoras. Se han esforzado, y también la reina. Juntas han llegado a una cifra, que es de ochenta mil.

¿Ochenta mil legiones?

No, ochenta mil soldados. Por lo que a ella se refiere, Chli-pu-ni cree que esos efectivos bastarán. Si 103.683 los juzga realmente demasiado irrisorios, la reina consiente en hacer algunos esfuerzos de estimulación suplementarios, para reclutar a cien o doscientas guerreras más. ¡Pero esa cifra es lo máximo que puede conseguir!

103.683 medita. ¡La reina no se da cuenta de la amplitud de la tarea! ¡Ochenta mil soldados para enfrentarse a todos los Dedos de la Tierra, eso es una insensatez!

Pero su sempiterna curiosidad la devora. ¿Cómo dejar pasar una ocasión tan preciosa? Trata de animarse. Después de todo, ochenta mil soldados tendrán bajo su mando una expedición importante. ¡Un poco de audacia, y todo resuelto! Tal vez no consiga matar a todos los Dedos, pero, a cambio, sabrá mucho mejor quiénes son y cómo funcionan.

De acuerdo con los ochenta mil soldados. No obstante, a 103.683 le gustaría hacer dos preguntas. ¿Por qué es necesaria la cruzada? ¿Y por qué esa animosidad contra los Dedos cuando tanta estima sentía por ellos Madre Belo-kiu-kiuni?

La reina se dirige hacia un corredor que se abre al fondo de la sala.

Ven. Te llevaré a visitar la Biblioteca química.

28. Laetitia está a punto de aparecer

La sala era ruidosa, estaba llena de humo y abarrotada de mesas, de sillas y de máquinas de café.

Sonaban los teclados, unos desechos humanos tumbados sobre bancos renegaban, unos tipos agarrados a las rejas de sus jaulas clamaban que las cosas no quedarían así y que querían llamar a su abogado.

Un tablón exhibía varios rostros patibularios, cada uno con su precio de captura. La tarifa oscilaba entre mil y cinco mil francos. Cifras más bien modestas, si se considera que un hombre esconde en su cuerpo productos orgánicos (riñones, corazón, hormonas, vasos sanguíneos, líquidos diversos) cuyo valor comercial acumulado se acerca más bien a los setenta y cinco mil francos.

Cuando Laetitia Wells apareció en la comisaría, numerosos pares de ojos se alzaron hacia ella. Siempre producía ese efecto.

—Por favor, ¿el despacho del comisario Méliés?

Un subalterno de uniforme le pidió su citación antes de indicarle dónde se encontraba.

—Por ahí, al fondo, antes del aseo.

—Gracias.

Cuando cruzó su puerta, el comisario sintió que el corazón se le encogía.

—Estoy buscando al comisario Méliés —dijo.

—Soy yo.

Con un gesto, la invitó a sentarse.

No lograba reponerse. Nunca, en toda su vida había visto una mujer tan hermosa. Ninguna de sus conquistas, recientes o pasadas, le llegaba a la altura del zapato.

Lo que sorprendía ante todo eran sus ojos violeta. Luego venía su cara de
madonna,
su cuerpo suelto y el aura de perfume que de él se desprendía. El análisis de un químico habría ofrecido el siguiente resultado: bergamota, espina cardo, mandarina, galóxido, madera de sándalo, todo ello realzado por una pizca del almizcle de capra hispánica. Pero Jacques Méliés no podía hacer otra cosa que aspirar con delicia aquel aroma.

Se dejó arrastrar por el sonido de su voz antes de comprender sus palabras. ¿Qué había dicho la joven? Hizo un esfuerzo para reponerse. ¡Tantas informaciones visuales, olfativas y auditivas saturaban su cerebro!

—Gracias por haber venido —balbuceó por fin.

—Soy yo quien le está agradecida por haber aceptado esta entrevista, concede usted muy pocas.

—No, no, le debo mucho. Usted me ha abierto los ojos en este caso. Era de justicia recibirla.

—Perfecto. Tiene usted buen carácter. ¿Puedo grabar nuestra conversación?

—Como quiera.

Él hablaba. Intercambiaba palabras anodinas, pero estaba como hipnotizado por el rostro blanco de la joven, por sus cabellos negrísimos cortados a lo Louise Brooks con un pesado flequillo, por sus largos ojos violeta alargados encima de las altas mejillas. Se había pintado sus labios carnosos de un rosa discreto. Su traje púrpura llevaba probablemente la firma de un modisto elegante. Sus joyas, su porte, todo olía en ella a gran clase.

—¿Puedo fumar?

Él asintió, le tendió un cenicero y ella sacó una pequeña pitillera cincelada. Encendió el cigarrillo y soltó una bocanada azul de tufo opiáceo. Luego sacó un cuaderno de su bolso y empezó a interrogarle.

—He sabido que por fin ha pedido una autopsia. ¿Es exacto?

Él asintió con la cabeza.

—¿Cuál ha sido el resultado?

—Miedo más veneno. En cierto modo, los dos teníamos razón. Por lo que a mí se refiere, pienso que las autopsias no constituyen una panacea. No pueden revelárnoslo todo.

—¿Ha descubierto el análisis de sangre alguna huella de veneno?

—Negativo. Pero eso no quiere decir nada, existen venenos que no pueden descubrirse.

—¿Ha descubierto usted indicios en el lugar del crimen?

—Ninguno.

—¿Ha encontrado huellas de violencia?

—Ni el menor rastro.

—¿Tiene alguna idea sobre el móvil?

—Como ya he declarado en el despacho de agencia, Sébastien Salta perdía mucho dinero en el juego.

—¿Cuál es su convicción íntima sobre este caso?

Méliés suspiró.

—No tengo ninguna… ¿Puedo a mi vez hacerle alguna pregunta? Parece que ha estado usted investigando entre los psiquiatras.

Leyó la sorpresa en las pupilas violeta.

—¡Bravo, está usted bien informado!

—Es mi oficio. ¿Ha descubierto qué es lo que podía causar tanto miedo a tres personas hasta el punto de matarlas?

Ella dudó.

—Soy periodista. Mi oficio consiste en recoger información de la Policía, no en darla.

—Bueno, digamos que se trataría de un simple intercambio, aunque usted no está obligada, evidentemente, a suscribirlo.

Ella descruzó sus finas piernas, embutidas en medias de seda.

—A usted, ¿qué es lo que a usted le da miedo, comisario? —Le miró fijamente desde abajo, al inclinarse para dejar caer la ceniza en el cenicero—. No, no responda. Es demasiado íntimo. Mi pregunta era casi indecente. El miedo es un sentimiento tan complejo… Es la primera emoción del hombre de las cavernas. El miedo es algo antiquísimo y muy potente. Arraiga en nuestro inconsciente, y por eso no podemos controlarlo.

Aspiró profundamente su cigarrillo antes de aplastarlo en el cenicero. Luego alzó la cabeza y le sonrió:

—Comisario, creo que nos encontramos ante un enigma que está a nuestra altura. He escrito ese artículo porque temía que lo dejase usted escapar. —Paró el magnetófono—. Comisario, no me ha dicho nada que yo ya no supiese. Y yo voy a informarle de algo. —Empezó a ponerse de pie. — El caso Salta es mucho más interesante de lo que supone. Pronto tendrá secuelas.

Él se sobresaltó:

—¿Qué es lo que sabe?

—Un pajarito… —dijo ella, estirando sus encantadores labios en una sonrisa misteriosa y cerrando sus ojos violeta.

Luego desapareció con la agilidad de un felino.

29. La búsqueda del fuego

103.683 nunca ha estado en la Biblioteca química. El lugar es francamente impresionante. Hay huevos llenos de líquidos vivos que se alinean hasta perderse de vista. Cada uno encierra testimonios, descripciones, ideas únicas.

Mientras avanzan entre las hileras, Chli-pu-ni va explicando. Ha descubierto que Madre Belo-kiu-kiuni se comunicaba con los Dedos subterráneos desde el momento en que tomó posesión de la Ciudad prohibida de Bel-o-kan. Madre estaba completamente obnubilada por los Dedos. Pensaba que formaban una civilización aparte. Los alimentaba y, a cambio, ellos le informaban de cosas extrañas. De la rueda, por ejemplo.

Para la reina Belo-kiu-kiuni, los Dedos eran animales benéficos. ¡Cómo se engañaba! Chli-pu-ni tiene ahora la prueba. Todos los testimonios coinciden: fueron los Dedos quienes prendieron fuego a Bel-o-kan y de ese modo mataron a Belo-kiu-kiuni, la única reina que quería comprenderlos.

La triste verdad es que su civilización está basada en el… fuego. Por eso Chli-pu-ni no ha querido volver a dialogar con ellos, ni seguir alimentándolos. Por eso ha sellado el pasadizo a través del suelo granítico. Por eso trata de eliminarlos de la superficie de la Tierra.

Informes de expedición cada vez más abundantes subrayan las mismas informaciones: los Dedos encienden fuegos, juegan con el fuego, fabrican objetos con la ayuda del fuego. Las hormigas no pueden permitir a esos insensatos seguir así. Sería ir directamente al Apocalipsis. La prueba sufrida por Bel-o-kan lo ha demostrado sobradamente.

¡El fuego…! 103.683 hace un gesto de disgusto. Ahora comprende mejor la obsesión de Chli-pu-ni. Todas las hormigas saben lo que es el fuego. En el pasado también ellas descubrieron ese elemento. Igual que los humanos por casualidad. El rayo había derribado un arbolillo. Una ramita encendida cayó entre las hierbas. Una hormiga se acercó para ver mejor aquel trozo de sol que lo oscurecía todo a su alrededor.

Las hormigas intentan llevar al nido todo lo que es insólito. Aquella primera vez fue un fracaso. Y también los intentos siguientes. La llama solía apagarse por regla general durante el camino. Pero, a fuerza de coger ramitas cada vez más largas, una exploradora avisada consiguió llevar una hasta las cercanías de su hormiguero. Había demostrado que se podían transportar aquellos trozos de sol. Sus hermanas le hicieron una fiesta.

¡Qué maravilla el fuego! Aportaba energía, luz, calor. ¡Y qué hermosos colores! Rojo, amarillo, blanco e incluso azul.

Todo esto había ocurrido no hacía mucho tiempo, apenas unos cincuenta millones de años. Incluso los insectos sociales se acordaban.

Problema: la llama nunca duraba. Entonces había que esperar a que brotase de nuevo el rayo, que por desgracia venía acompañado por una lluvia que apagaba el fuego.

Para proteger mejor su tesoro encendido, a una hormiga se le ocurrió la idea de introducirlo en su ciudad de ramitas. ¡Desastrosa iniciativa! Cierto que el fuego duró algún tiempo más, pero incendiando inmediatamente las bóvedas de ramitas y provocando la muerte de millares de huevos, obreras y soldados.

No felicitaron a la innovadora. Pero, en realidad, la búsqueda del fuego no hacía sino empezar. Las hormigas son así. Siempre empiezan por la peor de las soluciones antes de llegar a descubrir, mediante ajustes sucesivos, la mejor.

Las hormigas cavilaron mucho tiempo sobre el tema.

Chli-pu-ni saca la feromona memoria donde están consignados sus trabajos.

Pronto se dieron cuenta de que el fuego era muy contagioso. Bastaba con acercarse a él para incendiarse. Al mismo tiempo, paradójicamente, era muy frágil. Un simple batir de alas de mariposa y el fuego no resistía más que una humareda negra que se desvanecía en el aire. Si las hormigas querían apagar «el fuego», lo más cómodo para ellas era proyectar encima ácido fórmico poco concentrado. Las chapuceras precursoras que lanzaron sobre las brasas un ácido demasiado potente pronto quedaron transformadas en sopletes y luego en antorchas vivientes.

Más tarde, y de esto hacía setecientos cincuenta mil años, las hormigas descubrieron por casualidad, como siempre, al defender todo y nada (que es su forma de ciencia), que se podía «construir» fuego sin tener que esperar al rayo. Frotando una contra otra dos hojas muy secas, una obrera había visto que producían fuego y después se encendían. La experiencia fue reproducida y estudiada. A partir de ese momento las hormigas ya sabían encender fuego a voluntad.

A ese hermoso descubrimiento siguió un período de euforia. Cada nido encontraba, casi todos los días, nuevas aplicaciones. El fuego destruía los árboles demasiado molestos, desmigajaba los materiales más duros, reavivaba las energías al salir de la hibernación, sanaba ciertas enfermedades y por regla general embellecía el color de las cosas.

El entusiasmo empezó a decaer cuando, de forma ineluctable, aparecieron los empleos militares del fuego. Una vez que algo empezaba a arder, bastaba con un soplo de aire para atizarlo y las hormigas bombero apenas conseguían nada con su chorro de ácido poco concentrado para dominar el incendio.

Cuando un matorral se encendía, el fuego no tardaba en comunicarse de árbol en árbol y en una jornada no eran trescientos mil individuos, sino treinta mil hormigueros, los que se veían reducidos al estado de cenizas negruzcas.

Aquella plaga lo diezmaba todo: los árboles más gruesos, los mayores animales e incluso los pájaros. Hasta el punto de que, tras el entusiasmo, vino el rechazo. Total. Unánime. ¡Qué lejos estaba la alegría de los primeros días! El fuego era demasiado peligroso. Todos los insectos sociales se pusieron de acuerdo para lanzar el anatema y declararlo tabú.

Nadie debía acercarse a un fuego. Si el rayo caía sobre un árbol, la orden era alejarse. Si unas ramitas secas empezaban a quemarse, el deber de todos y cada uno era esforzarse en apagarlas. Las instrucciones franquearon los océanos. Todas las hormigas del planeta y todos los insectos supieron inmediatamente que había que huir del fuego y, sobre todo, no tratar de convertirse en amos de él.

Sólo algunas especies de moscones y de mariposas siguieron acercándose a las llamas. Pero en su caso era porque se drogaban con la luz.

Los demás aplicaron rigurosamente las consignas. Si un nido o un individuo utilizaba el fuego para la guerra, todos los demás, de todas las especies, pequeños y grandes, se coaligaban inmediatamente para aplastarlo.

Chli-pu-ni volvió a depositar la feromona memoria.

Los Dedos han empleado el arma prohibida, y siguen utilizándola en todo lo que emprenden. La civilización de los Dedos es una civilización del fuego. Por lo tanto debemos destruirla antes de que prendan fuego a todo el bosque.

De la reina se desprende un olor de convicción feroz.

103.683 sigue perpleja. Según la misma Chli-pu-ni, los Dedos constituyen un epifenómeno. Inquilinos temporales de la superficie del suelo. Y, probablemente, inquilinos efímeros. No están en la Tierra sino desde hace tres millones de años y, desde luego, no permanecerán en ella mucho tiempo más.

103.683 se lava las antenas.

Normalmente, las hormigas permiten que las especies se sucedan sobre la corteza terrestre, las dejan vivir y morir sin preocuparse de ellas. Entonces, ¿por qué esta cruzada?

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