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Authors: Bernard Werber

Tags: #Ciencia, Fantasía, Intriga

El día de las hormigas (14 page)

Pronto comprendieron las rebeldes que el doctor Livingstone mantenía dos discursos de espíritu diametralmente distinto. Por eso, cuando hablaba de dioses, se avisaba a las hormigas deístas y las demás se retiraban. Cuando evocaba temas «normales», las deístas se iban. Hasta el punto de que poco a poco fue apareciendo en el seno de la comunidad rebelde pro-Dedos una escisión. Las había deístas, las había no-deístas, pero entre ellas no surgió la discordia. A pesar de que las segundas estimaban que las primeras habían desarrollado un comportamiento completamente irracional y ajeno a la cultura de las hormigas.

103.683 se desconecta. Se limpia las antenas e interroga al foro de las rebeldes.

¿Cuáles de vosotras son deístas?

Una hormiga se adelanta.

Me llamo 23 y creo en la existencia de los dioses todopoderosos.

La coja le dice aparte que las deístas contestan con todo tipo de frases hechas, incluso aunque no conozcan a menudo su sentido. Pero esto último ni siquiera parece molestarlas, al contrario. Cuanto más incomprensibles son las palabras, más les gusta repetirlas.

Por su parte, 103.683 no comprende cómo el doctor Livingstone puede poseer dos personalidades completamente distintas a la vez.

Ése es, quizás, el gran misterio de los Dedos, responde la coja. Su dualidad. En su caso, lo simple se mezcla a lo complejo, las feromonas cotidianas a mensajes abstractos.

Y añade que, por el momento, las deístas son minoritarias, pero que su partido no cesa de aumentar.

Una joven hormiga acude blandiendo el capullo de mariposa que la soldado había enterrado a la entrada del establo.

¿Es tuyo, verdad?

103.683 asiente y, tendiendo sus antenas hacia la nueva, le pregunta.

¿Y tú, qué eres? ¿Deísta o no deísta?

La joven hormiga inclina tímidamente la cabeza. Sabe que se dirige a ella una soldado célebre y experimentada. Mide el carácter de gravedad de lo que va a responder. Sin embargo, las palabras brotan de golpe del más profundo de sus tres cerebros.

Me llamo 24. Creo en la existencia de los dioses todopoderosos.

36. Enciclopedia

PENSAMIENTO:
El pensamiento humano lo puede todo.

En los años 50, un buque mercante inglés que transportaba botellas de vino de Madeira procedente de Portugal atraca en un puerto escocés para desembarcar su cargamento. Un marino entra en la cámara frigorífica para comprobar si todo está bien. Ignorando su presencia, otro marino cierra la puerta desde fuera.

El prisionero golpea con todas sus fuerzas los tabiques, pero nadie le oye y el navío vuelve a zarpar con destino a Portugal.

El hombre descubre alimento suficiente pero sabe que no podrá sobrevivir mucho tiempo en aquel lugar refrigerado. Encuentra, sin embargo, energía para coger un trozo de metal y grabar en las paredes, hora tras hora, y día tras día, el relato de su calvario. Cuenta con precisión científica su agonía. Cómo el frío le va embotando y helando su nariz y los dedos de manos y pies, que se vuelven quebradizos como cristal. Describe la forma en que la mordedura del aire se convierte en quemadura intolerable. Cómo poco a poco su cuerpo entero va petrificándose en un bloque de hielo.

Cuando el barco echa el ancla en Lisboa, el capitán que abre el contenedor descubre al marinero muerto. En las paredes lee el diario minucioso de sus horribles sufrimientos.

Sin embargo, lo más sorprendente no estaba ahí. El capitán mira la temperatura del interior del contenedor. El termómetro indica 10° centígrados. Dado que el lugar ya no contenía mercancías, el sistema de refrigeración no se había activado durante el viaje de regreso. El hombre había muerto únicamente porque creía tener frío. Había sido víctima únicamente de su propia imaginación.

Edmond Wells

Enciclopedia del saber relativo y absoluto,
tomo II

37. Misión Mercurio

Quisiera ver al doctor Livingstone.

El deseo de 103.683 no puede ser atendido. Con sus antenas, el conjunto de las rebeldes la escrutan con insistencia.

Nosotras te necesitamos para otra cosa.

La coja se lo explica. La víspera, mientras la soldado se hallaba con la reina, un grupo de rebeldes había bajado por el pasadizo bajo el techo de granito. Encontraron al doctor Livingstone y le anunciaron la cruzada contra los Dedos.

¿Con el doctor Livingstone de la palabra deísta o con el de la palabra no deísta?,
pregunta 103.683.

No. Con el no deísta, razonable y concreto, que hablaba de cosas sencillas y directas, al alcance de todas las antenas. En cualquier caso, el doctor Livingstone y los Dedos que a través suyo se expresan no enloquecieron al saber que iba a partir al confín del mundo una misión para exterminar a todos los Dedos. Al contrario, lo recibieron como una buena noticia e incluso dijeron que se trataba de una ocasión única que no debían desaprovechar.

Los Dedos reflexionaron durante largo tiempo. Luego el doctor Livingstone transmitió sus instrucciones, órdenes para una misión propia, que denominaron «misión Mercurio». Estaría directamente relacionada con la cruzada hacia el Oriente, hasta el punto de confundirse con ella.

Como eres tú la que va a guiar las tropas de Bel-o-kan, también tú serás la más indicada para llevar a buen término esa misión Mercurio.

103.683 toma nota de su nueva tarea.

¡Cuidado! Mide bien la importancia de lo que necesitas para triunfar. La misión Mercurio puede cambiar la faz del mundo.

38. Debajo

—¿Crees que podrá llevar a buen término la misión Mercurio?

Augusta Wells había terminado de exponer su plan a las hormigas. La anciana pasó sobre su frente una mano deformada por los reumatismos y suspiró:

—¡Dios mío! ¡Ojalá que esa hormiguita roja lo consiga!

Todos miraban a la anciana en silencio. Algunos sonreían. Estaban obligados a confiar en aquellas hormigas rebeldes. No tenían elección. No conocían el nombre de la hormiga encargada de la misión Mercurio, pero todos rogaron por que no se dejase matar.

Augusta Wells cerró los ojos. Hacía ya un año que estaban allí, a varios metros bajo tierra. Por centenaria que fuese, se acordaba de todo.

En primer lugar estaba su hijo Edmond, quien tras la muerte de su mujer había ido a instalarse en el número 3 de la calle de los Sybarites, a dos pasos del bosque de Fontainebleau. Cuando, años más tarde, murió, había dejado a su heredero, su sobrino Jonathan, una carta. Una carta extrañísima, con la siguiente recomendación por única frase: «No bajar nunca a la bodega.»

Con la perspectiva del tiempo, Augusta Wells podía casi asegurar que aquella frase había sido la más eficaz de las incitaciones. Después de todo, Parmentier había asegurado la promoción de sus patatas que nadie quería plantándolas en un campo cercado, rodeado de carteles: «Prohibido terminantemente entrar.» Desde la primera noche los ladrones birlaron los preciosos tubérculos y, un siglo más tarde, las patatas fritas se habían convertido en un elemento clave de la alimentación mundial.

Así pues, Jonathan Wells había bajado a la bodega prohibida. No había vuelto a subir. Su mujer Lucie se aventuró en su búsqueda. Luego su hijo Nicolás. A continuación, unos bomberos a las órdenes del inspector Gérard Galin. Más tarde, unos policías dirigidos por el comisario Alain Bilsheim. Finalmente la propia Augusta Wells, acompañada por Jasón Bragel y por el profesor Daniel Rosenfeld.

En total, dieciocho personas habían descendido por la interminable escalera de caracol. Todas se habían enfrentado a las ratas, resuelto el enigma de las seis cerillas que forman cuatro triángulos. Habían pasado por el embudo que comprime el cuerpo como para un nacimiento. Habían vuelto a subir, habían caído en la trampa. Habían superado sus fobias infantiles y las trampas de su inconsciente, el agotamiento, la visión de la muerte.

Al final de su larga marcha, habían descubierto el templo subterráneo, construido durante el Renacimiento debajo de una ancha losa de granito, rematada a su vez por un hormiguero. Jonathan les había mostrado el laboratorio secreto de Edmond Wells. Les había puesto ante los ojos las pruebas del genio de su viejo tío, en particular su máquina bautizada con el nombre de «Piedra Rosetta», que permitía comprender el lenguaje olfativo de las hormigas y su habla. De la máquina salía un tubo unido a una sonda, una hormiga de plástico para más exactitud, que servía a la vez de micrófono y de altavoz. Este aparato era su embajador ante el pueblo de las hormigas, el doctor Livingstone.

A través de esa máquina Edmond Wells había dialogado con la reina Belo-kiu-kiuni. No habían tenido tiempo de intercambiar muchas frases, pero sí las suficientes para medir hasta qué punto eran todavía incapaces de encontrarse sus dos grandes civilizaciones paralelas.

Jonathan había recogido la antorcha abandonada por su tío y arrastró a todo el grupo hacia su pasión. Le gustaba decir que eran como cosmonautas en una cápsula espacial esforzándose en comunicarse con los extraterrestres. Afirmaba: «Estamos haciendo lo que podría terminar siendo la experiencia más fascinante de nuestra generación. Si no conseguimos dialogar con las hormigas, tampoco llegaremos a hacerlo con otras formas de inteligencia, terrestres o extraterrestres.»

Sin duda tenía razón. Pero ¿de qué sirve tener razón demasiado pronto? Su comunidad utopista no siguió siendo perfecta mucho tiempo. Se consagraron a los problemas más sutiles, se vieron detenidos por los problemas más triviales.

Un bombero apostrofó un día a Jonathan:

—Tal vez seamos como cosmonautas en su cápsula, pero ellos ya se las habrían arreglado para llevar un número igual de hombres y de mujeres. Mientras que, nosotros, somos quince hombres en la flor de la edad y sólo hay una mujer. ¡No nos vengas con cuentos chinos!

La respuesta de Jonathan Wells estalló.

—¡También entre las hormigas sólo hay una hembra por cada quince machos!

Prefirieron echarse a reír.

No sabían demasiado bien lo que pasaba allí arriba, en el hormiguero, salvo que la reina Belo-kiu-kiuni había muerto y que la sucesora no quería oír hablar de ellos. Había llegado incluso a cortarles los víveres.

Privados de diálogo y de alimentación, su experimento se había convertido en un infierno. Dieciocho personas hambrientas confinadas en un subterráneo: la situación no era fácil de sobrellevar.

Fue el comisario Alain Bilsheim el primero que, cierta mañana, encontró vacía la «caja de las ofrendas». Se lanzaron entonces sobre las reservas, esencialmente los champiñones que habían aprendido a cultivar allí, bajo tierra. Al menos no carecían de agua fresca gracias al manantial subterráneo, ni de aire, gracias a las chimeneas de aireación.

¡Pero menudo ayuno, aire, agua y champiñones!

Un policía acabó por explotar. Carne, exigía carne roja.

Sugirió echar a suertes quiénes servirían de carne fresca a los demás. ¡Y no bromeaba!

Augusta Wells lo recordaba como si la penosa escena hubiera ocurrido el día anterior.

—¡Quiero comer! —vociferaba el policía.

—No queda nada.

—¡Sí! ¡Nosotros! Somos comestibles los unos para los otros. Cierto número de individuos elegidos al azar deben sacrificarse para que los otros sobrevivan.

Jonathan Wells se había levantado.

—No somos bestias. Sólo los animales se comen entre sí. Nosotros somos hombres, ¡hombres!

—Nadie te obliga a convertirte en caníbal, Jonathan. Respetaremos tus opiniones. Pero, si te niegas a comer hombres, al menos puedes servirles de alimento.

En ese momento el policía hizo un gesto de connivencia a otro de sus colegas. Juntos agarraron a Jonathan y trataron de golpearle. Consiguió soltarse, a fuerza de puñetazos. Nicolás Wells se metió en la pelea.

La escaramuza cobró amplitud. Adversarios y partidarios del canibalismo eligieron su campo. Algunos golpes fueron dados con la voluntad de matar. Los partidarios de la carne humana se habían apoderado de cascos de botella, cuchillos y palos para lograr mejor sus fines. Incluso Augusta, Lucie y el pequeño Nicolás se habían enfurecido, y arañaban, soltaban patadas y daban puñetazos. En cierto momento, la abuela mordió un antebrazo que pasaba al alcance de su boca, pero su dentadura postiza se rompió. El músculo humano es, a pesar de todo, sólido.

Aislados a varios metros bajo tierra, luchaban con la rabia de animales acorralados. Encerrad dieciocho gatos en una jaula de un metro cuadrado durante un mes y tal vez obtengáis un cálculo de la ferocidad de la pelea a la que aquel día se entregó el grupo utopista que había pensado en hacer evolucionar la Humanidad.

Sin policías ni testigos, se abandonaron a sus instintos.

Hubo un muerto. Un bombero víctima de una cuchillada. Los demás, aterrados, interrumpieron en el acto el combate y contemplaron el desastre. Nadie pensó en comerse al difunto.

Los ánimos se calmaron. El profesor Daniel Rosenfeld puso término al debate:

—¡Qué bajo hemos caído! El hombre de las cavernas sigue agazapado en nosotros y no hay que rascar demasiado en nuestra capa de cortesía para verlo resurgir. Cinco mil años de civilización no pesan mucho. —Suspiró—. ¡Cómo se burlarían de nosotros las hormigas si ahora nos viesen matarnos por el alimento!

—Pero… —empezó a decir un policía.

—¡Cállate, larva humana! —Gritó el profesor—. Ningún insecto social, ni siquiera una cucaracha, se atrevería a comportarse como acabamos de hacerlo nosotros. Y nos creemos las joyas de la creación, dejadme que me ría. Este grupo encargado de prefigurar el hombre del futuro se comporta como una horda de ratas. Miraos, ved lo que habéis hecho con vuestra humanidad.

Nadie respondió. Los ojos se dirigieron de nuevo hacia el cadáver del bombero. Sin que nadie dijera una palabra, todos se afanaron en cavarle una tumba en una esquina del templo. Lo enterraron salmodiando una breve plegaria. Sólo la violencia extrema había podido detener la violencia a secas. Olvidaron las exigencias de sus estómagos, lamieron sus heridas.

—No tengo nada contra una buena lección de filosofía, pero me gustaría saber de todos modos cómo vamos a arreglárnoslas para sobrevivir —dijo entonces el inspector Gérard Galin.

La idea de comerse unos a otros era, desde luego, degradante, pero ¿qué había que hacer para sobrevivir? Sugirió.

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