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Authors: Bernard Werber

Tags: #Ciencia, Fantasía, Intriga

El día de las hormigas (13 page)

Chli-pu-ni no se lo ha dicho todo. Y tampoco las rebeldes. O desconfían de ella o tratan de manipularla. Se siente juguete de la reina, de las rebeldes, incluso de ambas a la vez.

De pronto se le aparece una evidencia: en ningún hormiguero del planeta se ha producido nunca nada semejante. Se diría que Bel-o-kan, y todo el mundo, ha perdido el sentido común. Los individuos tienen pensamientos singulares, experimentan estados de ánimo, en resumen, son menos hormigas que antes. Están imitando. Las rebeldes son imitantes.

Chli-pu-ni es una mutante. En cuanto a la propia 103.683, decidida como está a pensarse como entidad independiente a partir de ahora, tampoco se siente una hormiga muy normal. ¿Qué va a ocurrir en Bel-o-kan?

Incapaz de responder a esta pregunta, quiere comprender ante todo los motivos que empujan a esas rebeldes de expresiones descabelladas.

¿Qué es eso de «dioses»?

103.683 se dirige hacia el establo de los escarabajos rinoceronte.

33. Enciclopedia

CULTO A LOS MUERTOS:
El primer elemento que define a una civilización pensante es el «culto a los muertos».

Cuando los hombres tiraban sus cadáveres junto con sus inmundicias, no eran más que animales. El día en que empezaron a enterrarlos o a quemarlos, se produjo algo irreversible. Cuidar a sus muertos es concebir la existencia de un más allá, de un mundo virtual que se superponía al mundo visible. Cuidar a sus muertos es considerar la vida como un simple paso entre dos dimensiones. Todos los comportamientos religiosos derivan de ahí.

El primer culto a los muertos se ha descubierto en el paleolítico medio, hace setenta mil años. En esa época, algunas tribus de hombres empezaron a sepultar sus cadáveres en fosas de 1,40 m x 1 m x 0,30 m.

Los miembros de la tribu depositaban al lado del difunto platos con viandas, objetos de sílex y los cráneos de los animales que el muerto había cazado. Parece que esos funerales iban acompañados de una comida realizada en común por el conjunto de la tribu.

Entre las hormigas, sobre todo en Indonesia, se han descubierto algunas especies que siguen alimentando a su reina difunta durante varios días después de la muerte. Ese comportamiento resulta sorprendente sobre todo porque los olores de ácido oleico que libera la muerta les ha señalado obligatoriamente su estado.

Edmond Wells

Enciclopedia del saber relativo y absoluto,
tomo II

34. El hombre invisible

El comisario Jacques Méliés estaba arrodillado ante el cadáver de Caroline Nogard. En la cara de ojos convulsos, el mismo rictus de terror, la misma máscara de sorpresa atemorizada.

Se volvió hacia el inspector Cahuzacq.

—Evidentemente no hay huellas, ¿verdad?

—No las hay, por desgracia. Todo vuelve a empezar: no hay heridas, no hay arma, no hay violencia, no hay indicios. ¡El mismo desconcierto!

El comisario sacó sus chicles.

—Y la puerta estaba bien cerrada, ¿verdad? —dijo Méliés.

—Tres cerraduras cerradas, dos abiertas. Parece como si, en el momento de morir, la mujer hubiera intentado accionar uno de los cerrojos de su puerta blindada.

—Queda por saber si lo hacía para abrir o para cerrar —masculló Méliés. Se inclinó para examinar la posición de las manos—. ¡Para abrir! —exclamó—. El asesino estaba dentro y ella trataba de huir… ¿Has sido tú el primero en llegar, Émile?

—Como siempre.

—¿Y había moscas?

—¿Moscas?

—Sí, moscas. ¡Drosófilas, si lo prefieres!

—Eso ya te preocupaba en casa de los Salta. ¿Por qué te interesa tanto?

—¡Las moscas son muy importantes! Excelentes informadoras para un detective. Uno de mis profesores pretendía resolver todos los casos basándose únicamente en el examen de las moscas.

El inspector hizo una mueca de escepticismo. ¡Otro de esos trucos de tres al cuarto que enseñan en las nuevas escuelas de Policía! Cahuzacq seguía confiando en los viejos métodos, pero de cualquier modo se dignó contestar.

—Bueno, me he acordado del caso de los Salta y he mirado. Las ventanas esta vez han permanecido cerradas, y si había moscas tienen que andar por aquí. Pero, ¿por qué orientas la investigación así?

—Las moscas son capitales. Si las hay, es que existe algún pasaje en alguna parte. Si no las hay, es que el piso está herméticamente cerrado.

A fuerza de fisgar con los ojos por todas partes, el comisario terminó por descubrir una mosca en una esquina del techo blanco.

—¡Mira eso, Émile! ¿No la ves allá arriba?

Como si le molestara que la observasen, la mosca voló.

—¡Nos está indicando su pasillo aéreo! Observa, Émile. Ahí, por ese pequeño intersticio que hay encima de la ventana, es por donde ha debido entrar.

La mosca siguió revoloteando un momento y luego aterrizó en un sillón.

—Desde aquí puedo asegurarte que es una mosca verde. Es decir, una mosca de la duodécima cohorte.

Pero ¿qué era toda aquella jerga? Méliés lo explicó.

—Cuando un ser humano muere, las moscas acuden. Pero no cualquier mosca ni a cualquier momento. La coreografía es inmutable. Por regla general desembarcan primero las moscas azules
(calliphora),
las moscas de la primera cohorte. Se presentan durante los cinco primeros minutos que siguen a la defunción. Les gusta la sangre caliente. Si el terreno les parece propicio, ponen sus huevos en la carne, y luego se van cuando el cadáver empieza a oler mucho. Inmediatamente son remplazadas por la segunda cohorte, la de las moscas verdes
(muscina),
que prefieren la carne ligeramente manida. La prueban, ponen sus huevos y dejan sitio a las moscas grises
(sarcophaga),
las de la tercera cohorte, que toman la carne más fermentada. Por último llegan las moscas del camembert
(piophila)
y las moscas del tocino
(ophira).
De este modo, sobre nuestros despojos se suceden cinco escuadras de moscas. Cada una de ellas se contenta con su parte y deja intacta la de las demás.

—No somos nada —suspiró el inspector, algo asqueado.

—Depende para quién. Un solo cadáver basta para que varios centenares de moscas se den un banquete.

—Muy bien. Pero ¿qué tiene que ver todo eso con nuestra investigación?

Jacques Méliés sacó su lupa luminosa y examinó las orejas de Caroline Nogard.

—En el interior del pabellón hay sangre y huevos de moscas verdes. Muy interesante. Normalmente, habríamos tenido que encontrar también larvas de moscas azules. Por lo tanto, la primera cohorte no ha pasado. ¡Buena información!

El inspector empezaba a comprender las formidables informaciones que aportaba la observación de las moscas.

—¿Y por qué no han acudido?

—Porque algo, alguien, probablemente el asesino, ha debido permanecer junto al cadáver cinco minutos después de la muerte. Las moscas azules no se han atrevido a acercarse. Luego, el cuerpo ha empezado a fermentar y ya no les interesaba. Las verdes se han presentado entonces. Y a ellas no les ha molestado nadie. Por lo tanto, el asesino se ha quedado cinco minutos, no más, y luego se ha ido.

Tanta lógica impresionó a Émile Cahuzacq. En cuanto a Méliés no parecía realmente satisfecho. Se preguntaba por las causas que habían impedido acercarse a las moscas azules.

—Se diría que tenemos que habérnoslas con el Hombre invisible…

Se interrumpió. Como Méliés, había oído un ruido en el cuarto de baño.

Corrieron hacia allí. Tiraron de las cortinas de la ducha. Nada.

—Sí, realmente se diría que se trata del Hombre invisible, tengo la impresión de que está aquí.

Se echó a temblar.

Méliés masticaba pensativo su chicle.

—En cualquier caso, es capaz de entrar y salir sin abrir las puertas o las ventanas. No sólo es invisible, sino que atraviesa las paredes. —Se volvió hacia la víctima vitrificada con el rostro tetanizado por el terror—. ¡Y es un espantajo! ¿A qué se dedicaba la tal Caroline Nogard? ¿Tienes algo en tu informe?

Cahuzacq miró algunos papeles en la carpeta que llevaba escrito el nombre de la difunta.

—Ni un amigo. Ni líos. No tenía enemigos que la odiaran hasta el punto de matarla. Trabajaba como química.

—¿También ella? —Dijo sorprendido Méliés—. ¿Dónde?

—En la CQG.

Ambos se miraron, pasmados. La CQG, la Compañía de Química General: ¡la empresa en que había trabajado Sébastien Salta!

Por fin tenían un denominador común que no podía ser simple fruto del azar. Por fin una pista.

35. Dios es un olor particular

Andan por allí.

La soldado reconoce los olores que le permiten volver a encontrar la sala clandestina de las rebeldes.

Necesito una explicación.

Un grupo de rebeldes rodea a 103.683. Podrían matarla fácilmente, pero no la atacan.

¿Qué es eso de «dioses»?

Una vez más, la coja se convierte en portavoz.

Admite que no le han dicho todo a la soldado pero subraya que el mero hecho de haberle revelado la existencia del movimiento rebelde pro-Dedos constituye ya una enorme muestra de confianza. Una organización clandestina, acosada por todas las guardianas de la Manada, no suele confiarse muy deprisa al primero que llega.

La coja intenta enarbolar una posición de antenas para expresar franqueza.

Explica que en Bel-o-kan ocurre actualmente algo esencial para la Ciudad, para todas las ciudades, incluso para la especie entera. El éxito o el fracaso del movimiento rebelde puede hacer perder o ganar milenios de evolución a todas las hormigas del mundo. En tales condiciones, una vida carece de importancia. Es necesario el sacrificio de cada una, así como el respeto más absoluto del secreto. La coja admite además que, en esta partida, la 103.683 constituye una pieza clave. Lamenta no haberle confiado todo. Y va a reparar ese olvido.

Las dos hormigas se reúnen solemnemente en el centro de la sala para entregarse a la ceremonia de CA, la Comunicación Absoluta. Gracias a la CA, una hormiga ve, siente y comprende instantáneamente todo lo que encierra la mente de su interlocutora. El relato no sólo se emite y se recibe, sino que es vivido en común por las dos hormigas.

103.683 y la coja adhieren sus segmentos antenarios unos contra otros. Es como si once bocas y once orejas entraran en contacto directo. Sólo hay un insecto con dos cabezas.

La coja vierte en 103.683 su historia.

Cuando el gran incendio asoló, el año anterior, Bel-o-kan y mató a la reina Belo-kiu-kiuni, las hormigas de olores de roca perdieron su razón de ser. Tuvieron que afrontar las grandes batidas lanzadas por Chli-pu-ni, la nueva soberana. Las hormigas de olores de roca se convirtieron entonces en rebeldes y se escondieron en aquella madriguera. Luego volvieron a abrir el pasadizo del techo de granito, alimentaron a los Dedos sisando el alimento y, sobre todo, siguieron dialogando con el representante de los Dedos, el doctor Livingstone.

Al principio todo funcionaba perfectamente. El doctor Livingstone emitía mensajes simples: «Tenemos hambre», «¿Por qué se niega a hablarnos la reina?» Los Dedos estaban informados de las actividades de las rebeldes y les aconsejaban en sus operaciones de comando que tenían por meta robar alimento del modo más discreto posible. ¡Los Dedos necesitan cantidades extravagantes de alimento y no siempre resulta fácil suministrárselo sin hacerse notar!

Todo aquello entraba dentro de lo normal. Pero cierto día los Dedos emitieron un mensaje de cariz completamente distinto. Su alocución de perfume extraño aseguraba que las hormigas habían subestimado a los Dedos, que los Dedos se habían callado hasta entonces pero que realmente ellos eran los dioses de las hormigas.

«¿Dioses?» ¿Qué significa esa palabra?,
preguntamos nosotras.

Los Dedos nos explicaron lo que son los dioses. Según ellos, son los animales constructores del mundo. Todos los demás estamos en su «juego».

Una tercera hormiga viene a perturbar la CA. Con pasión, dice.

Los dioses han inventado todo, son omnipotentes, son omnipresentes. Nos vigilan constantemente. Esta realidad que nos rodea no es más que una puesta en escena imaginada por los dioses para ponernos mejor a prueba.

Cuando llueve, es porque los dioses vierten agua.

Cuando hace calor, es porque los dioses aumentan la fuerza del sol.

Cuando hace frío, es porque ellos la bajan.

Los Dedos son los dioses.

La coja traduce el sorprendente mensaje. Nada existiría en este mundo sin los dioses Dedos. Las hormigas son sus criaturas. Las hormigas no hacen otra cosa que debatirse en un mundo artificial, imaginado por los Dedos por simple diversión.

Eso fue lo que dijo aquel día el doctor Livingstone.

103.683 se queda perpleja. En tales condiciones, ¿por qué se mueren de hambre los Dedos bajo el suelo de la Ciudad? ¿Por qué están prisioneros bajo tierra? ¿Por qué permiten que una hormiga intente lanzar una cruzada contra ellos?

La coja reconoce que las afirmaciones del doctor Livingstone contienen algunas lagunas. Pero, a cambio, su principal ventaja consiste en que explican las razones de la existencia de las hormigas y por qué el mundo es como es.

¿De
dónde venimos, quiénes somos, a dónde vamos? El concepto de «dioses» responde por fin a esas preguntas.

Sea como fuere, la semilla estaba sembrada. Ese primer discurso «deísta» había maravillado a un puñado de rebeldes y perturbado a muchas otras. Las declaraciones siguientes fueron normales y no hablaban ya de «dioses».

No se pensaba ya en ello cuando, pocos días más tarde, la sensacional palabra «deísta» resonó con fuerza en las antenas del doctor Livingstone. Evocaba de nuevo un universo controlado por los Dedos, afirmaba que no había azar, que todo lo que pasaba en este mundo era anotado y consignado. Que serían castigados quienes no respetaran a los «dioses» o no los alimentaran.

103.683 tiene las antenas pasmadas de sorpresa. Su imaginación, desenfrenada según la norma hormiguera, nunca habría podido concebir una idea tan fantástica como la de unos animales gigantes controlando el mundo y vigilando uno por uno a todos los habitantes. Piensa que a los Dedos debe sobrarles el tiempo para perderlo de esa manera.

Sin embargo, escucha la continuación del relato de la coja.

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