El día que Nietzsche lloró (34 page)

—El problema, Josef, es que cuando abandonamos la racionalidad y usamos facultades inferiores para influir sobre los hombres, acabamos obteniendo un hombre inferior y menos valioso. Cuando usted dice que quiere algo que funcione, usted se refiere a algo que influya en las emociones. Bien, ¡hay expertos en eso! ¿Quiénes? ¡Los curas! ¡Ellos conocen los secretos de la influencia! Ellos manipulan con inspirada música, nos empequeñecen con altísimas torres y naves góticas, alientan la voluptuosidad de la sumisión, ofrecen la guía sobrenatural, protección frente a la muerte, incluso inmortalidad. Pero fíjese en el precio que exigen: la esclavitud religiosa; reverencia a los débiles; inmovilismo; odio al cuerpo, a la alegría, al mundo. ¡No, no podemos usar estos antihumanos métodos tranquilizantes! Debemos hallar mejores formas de aguzar nuestro poder de razonar.

—El director escénico de mi mente —respondió Breuer—, el que decide enviarme imágenes de Bertha y de mí casa en llamas, no parece verse afectado por la razón.

—¡Pero —Nietzsche agitó los puños— usted tiene que darse cuenta de que ninguna de sus preocupaciones tiene realidad! Su forma de ver a Bertha, el halo de atracción y amor que la rodean, no existen. Estos pobres fantasmas no pertenecen al plano de lo real. Todo entendimiento es relativo, al igual que todo conocimiento. Inventamos lo que experimentamos. Y podemos destruir lo que hemos inventado. —Breuer abrió la boca para quejarse de que aquélla era, precisamente, la clase de exhortación que no tenía sentido, pero Nietzsche no le dejó hablar—. Permítame aclararlo, Josef. Tengo un amigo (bueno, lo tenía), Paul Rée, un filósofo. Los dos creemos que Dios ha muerto. Él dice que una vida sin Dios carece de sentido y es tan grande su aflicción que flirtea con el suicidio: por conveniencia, siempre lleva consigo un frasquito de veneno colgado del cuello. Para mí, en cambio, la ausencia de Dios es un motivo de alegría. Robustece mi libertad. Me digo a mí mismo: "¿Qué se podría crear si los dioses existieran?". ¿Se da cuenta de lo que quiero decir? La misma situación, los mismos datos sensoriales, si se quiere, ¡pero dos realidades!

Breuer se hundió, abatido, en su asiento. Estaba tan desanimado que ni siquiera aprovechó que Nietzsche hubiera mencionado a Paul Rée.

—Pero ya le he dicho que esos argumentos no me conmueven —protestó—. ¿De qué sirve tanto filosofar? Aunque inventemos la realidad, nuestras mentes están concebidas de tal manera que nos ocultan el proceso.

—Pero fíjese en su realidad —dijo Nietzsche—. Una mirada atenta bastaría para revelarle lo provisional y absurda que es. Fíjese en el objeto de su amor, esa lisiada, Bertha. ¿Qué hombre racional podría amarla? Usted me dice que a veces no oye, se pone bizca y dobla los brazos y los hombros hasta quedarse como un ovillo. No puede beber agua, no puede andar, no puede hablar en alemán por la mañana; unos días habla en inglés, otros en francés. ¿Cómo sabe en qué idioma hablarle? Debería poner un cartel, como en los restaurantes, anunciando la langue du jour. —En el rostro de Nietzsche, divertido por la propia gracia, apareció una amplia sonrisa.

Pero Breuer no sonreía. Su semblante se ensombreció.

—¿Por qué es tan ofensivo con ella? Nunca menciona su nombre sin añadir el calificativo de "lisiada".

—No hago más que repetir lo que usted me dijo.

—Es verdad que está enferma, pero ella es más que su enfermedad. Es una mujer muy hermosa. Si uno va con ella por la calle, todo el mundo se da la vuelta para mirarla. Es inteligente, tiene talento y es tremendamente creativa; es una escritora muy buena y una aguda crítica de arte; es una mujer amable, sensible y creo que cariñosa.

—Me parece que no es tan cariñosa y sensible como usted cree. Mire cómo le ama a usted. Intenta seducirle para que cometa adulterio.

Breuer sacudió la cabeza.

—No, eso no es...

Nietzsche le interrumpió.

—¡Ah, sí, sí! No puede negarlo. Seducción es la palabra. Se apoya en usted, fingiendo que no puede andar. Apoya la cabeza en su regazo y acerca la boca a su miembro. Trata de estropear su matrimonio. Le humilla públicamente simulando estar embarazada de usted. ¿Eso es amor? ¡Líbreme de esa clase de amor!

—Yo no juzgo ni ataco a mis pacientes, ni me río de sus males, Friedrich. Le aseguro que usted no conoce a esta mujer.

—¡A Dios gracias! He conocido a otras como ella. Créame, Josef, esta mujer no le ama, quiere destruirlo! —exclamó Nietzsche con vehemencia, golpeando el cuaderno para subrayar cada palabra.

—Usted la juzga por otras mujeres a las que ha conocido. Pero se equivoca: todos los que la conocen piensan como yo. ¿Qué gana ridiculizándola?

—En esto, como en tantas otras cosas, sus virtudes le ponen obstáculos. ¡También usted debe aprender a ridiculizar! Por este camino se va a la salud.

—Cuando se trata de mujeres, Friedrich, es usted demasiado duro.

—Y usted, Josef, demasiado blando. ¿Por qué tiene que seguir defendiéndola?

Demasiado agitado para permanecer sentado, Josef se puso en pie y se dirigió a la ventana. Contempló el jardín, donde un hombre con los ojos vendados andaba arrastrando los pies: con una mano se sujetaba a una enfermera; en la otra llevaba un bastón con el que tanteaba el camino.

—Dé rienda suelta a sus sentimientos, Josef. No se contenga.

Sin dejar de mirar por la ventana, Breuer habló por encima del hombro.

—Para usted es fácil atacarla. Si la viera, le aseguro que cambiaría de parecer. Se arrodillaría ante ella. Es una mujer deslumbrante, una Helena de Troya, la quintaesencia de la feminidad. Ya le he dicho que el médico que empezó a tratarla después de mi también se enamoró de ella.

—Se refiere usted a su siguiente víctima.

—Friedrich. —Breuer se giró para mirar de frente a Nietzsche . ¿Qué está haciendo? ¡Nunca le había visto así! ¿Por qué me presiona tanto?

—Estoy haciendo exactamente lo que me pidió: buscar otro modo de atacar su obsesión. Creo, Josef, que parte de su aflicción proviene de un resentimiento escondido. Hay algo en usted (miedo, timidez) que no le permite expresar su ira. En cambio, se enorgullece de su mansedumbre. Convierte la necesidad en virtud: entierra sus sentimientos en lo más hondo y entonces, al no experimentar ya resentimiento alguno, supone que es un santo. Ya no asume el papel de médico comprensivo: se ha convertido en el personaje que representa y cree que es demasiado bueno para sentir ira. Josef, un poco de venganza beneficia. ¡Tragarse el resentimiento lleva a la enfermedad!

Breuer sacudió la cabeza.

—No, Friedrich, entender es perdonar. Yo exploré las raíces de cada uno de los síntomas de Bertha. No hay maldad en ella. Por el contrario, hay demasiada bondad. Es una hija generosa y sacrificada que enfermó debido a la muerte de su padre.

—Todos los padres mueren: el suyo, el mío, el de todos. Esa no es una explicación para una enfermedad. Yo amo los actos, no las excusas. El tiempo de las excusas (para Bertha, para usted) ha pasado ya. —Nietzsche cerró el cuaderno. La sesión había concluido.

La reunión siguiente también empezó de forma tormentosa. Breuer había solicitado un ataque directo a su obsesión.

—Muy bien —dijo Nietzsche, que siempre había querido ser un guerrero—, si lo que quiere es guerra, ¡tendrá guerra!

Y durante los tres días siguientes lanzó una poderosa campaña psicológica, una de las más creativas (y de las más extravagantes) de la historia médica vienesa.

Nietzsche empezó arrancando a Breuer la promesa de que obedecería todas sus instrucciones sin preguntar, sin resistencia. A continuación, le pidió que hiciera una lista de diez insultos y que imaginara que los dirigía contra Bertha. Luego le instó a que imaginara que vivía con Bertha y a que visualizara una serie de escenas: que estaba sentado a la mesa del desayuno frente a ella y que la veía bizquear, con espasmos en piernas y brazos, muda, con tortícolis, presa de alucinaciones y tartamudeando. Acto seguido, Nietzsche le sugirió imágenes todavía más desagradables: Bertha vomitando, sentada en la taza del lavabo; Bertha con los dolores del falso parto. Pero ninguno de estos experimentos logró acabar con la magia de la imagen de Bertha.

En la reunión siguiente, Nietzsche intentó abordajes aún más directos.

—Cada vez que esté solo y empiece a pensar en Bertha, grite "¡No!" o "¡Basta!" tan fuerte como le sea posible. Si no está solo, pellízquese cada vez que ella entre en su mente.

Durante dos días, los ambientes que frecuentaba Breuer resonaron con sus gritos de "¡No!" y "¡Basta!", y su antebrazo pronto estuvo lleno de cardenales causados por los pellizcos. Una vez, yendo en coche, gritó con tanta fuerza que Fischmann tiró de las riendas y se detuvo a la espera de sus instrucciones. En otra ocasión, Frau Becker entró corriendo en el consultorio al oír un resonante "¡No!". Pero semejantes recursos no causaban más que efímeras resistencias y la obsesión de Breuer apenas disminuía.

Otro día, Nietzsche le enseñó a controlar el pensamiento: cada treinta minutos, Breuer tenía que anotar en el cuaderno cuántas veces pensaba en Bertha y, en cada ocasión, durante cuánto tiempo. Breuer se sorprendió al comprobar que raras veces pasaba una sola hora sin pensar en ella. Nietzsche calculó que pasaba alrededor de cien minutos al día con aquella obsesión: más de quinientas horas por año. Eso significaba, dijo, que en los siguientes veinte años Breuer dedicaría más de seiscientos preciosos días a aquellas mismas tediosas y poco imaginativas fantasías. Breuer gimió ante semejante perspectiva. Pero siguió con la obsesión.

Después, Nietzsche probó otra estrategia: ordenó a Breuer que dedicara ciertos períodos establecidos a pensar en Bertha, lo quisiera o no.

—¿Usted insiste en pensar en Bertha? Bueno, hágalo. Quiero que piense en ella durante quince minutos seis veces al día. Revisemos su horario y espaciemos los seis períodos a lo largo del día. Dígale a su enfermera que necesita ese tiempo, sin interrupciones, para escribir, para ordenar sus archivos. Si quiere pensar en Bertha en otro momento, muy bien: eso depende de usted. Pero durante estos seis momentos debe pensar en Bertha. Luego, a medida que se acostumbre a esta práctica, de forma gradual reduciremos el tiempo de meditación forzosa.

Breuer siguió el horario de Nietzsche, pero sus obsesiones no dejaron de seguir a Bertha. Más adelante, Nietzsche le sugirió que llevara consigo una bolsa y metiera en ella cinco Kreuzer cada vez que pensara en Bertha. Luego donaría aquel dinero a cualquier casa de beneficencia. Breuer vetó el plan. Sabia que no daría resultado porque a él le gustaba hacer obras de caridad, donar dinero. Entonces Nietzsche le sugirió que donara el dinero a la Asociación Antisemita Alemana de Georg von Schönerer. Ni siquiera esto funcionó.

Nada funcionaba.

EXTRACTO DE LAS NOTAS DEL DOCTOR BREUER SOBRE HERR MÜLLER, 9-14 DE DICIEMBRE DE 1882

Ya no hay razón para seguir engañándome. Hay dos pacientes en nuestras sesiones y, de los dos, yo soy el caso más urgente. Es extraño, pero cuanto más lo reconozco ante mí mismo, con más armonía trabajamos Nietzsche y yo juntos. Quizá la información que recibí de Lou Salomé contribuyó a cambiar el modo en que trabajamos.

Por supuesto, no le he dicho nada de ella a Nietzsche. Tampoco le hablo de mi conversión en un verdadero paciente. Sin embargo, creo que él presiente todo ésto. Tal vez yo, de forma no verbal ni intencionada, se lo comunique. ¿Quién sabe? Quizá mediante la voz, el tono o los gestos. Es muy misterioso: debería hablar de esto con Sig, que está interesado en estos detalles sobre la comunicación.

Cuanto más me olvido de tratar de ayudarlo, más empieza él a abrirse a mí. Es importante que ayer me dijera que hubo un tiempo en que Paul Rée fue su amigo. Y que él, Nietzsche, también había tenido sus penas de amor. Que una vez conoció a una mujer como Bertha. ¡Puede que sea mejor para ambos que nos centremos en mi caso y que yo no intente que él se sincere!

Además, ahora alude a los métodos que usa para ayudarse a sí mismo: por ejemplo, su "cambio de perspectiva", en el que se contempla a sí mismo desde una perspectiva más cómica y distante. Tiene razón: si contemplamos nuestra situación trivial desde la gran maraña de nuestras vidas, desde la vida de toda la raza, desde la evolución de la conciencia, por supuesto que pierde importancia.

¿Pero cómo puedo cambiar mi perspectiva? Sus instrucciones y exhortaciones para que la cambie no funcionan; tampoco da resultado el que me imagine a mí mismo dando marcha atrás. No puedo apartarme, emocionalmente, del centro de mi situación. No puedo alejarme lo suficiente. Y a juzgar por las cartas que le escribió a Lou Salomé, creo que él tampoco puede hacerlo.

Nietzsche también pone mucho énfasis en la expresión de la ira. Hoy me ha hecho insultar a Bertha de diez maneras diferentes. Éste es un método que, por lo menos, puedo entender. Descargar la ira tiene sentido desde un punto de vista psicológico: hay que descargar el acopio de excitación cortical de forma periódica. De acuerdo con la descripción que hace Lou Salomé de sus canas, ése es su método favorito. Creo que Nietzsche encierra dentro de sí un gran depósito de ira. Me pregunto por qué. ¿Debido a su enfermedad? ¿O a su falta de reconocimiento profesional? ¿O a que nunca ha disfrutado del calor de una mujer?

Nietzsche es ingenioso para los insultos. Ojalá yo pudiera recordar sus improperios predilectos. Me ha encantado que calificara a Lou Salomé de "depredadora disfrazada de gata doméstica".

A él le resulta fácil, pero a mí no. Tiene mucha razón con respecto a mi dificultad para expresar la ira. Viene de familia. Lo veo en mi padre, en mis tíos. Para los judíos, reprimir la ira es un rasgo de supervivencia. Ni siquiera localizo la ira. Insiste en que siento ira hacia Bertha, pero estoy seguro de que la confunde con su propia ira hacia Lou Salomé.

¡Lástima que se haya indispuesto con ella! Ojalá pudiera darle mi comprensión. Este hombre casi no tiene experiencia con las mujeres. ¿Y a quién elige para adquirirla? A la mujer más fuerte que he conocido. ¡Y sólo tiene veintiún años! Que Dios nos ayude cuando tenga más. En cuanto a la otra mujer de su vida, su hermana Elisabeth, espero no llegar nunca a conocerla. Parece tan fuerte como Lou Salomé y probablemente sea todavía peor que ella.

Hoy me ha pedido que imaginara a Bertha como una niña con los pañales sucios, y también que le dijera lo hermosa que la encontraba mientras me la imaginaba bizca y con tortícolis.

Hoy me ha dicho que me introduzca un Kreuzer en el zapato por cada fantasía que tenga y que camine con las monedas en el calzado durante todo el día. ¿De dónde saca tales ideas? ¡Parece que tiene un pozo sin fondo lleno de ideas como éstas! ...que gritara "¡NO!" y me pellizcara, que anotara cada una de mis fantasías en un libro, que anduviera con monedas en los zapatos, que le diera dinero a Schonerer..., que me castigara por atormentarme. ¡Qué locura!

He oído decir que a los osos se les enseña a bailar sobre las patas traseras calentando los ladrillos del suelo sobre el que se encuentran. ¿Se diferencia eso de su técnica? El trata de adiestrar mi mente con estos ingeniosos métodos de castigo.

Pero yo no soy un oso y tengo una mente demasiado fértil para estas técnicas de amaestrar animales. Sus esfuerzos son ineficaces y además, insultantes.

Pero no le culpo. Le pedí que atacara mis síntomas directamente. Se limita a complacerme. No pone su corazón en estos esfuerzos. Insiste en que el crecimiento es más importante que la comodidad.

Tiene que existir otro camino.

Other books

Book of the Dead by John Skipp, Craig Spector (Ed.)
My Friend Walter by Michael Morpurgo
The Art of the Devil by John Altman
Direct Action by John Weisman
Maya And The Tough Guy by Carter Ashby
Rough Trade by Hartzmark, Gini
Works of Alexander Pushkin by Alexander Pushkin
Rot & Ruin by Jonathan Maberry
Fair Game by Malek, Doreen Owens