El día que Nietzsche lloró (15 page)

Freud escuchaba con interés.

—Ver más de lo que se desearía ver —musité—. Me pregunto qué habrá visto. ¿Puedo echar un vistazo al libro?

Pero Breuer tenía preparada la respuesta.

—Me hizo prometer que no le enseñaría este libro a nadie, contiene anotaciones personales. Mi relación con él es tan tenue que, por el momento, es mejor que satisfaga su petición. Más adelante, tal vez. ¿Sabes? — prosiguió, deteniéndose ante el último de los pasajes que había señalado—, una de las cosas extrañas de mi entrevista con Herr Müller fue que, cada vez que yo intentaba expresar empatía, se ofendía y rompía la relación armónica entre nosotros. ¡Ah! ¡El puente! Sí, aquí está el pasaje que buscaba.

Mientras Breuer leía, Freud cerró los ojos.

—"Hubo un momento en nuestra vida en que estábamos tan unidos que nada parecía obstaculizar nuestra amistad y nuestra fraternidad, y sólo un pequeño puente de peatones nos separaba. Cuando estabas a punto de cruzarlo, te pregunté: "¿Quieres cruzar el puente para llegar a mí?". Pero ya no quisiste hacerlo; y cuando te lo volví a preguntar, te quedaste callado. Desde entonces se han interpuesto entre nosotros montañas, ríos torrenciales, todo lo que separa y despoja, y aunque quisiéramos reunirnos, no podríamos. Pero cuando ahora piensas en aquel pequeño puente, las palabras te faltan y sollozas y te asombras." —Breuer dejó el libro—. ¿Cómo lo interpretas?

—No estoy seguro. —Freud se puso en pie y se paseó ante la estantería mientras hablaba—. Es una imagen curiosa. Razonemos. Una persona está a punto de cruzar un puente de peatones, es decir, a punto de acercarse a otra persona, y ésta, de pronto, invita a la primera a hacer lo que planeaba. Pero la primera persona ya no puede hacerlo porque parecería que se somete a la otra: el poder se interpone en el acercamiento.

—Si, si, estás en lo cierro, Sig. ¡Excelente! Ahora lo entiendo. Eso quiere decir que Herr Müller interpreta cualquier expresión de sentimientos positivos como una lucha por el poder. Extraña idea: casi imposibilita el acercarse a él. En otro pasaje del libro dice que odiamos a quienes ven nuestros secretos y captan nuestros sentimientos de ternura. Lo que necesitamos en este momento no es simpatía, sino recuperar nuestro poder y anteponerlo a nuestras propias emociones.

—Josef —dijo Freud, sentándose otra vez y tirando la ceniza del cigarro en el cenicero—, la semana pasada observé que Bilroth empleaba su nueva e ingeniosa técnica quirúrgica para extirpar un estómago canceroso. Ahora, mientras te oigo, creo que tienes que llevar a cabo un procedimiento quirúrgico, de carácter psicológico, tan complejo y delicado como el de Bilroth. Gracias al informe de la Fräulein, sabes que tiene tendencias suicidas, pero no puedes decirle que lo sabes. Debes convencerle de que te revele su desesperación; sin embargo, si logras hacerlo, te odiará por haber comprendido sus sentimientos más íntimos. Debes ganarte su confianza; ahora bien, si te comportas de forma comprensiva con él, te acusará de querer imponerle tu poder.

—Cirugía psicológica. Es interesante como lo expresas —dijo Breuer—. A lo mejor estamos desarrollando toda una subespecialidad médica. Aguarda, hay algo más que quiero leerte, me parece importante.

Durante un par de minutos estuvo pasando las páginas de Humano, demasiado humano.

—No encuentro el pasaje ahora, pero dice que el que busca la verdad debe someterse a un análisis psicológico personal: la expresión que utiliza es "disección moral". De hecho, llega al extremo de decir que los errores de los filósofos, incluso los más grandes, fueron causados por ignorar su propia motivación. Sostiene que, para descubrir la verdad, primero hay que conocerse por completo. Y para hacerlo debe apartarse del punto de vista acostumbrado, incluidos el siglo y el país en que se vive, y luego examinarse desde cierta distancia.

—¡Analizar la propia psique! No es tarea fácil —dijo Freud, poniéndose de pie para retirarse—, pero es obvio que la presencia de un guía objetivo e informado la facilitaría.

—¡Exacto, eso es lo que yo pienso! —respondió Breuer mientras acompañaba a Freud por el corredor—. Lo difícil será convencerle.

—No, no creo que sea difícil —dijo Freud—. Tienes de tu parte tanto sus propios argumentos sobre la disección psicológica como la teoría médica, que se puede invocar con sutileza, claro. No sé cómo puedes dejar de convencer a tu reacio filósofo de la sabiduría de que se autoanalice orientado por ti. Buenas noches, Josef.

—Gracias, Sig —dijo Breuer, dándole una palmada en la espalda—. Ha sido una charla provechosa, el alumno ha enseñado al maestro.

CARTA DE ELJSABETH NIETZSCHE A FRIEDRICH NIETZSCHE

26 de noviembre de 1882

Mi querido Fritz:

Ni mamá ni yo hemos recibido noticias tuyas desde hace semanas. ¡No es buen momento para desaparecer! Tu mona rusa sigue desparramando mentiras sobre ti. Enseña esa malhadada fotografía en que apareces uncido a su carro junto al judío Rée y bromea ante todos diciendo que te gusta probar el látigo. Te advertí que debías recuperar esa fotografía:

nos chantajeará con ella el resto de nuestra vida. Se burla de ti por todas partes y su amante Rée se une a las carcajadas. Dicen que Nietzsche, el filósofo aislado del mundo, sólo está interesado por una cosa:

sus... —una parte anatómica suya, no puedo repetir sus palabras—, sus partes sucias. Lo dejo para tu imaginación. Ahora está viviendo con tu amigo Rée una relación de abierta carnalidad ante los ojos de la madre de él. Forman un buen grupo. Nada en esta conducta es inesperado: al menos no para mí (aún me duele la manera en que desoíste mis advertencias en Tautenberg), pero ahora se está convirtiendo en un juego mortal: se está infiltrando en Basilea gracias a sus mentiras. ¡Me he enterado de que ha escrito a Kemp y a Wilhelm! Fritz, escúchame:

no se detendrá hasta que te quiten la pensión. Puede que tú prefieras el silencio, pero yo no: solicitaré una investigación oficial sobre su conducta con Rée. Si tengo éxito, y necesito que en esto me respaldes, será deportada por inmoralidad en menos de un mes. Envíame tu dirección.

Tu única hermana,

Elisabeth

Ocho

El inicio del día, en casa de los Breuer, era siempre el mismo. A las seis, el panadero de la esquina, que era paciente de Breuer, les llevaba Kaisersemmel recién sacado del horno. Mientras su marido se vestía, Mathilde ponía la mesa y le preparaba el café con canela y bollos crujientes con mantequilla y mermelada de cerezas. A pesar de la tensa relación de la pareja, Mathilde siempre se encargaba del desayuno de Josef, mientras Louis y Gretchen se encargaban de los niños.

Preocupado aquella mañana por su próxima reunión con Nietzsche, Breuer estaba tan atareado hojeando Humano, demasiado humano que apenas levantó la mirada cuando Mathilde le sirvió el café. Terminó el desayuno en silencio y luego musitó que la entrevista que tenía con un paciente al mediodía podía alargarse y ocuparle la hora de la comida. A Mathilde no le gustó aquello.

—Oigo hablar tanto de ese filósofo que empiezo a preocuparme. Tú y Sigi os pasáis las horas hablando de él. El miércoles trabajaste durante la hora de la comida, ayer te quedaste en el estudio leyendo su libro hasta que se sirvió la comida y hoy sigues leyendo mientras desayunas. ¡Y ahora dices que a lo mejor no comes! Los niños necesitan ver la cara de su padre. Por favor, Josef, no exageres tu relación con él, como has hecho con otros pacientes.

Breuer sabia que Mathilde se estaba refiriendo a Bertha, pero no sólo a Bertha: con frecuencia objetaba que no supiera poner límites razonables al tiempo que dedicaba a los pacientes. Para él, el compromiso que adquiría con un paciente era inviolable. Una vez que aceptaba tratarlo, nunca le escatimaba el tiempo y la energía que consideraba necesarios. Sus honorarios eran bajos y a los pacientes en mala situación económica no les cobraba. Había veces en que Mathilde, para disfrutar del tiempo y la atención de su marido, tenía necesidad de protegerlo de sí mismo.

—¿Otros, Mathilde?

—Sabes a qué me refiero, Josef. —Todavía se negaba a pronunciar el nombre de Bertha—. Por supuesto que hay cosas que una esposa puede entender. Tu Stammtisch: sé que debes tener un lugar donde encontrarte con tus amigos. Tu juego de cartas, las palomas del laboratorio, el ajedrez. Pero las demás veces, ¿para que entregarte de manera tan innecesaria?

—¿Cuándo? ¿De qué hablas? —Breuer sabía que se estaba comportando de un modo perverso, que la estaba guiando hacia una confrontación desagradable.

—Piensa en el tiempo que dedicabas a Fräulein Berger.

Con excepción de Bertha, de todos los ejemplos que podía haber puesto Mathilde aquél era el que más le irritaba. Eva Berger, su anterior enfermera, había trabajado para él durante diez años, desde que había empezado a ejercer la medicina. Su relación con ella, de una extraordinaria intimidad, le había causado casi tanta consternación como su relación con Bertha. Durante todos los años que habían trabajado juntos, Breuer y su enfermera habían mantenido una amistad que iba más allá de la relación estrictamente profesional. A menudo se habían hecho confesiones de carácter personal y, cuando estaban solos, se llamaban por el nombre de pila. Quizá había sido el único caso en toda Viena, pero así era Breuer.

—Siempre interpretaste mal mi relación con Fräulein Berger —replicó Breuer con voz gélida—. Todavía ahora lamento haberte escuchado. Despedirla sigue siendo una de las mayores vergüenzas de mi vida.

El aciago día, seis meses antes, en que Bertha había anunciado que estaba embarazada de Breuer, Mathilde había exigido a su esposo no sólo que dejara de tratar a Bertha, sino también que despidiera a Eva Berger. Mathilde, furiosa y atormentada, había querido eliminar de su vida toda mancha dejada por Bertha. Y también había querido hacer lo mismo con Eva, a quien (dado que era la persona con la que su marido lo discutía todo) había considerado cómplice de Breuer en el espantoso asunto de Fräulein Pappenheim.

Durante aquella crisis, Breuer se había sentido tan abrumado por el remordimiento, tan humillado y tan culpable, que había accedido a todas las exigencias de Mathilde. Aunque sabia que Eva era el chivo expiatorio, no había tenido valor suficiente para defenderla. Al día siguiente no sólo había cedido el caso de Bertha a un colega, sino que había despedido a la inocente Eva Berger.

—Siento haberlo sacado a colación, Josef. Pero ¿qué puedo hacer al ver que te alejas cada vez más de mí y de los niños? Cuando te pido algo, no es para fastidiarte, sino porque yo, nosotros, deseamos tu compañía. Considéralo un cumplido, una invitación. —Mathilde le sonrió.

—Me gustan las invitaciones, pero aborrezco las órdenes. —Breuer lamentó aquellas palabras al instante, pero no era posible retractarse. Terminó el desayuno en silencio.

Nietzsche había llegado quince minutos antes de las dos. Breuer lo encontró sentado en un rincón de la sala de espera, con el sombrero puesto, el abrigo abotonado hasta el cuello y los ojos cerrados. Mientras se dirigían al consultorio y se sentaban, Breuer trató de que se sintiera cómodo.

—Gracias por confiarme sus ejemplares personales. Si las notas marginales contenían material confidencial, no tema, pues no he podido descifrar su letra. Tiene usted letra de médico: ¡casi tan ilegible como la mía! ¿Nunca se ha planteado estudiar medicina?

Como Nietzsche apenas levantara la cabeza al oír el mal chiste de Breuer, éste siguió hablando impertérrito.

—Permítame hacer un comentario sobre sus excelentes libros. Ayer no tuve tiempo de terminarlos, pero me sentí fascinado y estimulado por muchos pasajes. Usted escribe extraordinariamente bien. Su editor no es sólo un holgazán, sino un necio: son libros que un editor debería defender con la vida.

Nietzsche tampoco hizo comentario alguno esta vez. Se limitó a una leve inclinación de cabeza para aceptar el cumplido. "Cuidado", pensó Breuer, "quizá también le ofenden los cumplidos".

—Pero vayamos a lo nuestro, profesor Nietzsche. Perdóneme la cháchara. Discutamos su estado de salud. Basándome en los informes previos de sus médicos, en mi revisión y en mis análisis de laboratorio, estoy seguro de que su mal mayor es la hemicránea, la migraña. Supongo que ya habrá oído esto antes: dos de los médicos anteriores lo mencionan en sus informes.

—Sí, otros médicos me han dicho que tengo dolores de cabeza con características de migraña: un dolor fuerte, a (menudo en un lado de la cabeza, precedido por un resplandor de luces centelleantes y acompañado de vómitos. En efecto, esto me sucede. Su uso del término, ¿va más allá de eso, doctor Breuer?

—Tal vez. Ha habido un par de adelantos en la comprensión de la migraña. Mi pronóstico es que, para la próxima generación, estará controlada del todo. Algunas de las investigaciones recientes tienen que ver con las tres preguntas que usted me formuló. Primero, con referencia a si será su destino padecer ataques tan terribles, los datos indican que la migraña se vuelve menos potente a medida que avanza la edad. De todos modos, debe usted comprender que no se trata más que de estadísticas y que sólo se refieren a posibilidades, o sea, que no proporcionan ninguna certeza con respecto a casos individuales. En segundo lugar, pasemos a (como dice usted) "la más difícil" de sus preguntas, si tiene una constitución como la de su padre que desembocará en la muerte o en la demencia. Lo expresó usted por este orden, ¿no? —Nietzsche abrió los ojos, sorprendido, al parecer, de que su interlocutor abordara sus preguntas de forma tan directa. "Bien, bien", pensó Breuer, "tengo que hacerle bajar la guardia. Es probable que nunca se haya encontrado con un médico tan franco y osado como él mismo"—. No existe, en absoluto, evidencia alguna —prosiguió con énfasis—, en ningún estudio publicado ni en mí propia experiencia clínica, de que la migraña sea progresiva ni de que esté asociada a ninguna lesión cerebral. No sé qué enfermedad tuvo su padre, aunque supongo que se trató de un cáncer, quizá de una hemorragia cerebral. Pero no hay evidencia de que la migraña conduzca a estas enfermedades o a ninguna otra. —Breuer hizo una pausa—. Bien, antes de continuar, ¿he respondido a sus preguntas con franqueza?

—A dos de las tres, doctor Breuer. Había otra: ¿me quedaré ciego?

—Me temo que ésa es una pregunta a la que no es posible contestar. Pero le diré lo que pueda al respecto. Primero, no existe evidencia de que el deterioro de su vista esté relacionado con su migraña. Sé que es tentador considerar todos los síntomas como manifestaciones de una causa subyacente, pero esto no sucede en su caso. El esfuerzo visual puede agravar e incluso precipitar un ataque de migraña (ésa es otra cuestión de la que hablaremos más tarde), pero su problema visual es algo diferente por completo. Sí sé que su córnea, el delgado recubrimiento del iris... Permítame hacerle un dibujo. —En su recetario, Breuer dibujó la anatomía del ojo, mostrándole a Nietzsche que su córnea era más opaca de lo normal, tal vez debido a edemas, a fluido acumulado—. Desconocemos la causa, pero sabemos que la progresión es gradual y que, si bien su visión puede volverse más brumosa, es improbable que se quede ciego. No puedo estar del todo seguro, porque la condición opaca de la córnea me impide ver y examinar la reúna con el oftalmoscopio. Así pues, ¿comprende el problema que supone responder a su pregunta de forma más completa?

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