El día que Nietzsche lloró (18 page)

—Profesor Nietzsche, conviértase en mi asesor por un momento. Imagine, por favor, una situación interesante; quizá pueda ayudarme a entenderla. Tengo un paciente que está muy enfermo desde hace tiempo. Tiene una salud apenas tolerable un día de cada tres o menos. Emprende un largo y arduo viaje para consultar a un médico experto.

Éste realiza su trabajo de forma competente. Examina al paciente y emite un diagnóstico acertado. Entre el paciente y el médico, al parecer, se establece una relación de respeto mutuo. El médico propone entonces un tratamiento global en el que tiene plena confianza. Sin embargo, su paciente no muestra ningún interés, ni siquiera curiosidad, por dicho tratamiento. Por el contrario, lo rechaza al instante y pone un obstáculo tras otro. ¿Puede ayudarme a desvelar este misterio? —Nietzsche abrió los ojos de par en par. Aunque parecía intrigado por la extraña táctica de Breuer, no dijo nada. Breuer insistió—. Tal vez deberíamos empezar por el comienzo de este enigma. ¿Por qué busca la consulta el paciente, si no quiere aceptar un tratamiento?

—Vine a causa de la insistencia de mis amigos.

Breuer se sintió decepcionado al ver que el paciente se negaba a participar en el juego. Aunque Nietzsche escribía con gran ingenio y alababa la risa en sus libros, estaba claro que a Herr Profesor no le gustaba jugar.

—¿Sus amigos de Basilea?

—Si, tanto el profesor Overbeck como su esposa son íntimos amigos míos. También un buen amigo de Génova. No tengo muchos amigos, a causa de mi vida nómada, pero el hecho de que todos me instaran a concertar una visita fue algo notable. Y también lo fue que todos tuvieran el nombre del doctor Breuer en la boca.

Breuer reconoció la hábil mano de Lou Salomé.

—Es muy probable —dijo— que lo que haya originado la preocupación de sus amigos sea la gravedad de su salud.

—O que yo hablara frecuentemente de mi salud en mis cartas.

—Pero que hablara de ello debe de haber sido reflejo de su propia preocupación. ¿Qué otra razón había para decirlo por carta? Seguro que no lo hacia usted para preocuparles ni para ganarse su simpatía.

¡Buena jugada! ¡Jaque al rey! Breuer estaba satisfecho de si mismo. Nietzsche se vio obligado a retroceder.

—El número de amigos que tengo es demasiado reducido para correr el riesgo de perderlos. Pensé que, como prueba de mi amistad, tenía que hacer todo lo posible aliviar su preocupación. De ahí que acudiera a su consulta.

Breuer decidió utilizar su ventaja al máximo. Hizo jugada más audaz.

—¿No se preocupa por usted mismo? ¡Imposible ¡Una incapacitación que le atormenta durante más de doscientos días al año! He atendido a demasiados pacientes en medio de un ataque de migraña para aceptar ahora que usted no concede importancia al dolor.

¡Excelente! Otra columna del tablero que quedaba bloqueada. ¿Adónde movería ahora el oponente?

Al parecer, Nietzsche se dio cuenta de que debía utilizar otras piezas y volvió a concentrarse en el centro del tablero.

—Me han llamado de muchas maneras: filósofo, psicólogo, pagano, agitador, anticristo. Incluso de manera muy poco halagüeña. Pero yo prefiero definirme como científico porque la piedra angular de mi método filosófico, igual que la del método científico, es el escepticismo. Siempre mantengo el escepticismo más riguroso y ahora soy escéptico. No puedo aceptar la exploración psíquica por mucho que lo diga la autoridad médica.

—Pero, profesor Nietzsche, estamos por completo de acuerdo. La única autoridad es la razón y mi recomendación se apoya en la razón. Sostengo sólo dos cosas. En primer lugar, que la tensión puede traducirse en enfermedad (y la observación médica corrobora esta afirmación). En segundo lugar, que hay en su vida una tensión considerable, y me refiero a una tensión distinta de la inherente a su investigación filosófica. Examinemos los hechos juntos. Considere la carta que envió su hermana y cuyo contenido me ha referido usted. Ser calumniado produce sin duda tensión. Y sin querer, usted ha violado nuestro pacto de mutua sinceridad al no mencionar antes a esta persona calumniadora. —En este punto, Breuer decidió hacer una jugada más osada aún: no tenía nada que perder—. Seguramente, también le causa tensión pensar en la posibilidad de perder la pensión, que constituye su único sustento. Y si se trata de una exageración alarmista por parte de su hermana, existe la tensión de tener una hermana capaz de suscitar alarma. —¿Había ido demasiado lejos? Breuer notó que Nietzsche había dejado caer la mano a un lado de la silla y que ahora, con lentitud, la dirigía al asa del maletín. Pero ya no había forma de retroceder. Breuer optó por el jaque mate—. Pero cuento con un soporte todavía más poderoso en que apoyar mi posición. Un libro reciente y muy brillante —extendió la mano y cogió el ejemplar de Humano, demasiado humano—, escrito por un filósofo que, si hay justicia en el mundo, pronto será eminente. Escuche. —Abrió el libro por el pasaje que había descrito a Freud y leyó las partes que le habían interesado—: "La observación psicológica es uno de los recursos mediante los cuales podemos aliviar la carga de la vida". Un par de páginas después, el autor afirma que la observación psicológica es esencial. Oigamos sus palabras: "Ya no se puede seguir evitando a la humanidad el cruel espectáculo del quirófano moral". Un par de páginas después, señala que los errores de los grandes filósofos se originan, por lo general, en una explicación falsa de las acciones y sensaciones humanas, lo que en último extremo produce "la forja de una ética falsa y de monstruos religiosos y mitológicos". —Sin dejar de hablar, Breuer empezó a pasar las páginas del libro—. Podría seguir, pero lo que en definitiva sostiene esta excelente obra es que si queremos entender la fe y la conducta humanas, debemos descartar las convenciones, la mitología y la religión. Sólo entonces, sin prejuicios de ninguna clase, podremos examinar al sujeto humano.

—Estoy familiarizado con ese libro —dijo Nietzsche con firmeza.

—Pero ¿seguirá usted lo que prescribe?

—Dedico mi vida a ello. Pero usted no lo ha leído todo. Hace años que estoy llevando a cabo esa disección psicológica: yo mismo he sido el sujeto de mi propio estudio. Pero no estoy dispuesto a ser sujeto de usted. ¿Se prestaría usted a ser sujeto de otro? Permítame formularle una pregunta directa, doctor Breuer. ¿Cuál es su motivación en este proyecto de tratamiento?

—Usted acude a mí en busca de ayuda. Se la ofrezco. Soy médico. Eso es lo que hago.

—¡Demasiado sencillo! Los dos sabemos que la motivación humana es mucho más compleja y, al mismo tiempo, más primitiva. Vuelvo a preguntarle: ¿cuál es su motivación?

—Es un asunto sencillo, profesor Nietzsche. Ejerzo mi profesión: el zapatero remienda zapatos, el panadero hace pan, el médico cura. Me gano la vida poniendo en práctica mi vocación, y mi vocación es ser útil, aliviar el dolor.

Breuer trataba de transmitir confianza, pero empezaba a sentirse inquieto. No le gustaba la última jugada de Nietzsche.

—No son respuestas satisfactorias, doctor Breuer. Cuando dice que un médico cura, un panadero hace pan, o uno pone en práctica su vocación, no habla de motivos, sino de hábitos. En su respuesta, ha omitido la conciencia, la elección y el interés propio. Prefiero que diga que se gana la vida: por lo menos es algo que puedo entender. Uno lucha para llevarse comida a la boca. Pero usted no me pide dinero.

—Yo podría hacerle la misma pregunta, profesor Nietzsche. Usted dice que no gana nada con su trabajo. Entonces, ¿por qué se dedica a la filosofía? —Breuer intentaba seguir con la ofensiva, pero su ímpetu disminuía.

—Ah, pero hay una diferencia importante entre nosotros. Yo no finjo hacer filosofía por usted, mientras que usted, doctor, finge que su motivación es serme útil, aliviar mi dolor. Eso no tiene nada que ver con la motivación humana. Es parte de una mentalidad de esclavo hábilmente ideada por la propaganda de los sacerdotes. ¡Penetre más en sus motivos! Encontrará que nunca se ha hecho nada enteramente por los demás. Todas las acciones van orientadas hacia uno mismo, todo servicio sirve a uno mismo, todo amor es amor por uno mismo. —Las palabras de Nietzsche brotaban cada vez más deprisa—. ¿Le sorprende mi comentario? Quizá esté pensando en las personas que ama. Profundice más y se dará cuenta de que no las ama: lo que ama es la agradable sensación que produce ese amor en usted. Usted ama el deseo, no a quien desea. Por eso, ¿puedo volver a preguntarle por qué quiere atenderme? —la voz de Nietzsche se tornó severa—, ¿cuales son sus motivos? —Breuer se sentía mareado. Contuvo su primer impulso: comentar lo desagradable y burda que le parecía la formulación de Nietzsche y, de ese modo, dar por terminado el molesto caso del profesor. Por un instante imaginó la espalda de Nietzsche saliendo del consultorio. ¡Dios mío, qué alivio! Por fin libre de aquel asunto triste y frustrante. Sin embargo, le entristecía pensar que no volvería a ver a Nietzsche. Se sentía atraído por aquel hombre. Pero ¿por qué? ¿Cuáles eran, en realidad, sus motivos? Volvió a pensar en las partidas de ajedrez con su padre. Siempre había cometido el mismo error: se concentraba demasiado en el ataque, lo forzaba más allá de las propias líneas y descuidaba la defensa hasta que, de pronto, la reina de su padre le atacaba por detrás y amenazaba con el jaque mate. Apartó de su mente la imagen. pero sin dejar de tomar nota de su significado: nunca más subestimaría al profesor Nietzsche—. Se lo repito, doctor Breuer, ¿cuáles son sus motivos?

Breuer recapacitó antes de contestar. ¿Cuáles eran? Se maravilló por la forma en que su mente se resistía a la pregunta de Nietzsche. Se obligó a concentrarse. ¿Cuándo había empezado su deseo de ayudar a Nietzsche? En Venecia, por supuesto, hechizado por la belleza de Lou Salomé. Le había fascinado hasta tal extremo que había accedido de inmediato a ayudar a su amigo. Emprender la cura del profesor Nietzsche no sólo le había permitido una relación continua con ella, sino la oportunidad de elevarse ante sus ojos. Además, estaba el vínculo con Wagner. Pero había un conflicto por medio, desde luego: Breuer amaba la música de Wagner, pero no podía decir lo mismo del antisemitismo. Con el transcurso de las semanas, Lou Salomé se había ido debilitando en su mente. Había dejado de ser la razón de su compromiso con Nietzsche. No, sabía que estaba intrigado por el desafío intelectual que representaba aquel hombre. Hasta Frau Becker había dicho que ningún otro médico de Viena habría aceptado a un paciente así.

Por otra parte, estaba Freud. Después de haberle planteado a Nietzsche como un caso de aprendizaje, quedaría como un necio ante su amigo si el profesor rechazaba su ayuda. ¿O era que deseaba estar cerca de la grandeza? Tal vez Lou Salomé estuviera en lo cierto al decir que Nietzsche representaba el futuro de la filosofía alemana; los libros que había escrito tenían la impronta del genio. Breuer sabia que ninguno de aquellos motivos le parecerían importantes a Nietzsche hombre, a la persona de carne y hueso que estaba sentada ante él. Y tenía que seguir callado, no podía confesarle su contacto con Lou Salomé, su ilusión por arriesgarse donde otros médicos no se habían atrevido a llegar y su deseo de recibir el toque de la grandeza. Quizá, reconoció Breuer a regañadientes, las desagradables teorías de Nietzsche sobre la motivación tuvieran su mérito. Aun así, no tenía intención de ser cómplice del escandaloso desafío de su paciente. Sin embargo, ¿cómo responder a la irritante e inconveniente pregunta de Nietzsche?

—¿Mis motivos? ¿Quién puede contestar a semejante pregunta? Los motivos existen a diferentes niveles. ¿Quién decreta que sólo el primero, el de los motivos animales, es el que cuenta? No, no. Veo que está preparado para repetir la pregunta. Permítame contestar al espíritu de su interrogación. Mi formación médica duró diez años. ¿Tengo que desperdiciarlos porque ya no necesite el dinero? Ejercer la medicina es mi manera de justificar el esfuerzo de esos primeros años, una forma de dar consistencia y valor a mi vida. Y de darle sentido. ¿Tendría que pasarme el día entero sentado y contando mi dinero? ¿Lo haría usted? Estoy seguro de que no. Además, existe otro motivo. Disfruto con el estimulo intelectual que me proporcionan los contactos con usted.

—Por lo menos, esos motivos tienen el aroma de la sinceridad —concedió Nietzsche.

—Y se me acaba de ocurrir otro. Me gusta esa frase de granito: "Llega a ser quien eres". ¿Qué sucede si quien soy o quien estoy destinado a ser es alguien que ayuda a los demás, que hace una contribución a la ciencia médica y al alivio del sufrimiento? —Breuer se sintió mucho mejor. Estaba recuperando la compostura. "Quizá haya polemizado demasiado. Tengo que ser más conciliador"—. He aquí otro motivo. Digamos (y creo que es así) que su destino es ser un gran filósofo. De este modo, mi tratamiento no sólo ayudará a su bienestar físico, sino que contribuirá a que llegue a ser quien de verdad es.

—Y si, como dice, estoy destinado a ser un gran filósofo, usted, que será mi salvador, llegará a ser aún más grande —exclamó Nietzsche, como si supiera que acababa de dar el golpe de gracia.

—¡No! ¡Yo no he dicho eso! —La paciencia de Breuer, generalmente inagotable en su tarea profesional, empezaba a hacerse trizas—. Soy médico de muchas personas eminentes en su campo, de los mejores científicos, pintores y músicos de Viena. ¿Me hace eso más grande que ellos? Nadie sabe que los trato.

—Pero me lo acaba de decir y ahora utiliza el prestigio de estas personalidades para aumentar su autoridad ante mí.

—Profesor Nietzsche, no puedo creer lo que estoy oyendo. ¿De veras cree que si cumple usted su destino iré por ahí proclamando que fui yo, Josef Breuer, quien lo creó?

—¿Cree usted que esas cosas no pasan?

Breuer trató de serenarse. "Cuidado, Josef, no pierdas la paciencia. Considera las cosas desde su punto de vista. Trata de entender la causa de su desconfianza."

—Profesor Nietzsche, sé que le han traicionado en el pasado y que, por lo tanto, está justificado que crea que le pueden traicionar en el futuro. No obstante, tiene mi palabra de que eso no sucederá en este caso. Le prometo que no mencionaré su nombre. Tampoco aparecerá usted en archivos clínicos. Inventaremos un seudónimo para usted.

—No se trata de lo que usted pueda decir a otros. En ese sentido, acepto su palabra. Lo que importa es lo que usted se dirá a si mismo y lo que yo me diré a mi mismo. En todo lo que me ha dicho acerca de sus motivos, y a pesar de sus constantes afirmaciones de servicio y de alivio del sufrimiento, no ha habido, en realidad, nada sobre mí. Así debería ser. Usted me utilizará en su propio provecho: eso también es lo que cabe esperar, es lo natural. Pero usted no se da cuenta de que seré utilizado por usted. La lástima que siente por mí, su caridad, su empatía, sus técnicas para ayudarme, para manejarme: todo eso le fortalece a expensas de mi fortaleza. No soy lo bastante rico para permitirme el lujo de su ayuda.

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