El día que Nietzsche lloró (13 page)

Se hundió en la cama, destrozado y vencido. ¿Por qué se atormentaba de aquella forma? Una y otra vez, se rendía y dejaba que le dominaran las preocupaciones. Un judío como él tenía muchas razones para estar preocupado: el creciente antisemitismo que había entorpecido su trabajo en la universidad; el surgimiento del nuevo partido de Schönerer, la Asociación Nacional Alemana; los atroces discursos antisemitas en el mitin de la Asociación Reformista Austríaca, que incitaban a los gremios de artesanos a atacar a los judíos (los judíos de la banca, los judíos de la prensa, los judíos de los ferrocarriles, los judíos del teatro). Esa misma semana, Schönerer había pedido el restablecimiento de las antiguas prohibiciones contra los judíos y fomentado disturbios en toda la ciudad. Breuer sabía que la situación empeoraría. Ya había invadido la universidad. Además, los cuerpos estudiantiles habían decretado que, como los judíos habían nacido "sin honor", a partir de ese momento no debía permitírseles la satisfacción de resarcirse mediante duelos. Todavía no se habían oído improperios contra los médicos judíos, pero sólo era cuestión de tiempo.

Oyó los ligeros ronquidos de Mathilde. ¡Allí estaba su verdadera preocupación! Mathilde había organizado su vida alrededor de él. Le amaba, era la madre de sus hijos. La dote de la familia Altmann le había enriquecido. Se sentía amargada por lo de Bertha, pero ¿quién podía reprochárselo? Tenía derecho a resentirse.

Breuer volvió a mirarla. Cuando se casó con ella, era la mujer más bella que había visto en su vida, y seguía siéndolo. Era más hermosa que la emperatriz, que Bertha, que Lou Salomé. ¿Qué hombre no le envidiaba en Viena? Entonces, ¿por qué no podía tocarla y besarla? ¿Por qué le asustaba su boca abierta? ¿Por qué aquella idea obsesiva de que debía rechazarla? ¿De que ella era la causa de su ansiedad?

La observó en la oscuridad. Sus labios dulces, la graciosa curva de sus pómulos, su piel satinada. Imaginó que aquella cara envejecía, que se le formaban arrugas, se endurecía, se formaban placas correosas, se descamaba dejando al descubierto el ebúrneo cráneo que había debajo. Observó la hinchazón de los pechos que descansaban sobre las costillas. Y recordó una ocasión en que, caminando por una playa batida por el viento, se topó con un gigantesco pez muerto; tenía un costado parcialmente descompuesto y sus blancas y desnudas costillas parecían hacerle una mueca.

Breuer intentó alejar a la muerte de su cabeza. Canturreó su exorcismo favorito, una frase de Lucrecio: "Donde está la muerte, no estoy yo. Donde yo estoy, no está la muerte. ¿Por qué preocuparse entonces?". Pero no sirvió de nada. Sacudió la cabeza, tratando de ahuyentar aquellos pensamientos morbosos. ¿De dónde venían? ¿De hablar con Nietzsche sobre la muerte? No, en lugar de insertar esos pensamientos en su mente, Nietzsche los había liberado. Siempre habían estado allí: los tenía de antes. Sin embargo, ¿en qué parte de su mente se alojaban cuando no los tenía? Freud estaba en lo cierto: tenía que haber un depósito de pensamientos complejos en el cerebro, más allá de la conciencia, pero atentos, preparados para ser convocados en cualquier momento y llevados al plano del pensamiento consciente.

¡Y en aquel depósito no sólo había pensamientos, sino también sentimientos! Días antes, mientras iba en un simón, Breuer había echado un vistazo al simón que circulaba junto al suyo, tirado por dos caballos al trote y en el que iban dos pasajeros, una pareja madura de expresión avinagrada. Pero no había cochero. ¡Un coche fantasma! El miedo lo había traspasado y una diaforesis instantánea le había empapado la ropa en cuestión de segundos. Y entonces había visto la figura del cochero, que se había agachado previamente para ajustarse una bota.

Al principio, Breuer se había reído de su estúpida reacción. Pero cuanto más pensaba en ello, más se daba cuenta de que, por más racional y librepensador que fuera, su mente contenía nebulosas de terror sobrenatural. Y no a mucha profundidad: podían aflorar a la superficie en cuestión de segundos. ¡Ay, si hubiera fórceps para extirpar esas nebulosas de raíz!

Ni rastro de sueño en el horizonte. Breuer se incorporó para arreglarse el arrugado camisón y mullir las almohadas. Volvió a pensar en Nietzsche. ¡Qué hombre tan extraño! ¡Qué conversación tan increíble habían sostenido! Le gustaba esa clase de conversación, le hacía sentirse cómodo, en su elemento. ¿Cuál era la "frase de granito" de Nietzsche? Llega a ser quien eres. "Pero ¿quién soy?", se preguntó Breuer. ¿Qué estaba destinado a ser? Su padre había sido un estudioso del Talmud: tal vez llevara las disquisiciones filosóficas en la sangre. Agradecía los pocos cursos de filosofía que había estudiado en la universidad, y había estudiado más que la mayoría de los médicos porque, ante la insistencia de su padre, había cursado el primer año en la facultad de filosofía antes de iniciar los estudios de medicina. También estaba contento de haber mantenido relación con Brentano y Jodl, sus profesores de filosofía. En realidad, debería verlos más a menudo. Había algo purificador en el reino de las ideas puras. Era allí, quizá sólo allí, donde no se sentía mancillado por Bertha y la carne. ¿Cómo seria su vida, si habitara en ese reino todo el tiempo, como Nietzsche?

¡Era increíble la manera en que Nietzsche se atrevía a decir ciertas cosas! ¡Decir que la esperanza era el peor de los males! ¡Que Dios había muerto! ¡Que la verdad era un error sin el que no era posible vivir! ¡Que los enemigos de la verdad no eran las mentiras, sino las convicciones! ¡Que la recompensa final de los muertos era no tener que volver a morir! ¡Que los médicos no tenían derecho a privar al hombre de su propia muerte! ¡Pensamientos perversos! Había rebatido a Nietzsche todos y cada uno de ellos. Sin embargo, había sido un rebatimiento fingido: en el fondo, sabía que Nietzsche estaba en lo cierto.

¡Y la libertad de Nietzsche! ¿Cómo seria una vida como la suya? Sin casa, sin obligaciones, sin salarios que pagar, sin hijos que criar, sin horarios, sin papeles que representar, sin lugar en la sociedad. Había algo tentador en aquella libertad. ¿Por qué Friedrich Nietzsche tenía tanta libertad y Josef Breuer tan poca? "Nietzsche se ha buscado esa libertad. ¿Por qué no puedo hacerlo yo?" Breuer permaneció estirado en la cama y torturándose con esos pensamientos hasta que, a las seis, sonó el despertador.

—Buenos días, doctor Breuer —saludó Frau Becker cuando Breuer llegó al consultorio a las diez y media, después de las visitas matinales—. Ese profesor Nietzsche estaba esperando en el vestíbulo esta mañana, cuando he abierto la consulta. Ha traído estos libros para usted y me ha pedido que le dijera que son sus propios ejemplares. En ellos hay notas marginales con ideas para trabajos futuros. Ha dicho que son notas privadas y que no debe enseñárselas a nadie. Tenía un aspecto horrible y, además, se comportaba de manera muy extraña.

—¿En qué sentido, Frau Becker?

—Parpadeaba todo el tiempo, como sí no pudiera ver o no quisiera ver lo que tenía delante. Y estaba muy pálido, como si fuera a desmayarse. Le he preguntado si le pasaba algo, si quería una taza de té o tenderse en su despacho. Se lo he dicho con educación, pero por lo visto le ha molestado mi sugerencia, parecía casi enfadado. Sin pronunciar palabra, ha dado media vuelta y ha bajado las escaleras corriendo.

Frau Becker entregó a Breuer el paquete: dos libros envueltos con sumo cuidado en una hoja de la Neue Freie Presse del día anterior y atados con un cordel. Los desenvolvió y los puso sobre su escritorio, junto con los ejemplares que le había dado Frau Salomé. Puede que Nietzsche hubiera exagerado al decir que tenía los dos únicos ejemplares que había en toda Viena, aunque ahora era Breuer el único que sin duda poseía dos ejemplares de ambos títulos.

—Ah, doctor Breuer, ¿no son los mismos libros que dejó la señora rusa? —Frau Becker acababa de llevar la correspondencia de la mañana y, al retirar el papel de periódico y el cordel, vio los títulos de los libros.

"Las mentiras generan mentiras", pensó Breuer, "y un mentiroso debe llevar una vida muy vigilante". Si bien Frau Becker era educada y eficiente, le gustaba inmiscuirse en la vida de los pacientes. ¿Seria capaz de hablar a Nietzsche de "la señora rusa" y de los libros? Tenía que prevenirla.

—Frau Becker, debo decirle que la señora rusa que tanto le gusta, Fräulein Salomé, es, o era, amiga íntima del profesor Nietzsche. Estaba preocupada por el profesor y acudió a mi porque se lo sugirieron unos amigos suyos. Sólo que el profesor no lo sabe, pues ahora Fräulein Salomé y él no están en buenas relaciones. Para que yo tenga alguna posibilidad de hacer algo por él, el profesor no debe enterarse de que la he recibido.

Frau Becker asintió con su discreción habitual, miró por el balcón y vio que llegaban dos pacientes.

—Herr Hauprmann y Frau Klein. ¿A quién quiere ver primero?

Haber acordado con Nietzsche una hora concreta no era usual. Por lo general, Breuer, al igual que otros médicos vieneses, se limitaba a mencionar el día y veía a sus pacientes siguiendo el orden en que llegaban.

—Haga pasar primero a Herr Hauptmann. Tiene que volver al trabajo.

Después del último paciente de la mañana, Breuer decidió leer los libros de Nietzsche y dijo a Frau Becker que comunicara a su esposa que no subiría hasta que la comida estuviera servida. Cogió los dos volúmenes, de encuadernación barata, cada uno de menos de trescientas páginas. Habría preferido leer los que le había dado Lou Salomé para poder subrayar frases o anotar cosas en los márgenes. Pero se sentía obligado a leer los ejemplares de Nietzsche para no sentirse tan hipócrita. Las anotaciones de Nietzsche le distraían: había multitud de vocablos subrayados y, en los márgenes, muchos signos de admiración y palabras como "¡SI! ¡SI!" y, de vez en cuando, "¡NO!" o "¡IDIOTA!". También había observaciones garabateadas que Breuer no alcanzaba a descifrar.

Eran libros extraños que no se parecían a nada de cuanto había leído hasta entonces. Cada libro contenía cientos de secciones numeradas y muchas apenas guardaban relación entre sí. Las secciones eran breves, dos o tres párrafos a lo sumo, y a veces se trataba sólo de un aforismo: "Los pensamientos son sombras de nuestros sentimientos: siempre más oscuros, más vacíos y más simples"; "Nadie muere de una verdad fatal hoy en día: hay demasiados antídotos"; "¿De qué sirve un libro que no nos lleva más allá de los libros?"

Era evidente que el profesor Nietzsche se sentía capacitado para discurrir acerca de cualquier tema: música, arte, política, hermenéutica, historia, psicología. Lou Salomé lo había descrito como un gran filósofo. Tal vez. Breuer no estaba preparado para juzgarlo en función del contenido de esos libros. Pero estaba claro que Níetzsche era un poeta, un verdadero Dichter.

Algunas de sus afirmaciones parecían ridículas, por ejemplo, una insulsa observación acerca de que padres e hijos siempre tienen más en común que madres e hijas. Pero muchos aforismos, en cambio, incitaban a Breuer a la reflexión: "¿Cuál es el sello de la liberación? No avergonzarse más ante uno mismo". Le atrajo un pasaje que le pareció muy llamativo: Del mismo modo que los huesos, la carne, los intestinos y los vasos sanguíneos están encerrados dentro de una piel que hace que la vista de un hombre sea soportable, las agitaciones y pasiones del alma están envueltas en la vanidad, que es la piel del alma.

¿Cómo describir aquellos libros? Desafiaban toda caracterización, aunque, en conjunto, eran una provocación deliberada; transgredían todas las convenciones, cuestionaban —e incluso denigraban— las virtudes convencionales y ensalzaban la anarquía.

Breuer consultó el reloj. La una y cuarto. Ya no le quedaba más tiempo para leer. Como sabía que en cualquier momento le llamarían para comer, buscó pasajes que pudieran ofrecerle ayuda práctica para la reunión con Nietzsche del día siguiente.

Por lo general, el horario del hospital no permitía a Freud comer los jueves con los Breuer. Pero aquel día Josef le había invitado de manera especial para que juntos examinaran el caso Nietzsche. Tras una típica comida vienesa, consistente en una sabrosa sopa de col y uvas pasas, wiener schnitzel, spätzle, coles de Bruselas, tomates al horno, el pumpernickel casero de Marta, manzanas asadas con canela y Schlag, Breuer y Freud se retiraron al estudio.

A medida que describía el historial médico y los síntomas del paciente a quien llamaba Herr Eckart Müller, Breuer notó que los párpados de Freud se entrecerraban poco a poco. No era la primera vez que su amigo caía en ese letargo después de comer y Breuer sabía cómo sacarlo de él.

—Bien, Sig —dijo con voz enérgica—, preparémonos para tus exámenes de ingreso en la facultad. Yo simularé ser el profesor Northnagel. Anoche no pude dormir, he tenido dispepsia y Mathilde me reprocha haber llegado tarde para comer, de modo que estoy lo bastante fastidiado para poder imitar a ese bruto.

Breuer adoptó un fuerte acento alemán del norte y la postura rígida y autoritaria de un prusiano.

—Muy bien, doctor Freud, le he dado el historial médico de Herr Eckart Müller. Ahora está preparado para su examen físico. Dígame, ¿qué debe buscar?

Freud dilató los ojos y se metió el dedo en el cuello de la camisa para aflojarlo. No compartía el gusto de Breuer por aquellos simulacros de examen. Si bien estaba de acuerdo en que eran buenos desde el punto de vista pedagógico, siempre le ponían nervioso.

—Es indudable —comenzó— que el paciente padece una lesión en el sistema nervioso central. Sus cefaleas, el deterioro de la vista, la historia neurológica de su padre, los problemas de equilibrio: todo lo indica. Sospecho que puede haber un tumor cerebral. Es posible que se trate de esclerosis diseminada. Efectuaré un examen neurológico completo, revisando los nervios craneanos con cuidado, en especial el primero, segundo, quinto y undécimo. También examinaré con cuidado los campos visuales: el tumor puede estar oprimiendo el nervio óptico.

—¿Cuál es su opinión acerca de los otros fenómenos visuales, esto es, los centelleos, la visión borrosa por la mañana que mejora más tarde, a lo largo del día? ¿Conoce usted algún cáncer que produzca esto?

—Yo daría un buen vistazo a la retina. Puede haber una degeneración de la mácula.

—¿Una degeneración de la mácula que mejora por la tarde? ¡Increíble! ¡Seria un caso que deberíamos publicar! ¿Y la fatiga periódica, los síntomas reumáticos y los vómitos de sangre? ¿También son causados por el cáncer?

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