El día que Nietzsche lloró (10 page)

A lo largo de todo aquel procedimiento, Nietzsche permaneció muy atento: de hecho. respondía moviendo la cabeza con expresión solícita a cada pregunta de Breuer, para quien, por otro lado, tal actitud no constituía una sorpresa. Breuer nunca se había encontrado con un paciente a quien, en secreto, no complaciera un examen microscópico de su vida. Y cuanto mayor era el poder de enaltecimiento, mayor era el placer del paciente. La alegría ante el hecho de ser observado era tan profunda que Breuer creía que el dolor verdadero de la vejez —la pérdida de los seres queridos, sobrevivir a los amigos— era la ausencia de examen, o sea, el horror de vivir sin ser observado.

Sin embargo, a Breuer si le sorprendieron la complejidad de los males de Nietzsche y la minuciosidad de sus observaciones. Las notas de Breuer llenaban páginas enteras. La mano empezó a cansársele conforme Nietzsche le describía el horrible conjunto de síntomas: monstruosas jaquecas que le paralizaban, mareos, vértigo, pérdida del equilibrio, náuseas, vómitos, anorexia, asco por la comida, fiebre, abundante sudor nocturno que le obligaba a cambiarse de camisa de dormir dos o tres veces por noche, accesos de fatiga que a veces rayaban en parálisis muscular generalizada, dolor gástrico, hematemesis, calambres intestinales, estreñimiento continuo, hemorroides y, por último, problemas de vista (fatiga ocular, inexorable deterioro de la visión, ojos lagrimeantes y doloridos, vista nublada e hipersensibilidad a la luz, sobre todo por la mañana).

Las preguntas de Breuer añadieron unos cuantos síntomas que Nietzsche había omitido o que no había querido mencionar: destellos visuales y escotoma, que por regla general precedían a las jaquecas; un insomnio que no respondía a ninguna medicación; fuertes calambres musculares por la noche; tensión generalizada; y rápidos e inexplicables cambios de humor.

¡Cambios de humor! ¡Lo que Breuer había estado esperando! Como había dicho a Freud, siempre aguardaba un momento propicio para adentrarse en el estado psicológico del paciente. Aquellos "cambios de humor" podían ser la clave que lo conduciría a la desesperación y a las intenciones suicidas de Nietzsche.

Breuer procedió con cautela, pidiéndole que se explayara sobre el particular.

—¿Ha notado en sus sentimientos alteraciones que parezcan relacionadas con su enfermedad?

El semblante de Nietzsche no se alteró. Parecía no importarle que la pregunta pudiera conducir a una región más íntima.

—Ha habido momentos en que, el día antes del ataque, me he sentido particularmente bien y he llegado a pensar que se trataba de un sentimiento peligrosamente positivo.

—¿Y después del ataque?

—El ataque típico dura entre doce horas y dos días. Después de un ataque, por lo general me siento fatigado y pesado. Incluso mis pensamientos son lentos durante un par de días. Pero a veces, sobre todo después de un ataque de varios días, es diferente. Me siento fresco, limpio. Exploto de energía. Adoro tales momentos: mi mente desborda de ideas extrañísimas.

Breuer insistió. Una vez que encontraba el camino, no abandonaba la búsqueda con facilidad.

—Esa fatiga y esa sensación de pesadez, ¿cuánto duran?

—No mucho. Una vez que cede el ataque y mi cuerpo se siente normal, recupero el control. Entonces me obligo a vencer la pesadez.

"Tal vez", reflexionó Breuer, "sea esto más difícil de lo que pensaba". Tendría que ser más directo. Estaba claro que de forma voluntaria Nietzsche no le diría nada de la desesperación.

—¿Y la melancolía? ¿Hasta qué punto acompaña o sucede a los ataques?

—Tengo períodos negros. ¿Quién no? Pero no me dominan. No forman parte de mi enfermedad, sino de mí ser. Podría decirse que tengo la valentía de padecerlos.

Breuer percibió en Nietzsche una leve sonrisa y un osado tono de voz. Ahora, por primera vez, Breuer reconocía la voz del hombre que había escrito aquellos dos audaces y enigmáticos libros que tenía guardados en el cajón del escritorio. Por un instante consideró la posibilidad de desafiar de forma directa la distinción ex catedra hecha por Nietzsche entre el reino de la enfermedad y el reino del ser. ¿Y qué quería decir con lo de tener la valentía de padecer períodos negros? ¡Pero paciencia! Era preferible mantener el control de la visita. Ya habría ocasión de adentrarse en su estado psicológico.

Con cuidado, siguió con el interrogatorio.

—¿Ha escrito usted un diario detallado de sus ataques, de su frecuencia, de su intensidad, de su duración?

—Este año no. He estado demasiado preocupado por hechos y cambios importantes que ha habido en mi vida. Pero el año pasado hubo ciento diecisiete días de incapacidad absoluta y casi doscientos en los que estuve parcialmente incapacitado, con jaquecas menos fuertes, dolor de ojos, dolor de estómago o náuseas.

Breuer se encontraba ahora ante dos posibilidades prometedoras, pero ¿cuál debía seguir? ¿Debía preguntar sobre la naturaleza de esos "hechos y cambios importantes" (con toda seguridad, Nietzsche se refería a Lou Salomé) o debía fortalecer la comunicación entre médico y paciente mostrándose insistente? A sabiendas de que era imposible lograr demasiada comunicación, Breuer optó por la última.

—Veamos, ésto deja sólo cuarenta y ocho días libres de enfermedad. Es muy poco tiempo de "estar bien", profesor Nietzsche.

—Si miro atrás y pienso en años pasados, veo que raras veces he tenido temporadas de bienestar que duraran más de dos semanas. Y creo que puedo recordar cada una de esas veces.

Al detectar un tono de melancolía, de desolación, en la voz de Nietzsche, Breuer decidió arriesgarse. Se hallaba ante una oportunidad que podía llevarlo directamente a la desesperación del paciente. Dejó la pluma y, con voz profesional sincera y preocupada, observó:

—Tal situación (la mayor parte de los días un tormento, una vida consumida por el dolor) parece un campo de cultivo propicio para la desesperación, para el pesimismo en torno al sentido de la vida.

Nietzsche permaneció en silencio. Por una vez, no tenía la respuesta preparada. Movía la cabeza de un lado a otro, como sí meditara sobre la posibilidad de recibir consuelo. Sin embargo, sus palabras expresaron algo más.

—Sin duda, eso es cierto, doctor Breuer, para algunas personas, quizá para la mayoría (debo aquí apelar a su experiencia), pero no para mí. ¿Desesperación? No, tal vez alguna vez lo haya sido, pero no ahora. Mi enfermedad pertenece al dominio del cuerpo, pero no soy yo. Yo soy mi enfermedad y mi cuerpo, pero ellos no son yo. Ambos deben ser dominados, si no de forma física, entonces de forma metafísica. En cuanto a su otro comentario, mi "sentido de la vida" es algo que nada tiene que ver con este —se golpeó el abdomen con el puño— lamentable protoplasma. Tengo por qué vivir y puedo soportar cualquier cómo. Tengo una misión que durante diez años constituirá el sentido de mi vida. Aquí —se golpeó las sienes— estoy lleno de libros, libros formados ya en su totalidad, libros que sólo yo puedo dar a luz. A veces creo que mis jaquecas son dolores de parto cerebral.

Al parecer, Nietzsche no sólo no tenía intención de hablar de la desesperación, sino ni siquiera de reconocer su existencia. Breuer se percató de que seria inútil tratar de tenderle una trampa. De pronto recordó que, cuando jugaba al ajedrez con su padre, éste siempre le ganaba: era el mejor jugador de la comunidad judía de Viena.

¡Pero tal vez no hubiera nada que reconocer! Quizá Fraulein Salomé estuviera equivocada. Nietzsche hablaba como si su espíritu hubiera conquistado su monstruosa enfermedad. En cuanto al suicidio, Breuer tenía una prueba infalible, que consistía en plantearse la cuestión siguiente: el paciente, ¿se proyectaba hacia el futuro? ¡Y Nietzsche había pasado aquella prueba! No tenía tendencias suicidas: hablaba de una misión que abarcaba diez años, de libros que todavía no había extraído de su mente.

Sin embargo, Breuer había leído con sus propios ojos las cartas en que Nietzsche hablaba de suicidio. ¿Estaría disimulando? ¿O sería que ya no sentía desesperación porque ya había decidido suicidarse? Breuer había conocido a pacientes así. Eran peligrosos porque parecían haber mejorado y, en cierto modo, habían mejorado, pues su melancolía había disminuido, sonreían, comían y recuperaban el sueño; pero su mejoría se debía a que habían descubierto una salida a su desesperación: el escape de la muerte.¿Cuál era el plan de Nietzsche? ¿Había decidido matarse? No, Breuer recordó lo que le había dicho a Freud: si Nietzsche quería suicidarse, ¿por qué ir a verlo? ¿Para qué tomarse la molestia de visitar a otro médico, de viajar de Rapallo a Basilea y de aquí a Viena?

Pese a la contrariedad de no obtener la información buscada, Breuer no podía culpar al paciente de falta de cooperación. Nietzsche respondía a cada pregunta médica de forma completa. En realidad, demasiado completa. Muchos de los que padecían jaquecas se mostraban sensibles a la dieta y al clima, de modo que a Breuer no le extrañó comprobar que esto también le sucedía a Nietzsche. En cambio, sí le sorprendió la exquisita abundancia de detalles en la exposición de su paciente. Sin pausa, Nietzsche habló durante veinte minutos de su reacción frente a las condiciones atmosféricas. Su cuerpo, dijo, era como un barómetro o un termómetro que reaccionaba con violencia a cada oscilación de la presión, la temperatura o la altitud atmosféricas. Los cielos grises lo deprimían, las nubes plomizas o la lluvia lo enervaban, la sequía lo vigorizaba, el invierno representaba una especie de "trismo" mental, el sol le hacia renacer. Durante años, su vida había consistido en la búsqueda del clima perfecto. Los veranos eran soportables. El valle de la Engadina, soleado, sin nubes ni viento, le sentaba bien, y todos los años, durante cuatro meses, residía en un modesto Gasthaus de la pequeña aldea suiza de Sils Maxia. Por el contrario, los inviernos eran una maldición. Nunca había encontrado un lugar donde pasar un invierno agradable. Durante los meses de frío, vivía en el sur de Italia y se trasladaba de ciudad en ciudad en busca de un clima saludable. El viento y la humedad de Viena eran veneno para él. Su sistema nervioso pedía sol y aire seco y tranquilo.

Cuando Breuer le preguntó por las comidas, Nietzsche pronunció otro discurso prolongado sobre la relación entre la dieta, los problemas gástricos y las jaquecas. ¡Qué precisión tan notable! Breuer nunca había tenido un paciente que respondiera a cada pregunta de forma tan concienzuda. ¿Qué significaba aquello?

¿Era Nietzsche un hipocondríaco obsesivo? Breuer había conocido a muchos hipocondríacos aburridos, llenos de autocompasión, que disfrutaban describiendo sus entrañas. Pero esos pacientes padecían una "estenosis de la Weltanschauung", un estrechamiento de la visión del mundo. ¡Y qué tediosa resultaba su presencia! No tenían más pensamientos que los referidos al cuerpo ni otros valores o ideas que los relativos a la salud.

No, Nietzsche no era de ésos. Su conversación era de gran interés y su persona, muy atractiva. Así lo había visto Fräulein Salomé, que, de hecho, todavía lo encontraba atractivo, aunque desde el punto de vista sentimental congeniara más con Paul Rée. Además, desde el principio de la entrevista, Breuer había observado que Nietzsche no describía sus síntomas para despertar compasión ni apoyo.

Entonces, ¿por qué tantos detalles minuciosos relativos a sus funciones corporales? Quizá sólo se debía a que Nietzsche gozaba de una excelente memoria y, por ello, hacía una evaluación médica de un modo ante todo racional, proporcionando datos completos a un facultativo experto. O tal vez se debía a que era extraordinariamente introspectivo.

Antes de finalizar la entrevista, Breuer obtuvo otra respuesta: Nietzsche tenía tan poco contacto con otras personas que pasaba muchísimo tiempo hablando con su propio sistema nervioso.

Una vez que hubo completado el historial clínico, Breuer procedió a efectuar el examen físico. Acompañó al paciente a la sala de revisión, una pequeña estancia esterilizada en la que sólo había un biombo (tras el que el paciente se desvestía), una silla, una camilla cubierta con una sábana almidonada, un lavabo, una báscula y un armario de acero con instrumental médico. Breuer dejó solo al paciente unos minutos para que se cambiara y cuando regresó, Nietzsche, que llevaba una bata que le dejaba la espalda al descubierto y no se había quitado los calcetines, estaba doblando con cuidado la ropa que acababa de quitarse. Pidió disculpas por el retraso.

—La vida nómada me exige que tenga sólo un traje. Por eso me aseguro de que esté cómodo cuando lo dejo descansar.

El examen físico de Breuer fue tan metódico como sus preguntas. Empezó por la cabeza y fue bajando por el cuerpo, escuchando, dando golpecitos, tocando, oliendo, sintiendo, mirando. A pesar de los numerosos síntomas del paciente, Breuer no encontró ninguna anormalidad física, a excepción de una gran cicatriz sobre el esternón (resultado de un accidente ecuestre durante el servicio militar), una cicatriz oblicua y diminuta sobre el puente de la nariz (debida a un duelo) y— algunos síntomas de anemia, como palidez del tejido conjuntivo y de los labios y arrugas en las palmas de las manos.

¿La causa de la anemia? Lo más probable es que fuera nutritiva. Nietzsche había dicho que a veces evitaba comer carne durante semanas enteras. Pero más tarde Breuer recordó que Nietzsche le había comentado que en ocasiones vomitaba sangre, así que podía estar perdiendo sangre debido a hemorragias gástricas. Le extrajo sangre para un recuento de glóbulos rojos y, tras un examen del recto, recogió una muestra de excremento para examinarla y comprobar si había sangre oculta.

En lo referente a los males visuales de Nietzsche, Breuer detectó una conjuntivitis unilateral que podía solucionarse con una simple pomada. Pese a sus considerables esfuerzos, Breuer no pudo enfocar bien la retina de Nietzsche con el oftalmoscopio: algo le obstruía la vista, una opacidad, quizás un edema en la córnea.

Breuer se concentró en el sistema nervioso de Nietzsche, no sólo a causa de la naturaleza de las jaquecas, sino también porque su padre había muerto, cuando él tenía cuatro años, de un "reblandecimiento cerebral", término genérico que podía referirse a cualquier tipo de anormalidad, ya fuera un ataque, un tumor o alguna especie de degeneración cerebral hereditaria. Sin embargo, después de revisar todos los aspectos del cerebro y de la función nerviosa —equilibrio, coordinación, sensación, fortaleza, propiocepción, audición, olfato, deglución—, Breuer no encontró evidencias de ninguna enfermedad estructural del sistema nervioso.

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