El día que Nietzsche lloró (17 page)

Nietzsche abrió el maletín, sacó un lápiz y un cuaderno y escribió unas líneas. Breuer estiró la cabeza, tratando, en vano, de leer al revés.

La compleja línea argumental de Nietzsche había ido más allá de lo que se proponía Breuer. Sin embargo, a pesar de que se sentía como un pobre tonto, no le quedaba más remedio que insistir.

—Como médico, opino que, aunque la enfermedad le haya causado beneficios (como con tanta lucidez me ha demostrado), ha llegado el momento de que le declaremos la guerra, de que conozcamos sus secretos, de que descubramos sus debilidades y la erradiquemos. ¿Quiere hacer el favor de complacerme y adoptar este punto de vista? —Nietzsche levantó la mirada y asintió—. Creo que es posible —prosiguió Breuer— que uno elija la enfermedad sin darse cuenta, si escoge una forma de vida que produce tensión. Cuando la tensión se vuelve oprimente o crónica, afecta a un sistema orgánico sensible: en el caso de la migraña, al sistema vascular. Como ve, me estoy refiriendo a una elección indirecta. Hablando de forma más concreta, uno no elige o selecciona una enfermedad, pero si elige la tensión y es la tensión la que elige la enfermedad. —El asentimiento de Nietzsche, que indicaba comprensión, alentó a Breuer a continuar—. Así pues, la tensión es nuestra enemiga y mi tarea, como médico, consiste en ayudarle a reducir la tensión de su vida.

Breuer se sentía aliviado: había podido volver a su plan. "Ahora he preparado el terreno para el siguiente paso, el último: ofrecerle ayuda para aliviar las fuentes psicológicas de la tensión de su vida."

Nietzsche volvió a guardar el lápiz y el cuaderno en el maletín.

—Doctor Breuer, hace años que me encaro al problema de la tensión que hay en mi vida. Hay que reducir la tensión, dice usted. Precisamente por esta razón dejé la universidad de Basilea en 1879. Llevo una vida libre de tensiones. He abandonado la enseñanza. No administro bienes. No tengo una casa que cuidar, ni criados que vigilar, ni mujer con quien pelearme, ni hijos a quienes educar.

Llevo una vida modesta, percibo una pequeña pensión. No tengo obligaciones con nadie. He reducido mi vida a lo mínimo, a un nivel limite. ¿Cómo sería posible reducirla más?

—No estoy de acuerdo en que no pueda reducirse más, profesor Nietzsche. Esta es la cuestión que me gustaría analizar con usted. Verá...

—Recuerde —le interrumpió Nietzsche— que he heredado un sistema nervioso de una exquisita sensibilidad. Lo sé por la forma en que reacciono ante la música y el arte. Cuando vi Carmen por primera vez, se inflamó cada célula nerviosa de mi cerebro y todo mi sistema nervioso estalló. Por la misma razón, reacciono de forma violenta ante cualquier ligero cambio en el tiempo o en la presión atmosférica.

—Pero —replicó Breuer— puede que esa hipersensibilidad nerviosa no sea constitucional. Puede que se trate de una función de tensión causada por otras fuentes.

—¡No, no! —protestó Nietzsche, sacudiendo la cabeza con impaciencia, como si Breuer hubiera fallado el tiro—. Yo sostengo que la hipersensibilidad, como la denomina usted, no es indeseable, sino necesaria para mi trabajo. Yo quiero estar alerta. No quiero quedar excluido de ninguna área de mi experiencia interior. Y si el precio de la percepción es la tensión, ¡que así sea! Puedo permitirme el lujo de pagar ese precio. —Breuer no respondió. No había esperado una resistencia tan fuerte e inmediata. Todavía no había descrito su plan de tratamiento y el paciente se había adelantado a los argumentos que había preparado y los había demolido. En silencio, buscó un modo de ordenar sus tropas. Nietzsche siguió hablando—: Usted ha visto mis libros. Entenderá que son buenos no porque yo sea inteligente o erudito. No, lo son porque tengo la osadía, la disposición, de separarme de la comodidad del rebaño y enfrentarme a fuertes y malignas inclinaciones. La investigación y la ciencia se originan en el descreimiento. Sin embargo, el descreimiento causa una gran tensión. Sólo los fuertes pueden tolerarlo. ¿Sabe cuál es la verdadera pregunta para un pensador? —No hizo la pausa de rigor para aguardar respuesta—.

La verdadera pregunta es: "¿Cuánta verdad puedo tolerar?". No es una ocupación para pacientes que quieran eliminar la tensión y llevar una vida tranquila.

Breuer no supo qué decir. La estrategia de Freud se hacía añicos. "Basa tu enfoque en la eliminación de la tensión", le había aconsejado. Pero para el paciente ante el que Breuer se hallaba, la obra de su vida, lo que lo mantenía vivo, requería tensión. Irguiéndose, Breuer apeló a la autoridad profesional.

—Comprendo su dilema a la perfección, profesor Nietzsche, pero escuche lo que voy a decirle. Debe entender que existen formas de que sufra menos sin necesidad de que abandone su investigación filosófica. He meditado mucho acerca de su caso. En mis años de experiencia clínica con la migraña, he ayudado a muchos pacientes. Creo que puedo ayudarle a usted. Permítame, por favor, exponerle mi tratamiento. — Nietzsche asintió y se echó atrás en el asiento. Breuer supuso que se sentiría seguro tras la barricada que había levantado—. Le propongo que permanezca en la clínica Lauzon de Viena durante un mes, para someterse a observación y tratamiento. Este arreglo presenta ciertas ventajas. Podremos efectuar pruebas sistemáticas con varios remedios nuevos contra la migraña. Veo que nunca se ha tratado con ergotamina. Es un nuevo remedio que promete mucho, pero requiere precauciones. Debe ingerirse inmediatamente después del comienzo del ataque; además, si se administra mal, puede producir peligrosos efectos secundarios. Prefiero supervisar la posología mientras el paciente esté en el hospital, sometido a estrecha vigilancia. La observación puede proporcionarnos una valiosa información acerca de las causas inmediatas de la migraña. Veo que usted es un atento observador de su propio estado; no obstante, existen claras ventajas cuando quien observa es un profesional adiestrado. —Breuer apenas se detuvo para impedir que Nietzsche le interrumpiera— . He utilizado la clínica Lauzon para mis pacientes en muchas ocasiones. Es cómoda y está administrada de manera competente. El nuevo director ha introducido muchos cambios innovadores, entre ellos agua de Baden—Baden. Además, como está cerca de mi consultorio, puedo visitarlo todos los días, excepto los domingos, y juntos podemos investigar las causas de tensión existentes en su vida. Nietzsche negó con la cabeza con un movimiento leve pero decidido—. Permítame —prosiguió Breuer— adelantarme a sus objeciones. Como acaba de manifestar, la tensión es tan intrínseca a su trabajo y a su misión que, aunque fuera posible extirparla, usted no se avendría a un procedimiento para hacerlo. ¿Estoy en lo cierto? — Nietzsche asintió. A Breuer le animó ver un atisbo de curiosidad en su mirada. "¡Bien! El profesor cree que ha pronunciado la última palabra sobre la tensión. Se sorprende al ver que arrastro su cadáver"—. Pero la experiencia clínica me ha enseñado que existen muchas causas de tensión, causas que pueden estar más allá del conocimiento de la persona que la padece y que requieren un guía objetivo para su aclaración.

—¿Y cuáles son las causas de la tensión, doctor Breuer?

—En un momento dado de nuestra charla, cuando le pedí que expusiera en un diario los acontecimientos relacionados con los ataques de migraña, usted se refirió a hechos importantes y perturbadores de su vida que lo distraían de la tarea de escribir un diario. Supongo que estos hechos (debe usted explicitarlos) son una fuente de tensión que podría aliviarse mediante la expresión oral.

—Ya he resuelto estas distracciones, doctor Breuer —dijo Nietzsche con decisión.

Pero Breuer insistió.

—Estoy seguro de que hay otras tensiones. Por ejemplo, el miércoles aludió a una traición reciente. Que, por cierto, debe de haberle causado tensión. Como no hay ser humano que esté libre de esta [angustia], nadie supera el dolor de la amistad rota. O el dolor de la soledad. Para serle franco, profesor Nietzsche, puesto que soy su médico, me concierne el programa diario que describió. ¿Quién puede tolerar tanta soledad? Hace poco acaba de decir que no tiene mujer, hijos ni colegas como si ello probase que ha erradicado la tensión. Pero yo lo veo de otro modo: la soledad extrema no alivia la tensión, sino que constituye la tensión misma. La soledad es el campo de cultivo de la enfermedad.

Nietzsche negó con la cabeza.

—Permítame que disienta, doctor Breuer. Los grandes pensadores siempre eligen su propia compañía, tienen pensamientos independientes, sin ser molestados por el rebaño. Piense en Thoreau, en Spinoza, en hombres de religión como San Jerónimo, San Francisco o Buda.

—No conozco a Thoreau, pero en cuanto al resto, ¿son modelos de salud mental? Además —Breuer esbozó una amplia sonrisa con la esperanza de aligerar la charla—, su argumento debe de estar en grave peligro, ya que recurre a los hombres de religión en busca de apoyo.

A Nietzsche no pareció hacerle gracia.

—Doctor Breuer, le agradezco los esfuerzos que hace por mi bien y también el provecho que he obtenido de esta consulta: la información que me ha brindado sobre la migraña es algo muy valioso para mi. Pero no es aconsejable que ingrese en una clínica. Las largas estancias en balnearios (semanas enteras en Saint—Moritz, en Hex, en Steinabad) no me han servido de nada.

Breuer no se rendía fácilmente.

—Debe comprender, profesor Nietzsche, que nuestro tratamiento en la clínica Lauzon no se asemejaría a una cura en cualquiera de los balnearios europeos. Lamento haber mencionado las aguas de Baden—Baden. Representan la parte más pequeña de lo que puede ofrecer la clínica Lauzon bajo mi supervisión.

—Doctor Breuer, si usted y su clínica estuvieran en otro lugar, podría considerar su propuesta. Quizá en Túnez, en Sicilia, incluso en Rapallo. Pero un invierno en Viena sería fatal para mi sistema nervioso. No creo que pudiera sobrevivir.

Aunque Breuer sabía por Lou Salomé que Nietzsche no había puesto objeciones cuando ella le había propuesto pasar un invierno en Viena con él y Paul Rée, se trataba de una información que no podía utilizar. En cualquier caso, contaba con un argumento mejor.

—Pero, profesor Nietzsche, usted confirma mi argumento. Si lo hospitalizáramos en Cerdeña o en Túnez, donde estaría libre de migrañas durante un mes, no conseguiríamos nada. La investigación médica no se diferencia de la investigación filosófica: ¡hay que correr riesgos! Bajo nuestra supervisión en Lauzon, una migraña no seria causa de alarma, sino una bendición: una mina de información para la causa y tratamiento de su estado. Permítame asegurarle que estaré a su disposición al instante y que de inmediato podré abortar un ataque con ergotamina o nitroglicerina.

Aquí Breuer hizo una pausa. Sabía que su argumento era poderoso. Trató de que no se le reflejase en la cara. Nietzsche tragó saliva antes de responder.

—Su argumento es interesante, doctor Breuer. No obstante, me resulta del todo imposible aceptar su recomendación. Mi objeción a su plan y a su tratamiento se origina en los niveles más profundos y fundamentales. Pero resultan superfluos debido a un obstáculo mundano pero esencial: el dinero. Aun en las mejores circunstancias, mis recursos se verían mermados por un mes de atención médica intensiva. En este momento, me resulta imposible.

—Ay, profesor Nietzsche, ¿no es extraño que haga tantas preguntas acerca de aspectos íntimos de su cuerpo y de su vida, pero que me abstenga, como la mayoría de los médicos, de entrometerme en su intimidad económica?

—Su discreción no era necesaria, doctor Breuer. No tengo inconveniente en hablar de mi economía. El dinero me importa poco, mientras tenga suficiente para continuar con mi trabajo. Llevo una vida sencilla y, aparte de unos pocos libros, no gasto nada, salvo lo que necesito para mi subsistencia. Cuando dimití hace tres años, la universidad me concedió una pequeña pensión. Ese es mi dinero. Carezco de cualquier otra fuente de ingresos; no tengo propiedades patrimoniales ni recibo dinero de ningún mecenas (poderosos enemigos se han encargado de ello), y, como le he dicho, jamás he ganado un céntimo con mis libros. Hace dos años, la universidad de Basilea decidió aumentarme un poco la pensión. Creo que el primer objetivo era que me fuera y el segundo que me mantuviera alejado.

—Introdujo la mano en el interior de la chaqueta y extrajo una carta. Siempre creí que la pensión sería vitalicia. Sin embargo, esta misma mañana Overbeck me ha enviado una carta de mi hermana en que se me dice que la pensión puede estar en peligro.

—¿Cómo es eso, profesor Nietzsche?

—Alguien a quien mi hermana no aprecia en absoluto está calumniándome. Todavía no sé si la acusación es verdadera o si mi hermana, como de costumbre, exagera. Sea como fuere, lo importante es que en este momento no puedo contraer una obligación económica importante.

Breuer se sintió encantado y aliviado ante la objeción de Nietzsche. Se trataba de un obstáculo que podía superarse sin problemas.

—Profesor Nietzsche, creo que tenemos actitudes similares con respecto al dinero. Al igual que usted, nunca le he otorgado una importancia emocional. Sin embargo, por pura casualidad, mi circunstancia difiere de la suya. Si su padre le hubiera dejado propiedades, tendría dinero. Aunque mi padre, un eminente profesor de hebreo, sólo me dejó un pequeño legado, me casó con la heredera de una de las familias judías más ricas de Viena. Ambas familias quedaron satisfechas: una dote abundante a cambio de un científico con un gran potencial. Con esto, profesor Nietzsche, quiero decir que su obstáculo financiero no es tal. La familia de mi mujer, los Altmann, han donado a la clínica Lauzon dos camas que están a mi disposición. De este modo, la clínica no cobraría nada, ni yo tampoco, por mis servicios. Nuestras conversaciones son tan enriquecedoras que me bastan. Así que todo está arreglado. Lo notificaré a la clínica. ¿Concertamos el ingreso para hoy mismo?

Nueve

Sin embargo, no todo estaba arreglado. Nietzsche permaneció sentado durante largo rato con los ojos cerrados. De repente, los abrió y habló.

—Doctor Breuer, ya le he robado demasiado tiempo. Su oferta es generosa. La recordaré siempre, pero no puedo aceptarla y no la aceptaré. Existen razones más allá de las razones.

Nietzsche había pronunciado estas palabras con decisión, como si no necesitaran más explicaciones. Preparándose para irse, cerró el maletín.

Breuer estaba atónito. La entrevista parecía más una partida de ajedrez que una consulta profesional. Había hecho una jugada, había propuesto un plan al que Nietzsche había contestado de inmediato. Había respondido a las objeciones de Nietzsche, pero sólo para volver a tener que enfrentarse a nuevas objeciones. ¿Nunca acabarían? Pero Breuer, que poseía mucha experiencia en situaciones clínicas que llegaban a un atolladero, recurrió ahora a una táctica que raras veces fallaba.

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