El día que Nietzsche lloró (20 page)

Breuer permaneció callado, acariciando las piezas de ajedrez mientras reflexionaba sobre las palabras de Max.

—Tal vez tengas razón. ¿Sabes?, yo mismo he pensado que no debería haber citado sus libros. Tendría que haber escuchado a Sig. He tenido el presentimiento de que no era un procedimiento inteligente, pero no hacía más que eludir mis estocadas y llevarme a una relación de competencia. Es curioso; durante toda la consulta he pensado que estaba jugando al ajedrez. Le hacía caer en una trampa; él salía y me tendía una trampa a mí. Puede que la culpa haya sido mía. Tú dices que yo era así en la universidad. Pero hace años que no procedo así con un paciente. Creo que hay algo en él: hace que la gente proceda así y luego dice que se debe a la naturaleza humana. Eso es lo que él cree. ¡Y ahí es donde su filosofía se equivoca!

—¿Lo ves, Josef? (Lo sigues haciendo: tratas de agujerear su filosofía. Dices que es un genio. ¡Quizá deberías aprender de él en lugar de intentar vencerlo!

—¡Muy bien, Max, eso está muy bien! No me gusta, pero suena bien. Me ayuda. —Breuer tragó aire con fuerza y lanzó un sonoro suspiro—. Ahora sí, juguemos. He estado pensando en una nueva respuesta al gambito de reina.

Max movió una pieza y Breuer le contestó con un atrevido movimiento en el centro del tablero que, al cabo de ocho movimientos, le puso en serias dificultades. Max atacó al mismo tiempo un alfil y un caballo con un peón y, sin levantar los ojos del tablero, dijo:

—Josef, ya que hemos entablado este tipo de conversación esta noche, déjame hablar a mí también. Tal vez no sea asunto mío, pero no puedo taparme los oídos para no oír. Mathilde ha confiado a Rachel que hace meses que no la tocas.

Breuer estudió el tablero unos minutos y, después de darse cuenta de que no podía escapar del doble ataque, cogió el peón de Max antes de contestarle.

—Sí, está mal. Muy mal. Pero Max, ¿cómo quieres que te hable de ese asunto? Mejor sería que hablara directamente con Mathilde, porque sé que tú hablas con tu mujer y que ella, a su vez, habla con su hermana.

—No, créeme, sé guardar secretos ante Rachel. Te confiaré uno: si Rachel supiera lo que sucede con mi nueva enfermera, Fräulein Wittner, ¡me daría una patada en el trasero! Es como lo tuyo con Eva Berger; liarse con las enfermeras debe de venir de familia.

Breuer estudió el tablero. El comentario de Max le había molestado. ¡De modo que era así como los demás veían su relación con Eva! Pese a que la acusación era falsa, por un instante se sintió igualmente culpable de tentación sexual. Meses antes, en una importante conversación, Eva le había dicho que temía que él estuviera al borde de una relación perjudicial con Bertha y se había ofrecido a "hacer lo que fuese" por ayudarle a que se liberara de su obsesión por su joven paciente. ¿Acaso no se le había ofrecido Eva sexualmente? Breuer estaba seguro de ello. Pero el demoníaco "pero" había intervenido y en aquel asunto, como en tantas otras cosas, no había podido hacer nada. Sin embargo, muchas veces pensaba en el ofrecimiento de Eva y lamentaba la oportunidad perdida.

Ahora Eva se había ido. Y él nunca había podido aclarar las cosas con ella. Después de despedirla, ella no había vuelto a hablar con él y había hecho caso omiso de sus ofertas de dinero o de ayuda para conseguir un nuevo empleo. Si bien no podía reparar el error de no haberla defendido ante Mathilde, decidió que en aquella ocasión, por lo menos, la defendería de la acusación de Max.

—No, Max, estás equivocado. No soy un ángel, pero te juro que nunca toqué a Eva. Era una amiga, nada más que una buena amiga.

—Lo siento, Josef, pensaba que había conseguido ponerme en tu lugar y había imaginado que tú y esa Eva...

—Comprendo que hayas llegado a pensarlo. Teníamos una amistad poco común. Era una confidente y hablábamos de todo. Y después de tantos años de trabajar para mí, tuvo una recompensa terrible. Nunca tendría que haber cedido ante el enojo de Mathilde. Tendría que haberla defendido.

—¿Es ésa la razón por la que tú y Mathilde estáis distanciados?

—Es posible que tenga eso contra Mathilde, pero no es el verdadero problema de nuestro matrimonio. Es mucho más que eso, Max. Pero no sé lo que es. Mathilde es una buena esposa. Ah, me molestó su reacción ante lo de Bertha y Eva. Pero en cierto sentido tenía razón: prestaba más atención a ellas. Pero lo que sucede ahora es extraño Cuando la miro, pienso que es muy hermosa.

—¿Y?

—Y no puedo tocarla. Me aparto. No quiero que se acerque a mí.

—A lo mejor no es algo tan extraño. Rachel no es Mathilde, pero está de buen ver y, sin embargo, tengo interés por Fräulein Wittner, que, debo reconocerlo, parece una rana. Algunos días, cuando voy por la Kirsrenstrasse y veo a veinte o treinta rameras en fila, me viene la tentación. Ninguna es más bonita que Rachel; muchas tienen gonorrea o sífilis, pero, aun así, me tienta la idea. Si supiera con seguridad que nadie me reconocería, ¿quién sabe? ¡Tal vez fuera con alguna! Todos nos cansamos de la misma comida. ¿Sabes, Josef? Por cada mujer hermosa que existe siempre hay un pobre hombre cansado de jodérsela.

A Breuer no le gustaba alentar a Max cuando se ponía vulgar, pero no pudo dejar de sonreír ante el aforismo, que, pese a resultar grosero, contenía una verdad.

—No, Max, no se trata de aburrimiento. Ese no es mi problema.

—Quizá deberías someterte a una revisión. Varios urólogos están escribiendo sobre la función sexual. ¿Has leído el trabajo de Kirsch acerca de que la diabetes causa impotencia? Ahora que ha desaparecido el tabú sobre el tema, es obvio que la impotencia es mucho más común de lo que creíamos.

—No soy impotente —replicó Breuer—. Aunque me haya abstenido del sexo, sigo teniendo apetencias y deseos carnales. Esa muchacha rusa, por ejemplo. Y he tenido las mismas ideas que tú acerca de las prostitutas de la Kirsrenstrasse. De hecho, parte del problema es que tengo tantos pensamientos en torno a otras mujeres que, si toco a Mathilde, me siento culpable. —Breuer advirtió que habían sido las revelaciones de Max acerca de sí mismo las que ahora hacían que le resultara más fácil hablar de sus propias intimidades. Quizá Max, con su manera de ser tan poco refinada, habría manejado a Nietzsche mejor que él—. Pero tampoco es eso lo principal —continuó—. ¡Se trata de otra cosa! Hay algo más diabólico en mi interior. ¿Sabes?, pienso que podría desaparecer. En realidad, nunca lo haría, pero no puedo evitar el pensar, cada vez más a menudo, que podría irme y abandonar a Mathilde, a los niños, Viena. Es un pensamiento disparatado lo sé, no es preciso que me lo digas, Max. Sé que es una locura pensar que todos mis problemas se resolverían si pudiera encontrar la manera de apartarme de Mathilde.

Max sacudió la cabeza, suspiró, se comió el alfil de Breuer e inició un ataque contra la reina. Breuer se arrellanó en su asiento. ¿Cómo podría soportar otros diez, veinte, treinta años, perdiendo siempre ante la defensa francesa y el infernal gambito de reina de Max?

Once

Aquella noche, en la cama, Breuer seguía pensando en el gambito de reina y en el comentario de Max acerca de las mujeres hermosas y los hombres cansados de ellas. Sus perturbadores sentimientos en torno a Nietzsche habían disminuido. De alguna manera, su charla con Max había contribuido a ello. Quizá, durante todos aquellos años, había subestimado a Max. En ese momento, Mathilde, después de ver a los niños, regresó a la cama, se acercó a él y le susurró:

—Buenas noches, Josef.

Él fingió estar dormido.

¡Pam, pam, pam! Llamaban a la puerta. Breuer miró el reloj. Las cuatro y cuarenta y cinco. Se despabiló de inmediato —nunca dormía profundamente—, se puso la bata y recorrió el pasillo. Louis salió de su habitación, pero él le indicó que se quedara. Ya que estaba despierto, él acudiría a abrir.

El Portier, tras disculparse por haberlo despertado, dijo que fuera había un hombre que preguntaba por él y aseguraba que era una emergencia. Breuer encontró a un anciano en el vestíbulo. No llevaba sombrero y era obvio que había recorrido un largo trecho: respiraba con dificultad, tenía el pelo cubierto de nieve y el moco que le colgaba de la nariz había convertido el bigote en una escoba congelada.

—¿El doctor Breuer? —preguntó con una voz que temblaba de agitación.

Ante el asentimiento de Breuer, se presentó como Herr Schlegel. Inclinó la cabeza y se llevó la mano derecha a la frente: un recuerdo de lo que, en tiempos mejores, había sido el saludo de rigor.

—Un paciente suyo está enfermo, muy enfermo, lo tengo en mi Gasthaus —dijo—. No puede hablar, pero he encontrado esta tarjeta en su bolsillo.

Al examinar la tarjeta, Breuer vio su propio nombre y dirección escritos en uno de los lados. En el reverso leyó:

PROFESOR FRIEDRICH NIETZSCHE

Profesor de Filología

Universidad de Basilea

Su decisión fue instantánea. Dio a Herr Schlegel instrucciones explícitas para localizar a Fischmann y el simón.

—Cuando usted vuelva, ya estaré vestido. Me contará qué le ocurre a mí paciente durante el trayecto hacia el Gasthaus.

Veinte minutos después, Herr Schlegel y Breuer, envueltos en mantas, viajaban en el coche a través de las frías calles cubiertas de nieve. El posadero le explicó que el profesor Nietzsche se alojaba en el Gasthaus desde el inicio de aquella semana.

—Es un huésped excelente. Nunca causa problemas.

—Hábleme de su enfermedad.

—Se pasa la mayor parte del día encerrado en su habitación. No sé qué hace allí. Cuando le sirvo el té por la mañana, lo encuentro sentado a la mesa, escribiendo. Eso me intriga porque, ¿sabe?, he descubierto que ve muy mal. Hace dos o tres días, llegó una carta para él con matasellos de Basilea. Se la llevé y, unos minutos después, bajó la escalera parpadeando y bizqueando. Dijo que le fallaba la vista y me pidió que le leyera la carta. Comentó que era de su hermana. Empecé a leerla pero, al cabo de unas cuantas líneas (no sé qué acerca de un escándalo ruso), pareció turbado y me rogó que se la devolviera. Traté de leer el resto, pero sólo descifré las palabras "deportar" y "policía". Aunque mi mujer se ofreció a cocinar para él, come fuera. No sé dónde, pues no me pidió que le aconsejara sobre este tema. Apenas habla, aunque una noche dijo que iba a un concierto gratis. No es tímido. Esa no es la razón de su reserva. En cuanto a su silencio, he observado varias cosas...

El posadero, que había trabajado diez años para el contraespionaje militar, ahora echaba de menos su antiguo oficio, por lo que se divertía viendo a sus huéspedes como misterios y tratando de construir su perfil personal a partir de pequeños detalles domésticos. Durante su larga caminata hasta la casa de Breuer, había reunido todas las pistas referentes al profesor Nietzsche y había ensayado la forma en que se las presentaría al médico. Para aquel anciano se trataba de una rara oportunidad: por lo general, no tenía el público adecuado, pues su mujer y los demás huéspedes del Gasthaus eran demasiado torpes para apreciar sus dotes inductivas.

Sin embargo, el médico lo interrumpió.

—¿Puede hablarme de la enfermedad del profesor Nietzsche, Herr Schlegel?

—Sí, sí, doctor. —Y tragándose la decepción, Herr Schlegel le informó de que ese viernes por la mañana, alrededor de las nueve, Nietzsche había pagado la cuenta y había salido, no sin antes comunicarle que se iba de Viena aquella misma tarde y que volvería a pasar antes del mediodía para recoger el equipaje—. Ha debido de volver en algún momento en que yo no estaba en recepción porque no me he enterado de su regreso. Anda sin hacer ruido, ¿sabe?, como si no quisiera que le siguieran. Y no lleva paraguas, de modo que, por el paragüero, tampoco puedo saber si ha salido o no. Creo que no quiere que se sepa dónde está, cuándo está, o cuándo sale. Se las arregla muy bien (sospechosamente bien) para entrar y salir sin llamar la atención.

—¿Y su enfermedad?

—Sí, sí, doctor. Es que pensaba que algunos de estos detalles podían ser importantes para su diagnóstico. Bien, alrededor de las tres de la tarde, mi mujer, como siempre, ha ido a limpiar su habitación y allí estaba: ¡no había cogido el tren! Estaba acostado en la cama, gimiendo, con la mano en la cabeza. Mi mujer me ha llamado y entonces yo le he dicho que ocupara mi lugar en recepción, pues nunca dejo el puesto de vigilancia. Como ya le he dicho antes, por eso me ha sorprendido que mi huésped volviese a su habitación sin que yo lo viera.

—¿Y luego? —Breuer estaba impaciente. Había llegado a la conclusión de que Herr Schlegel había leído demasiadas novelas policíacas. Todavía le quedaba tiempo de sobra para contarle cuanto sabía. El Gasthaus estaba en el tercer distrito, o de la Landstrasse, de modo que aún les quedaba más de un kilómetro de camino. Además, a causa de la nevada, la visibilidad era tan mala que Fischmann había tenido que bajar del pescante para coger las riendas y, poco a poco, dirigir a pie al caballo a través de las calles cubiertas de nieve.

—He entrado en su habitación y le he preguntado si estaba enfermo. Me ha respondido que no se encontraba bien, que tenía una leve jaqueca, que pagaría un día más y se iría mañana. Me ha dicho que tiene dolores de cabeza con frecuencia y que lo que le va mejor es no moverse ni hablar. Ha dicho también que lo único que se podía hacer era esperar. Me ha hablado con más frialdad que de costumbre. No cabía duda: quería que lo dejáramos en paz.

—¿Y después? —Breuer sufrió un escalofrío. Sentía el frío hasta en los huesos. Por más irritante que le resultara Herr Schlegel, le gustó enterarse de que había otros que también consideraban difícil a Nietzsche.

—Me he ofrecido para ir en busca de un médico, pero cuando se lo he dicho se ha puesto muy nervioso. Tendría que haberlo visto. "¡No! ¡No! ¡Nada de médicos! ¡Sólo sirven para empeorar las cosas! ¡Nada de médicos!" No se ha mostrado grosero (nunca lo es, ¿sabe?) Siempre se comporta con mucha educación. Se nota que es de buena familia. Apuesto a que fue a un buen colegio privado. Se mueve en los mejores círculos. Al principio, yo no entendía por qué no se alojaba en un hotel de más categoría. Observé que su ropa (uno se entera de muchas cosas por la ropa) procedía de buenas tiendas, que estaba muy bien confeccionada y que la tela era de calidad, al igual que sus zapatos (italianos, de primera clase). Sin embargo, todo, incluso la ropa interior, estaba muy usado (eso si, muy bien usado): había remiendos en algunas prendas y hace por lo menos diez años que las chaquetas no se llevan tan largas. Ayer le dije a mi esposa que es un aristócrata pobre que no sabe cómo desenvolverse en el mundo de hoy. A principios de semana me tomé la libertad de preguntarle acerca del origen del apellido Nietzsche y murmuró no sé qué sobre la nobleza polaca.

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