El día que Nietzsche lloró (23 page)

¡Y vanidoso! ¡Con cuánta naturalidad había dicho, en passant, y no con vacía jactancia sino con plena convicción, que era el mejor profesor de la historia de la Universidad de Basilea y que tal vez la gente tuviera el valor de leer su obra en el año 2000! Pero a Breuer no le ofendía esto. Quizá Nietzsche tuviera razón. Tanto su manera de hablar como su forma de escribir poseían una gran fuerza, y su pensamiento era iluminador y potente. Incluso cuando estaba equivocado.

Por la razón que fuera, Breuer no negaba que Nietzsche le importara tanto. Comparada con sus fantasías sobre Bertha, tan devastadoras, su preocupación por Nietzsche le parecía benigna hasta benévola. De hecho, Breuer tenía la premonición de que su encuentro con el extraño caballero podía conducirle a una redención personal.

Breuer siguió caminando. Ese otro hombre alojado y oculto dentro de Nietzsche, ese hombre que suplicaba ayuda: ¿dónde se encontraba ahora? "Ese hombre que me tocó la mano", se decía Breuer, "¿cómo puedo llegar a él? ¡Debe de haber una forma! Pero está decidido a irse de Viena el lunes. ¿Hay alguna manera de detenerlo? ¡Tiene que haberla!".

Se dio por vencido. Dejó de pensar. Sus piernas siguieron caminando hacia la casa cálida y bien iluminada, hacia sus hijos y su amante y no amada esposa Mathilde. Se concentró sólo en aspirar el aire frío, entibiarlo en los pulmones y luego expulsarlo en forma de nubes de vapor. Oyó el viento, sus pasos, el crujido de la frágil capa de hielo y nieve bajo sus pies. Y de repente se le ocurrió una manera: ¡la única manera!

Apretó el paso. Durante el resto del camino hizo crujir la nieve y, con cada paso, cantaba para sí: "¡Conozco la manera! ¡Conozco la manera!".

Doce

El lunes por la mañana, Nietzsche acudió al consultorio de Breuer para finalizar el asunto que los unía. Tras estudiar con detenimiento la detallada cuenta de Breuer para asegurarse de que no se hubiera omitido nada, Nietzsche rellenó una orden de pago y se la entregó a Breuer. A continuación, Breuer le dio el informe clínico y le sugirió que lo leyera allí mismo, por si tenía alguna duda. Después de leerlo con atención, Nietzsche abrió el maletín y lo guardó en la carpeta de informes médicos.

—Un excelente informe, doctor Breuer, completo y comprensible. Y a diferencia de muchos otros, no contiene jerga profesional: ésta, si bien ofrece la ilusión del saber, en realidad es el lenguaje de la ignorancia. Y ahora, a Basilea. Ya le he robado demasiado tiempo. —Nietzsche cerró el maletín con llave—. Le dejo, doctor, sintiéndome más en deuda con usted que con ningún otro hombre en toda mi vida. Las despedidas, por lo general, están acompañadas por la resistencia a prolongar el hecho. La gente dice auf Wiedersehen: hasta la vista. Las personas planean con rapidez nuevos encuentros y luego, con mayor rapidez, olvidan sus propósitos. Yo no soy de ésos. Prefiero la verdad, o sea: casi con toda seguridad, no volveremos a vernos. Es probable que jamás regrese a Viena y dudo que usted sienta la necesidad de seguir el rastro de un paciente como yo en Italia.

Nietzsche cogió el maletín y fue a ponerse en pie. El momento que Breuer esperaba.

—Profesor Nietzsche, por favor, todavía no. Hay otro asunto que quiero discutir con usted. —Nietzsche se puso tenso. "Sin duda esperaba que volviera a pedirle que ingresara en la clínica Lauzon y temía que llegara el momento", pensó Breuer—. No, profesor Nietzsche, no es lo que usted piensa en absoluto. Relájese, por favor. Se trata de algo distinto. He estado demorando este tema, por razones que pronto serán evidentes. —Breuer hizo una pausa y tomó aliento con fuerza—. Tengo una propuesta que hacerle. Una propuesta extraña, que tal vez nunca haya sido hecha a un paciente por su médico. Como ve, titubeo. Resulta difícil decirlo. Por lo general, no me faltan las palabras. Pero lo mejor es decirlo: le propongo un intercambio profesional. Es decir, le propongo que, durante el próximo mes, me permita actuar como médico de su cuerpo. Me concentraré sólo en sus síntomas físicos y en su medicación. Y usted, a cambio, será el médico de mi mente, de mi espíritu.

Nietzsche, todavía aferrado a su maletín, pareció intrigado, luego cauto.

—¿Qué quiere decir con su mente, su espíritu? ¿Cómo puedo yo ser médico? ¿No es ésta otra variante de la charla de la semana pasada, que usted me trate y yo le enseñe filosofía?

—No, esta petición es del todo diferente. Yo no le pido que me enseñe, sino que me cure.

—¿Puedo preguntarle de qué?

—Una pregunta difícil. Y sin embargo, se la hago a mis pacientes todo el tiempo. Se la formulé a usted, y ahora me toca a mí responder. Le pido que cure mi desesperación.

—¿Que cure su desesperación? —Nietzsche dejó de apretar el maletín y se inclinó hacia delante—. ¿Qué clase de desesperación? Yo no la veo.

—No está en la superficie, donde parece que llevo una vida satisfactoria. Pero, debajo de la superficie, reina la desesperación. Me pregunta usted qué clase de desesperación. Digamos que mi mente no me pertenece, que me asaltan pensamientos ajenos y sórdidos. El resultado es que siento desprecio por mi mismo y dudo de mi integridad. ¡Aunque quiero a mi mujer y a mis hijos, no los amo! De hecho, les guardo rencor por ser prisionero suyo. Carezco de valor: de valor para cambiar mi vida o para seguir viviéndola. Ya no sé por qué vivo, no sé cuál es el sentido de mi vida. Me preocupa envejecer. Aunque cada día me acerco más a la muerte, la muerte me aterroriza. Aun así, a veces pienso en el suicidio.

Breuer había ensayado aquel discurso el domingo. Pero hoy, de un modo extraño, considerando la duplicidad subyacente del plan, había sido sincero. Breuer sabia que era un mal embustero. Si bien había ocultado la gran mentira —que su propuesta era un ardid para inducir a Nietzsche al tratamiento—, había resuelto decir la verdad en todo lo demás. Por eso, en su discurso, había presentado la verdad acerca de si mismo, de una forma levemente exagerada. Había tratado, también, de encontrar hechos que, de alguna manera, pudieran parecerse a los de Nietzsche.

Por una vez, Nietzsche parecía atónito. Meneó la cabeza: era obvio que no quería ser participe de aquella propuesta. Sin embargo, le resultaba difícil formular una objeción racional.

—No, no, doctor Breuer, eso es imposible. No puedo hacerlo, no estoy preparado. Considere los riesgos: todo podría empeorar.

—Pero, profesor, no hay preparación posible. ¿Quién está preparado para ello? ¿A quién puedo recurrir? ¿A un médico? Esa forma de curación no forma parte de la disciplina médica. ¿A un director espiritual? ¿Debo dar el salto y refugiarme en cuentos de hadas religiosos? Como usted, yo también he perdido la facultad de hacerlo. Usted, un filósofo vital, se pasa la vida contemplando las cuestiones que confunden la mía. ¿A quién puedo recurrir sino a usted?

—¡Dudas con respecto a usted mismo, a su mujer, a sus hijos! ¿Qué sé yo de todo eso?

Breuer respondió de inmediato.

—Y con respecto al hecho de envejecer, a la muerte, a la libertad, al suicidio, a la búsqueda de un objetivo. ¿Acaso no son éstas las preocupaciones precisas de su filosofía? ¿No son sus libros verdaderos tratados sobre la desesperación?

—Yo no puedo curar la desesperación, doctor Breuer. La estudio. La desesperación es el precio que uno paga cuando toma conciencia de las cosas. Si dirige una mirada profunda a la vida, siempre encontrará la desesperación.

—Eso lo sé, profesor Nietzsche, y no espero curación, sólo alivio. Quiero que me aconseje. Quiero que me enseñe a tolerar una vida de desesperación.

—Pero yo no sé hacerlo. Y no tengo consejos para los individuos. Escribo para la raza humana, para la humanidad.

—Pero, profesor Nietzsche, usted cree en el método científico. Si una raza, una aldea, un rebaño padecen un mal, el científico procede a aislarlos y a estudiar un espécimen prototípico para obtener una generalización aplicable al todo. Yo me pasé diez años examinando con detenimiento una estructura diminuta en el oído de la paloma con el fin de descubrir cómo mantienen las palomas el equilibrio. No podía trabajar con toda la especie. Tuve que trabajar con palomas individuales. Sólo más tarde fui capaz de generalizar mis descubrimientos y de aplicarlos a todas las palomas, y luego a las aves y mamíferos, y también a los seres humanos. Esa es la forma de hacerlo. No es posible llevar a cabo un experimento con toda la raza humana. —Breuer hizo una pausa, esperando la refutación de Nietzsche. Pero ésta no llegó. Nietzsche estaba absorto en sus pensamientos. Breuer siguió hablando—. El otro día sostuvo que el fantasma del nihilismo recorría Europa. Dijo que Darwin había vuelto anticuado a Dios; que, del mismo modo que una vez creamos a Dios, ahora lo hemos matado. Y que ya no sabemos vivir sin nuestras mitologías religiosas. Además, si bien no lo dijo directamente (corríjame si me equivoco), creo que usted piensa que su misión consiste en demostrar que a partir del escepticismo es posible crear un código de conducta para el hombre, una nueva moralidad, un nuevo saber que reemplace el saber surgido de la superstición y el anhelo por lo sobrenatural. —Breuer hizo una pausa. Asintiendo con la cabeza, Nietzsche le indicó que continuara—.

Creo, aunque usted tal vez no esté de acuerdo con las palabras que escojo, que su misión es salvar a la humanidad tanto del nihilismo como de la ilusión. —Nietzsche volvió a asentir con una leve inclinación de cabeza—. ¡Bien, entonces sálveme a mí! ¡Lleve a cabo su experimento conmigo! Yo soy el sujeto perfecto. He matado a Dios. No tengo creencias sobrenaturales y me estoy ahogando en el nihilismo. ¡No sé por qué vivir! ¡No sé cómo vivir! —Nietzsche seguía sin responder—. Si usted aspira a desarrollar un plan para toda la humanidad, o incluso a seleccionar a unos pocos, pruebe conmigo. Practique conmigo. Vea qué funciona y qué es lo que no funciona. Eso agudizaría su pensamiento.

—¿Se está usted ofreciendo como conejillo de Indias? —replicó Nietzsche—. ¿Esa seria la manera de saldar mí deuda con usted?

—No me preocupa el riesgo. Creo en el poder curativo de la conversación. Pasar revista a mi vida con una mente informada como la suya: eso es todo cuanto quiero.

Nietzsche sacudió la cabeza, atónito.

—¿Ha pensado en algún procedimiento concreto?

—Sólo ésto. Como le propuse, usted ingresa en mi clínica con nombre supuesto y yo observo y trato sus ataques de migraña. Cuando haga mi ronda de visitas, primero le veré a usted. Analizaré su estado físico y prescribiré la medicación adecuada. Durante el resto de la visita, usted pasará a ser el médico y me ayudará a hablar de las preocupaciones de mi vida. Sólo le pido que me escuche y formule los comentarios que desee. Eso es todo. Después, no sé. Tendremos que inventar un procedimiento a medida que avancemos.

—No —Nietzsche negó con la cabeza—. Es imposible, doctor Breuer. Reconozco que su plan es fascinante, pero está condenado desde el principio. Yo escribo, no hablo. Y escribo para unos pocos, no para la mayoría.

—Pero sus libros no son para unos pocos —respondió Breuer—. De hecho, usted desprecia a los filósofos que sólo escriben para otros filósofos, a los filósofos cuya obra está alejada de la vida y que no viven su filosofía.

—Yo no escribo para otros filósofos. Pero si escribo para los pocos que representan el futuro. No estoy destinado a mezclarme, a vivir entre la gente. La habilidad para el trato social, la confianza, la preocupación por los demás, si alguna vez gocé de tales aptitudes, hace mucho tiempo que se me atrofiaron. Siempre he estado solo. Siempre estaré solo. Acepto este destino.

—Pero, profesor Nietzsche, usted quiere más. Vi tristeza en sus ojos cuando dijo que pocos leerían sus libros antes del año 2000. Usted quiere ser leído. Creo que una parte de usted todavía ansia estar con otras personas. —Nietzsche permaneció inmóvil, rígido en la silla—. ¿Recuerda la anécdota que me contó sobre Hegel en el lecho de muerte? —continuó Breuer—. ¿Que el único estudiante que entendió lo que decía lo interpretó mal? Y usted terminó diciendo que, en su propio lecho de muerte, usted ni siquiera aspiraría a tener un alumno. Bien, ¿para qué esperar al año 2000? ¡Yo estoy aquí! Aquí tiene al alumno, delante de usted. ¡Y soy un alumno que le escuchará porque mi vida depende del hecho de entenderle! —Breuer hizo una pausa para recuperar el aliento. Estaba satisfecho. El día anterior, mientras se preparaba, había previsto acertadamente cada una de las objeciones de Nietzsche y contraatacado en cada caso. Era una trampa elegante. Estaba deseoso de contárselo a Sig. Sabía que debía detenerse en ese momento: después de todo, el objetivo inmediato era asegurarse de que Nietzsche no cogiera el tren de Basilea. Sin embargo, no pudo por menos de añadir un argumento—. Recuerde que usted dijo el otro día que nada le molestaba tanto como estar en deuda con una persona sin la posibilidad de satisfacerla.

La respuesta de Nietzsche fue rápida y cortante.

—¿Quiere decir que hace todo esto por mí?

—No, de eso precisamente se trata. Aunque mi plan, de alguna manera, le ayude, ésa no es mi intención. Mi empeño es por entero egoísta. ¡Necesito ayuda! ¿Es usted lo bastante fuerte para ayudarme?

Nietzsche se puso en pie. Breuer contuvo la respiración. Nietzsche dio un paso hacia Breuer y extendió la mano.

—Acepto su plan —dijo. Friedrich Nietzsche y Josef Breuer habían hecho un trato.

CARTA DE FRIEDRICH NIETZSCHE A PETER GAST

4 de diciembre de 1882

Mi querido Peter:

Un cambio de planes. Otra vez. Me quedaré en Viena todo el mes y, por ende —lo siento—, he de posponer el viaje a Rapallo. Te escribiré cuando conozca mis planes con mayor precisión. Han sucedido muchas cosas, casi todas interesantes. Estoy sufriendo un ataque leve (que habría sido algo monstruoso, de dos semanas de duración, de no ser por tu doctor Breuer) y ahora me encuentro demasiado débil para hacer otra cosa que un resumen de lo que ha sucedido. Luego habrá más.

Gracias por recomendarme al doctor Breuer. Es una gran curiosidad: un médico pensante y científico. ¿No es increíble? Está dispuesto a decirme lo que sabe acerca de mi enfermedad y —lo que es más sorprendente aún— ¡lo que no sabe!

Es un hombre deseoso de arriesgarse y creo que, en gran medida, le atrae que yo me atreva a arriesgarme. Se ha atrevido a proponerme algo completamente inusual y he aceptado. Me ha propuesto hospitalizarme este mes en la clínica Lauzon, donde estudiará y tratará mi mal. (¡ Y él correrá con todos los gastos! Eso significa, amigo mío, que no tienes que preocuparte por mi subsistencia este invierno.)

¿Y yo? ¿Qué debo ofrecerle a cambio? Yo, a pesar de que nadie creía que volviera a ser empleado con provecho, seré el filósofo personal del doctor Breuer durante un mes y deberé proporcionarle asesoramiento filosófico personal. Su vida es un tormento, ha pensado en suicidarse y me ha pedido que le ayude a salir del bosque de la desesperación.

¡Qué irónico, debes de pensar, que tu amigo sea llamado para acallar el canto de sirena de la muerte, ese mismo amigo que te escribió por última vez diciéndote que el cañón de un arma no le parecía espectáculo desagradable!

Querido amigo, te cuento mi convenio con el doctor Breuer con total reserva. No debe enterarse nadie, ni siquiera Overbeck. Tú eres el único a quien lo confío. Me debo por entero a la confianza de este buen médico.

Nuestro extraño arreglo adoptó la forma presente de una manera compleja. Primero me ofreció aconsejarme él a mí como parte del tratamiento médico. ¡Qué subterfugio más torpe! Fingió estar interesado sólo por mi bienestar; su único deseo, su única recompensa, era lograr mi total restablecimiento. Pero ya conocemos a esos curanderos sacerdotales que proyectan su debilidad en los demás y luego los atienden con el único propósito de incrementar su propia fuerza. ¡Conocemos muy bien la "caridad cristiana"! Como es lógico, comprendí sus intenciones y lo llamé por su propio nombre. Durante un tiempo, se atragantó con la verdad: me llamó ciego y ruin. Juró tener motivos elevados, manifestó falsas simpatías y habló de cómicos altruismos, pero, por fin, debo reconocer que encontró fuerzas para buscar la fuerza de modo abierto y sincero.

¡Tu amigo Nietzsche en el mercado! ¿No te asombras? ¡Imagina mi
Humano, demasiado humano,
o
El gay saber,
enjaulados, domesticados, educados! ¡Imagina mis aforismos ordenados alfabéticamente en un curso práctico de sermones sobre la vida y el trabajo cotidianos! Al principio, yo también me quedé atónito. Pero no por mucho tiempo. El proyecto me intriga: un foro para mis ideas, un recipiente que llenar cuando me sienta lleno y rebosante, una oportunidad, de hecho un laboratorio, para probar las ideas antes de enunciarlas para la especie (tal fue la idea del doctor Breuer).

Tu doctor Breuer, dicho sea de paso, parece un espécimen superior, con capacidad perceptiva y deseo de superarse. Sí, posee ese deseo. E inteligencia. Pero ¿tiene ojos y corazón— para ver? ¡Ya lo comprobaremos!

Así pues, estoy convaleciente y pienso en la aplicación: una nueva empresa. Quizá estuviera equivocado al creer que mi única misión era buscar la verdad. Durante este mes, veré si mi sabiduría permitirá que otro logre sobrevivir a la desesperación. ¿Por qué acude a mí? Dice que, después de probar mi conversación y leer una parte de Humano, demasiado humano, se ha despertado en él cierto apetito por mi filosofía. Quizá, dada la carga de mi mal físico, haya pensado que soy un experto en supervivencia. Por supuesto, no conoce ni la mitad de mi carga. Mi amiga, la demoníaca ramera rusa, esa mona de senos postizos, sigue en el camino de la traición. Elisabeth, que me dice que Lou está viviendo con Rée, está llevando a cabo una campaña para conseguir que la deporten por inmoralidad Elisabeth me dice también que Lou ha ampliado su campaña de odio y mentiras extendiéndola por Basilea, donde se propone anular mi pensión. Maldito sea aquel día, en Roma, en que la vi por primera vez. Te he dicho muchas veces que toda forma de adversidad —incluso el toparme con la maldad pura— me fortalece. Pero si puedo trocar en oro esta mierda, entonces yo... Ya veremos. No tengo energía suficiente para hacer una copia de esta carta. Mi querido amigo, devuélvemela, por favor.

Tuyo,

FN

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