El día que Nietzsche lloró (27 page)

—¿Y el sacrificio de Eva le ayudó?

Sin hacer caso del escepticismo (o desprecio) con que Nietzsche había pronunciado la palabra "sacrificio", Breuer respondió con normalidad:

—Nunca acepté su oferta. Era tan necio que pensaba que acostarme con Eva era traicionar a Bertha. A veces lo lamento de veras.

—No lo entiendo. —Los ojos de Nietzsche, aunque seguían abiertos por el interés, mostraban cansancio, como si Nietzsche ya hubiera visto y oído demasiado—. ¿Qué es lo que lamenta?

—No haber aceptado la oferta de Eva. Pienso muy a menudo en esa oportunidad perdida. Es otro de esos pensamientos que me atormentan. —Breuer señaló el cuaderno de Nietzsche—. Añádalo a la lista.

Nietzsche volvió a coger el lápiz y, concentrándose en la creciente lista de problemas de Breuer, preguntó:

—Todavía no comprendo su lamentación. Si hubiera aceptado a Eva, ¿en qué sentido sería diferente hoy?

—¿Diferente? ¿Qué tiene que ver ser diferente con esto? Era una oportunidad única y no se volverá a presentar.

—¡También fue una oportunidad única decir que no! Decir un bendito "no" a una depredadora. Y usted aprovechó esa oportunidad.

El comentario de Nietzsche dejó atónito a Breuer. Era obvio que Nietzsche no sabía nada de la intensidad del deseo sexual. Pero, de momento, no tenía sentido discutir ese punto. O quizá no había dicho con claridad que Eva habría podido ser suya con sólo pedírselo. ¿Acaso Nietzsche no entendía que hay que aprovechar las oportunidades cuando se presentan? Sin embargo, había algo intrigante en aquel comentario referido al "bendito" no. "Este hombre es una mezcla curiosa de ceguera y originalidad." Breuer se preguntó de nuevo si aquel hombre extraño tendría algo valioso que ofrecerle.

—¿Dónde estábamos? ¡Ah, sí, en el desastre final! Yo pensaba que mi relación sexual con Bertha era totalmente autista, es decir, que sólo ocurría en mi mente, y que a ella se la había ocultado por completo. ¡Imagínese mi conmoción cuando su madre me dijo que Bertha le había dicho que estaba esperando un niño del doctor Breuer!

Breuer describió lo agraviada que se había sentido Mathilde al enterarse del falso embarazo, así como la airada exigencia de que pusiera a Bertha en manos de otro médico y de que, además, despidiera a Eva.

—¿Qué hizo usted?

—¿Qué podía hacer? Toda mí carrera, mi familia, mi vida entera estaba en peligro. Fue el peor día de mi vida. Tuve que decirle a Eva que se marchara. Desde luego, le ofrecí que siguiera trabajando para mí hasta que yo le consiguiera otro empleo. Aunque dijo que lo comprendía, al día siguiente no acudió al consultorio y desde entonces no la he vuelto a ver. Le he escrito varias cartas, pero no me ha contestado. En lo que se refiere a Bertha, todavía fue peor. Cuando la visité al día siguiente, ya se le había pasado el delirio y con el delirio, también la fantasía de que yo la había dejado embarazada. De hecho, tenía una amnesia total con respecto al episodio y reaccionó de manera catastrófica cuando le comuniqué que dejaría de ser su médico. Lloró, me suplicó que cambiara de parecer, me rogó que le dijera si había hecho algo malo. Y, claro está, ella no había hecho nada malo. Su estallido acerca del "niño del doctor Breuer" era parte de su histeria. Ésas no eran sus palabras, sino el producto de su delirio.

—¿Y de quién era ese delirio?

—Se trataba del delirio de Bertha, pero no de su responsabilidad, del mismo modo que no somos responsables de los sucesos extraños y fortuitos de un sueño. La gente dice cosas incoherentes en estados así.

—Sus palabras no me parecen incoherentes ni fortuitas. Usted sugirió, doctor Breuer, que yo debía interponer cualquier comentario que se me ocurriera. Permítame hacer una observación: encuentro sorprendente que usted sea responsable de todos sus pensamientos y de todos sus actos y que, en cambio, ella... —Nietzsche, que hablaba en tono serio, sacudió el dedo ante el rostro de Breuer—, ella, en virtud de su enfermedad, quede exonerada de todo.

—Pero, profesor Nietzsche, como usted mismo dice, lo importante es el poder. Yo tenía el poder en virtud de mi posición. Ella buscaba ayuda en mí. Yo era consciente de su vulnerabilidad, de que quería mucho a su padre, quizá demasiado, y de que lo que había precipitado su enfermedad había sido la muerte de su progenitor. También sabía que Bertha había trasladado a mi persona el amor que sentía por él, y yo me aproveché de ello. Yo quería que me amara. ¿Sabe cuáles fueron las últimas palabras que me dirigió? Después de decirle que dejaba el caso en manos de otro médico, me levanté para irme y ella dijo en voz alta: "Usted siempre será el único hombre de mi vida, ¡jamás habrá otro!". ¡Palabras terribles! Evidencia del daño que le hice. Pero hay algo todavía peor: ¡me complació escuchar tales palabras! ¡Me complació que reconociera mi poder sobre ella! Como ve, la dejé debilitada. Lisiada. ¡Fue como si la hubiera atado y le hubiera cortado los pies!

—¿Y cuál ha sido la suerte de esta lisiada desde la última vez que la vio? —preguntó Nietzsche.

—Fue admitida en otro sanatorio, en Kreuzlingen. Muchos de sus síntomas originales han reaparecido: fluctuaciones anímicas, olvido de la lengua materna todas las mañanas y dolor que sólo puede mitigar con morfina, a la que es adicta. Un detalle de interés: el médico del sanatorio se enamoró de ella, se retiró del caso ¡y le ha propuesto matrimonio!

—Ah, ¿no se da cuenta? El modelo se repite con el médico siguiente.

—Sólo me doy cuenta de que me siento desolado al imaginar a Bertha con otro hombre. Por favor, añada "celos" a la lista: es uno de mis mayores problemas. No dejo de tener fantasías con los dos hablando, tocándose, incluso haciendo el amor. A pesar de que estas fantasías me causan dolor, sigo atormentándome. ¿Puede entenderlo? ¿Ha sentido usted alguna vez esta clase de celos?

La pregunta constituyó el momento culminante de la sesión. Al principio, Breuer había desnudado su identidad para servir de ejemplo a Nietzsche, con la esperanza de alentarlo a que hiciera lo mismo. Pero pronto se había sumergido en la confesión. Después de todo, no corría ningún riesgo: creyendo ser el confesor de Breuer, Nietzsche le había jurado absoluta reserva.

Era una nueva experiencia: nunca había compartido tanto de sí mismo con otra persona. Exceptuando a Max, pero ante Max había querido conservar su imagen y había escogido las palabras con cuidado. E incluso con Eva Berger siempre se había callado algo, le había ocultado su temor a envejecer, sus vacilaciones y dudas, en fin, todos los rasgos que podían hacer que un hombre pareciera débil a una mujer joven y atractiva.

Ahora bien, al empezar a describir los celos que le inspiraba la idea de que Bertha estuviese con el nuevo médico, Breuer había vuelto a invertir los papeles: de nuevo era el médico de Nietzsche. No mentía (de hecho, corrían rumores en torno a Bertha y otro médico, y él había sentido celos), pero sí había exagerado sus sentimientos, con la intención de orquestar la confesión de Nietzsche. Porque Nietzsche debía de haber sentido celos en la relación "pitagórica" en la que se había visto implicado con Lou Salomé y Paul Rée.

Sin embargo, aquella estrategia no había surtido efecto. Por lo menos, Nietzsche no había manifestado ningún interés particular por el tema. Se había limitado a asentir de forma vaga, a pasar las páginas del cuaderno y a echar un vistazo a sus anotaciones.

Los dos hombres guardaban silencio. Observaron el moribundo fuego. Breuer metió la mano en el bolsillo y buscó el macizo reloj de oro, regalo de su padre. En la tapa posterior se leía: "A Josef, mi hijo. Que lleve hacia el futuro el espíritu de mi espíritu". Miró a Nietzsche. Esos ojos fatigados, ¿reflejaban la esperanza de que la entrevista estuviera llegando a su fin? Era hora de irse.

—Profesor Nietzsche, me alivia hablar con usted. Pero también tengo una responsabilidad con respecto a usted y me doy cuenta de que, pese a que le he recetado descanso para evitar que aumente su migraña, al final, al obligarle a escucharme durante tanto rato, le he privado de ese reposo. Además, pienso en otra cosa: recuerdo que en una ocasión usted me describió un día típico en su vida, un día que contenía muy poco contacto con otras personas. ¿No será la de hoy una dosis excesiva?

No me refiero sólo al hecho de que en una sola sesión tal vez sean demasiado tiempo, demasiada conversación y excesiva obligación de escuchar, sino a que tal vez sea también demasiado sobre la vida íntima de otra persona.

—Nuestro acuerdo exige sinceridad, doctor Breuer, y no sería sincero discrepar con usted. Ha sido mucho por hoy y estoy agotado. —Se hundió en la silla—. Pero no, no creo que haya escuchado demasiado acerca de su vida íntima. Yo también aprendo de usted. Fui sincero cuando le dije que, en, lo que se refiere a aprender a relacionarme con otras personas, tengo que empezar por el principio. —Mientras Breuer se levantaba y cogía su abrigo, Nietzsche añadió—: Un último comentario. Usted ha hablado mucho acerca del segundo punto de nuestra lista: "asalto de pensamientos extraños". Puede que hoy hayamos agotado esta categoría, pues ahora comprendo cómo se apoderan de su mente estos pensamientos indignos. No obstante, son sus pensamientos y es su mente. Me pregunto qué beneficio obtiene usted al permitir que esto ocurra o (por decirlo con más fuerza) al hacer que ocurra.

Breuer, que ya había introducido un brazo en la manga del abrigo, se quedó helado.

—¿Al hacer que ocurra? No lo sé. Todo lo que puedo decir es que, por dentro, no se siente de ese modo. Yo siento que es algo que me sucede. Su afirmación de que hago que suceda..., ¿cómo se lo diría?..., no tiene ningún significado emocional para mí.

—Debemos encontrar una forma de darle significado.

—Y tras ponerse de pie, Nietzsche acompañó a Breuer hasta la puerta—. Realizaremos un experimento. Para la charla de mañana, considere, por favor, la siguiente pregunta si usted no tuviera estos pensamientos extraños, ¿en qué pensaría?

EXTRACTO DE LAS NOTAS DEL DOCTOR BREUER SOBRE EL CASO DE ECKART MÜLLER, 5 DE DICIEMBRE DE 1882

¡Excelente comienzo! He logrado mucho. Él había preparado una lista de mis problemas y planes para tratarlos uno a uno. Bien. Que crea que esto es lo que estamos haciendo. Para estimularle a que confiese, hoy me he desnudado. El no ha hecho lo mismo, pero con el tiempo lo hará. Mi franqueza le ha impresionado de verdad y le ha dejado atónito. Tengo una idea táctica interesante. Describiré su situación como si se tratara de mí propia situación. A continuación, dejaré que me aconseje y al hacerlo, en realidad se estará aconsejando a sí mismo.. Así puedo ayudarle, por ejemplo, a resolver el problema de su triángulo —con Lou Salomé y Paul Rée—, si le pido que me ayude con el triángulo de Bertha, el nuevo médico y yo. Es tan reservado y misterioso que tal vez sea ésta la única manera de ayudarlo. Quizá nunca llegue a ser lo bastante sincero para pedir ayuda de forma directa. Su mente es muy original. No puedo predecir sus reacciones. Tal vez Lou Salomé esté en lo cierto: tal vez esté destinado a ser un gran filósofo. ¡Mientras evite el tema de las personas! Es asombroso hasta qué punto desconoce numerosos aspectos de las relaciones humanas. Y en cuanto al tema de las mujeres, es bárbaro, apenas parece humano. Sea cual fuere la mujer o la situación, su reacción es previsible: la mujer es depredadora e intrigante. Y su consejo en lo que a ellas se refiere es igualmente previsible: ¡culparlas y castigarías! Ah, y todavía aconseja algo más: ¡evitarlas!

Con respecto al deseo: ¿lo tiene? ¿Considera que las mujeres son demasiado peligrosas? Debe de tener deseos sexuales. Sin embargo, ¿qué le sucede? ¿Están encerrados en su interior, ejerciendo una presión que de alguna manera debe explotar? ¿No podría ser eso la causa de su migraña?

EXTRACTO DE LAS ANOTACIONES DE FRIEDRICH NIETZSCHE SOBRE EL DOCTOR BREUER, 5 DE DICIEMBRE DE 1882

La lista crece. A mi lista de seis puntos el doctor Breuer ha añadido cinco más.

7. La sensación de estar atrapado. por el matrimonio, por la vida.

8. Sensación de estar alejado de su esposa.

9. Pesar por no aceptar el "sacrificio" sexual de Eva.

10. Preocupación excesiva por las opiniones de otros médicos acerca de él.

11. Celos: Bertha y otro hombre.

¿Terminará alguna vez la lista? ¿Aflorarán cada día nuevos problemas? ¿Cómo hacerle ver que sus problemas exigen atención y oscurecen lo que no quiere ver? Pensamientos mezquinos se infiltran en su mente como hongos. Terminarán contaminando su cuerpo. Cuando se marchaba, le he preguntado qué vería si no estuviera cegado por trivialidades. De esa manera, he señalado el camino. ¿Lo seguirá? Es una mezcla curiosa: inteligente pero ciego, sincero pero tortuoso. ¿Conoce su falta de sinceridad? Dice que le ayudo. Me elogia. ¿No sabe que detesto los regalos? ¿No sabe que los regalos me rasgan la piel y destruyen mí sueño? ¿No será de los que fingen dar sólo para que les den? Yo no le daré absolutamente nada. ¿Es de los que reverencian que se les reverencie? ¿No será que me busca a mi en vez de a sí mismo? ¡No debo darle nada! Cuando un amigo necesita un lugar donde descansar, lo mejor es ofrecerle un catre duro.

Es simpático, agradable. ¡Cuidado! Se ha convencido a sí mismo de que debe alcanzar ciertas cosas, pero no ha convencido a sus entrañas. Con respecto a las mujeres, es apenas humano. Una tragedia. ¡Regodearse en esa mugre! Yo conozco esa mugre: es bueno mirar abajo y ver lo que he conseguido. El árbol más grande busca mayor altura y echa las raíces más profundas, hacia la oscuridad, incluso hacia el mal. Pero él no trata de ascender ni de descender. La lujuria animal mina su fortaleza. Y su razón. Tres mujeres lo desgarran y él les está agradecido. Lame sus colmillos ensangrentados.

Una lo rocía con su almizcle y finge sacrificarse. Le ofrece el "regalo" de la esclavitud: la esclavitud con él.

La otra lo atormenta. Finge debilidad para apretarse contra su cuerpo al andar. Finge dormir para apoyar la cabeza en su miembro viril y, cuando se aburre de estas pequeñas torturas, lo humilla en público. Cuando termina el juego, sigue su camino y repite las estratagemas con la siguiente víctima. Y él está ciego ante todo esto. A pesar de todo, la ama. Haga ella lo que hiciere, se compadece de su paciente y la ama.

La tercera mujer lo tiene en cautiverio permanente. Pero a ésta la prefiero. ¡Por lo menos no esconde las garras!

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