El día que Nietzsche lloró (31 page)

—Cuándo dice que usted no contribuyó a que sucediera, ¿a qué se refiere?

Breuer miró a Nietzsche con asombro.

—¡Qué transformación, de filósofo a clínico! Le han crecido orejas de médico. Nada se le escapa. He hecho ese comentario porque sé que debo ser sincero. Sin embargo, para mí sigue siendo un asunto doloroso. No quería hablar de ello y, ya ve, es justamente el punto que usted ha elegido.

—Como ve, Josef, cuando lo insto a que hable de algo contra su voluntad, ése es el momento que elige para recuperarse, tomar el poder y hacerme un cumplido. ¿Sigue sosteniendo ahora que la lucha por el poder no es una parre importante de nuestra relación?

Breuer volvió a hundirse en el asiento.

—Ah, eso otra vez. —Agitó la mano ante sí—. No reanudemos ese debate. Por favor, olvídelo. —Pero añadió—: ¡Espere! Tengo un último comentario: sí usted prohíbe la expresión de todos los sentimientos positivos, entonces da pie al mismo tipo de relación que predijo que descubriría in vivo. Es un mal procedimiento científico: está manipulando los datos.

—¿Un mal procedimiento científico? —Nietzsche se quedó pensativo durante un instante y luego asintió—. ~Tiene razón! Debate cerrado. Volvamos ahora a lo de la profesión universitaria y cuénteme por qué no contribuyó a su propio triunfo académico.

—Bien, es evidente. Me retrasé escribiendo y publicando artículos científicos. Me negué a dar los pasos preliminares necesarios para un nombramiento efectivo en la universidad. No ingresé en las mejores asociaciones médicas, ni participé en comisiones universitarias, ni establecí las conexiones políticas de rigor. No sé por qué. Tal vez tenga que ver con el poder. Puede que me aparte de la lucha competitiva. Es más fácil competir con el misterio del sistema de equilibrio de una paloma que con otro hombre. Creo que mi problema con la competencia me produce el mismo dolor que cuando imagino a Bertha con otro hombre.

—Quizá creyera usted que un muchacho de promesa infinita no debía abrirse camino por la fuerza.

—Sí, eso también. Pero fuera cual fuese la razón, significó el fin de mi carrera académica. Fue la primera herida moral, el primer asalto a mi mito de la promesa infinita.

—Eso fue a los veintiocho años. ¿Y a los cuarenta, la segunda crisis?

—Una herida más profunda. Cumplir los cuarenta ha hecho pedazos la idea de que todo era posible para mí. De repente, he entendido el hecho más obvio de la vida: que el tiempo es irreversible, que mi vida es finita. Por supuesto, lo sabía, pero saberlo a los cuarenta años es distinto. Ahora sé que el muchacho de la promesa infinita no era que un estandarte, que la promesa es una ilusión, que infinito carece de sentido y que me dirijo al mismo ritmo que todos los demás hacia la muerte.

Nietzsche sacudió la cabeza.

—¿Llama usted herida a una visión clara? Fíjese en lo que ha aprendido Josef: que el tiempo no puede ser conquistado, que la voluntad no puede retroceder. Sólo los afortunados llegan a comprender estas cosas.

—Los afortunados. ¡Extraña palabra! Me doy cuenta de que se aproxima la muerte, de que soy impotente e insignificante de que la vida no tiene valor o sentido real, y me llama afortunado.

—El hecho de que la voluntad no pueda retroceder no significa que la voluntad sea impotente. Gracias a Dios, Dios ha muerto, pero eso no significa que la existencia no tenga sentido. La muerte llega, pero eso no significa que la, vida no tenga valor. Estas cosas se las enseñaré en su debido momento. Pero ya hemos hecho bastante por hoy: quizá demasiado. Antes de mañana, repase por favor nuestra conversación de hoy. ¡Medite!

Sorprendido por el repentino final que Nietzsche daba a la sesión, Breuer miró el reloj y vio que aún tenía diez minutos. Sin embargo, no hizo ninguna objeción y salió del cuarto de Nietzsche sintiéndose como un niño a quien han dejado salir de la clase temprano.

EXTRACTO DE LAS NOTAS DEL DOCTOR BREUER SOBRE ECKART MÜLLER, 7 DE DICIEMBRE DE 1882

Paciencia, paciencia, paciencia. Por primera vez, aprendo el valor y el significado de esta palabra. No debo perder de vista mi objetivo de largo alcance. En esta etapa, todos los pasos atrevidos y prematuros fracasan. Hay que mover las piezas de forma lenta y sistemática. Construir un centro sólido. No mover más de una pieza cada vez. ¡No mover la reina demasiado pronto!

Y está dando resultado! El gran paso adelante de hoy ha sido la adopción de los nombres de pila. Casi se ha atragantado con mi propuesta. Apenas he podido contener la risa. ¡A pesar de ser un librepensador, en el fondo no es más que un vienés y ama sus títulos casi tanto como su impersonalidad! Después de llamarlo "Friedrich" repetidas veces, ha empezado a llamarme Josef.

Eso ha provocado un cambio en la atmósfera de la sesión. A los pocos minutos, ha abierto una estrecha rendija. Ha reconocido haber atravesado una serie de crisis y que tiene cuarenta años desde los veinte. De momento, lo he pasado por alto, pero debo volver a tocar este tema.

Tal vez, por ahora, sea mejor olvidar mi intento de ayudarle: es mejor que acepte sus esfuerzos por ayudarme a mí. Cuanto más auténtico sea yo, cuanto menos trate de manipularlo, mejor. Es como Sig: tiene ojos de halcón y se da cuenta de cualquier fingimiento.

Hoy hemos tenido una conversación estimulante, como en las antiguas clases de filosofía de Brentano. Por momentos me he sentido involucrado en ella. Pero ¿ha sido productiva? Le he repetido mi preocupación por la vejez, la mortalidad y la falta de propósito: todas mis morbosas obsesiones. Al parecer, le ha intrigado mi viejo refrán del muchacho de la promesa infinita. No estoy seguro de entender muy bien adónde quiere ir a parar con ello, ¡si es que quiere llegar a alguna parte!

Hoy su método me ha resultado más claro. Como cree que mi obsesión por Bertha me distrae de estas preocupaciones en torno a la Existencia, su intención es enfrentarme a ellas, provocarlas, quizá ponerme incómodo. Por lo tanto, me aguijonea y no me ofrece ningún apoyo. Dada su personalidad, eso, por supuesto, no le resulta difícil.

Al parecer, cree que un método de debate filosófico me afectará. Yo trato de demostrarle que no es así. Pero él, como yo, sigue experimentando e improvisando métodos a medida que avanza. Su otra innovación metodológica hoy ha consistido en emplear mi técnica de "deshollinación". Me resulta extraño ser yo quien deshollina, en lugar de ser quien supervisa: extraño, pero no desagradable.

Lo que si me resulta desagradable e irritante es su grandilocuencia que aflora una y otra vez. Hoy ha dicho que me enseñará cuál es el significado y el valor de la vida. ¡Sólo que todavía no! ¡Todavía no estoy preparado para esto!

NOTAS DE FRIEDRICH NIETZSCHE SOBRE EL DOCTOR BREUER 7 DE DICIEMBRE DE 1882

¡Por fin! Una charla merecedora de mi atención, una discusión que demuestra mucho de lo que yo había pensado. He aquí a un hombre tan agobiado por la gravedad —su cultura, su condición, su familia— que nunca ha llegado a conocer su propia voluntad. Está tan inmerso en el conformismo que se sorprende cuando hablo de decisiones, como si hablara en un idioma extranjero. Puede que el conformismo reprima más a los judíos: la persecución externa une tanto a un pueblo que el individuo es incapaz de emerger.

Cuando lo pongo ante el hecho de que ha permitido que su vida sea un accidente, niega la posibilidad de elección. Me dice que nadie que esté inmerso en una cultura es capaz de elegir. Cuando, con amabilidad, lo pongo ante el mandato de Jesús de romper con los padres y la cultura en busca de la perfección, sostiene que el método es demasiado etéreo y cambia de tema.

Es curioso: tenía el concepto a su alcance cuando era muy joven, pero nunca acabó de comprenderlo. Era "el muchacho de la promesa infinita" —como somos todos—, pero nunca entendió el carácter de esa promesa. Nunca entendió que su deber era perfeccionar la naturaleza, superarse a si mismo, vencer su cultura, a su familia, su lujuria, su brutal naturaleza animal, llegar a ser quien era y lo que era. Nunca creció, nunca mudó la primera piel: de forma equivocada, interpretó la promesa como la adquisición de objetivos materiales y profesionales. Y cuando alcanzó estos objetivos sin acallar la voz que le decía "llega a ser quien eres", cayó en la desesperación y vociferó contra la mala jugada hecha contra él. ¡Ni siquiera ahora lo entiende!

¿Hay esperanza para él? Por lo menos piensa en cuestiones fundamentales y no se refugia en engaños religiosos. Pero tiene demasiado miedo. ¿Cómo puedo enseñarle a endurecerse? En una ocasión me dijo que los baños fríos son buenos para endurecer la piel. ¿Existe una receta para fortalecer la capacidad de determinación? Ha alcanzado a descubrir la idea de que no estamos gobernados por el deseo de Dios, sino por el deseo del tiempo. Se da cuenta de que su voluntad es impotente ante el "así fue". ¿Tendré la habilidad de enseñarle a transformar el "así fue" en "así lo quise"?

Insiste en llamarme por mi nombre de pila, aunque sabe que no me gusta. No es más que un pequeño tormento. Soy lo bastante fuerte como para permitirle esa pequeña victoria.

CARTA DE FRIEDRICH NIETZSCHE A LOU SALOMÉ DICIEMBRE DE 1882

Lou:

Que yo sufra mucho carece de importancia comparado con el problema de que no seas capaz, mi querida Lou, de reencontrarte a ti misma. Nunca he conocido a una persona más pobre que tú: ignorante pero con mucho ingenio capaz de aprovechar al máximo lo que conoce sin gusto pero ingenua respecto de esta carencia sincera y justa en minucias, por tozudez en general. En una escala mayor, en la actitud total hacia la vida: insincera sin la menor sensibilidad para dar o recibir carente de espíritu e incapaz de amar en afectos, siempre enferma y al borde de la locura sin agradecimiento, sin vergüenza hacia sus benefactores... en particular nada fiable de mal comportamiento grosera en cuestiones de honor... un cerebro con incipientes indicios de alma el carácter de un gato: el depredador disfrazado de animal doméstico nobleza como reminiscencia del trato con personas más nobles fuerte voluntad, pero no un gran objeto sin diligencia ni pureza sensualidad cruelmente desplazada egoísmo infantil como resultado de atrofia y retraso sexual sin amor por las personas pero enamorada de Dios con necesidad de expansión astuta, llena de autodominio ante la sexualidad masculina

Tuyo,

FN

Diecisiete

Las enfermeras de la clínica Lauzon raras veces hablaban de Herr Müller, el paciente del doctor Breuer que ocupaba la habitación número 13. Poco tenían que decir de él. Para un personal atareado, con exceso de trabajo, Herr Müller era el paciente ideal. Durante la primera semana no tuvo ataques de hemicránea. Exigió poco y requirió poca atención, aparte de la inspección, seis veces al día, de sus constantes virales (pulso, temperatura, ritmo respiratorio y presión arterial). Las enfermeras —al igual que Frau Becker, la enfermera del doctor Breuer— lo consideraban un verdadero caballero.

Sin embargo, estaba claro que Nietzsche valoraba su soledad. Nunca iniciaba una conversación. Cuando un miembro del personal, u otro paciente, le dirigía la palabra, contestaba con amabilidad y laconismo. Prefería tomar las comidas en su habitación y después de la sesión matinal con el doctor Breuer (que, según suponían las enfermeras, consistía en masajes y tratamientos eléctricos), se pasaba la mayor parte del día solo, escribiendo en su cuarto o, si el tiempo lo permitía, tomando notas mientras paseaba por el jardín. Herr Müller rechazaba con cortesía todas las preguntas que se le hacían con respecto a lo que escribía. Lo único que se sabia era que estaba interesado por un antiguo profeta persa, un tal Zaratustra.

A Breuer le impresionaba la discrepancia entre la amabilidad y discreción con que Nietzsche se comportaba en la clínica y el tono estridente y combativo de sus libros. Cuando le preguntó sobre ello, Nietzsche sonrió.

—No es ningún misterio —respondió—. Si nadie quiere escuchar, es natural que se grite.

Parecía contento con su vida en la clínica. Dijo a Breuer que estaba pasando unos días agradables y sin dolor y que, además, las charlas que mantenían a diario eran productivas para su filosofía. Siempre había despreciado a filósofos como Kant y Hegel, que, en su opinión, escribían en un estilo académico destinado sólo a la comunidad académica. En cambio, su filosofía era sobre la vida y para la vida. Las mejores verdades, decía siempre, eran verdades sangrientas, arrancadas de la experiencia de la vida de uno mismo.

Antes de conocer a Breuer, Nietzsche no había intentado hacer un uso práctico de su filosofía. Sin pensarlo demasiado, había prescindido del problema de su aplicación, sosteniendo que quienes no le entendían eran personas con quienes no valía la pena perder el tiempo, mientras que los especimenes superiores encontrarían el camino hacia su sabiduría, si no ahora, dentro de cien años. Sin embargo, los encuentros diarios con Breuer le estaban obligando a tomarse el asunto más en serio.

De todos modos, aquellos despreocupados y productivos días en Lauzon no eran tan idílicos para Nietzsche como parecía a simple vista. Subterráneas corrientes turbulentas socavaban su fuerza. Casi cada día componía enfurecidas, anhelantes, desesperadas cartas a Lou Salomé. La imagen de la joven invadía su mente sin cesar y apartaba su energía de Breuer, de Zaratustra y de la simple alegría de disfrutar de días sin dolor.

Tanto en la superficie como en lo más hondo, la vida de Breuer durante la primera semana de hospitalización de Nietzsche fue agotadora y tortuosa. Las horas pasadas en Lauzon agobiaban todavía más un horario ya sobrecargado. Una regla invariable de la medicina vienesa era: cuanto peor el tiempo, más atareado el médico. Y hacía semanas que un invierno severo, con cielos grises constantes, ráfagas heladas de viento del norte y un aire húmedo y pesado mandaba a un paciente tras otro, en procesión interminable, a su consultorio.

Las enfermedades típicas de diciembre eran dominantes en su agenda de visitas: bronquitis, neumonía, sinusitis, amigdalitis, otitis, faringitis, enfisemas. Además, siempre había pacientes con enfermedades nerviosas. La primera semana de diciembre llegaron a su consulta dos nuevos pacientes que sufrían esclerosis múltiple. Breuer aborrecía aquel diagnóstico: no tenía ningún remedio para semejante estado y le aterraba el dilema de informar a sus pacientes acerca del destino que les esperaba: creciente incapacitación y episodios de debilidad, parálisis o ceguera en cualquier momento.

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