El día que Nietzsche lloró (42 page)

—Está dando un paseo y discutiendo su estado con su nuevo médico, el doctor Durkin. Binswanger se puso en pie y se dirigió a la ventana. Allí están, en el jardín, puede verlos desde aquí.

—No, no, doctor Binswanger, no los interrumpa. Estoy convencido de que nada tiene prioridad sobre las sesiones entre médico y paciente. Además, hace un día espléndido. Últimamente, en Viena hemos visto el sol muy poco. Si no le importa, la esperaré en el jardín. Por otra parte, me gustaría observar a Fräulein Pappenheim, sobre todo su manera de andar, desde una posición discreta.

En una terraza de los extensos jardines de Bellevue, Breuer vio a Bertha y a su médico paseando por un sendero bordeado de altas plantas de boj perfectamente recortadas. Escogió su puesto de observación con cuidado: un banco blanco que había en la terraza superior, casi oculto por las ramas desnudas de un emparrado. Desde allí, mirando hacia abajo, podía ver a Bertha con toda claridad y quizá, cuando ella pasara cerca, podría incluso oír sus palabras.

Bertha y Durkin acababan de pasar bajo su banco y se iban alejando por el sendero. Le llegó el olor a espliego de la muchacha. Aspiró con voracidad y sintió que el dolor del largo anhelo le recorría el cuerpo. ¡Qué frágil parecía Bertha! De pronto, la joven se detuvo. Se le había agarrotado la pierna derecha. Breuer recordó que le había ocurrido a menudo durante sus paseos. Bertha se agarró a Durkin en busca de apoyo. Lo abrazaba estrechamente, como antes se había abrazado a él. ¡Con los dos brazos, y se apretaba contra él! Breuer recordó que con él había hecho lo mismo. ¡Ay, cuánto amaba el tacto de sus pechos! Al igual que la princesa que notaba el guisante debajo de muchos colchones, podía sentir aquellos pechos aterciopelados a través de todos los obstáculos: la capa de astracán de la joven y su abrigo de piel sólo habían sido barreras de telaraña que se habían interpuesto a su placer.

¡Bertha tenía un calambre en la pierna! La joven se cogió el muslo. Breuer sabía lo que sucedería a continuación. Durkin la levantó de inmediato, la llevó hasta el banco más próximo y la tendió en él. Ahora vendría el masaje. Si, Durkin se quitó los guantes metió con cuidado las manos debajo del abrigo y le empezó a masajear el muslo. ¿Gemiría ahora Bertha de dolor? ¡Sí, con suavidad! ¡Breuer podía oírla! "¿No cerrará ahora los ojos, como si estuviera en trance, extenderá los brazos sobre la cabeza, arqueará la espalda y adelantará el pecho? ¡Sí, sí, lo está haciendo! Ahora se abrirá el abrigo." Si, Breuer vio que Bertha hundía con discreción la mano en su abrigo y empezaba a desabrochárselo. Sabía que se le subiría el vestido: pasaba siempre. "¡Ahí está! Está doblando las rodillas (Breuer nunca la había visto hacer aquello) y se le está subiendo el vestido, casi hasta la cintura. Durkin permanece inmóvil, contemplando las bragas de Bertha y el débil esbozo de un triángulo oscuro."

Desde su distante puesto de observación, Breuer fijó la mirada por encima del hombro de Durkin y, como él, se quedó paralizado. "¡Cúbrela, estúpido!" Durkin trataba de bajarle el vestido y de cerrarle el abrigo. Las manos de Bertha se interponían. Tenía los ojos cerrados. ¿Habría caído en trance? "Durkin parece agitado y lo cierto es que tiene motivos para estarlo", pensó Breuer. "Además, mira, nervioso a su alrededor. ¡No hay nadie, gracias a Dios!" El calambre de la pierna había disminuido. Durkin ayudó a Bertha a incorporarse. La joven intentó andar.

Breuer se sentía aturdido, como si hubiera salido de su cuerpo. Había algo irreal en la escena que se estaba produciendo ante sus ojos, como si estuviera observando una obra de teatro desde la última fila del gallinero de un teatro enorme. ¿Qué sentía? ¿Tal vez celos de Durkin? Durkin era joven, apuesto y soltero, y Bertha se agarraba a él más de lo que lo hacía con Breuer. ¡Pero, no! Breuer no sentía celos, ni animosidad. Nada en absoluto. Por el contrario, sentía simpatía y afecto por Durkin. Bertha no los separaba: los unía en una hermandad agitada.

La joven pareja continuó su paseo. Breuer sonrió al ver que ahora era el médico, y no la paciente, quien andaba con un paso torpe, como arrastrando los pies. Sintió simpatía por su sucesor: ¿cuántas veces había él tenido que andar junto a Bertha con una molesta y palpitante erección? "Tiene suerte, doctor Durkin, de que sea invierno", se dijo Breuer. "Es mucho peor en verano, sin abrigo para esconderse. Entonces, hay que esconderla bajo el cinturón."

La pareja llegó al final del sendero, dio media vuelta y empezó a caminar en dirección hacia él. Bertha se llevó la mano a la mejilla. Breuer alcanzó a ver que estaba sufriendo un espasmo de los músculos orbitales y que le dolía mucho. Ese padecimiento facial, el tic douloureux, ocurría cada día y era tan fuerte que sólo se aliviaba con morfina. Bertha se detuvo. Breuer sabia perfectamente lo que ocurriría a continuación. Era algo extraño. Una vez más, se sintió como en un teatro: él era el director, o el apuntador que indicaba a los actores cuál era la línea siguiente. "Ponle las manos en la cara, las palmas sobre las mejillas, los pulgares sobre el puente de la nariz. Así es. Ahora aprieta un poco y acaríciale las cejas, una y otra vez. ¡Muy bien!" Pudo ver que a Bertha se le relajaba la cara. Bertha se irguió, cogió a Durkin por las muñecas y se llevó las manos del médico a los labios. En ese instante Breuer sí sintió una puñalada. Ella le había besado las manos de aquella manera sólo en una ocasión: había sido el momento de mayor contacto entre los dos. Entonces, ella se acercó más adonde él estaba y Breuer pudo oír lo que decía a Durlcin: "Papaíto, mi querido papaíto". Breuer sintió una punzada: así acostumbraba llamarlo a él.

Eso fue todo cuanto oyó. Fue suficiente. Se puso en pie y, sin dirigir ni una palabra a las intrigadas enfermeras, salió de Bellevue y subió al coche que lo esperaba. Aturdido, regresó a Constanza, donde de algún modo logró subir al tren. El sonido del silbato de la locomotora le hizo reaccionar. Con el corazón latiéndole con fuerza, apoyó la cabeza en el respaldo y se puso a pensar en lo que acababa de ver.

"Esa placa de bronce, mí consultorio en Viena, el hogar de mi infancia y ahora también Bertha siguen siendo lo que son: nada me necesita a mí para su existencia. Yo soy algo incidental, intercambiable. No soy necesario para el drama de Bertha. Nadie es necesario, ni siquiera los protagonistas del drama. Ni yo, ni Durkin, ni los que vendrán después de él."

Se sintió abrumado: quizá necesitaba más tiempo para absorber todo aquello. Estaba cansado; se recostó, cerró los ojos y buscó refugio en un ensueño con Bertha. ¡Pero no pasó nada! Había dado todos los pasos de costumbre: se había concentrado mentalmente, había dispuesto la escena inicial del ensueño, listo para lo que ocurriría (cosa que siempre decidía Bertha, no él), y se había preparado para que empezara la acción. Pero no había acción. Nada se movía. El escenario de la mente permanecía inmóvil, aguardando sus órdenes.

Breuer se dio cuenta de que ahora podía evocar la imagen de Bertha o borrarla a voluntad. Cuando la llamaba, ella siempre acudía en la forma o postura que él deseaba. Pero ella ya no tenía autonomía: su imagen quedaba congelada hasta que él quería que se moviera. El vínculo que él sentía hacia ella, la atracción que ella ejercía sobre él, ahora se habían aflojado.

Breuer se quedó maravillado ante aquella transformación. Nunca antes había pensado en Bertha con tanta indiferencia. No, no era indiferencia, sino calma, seguridad en sí mismo. Ya no había una gran pasión ni un anhelo, ni tampoco rencor. Por primera vez, comprendió que Bertha y él eran compañeros de sufrimiento. Ella estaba tan atrapada como él lo había estado antes. Ella tampoco había logrado ser quien en realidad era. No había elegido su vida, sino que, por el contrario, era testigo de las mismas escenas que se representaban sin cesar.

De hecho, al pensar en ello, Breuer se percató de la terrible tragedia que era la vida de Bertha. Quizá ella no sabía esas cosas. Quizá había renunciado, no sólo a la elección, sino a tomar conciencia de ello. ¡Se quedaba con tanta frecuencia en trance, "ausente", sin experimentar siquiera su vida! Breuer sabia que Nietzsche se había equivocado en eso. El no era víctima de Bertha. Ambos eran victimas.

¡Cuánto había aprendido! ¡Si pudiera empezar otra vez a tratarla! Ese día en Bellevue le había demostrado cuán evanescentes habían sido los efectos de su tratamiento. Qué tontería haberse pasado mes tras otro atacando los síntomas (las escaramuzas superficiales) mientras descuidaba la verdadera batalla, la mortal lucha interior.

El tren salió de un largo túnel con un rugido. La ráfaga brillante de luz solar hizo que Breuer volviera a centrar la atención en su presente. Regresaba a Viena a ver a Eva Berger, su anterior enfermera. Miró, aturdido, a su alrededor. "Lo he vuelto a hacer. Aquí estoy, sentado en este compartimiento del tren, corriendo hacia Eva, pero confundido acerca de cuándo y cómo he tomado la decisión de verla."

Al llegar a Viena, cogió un coche para ir a casa de Eva y se acercó a su puerta.

Eran las cuatro de la tarde, por lo que estuvo a punto de no llamar, convencido (casi deseando) de que Eva no estaría en su casa, sino trabajando. Sin embargo, Eva estaba en casa. Pareció sorprenderse al verle y se quedó mirándolo fijamente, sin decir palabra. Cuando Breuer le preguntó si podía entrar, ella le indicó que pasara después de dirigir una mirada inquieta a las puertas de sus vecinos. Él se sintió enseguida reconfortado por su presencia. Habían pasado seis meses desde la última vez que la había visto, pero le resultó tan fácil como siempre desahogarse con ella. Le contó todo lo que le había ocurrido desde que la había despedido: su relación con Nietzsche, su transformación gradual, su decisión de exigir su libertad y dejar a Mathilde y a sus hijos, su silencioso encuentro final con Bertha.

—Y ahora, Eva, soy libre. Por primera vez en la vida, puedo hacer cualquier cosa, ir a donde quiera. Pronto, probablemente después de nuestra conversación, iré a la estación a elegir un destino. Aun ahora, no sé adónde iré, quizá al sur, hacia el sol..., quizá a Italia.

Eva, por lo general una mujer efusiva que solía responder a cada intervención de él, ahora permanecía callada, sumida en un extraño silencio.

—Por supuesto —prosiguió Breuer—, me sentiré solo. Usted sabe cómo soy. Pero, seré libre de conocer a quien quiera.

Eva seguía sin dar ninguna respuesta.

—O de invitar a una vieja amiga a que venga conmigo a Italia.

Breuer no podía creer sus propias palabras. De pronto, imaginó que todas sus palomas entraban volando por la ventana de su laboratorio y regresaban a sus jaulas de alambre.

Para su consternación, aunque también para su alivio, Eva no reaccionó ante sus insinuaciones. En cambio, empezó a hacerle preguntas.

—¿A qué clase de libertad se refiere? ¿Qué quiere decir con eso de "vida no vivida"? —Meneó la cabeza, incrédula—. Josef, nada de esto tiene sentido para mi. Yo siempre he deseado tener su libertad. ¿Qué clase de libertad he tenido yo? Cuando hay que preocuparse por el alquiler y la cuenta del carnicero, una no se preocupa mucho por la libertad. ¿Quiere escapar de su profesión? ¡Fíjese en la mía! Cuando usted me despidió, tuve que aceptar el único empleo que encontré y en este momento la única libertad que quiero es desembarazarme del turno de noche en el Hospital General de Viena.

"¡El turno de noche! Por eso la he encontrado en casa a las cuatro de la tarde", pensó Breuer.

—Yo me ofrecí a ayudarla a encontrar otro empleo. Usted no contestó a mis mensajes.

Estaba aturdida —respondió Eva—. Aprendí una dura lección: que sólo se puede contar con una misma.

—Ahora, por primera vez, Eva levantó la mirada y lo miró a los ojos.

Breuer, sonrojado por no haberla protegido., empezó a pedirle perdón, pero Eva siguió hablando, refiriéndose a su nuevo empleo, a la boda de su hermana, a la salud de su madre y, por último, a su relación con Gerhardt, el joven abogado a quien había conocido cuando había sido paciente del hospital.

Breuer sabía que la estaba comprometiendo con su presencia y se puso en pie para marcharse. Cuando se acercaba a la puerta buscó con torpeza su mano y se dispuso a hacerle una pregunta, pero vaciló. ¿Tenía derecho todavía a decirle algo de carácter íntimo? Decidió arriesgarse. A pesar de que era obvio que el lazo entre ellos ya no era el de antes, quince años de amistad no se borraban con tanta facilidad.

—Eva, ahora tengo que irme. Pero quiero hacerle una última pregunta.

—Diga, Josef.

—No puedo olvidar la época en que nos sentíamos tan unidos. ¿Recuerda cuando, una noche, nos quedamos hablando en el consultorio durante una hora? Le conté que sentía una atracción desesperada e irresistible hacia Bertha. Usted me dijo que estaba preocupada por mí, que era mi amiga y que no quería que yo echara mi vida a perder. Luego, me cogió la mano, como yo ahora cojo la suya, y me dijo que, para salvarme, estaba dispuesta a hacer cualquier cosa que yo quisiera. Eva, no puedo decirle cuántas veces, quizá cientos de veces, he vuelto a vivir aquella conversación, cuánto ha significado para mí, cómo he lamentado que mi enorme obsesión por Bertha no me permitiera ser más sensible a su bondad. Y mi pregunta es: ¿era usted sincera?

Eva retiró la mano, la puso con delicadeza sobre el hombro de él y habló con voz vacilante.

—Josef, no sé qué decirle. Seré sincera. Siento responder a su pregunta de esta manera, pero por nuestra vieja amistad debo ser franca. ¡Josef, no recuerdo esa conversación!

Dos horas después, Breuer viajaba rumbo a Italia, hundido en el asiento de un vagón de segunda.

Pensando en Eva, se dio cuenta de lo importante que, aquel último año, había sido para él considerarla una especie de seguro. Breuer había confiado por completo en ella. Siempre había tenido la certeza de que Eva estaría a su lado cuando él la necesitara. ¿Cómo podía haberlo olvidado?

"Pero, Josef, ¿qué esperabas?", se preguntó. "¿Que se metiera en un armario, a la espera de que abrieras la puerta para reanimarla? Tienes cuarenta años, edad suficiente para entender que las mujeres tienen una vida aparte, propia. Crecen, siguen su vida, establecen nuevas relaciones. Sólo los muertos no cambian. Tan sólo Bertha, tu madre, sigue suspendida en el tiempo, esperándote."

De pronto, le asaltó la idea terrible de que no sólo la vida de Bertha y la de Eva seguirían su curso, sino también la de Mathilde: existiría sin él, y llegaría el día en que querría a otro. Mathilde, su Mathilde, con otro hombre: era un dolor difícil de soportar. En ese momento se le saltaron las lágrimas. Miró su maleta, en el maletero. Allí estaba, muy cerca: el asa de bronce parecía extenderse, ansiosa, hacia él. Sí, sabía con exactitud lo que haría: cogería el asa, levantaría la maleta, la bajaría, se apearía en la próxima parada, fuera cual fuese, cogería el primer tren de regreso a Viena y se arrojaría a los pies de Mathilde. No era demasiado tarde: seguro que lo acogía de nuevo.

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