El día que Nietzsche lloró (39 page)

—Pero —replicó Breuer— si usted hubiera contado con su protección cuando la necesitaba, ¿habría tenido que ser el anticristo?

Nietzsche no dijo nada y Breuer no insistió. Estaba aprendiendo a adaptarse al ritmo de Nietzsche: todas las preguntas en busca de la verdad estaban permitidas, incluso eran bien recibidas; pero rechazaba la insistencia forzada. Breuer sacó el reloj, el que le había regalado su padre. Era hora de volver al coche, donde les aguardaba Fischmann. Con el viento a sus espaldas, el regreso fue más fácil.

—Puede que usted sea más sincero que yo —especuló Breuer—. Tal vez los juicios de mi padre me hayan agobiado más de lo que creía. Pero la mayor parte del tiempo, le echo de menos.

—¿Qué echa de menos?

Breuer pensó en su padre y consideró uno por uno los recuerdos que pasaban ante sus ojos. El anciano, con el solideo en la cabeza, entonando una bendición antes de tomarse las patatas hervidas y el arenque de la cena. Su sonrisa, cuando se sentaba en la sinagoga y observaba cómo los dedos de su hijo jugaban con las borlas de su taled. Su resistencia a que el hijo rectificara una jugada después de haber movido una pieza: "Josef, no puedo permitir que aprendas malos hábitos". Su voz profunda de barítono, que llenaba la casa mientras cantaba pasajes a los jóvenes educandos a quienes preparaba para la bar mitsvá.

—Sobre todo, creo que echo de menos su atención. Siempre fue mi público principal, incluso al final de su vida, cuando tenía la mente confusa y se olvidaba de las cosas. Yo siempre le hablaba de mis éxitos, de mis aciertos en el diagnóstico, de mis descubrimientos en la investigación, incluso de mis obras de caridad. Incluso después de muerto siguió siendo mi público. Durante años lo imaginé mirando por encima de mi hombro, observando y aplaudiendo mis éxitos. Cuanto más se esfuma su imagen, más lucho con la sensación de que mis actividades y triunfos son evanescentes, de que no tienen un significado verdadero.

—¿Está diciendo, Josef, que, si sus éxitos estuvieran registrados en la mente efímera de su padre, tendrían significado?

—Sé que es irracional. Es como lo del ruido del árbol que cae en un bosque vacío. ¿Tiene significado una actividad cuando no es observada?

—La diferencia es que el árbol no tiene oídos, mientras que es usted, usted, quien da significados.

—Friedrich, usted es más independiente que yo, la persona más independiente que he conocido. Recuerdo que la primera vez que nos vimos, me maravilló su capacidad para progresar sin el reconocimiento de sus colegas.

—Hace mucho que aprendí que es más fácil enfrentarse a la mala reputación que a la mala conciencia. Además, no soy ambicioso: no escribo para la multitud. Y sé ser paciente. Puede que mis alumnos no hayan nacido aún. Sólo el pasado mañana me pertenece. ¡Algunos filósofos nacen después de la muerte!

—Pero, Friedrich, aunque usted crea que nacerá después de la muerte, ¿es eso tan diferente de mi ardiente deseo de conservar la atención de mi padre? Podrá esperar, incluso a pasado mañana, pero usted también anhela un público.

Una larga pausa. Por fin, Nietzsche asintió.

—Es posible. Es posible que tenga grandes cantidades de vanidad que todavía tengo que extirpar.

Breuer se limitó a asentir. No se le escapó que era la primera vez que Nietzsche aceptaba una observación suya. ¿Seria un momento crucial en sus relaciones? ¡No, todavía no! Un instante después, añadió Nietzsche—: Aun así, existe una diferencia entre desear la sanción de un padre y tratar de elevar a quienes vendrán en el futuro.

Breuer no respondió, aunque para él era obvio que los motivos de Nietzsche no eran de mera trascendencia personal y que su amigo también tenía sus recursos de trastienda para conquistar el recuerdo de la posteridad. Breuer tenía aquel día la sensación de que todos los motivos, los suyos y los de Nietzsche, surgían de una misma fuente: el impulso de escapar del olvido de la muerte. ¿Se estaba poniendo morboso? Quizá fuera el efecto del cementerio. Quizá incluso una visita mensual fuese excesiva.

Pero ni siquiera la morbosidad podía destruir el espíritu del paseo. Pensó en la definición de la amistad que había formulado Nietzsche: dos personas que se unían en la búsqueda de una verdad superior. ¿No era eso lo que habían hecho él y Nietzsche aquel día? Sí: eran amigos. Era un pensamiento tranquilizador aunque aquella relación en trance de intensificarse y sus vehementes conversaciones no aliviaban el dolor de Breuer. En honor de la amistad, trató de olvidar tan perturbadora idea.

Sin embargo, como amigo, Nietzsche debió de leerle la mente.

—Me ha gustado mucho el paseo, Josef, pero no debemos olvidar la razón de ser de nuestros encuentros: su estado psicológico.

Mientras descendían una loma, Breuer resbaló y se sujetó a un árbol.

—Cuidado, Friedrich, este suelo es muy resbaladizo. —Nietzsche le dio la mano y continuaron el descenso.

—He estado pensando —siguió diciendo Nietzsche— que, aunque nuestras charlas parezcan difusas, nos estamos acercando a una solución. Es cierto que nuestros ataques directos a la obsesión por Bertha han sido inútiles. Sin embargo, en los dos últimos días hemos descubierto por qué: porque la obsesión no implica a Bertha, o no sólo a ella, sino a una serie de significados que convergen en ella. ¿Coincidimos en esto? — Breuer asintió. Deseaba sugerir con educación que la ayuda no llegaría por medio de tales formulaciones intelectuales. Pero Nietzsche siguió hablando—. Ahora está claro que nuestro primer error ha sido considerar a Bertha el objetivo. No hemos elegido al enemigo indicado.

—¿Y de quién se trata...?

—¡Usted lo sabe, Josef! ¿Por qué me obliga a decirlo? El enemigo indicado es el significado que subyace en su obsesión. Piense en la charla de hoy. Una y otra vez hemos vuelto a su temor al vacío, al olvido, a la muerte. Está en su pesadilla, en el suelo que se torna líquido, en su caída sobre la lápida de mármol. Está en su miedo al cementerio, en su preocupación por la falta de significado, en su deseo de ser observado y recordado. La paradoja, su paradoja, es que usted se dedica a la búsqueda de la verdad, pero no puede soportar la contemplación de lo que descubre.

—Pero también usted debe de tener miedo a la muerte y a la inexistencia de dioses. Desde el primer momento me he preguntado cómo puede soportarlo. ¿Cómo ha logrado vivir con tales horrores?

—Quizá haya llegado el momento de decírselo —contestó Nietzsche. Su actitud se había vuelto grandilocuente—. Hasta ahora no creía que estuviera preparado para oírme. Por una vez, Breuer, deseoso de oír el mensaje de Nietzsche, prefirió no poner objeciones a su tono profético—. Yo no enseño que se deba "soportar" la muerte ni "llegar a aceptarla". Todo eso es una traición a la vida. He aquí la lección que guardo para usted: ¡Morir en el momento oportuno!

—Morir en el momento oportuno! La frase sacudió a Breuer. El agradable paseo de la tarde se había tornado serio—. ¿Morir en el momento oportuno? ¿Qué quiere decir? Por favor, Friedrich, le repito que no soporto que diga algo importante de manera enigmática. ¿Por qué lo hace?

—Hace usted dos preguntas. ¿A cuál contesto?

—Hábleme de morir en el momento oportuno.

—¡Viva cuando vive! La muerte pierde su cualidad aterradora si uno muere cuando ha consumado su vida. Si uno no vive cuando debe hacerlo, no puede morir en el momento justo.

—¿Qué significa eso? volvió a preguntar Breuer, Sintiéndose todavía más frustrado.

—Pregúntese a sí mismo si ha consumado usted su vida.

—¿Contesta a las preguntas con preguntas, Friedrich?

—Usted hace preguntas cuyas respuestas conoce, Josef —contraatacó Nietzsche.

—Si yo conociera la respuesta, ¿por qué había de preguntársela?

—Para no conocer su propia respuesta!

Breuer hizo una pausa. Sabía que Nietzsche tenía razón. Dejó de oponer resistencia y centró su atención en sí mismo.

—¿He consumado mi vida? He logrado mucho, mucho más de lo que se podría haber esperado de mí. Éxito material, logros científicos, una familia, hijos. Pero ya hemos hablado de todo esto.

—Aun así, Josef, sigue eludiendo mi pregunta. ¿Ha vivido su vida o ha sido vivido por ella? ¿La ha elegido o ella lo eligió a usted? ¿Ama a su vida o se arrepiente de ella? Ésto es lo que quiero decir cuando le pregunto si ha consumado la vida. ¿La ha agotado? ¿Recuerda ese sueño en que su padre permanecía a su lado, rezando inútilmente mientras alguna calamidad le sucedía a su familia? ¿No es usted igual? ¿No se hace a un lado y se lamenta por una vida que nunca ha vivido?

Breuer se sintió presionado. Las preguntas de Nietzsche lo atravesaban y estaba indefenso ante ellas. Apenas podía respirar. Notaba el pecho a punto de estallar. Por un momento dejó de andar y respiró tres veces antes de responder.

—¡Usted conoce la respuesta! ¡No, no he elegido nada! ¡No he vivido la vida que quería! He vivido la vida que me fue asignada. He tenido encerrado mi verdadero yo.

—Creo que ésa es la verdadera causa de su angustia, Josef. Estoy convencido. La presión precordial se debe a que su pecho rebosa vida no vivida. Y su corazón siente que el tiempo pasa. Y el tiempo lo codicia todo. El tiempo devora y devora, y no devuelve nada. ¡Es terrible oírle decir que ha vivido la vida que le fue asignada! ¡Y es terrible enfrentarse a la muerte sin haber pedido jamás la libertad, a pesar de todo el peligro que entraña!

Nietzsche se había subido a su púlpito y su voz profética era atronadora. Breuer sintió una oleada de desilusión: sabía que no había esperanza para él.

—Friedrich —dijo—. Son frases grandiosas las suyas. Las admiro. Me llegan al alma. Pero están muy lejos de mi vida. ¿Qué significa pedir libertad para mi situación cotidiana? ¿Cómo puedo ser libre? Mi caso no es como el de usted, un joven soltero que renuncia a una asfixiante profesión universitaria. ¡Para mí es demasiado tarde! Tengo una familia, empleados, pacientes, discípulos. ¡Es demasiado tarde! Podemos hablar hasta el fin del tiempo, pero yo no puedo cambiar mi vida: está demasiado complicada con otras vidas. —Se hizo un largo silencio, que Breuer interrumpió con voz cansada—. Pero no puedo dormir y ahora no puedo soportar la opresión en el pecho. —El viento helado traspasaba su abrigo. Se estremeció y se envolvió el cuello con la bufanda.

Nietzsche lo cogió del brazo.

—Amigo mío —susurró—, yo no puedo decirle cómo vivir de manera diferente porque, si lo hiciera, usted seguiría viviendo según el designio de otro. Pero hay algo que si puedo hacer, Josef. Puedo hacerle un obsequio, el obsequio de mi pensamiento más poderoso, la esencia de mi pensamiento. Tal vez ya le resulte familiar, pues lo esbocé en Humano, demasiado humano. Este pensamiento será la fuerza rectora de mi siguiente libro, quizá de todos mis libros futuros. —Hablaba en voz baja, en un tono solemne y majestuoso, como dando a entender que se trataba de la culminación de todo lo dicho hasta entonces. Los dos hombres siguieron caminando, cogidos del brazo. Breuer miraba hacia delante, esperando las palabras de Nietzsche— Josef, trate de aclarar su mente. ¡Imagine este experimento mental! ¿Y si un demonio le dijera que tiene que vivir de nuevo esta vida (la que vive ahora y la que ha vivido siempre) y, además, un número interminable de veces; y que no habrá nada nuevo en ella, sino que volverá a experimentar todos los dolores y alegrías y todas las cosas grandes y pequeñas, todo en la misma sucesión, en la misma secuencia, incluso este viento, y estos árboles, y este esquisto resbaladizo, incluso este cementerio y el espanto, incluso este dulce momento en que usted y yo, cogidos del brazo, murmuramos estas palabras? —Como Breuer permaneciera en silencio, Nietzsche prosiguió—. Imagine que el inmenso reloj de arena de la existencia da vueltas continuamente. Y los dos giramos cada vez como los granos de arena que somos.

Breuer hizo un esfuerzo por entenderle.

—¿Cómo es esta... esta fantasía?

—Es más que una fantasía —insistió Nietzsche—, es más aún que un experimento mental. ¡Escuche mis palabras! ¡Expulse todo lo demás! Piense en el infinito. Mire hacia atrás: imagínese mirando hacia atrás. El tiempo se extiende hacia atrás durante toda la eternidad. Y si el tiempo se extiende hacia atrás, ¿no es posible que lo que pueda pasar haya pasado ya? ¿No es posible que todo lo que ocurre ahora haya sucedido antes? Quienes recorren este sendero, ¿no pueden haberlo recorrido antes? Y si todo ha sucedido antes en el infinito del tiempo, ¿qué piensa usted entonces de este momento, de esta conversación bajo la bóveda de los árboles? ¿No puede esto haber sucedido antes? Y el tiempo que se extiende infinitamente hacia atrás, ¿acaso no puede también extenderse infinitamente hacia delante? ¿No podemos nosotros, en este momento, en todos los momentos, retornar eternamente?

Nietzsche guardó silencio con el fin de dar tiempo a Breuer para que asimilara su mensaje. Era mediodía, pero el cielo se había oscurecido. Y una nieve ligera empezaba a caer. El coche y Fishchmann surgieron ante sus ojos.

En el viaje de regreso a la clínica, los dos hombres reanudaron la charla. Nietzsche sostuvo que, aunque lo denominaba un experimento mental, su teoría del eterno retorno podía ser científicamente demostrada. Breuer se mostró escéptico con respecto a la prueba que aducía Nietzsche, que estaba basada en dos principios metafísicos: que el tiempo es infinito y que la fuerza (materia básica del universo) es finita. Dado un número finito de estados potenciales del mundo y una cantidad infinita de tiempo transcurrido, se deduce, según Nietzsche, que todos los estados posibles ya deben de haber ocurrido, y que el estado actual debe de ser una repetición. De igual manera, el estado que le dio origen y el que surge de éste, etc., etc., hacia atrás en el pasado y hacia delante en el futuro.

La perplejidad de Breuer aumentó.

—¿Quiere decir que por una simple ocurrencia del azar este momento preciso puede haber ocurrido antes?

Piense en el tiempo que siempre ha sido, en el tiempo que se extiende hacia atrás hacia la eternidad. En este tiempo infinito, ¿no pueden haberse repetido un número infinito de veces las distintas combinaciones de todos los acontecimientos que constituyen el mundo?

—¿Como un gran juego de dados?

—¡Exacto! ¡Los dados de la existencia! —Breuer siguió cuestionando la prueba cosmológica del eterno retorno de Nietzsche. Si bien éste contestó a todas sus preguntas, por fin se impacientó y levantó las manos—. Una y otra vez, Josef, me ha pedido una ayuda concreta. ¿Cuántas veces me ha pedido que no teorizara, que le ofreciera algo capaz de cambiarle? Ahora le estoy dando lo que me pide y usted no me escucha porque se fija en detalles. Escúcheme, amigo mío, escuche mis palabras. Ésto es lo más importante que he de decirle: ¡deje que este pensamiento se apodere de usted y le prometo que le cambiará para siempre!

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