El día que Nietzsche lloró (43 page)

Pero vio la poderosa presencia de Nietzsche interponiéndose.

—Friedrich, ¿cómo he podido renunciar a todo? He sido un necio al seguir su consejo.

—Ya había renunciado a todo lo importante antes de conocerme, Josef. Por eso estaba desesperado. ¿Recuerda cuánto lamentaba la pérdida del niño de la promesa infinita?

—Pero ahora no tengo nada.

—¡Nada es todo! Para fortalecerse, primero debe hundirse en la nada absoluta y aprender a enfrentarse a su soledad total.

—¡Mi mujer, mi familia! Los amo. ¿Cómo he podido abandonarlos? Me bajaré en la próxima parada.

—Sólo huye de usted mismo. Recuerde que cada momento retorna eternamente. Piense en ello: piense que huye de su libertad para toda la eternidad!

—Tengo un deber para con...

—Sólo el deber de ser quien es. Sea fuerte: de lo contrario, siempre utilizará a los demás para su propio engrandecimiento.

—Pero Mathilde. Mis votos. Mi deber...

—¡Su deber, su deber! Morirá acuciado por esas mezquinas virtudes. Aprenda a ser malvado. Construya un nuevo ser sobre las cenizas de su vieja vida.

Todo el camino a Italia le persiguieron las palabras de Nietzsche.

—Eterno retorno.

—El eterno reloj de arena de la existencia gira sin parar.

—Deje que esta idea se apodere de usted y le prometo que le cambiará para siempre.

—¿Le gusta la idea o la odia?

—Viva de manera que llegue a amar la idea.

—La apuesta de Nietzsche.

—Consume su vida.

—Muera en el momento oportuno.

—¡El valor de cambiar sus convicciones!

—Esta vida es su vida eterna.

Todo había empezado dos meses antes, en Venecia. Ahora regresaba a la ciudad de las góndolas. Mientras el tren cruzaba la frontera suizo—italiana y conversaciones en italiano llegaban a sus oídos, sus pensamientos pasaron de ser la posibilidad eterna a ser la realidad del mañana.

¿Adónde iría cuando bajara del tren en Venecia? ¿Dónde dormiría aquella noche? ¿Qué haría mañana? ¿Y pasado mañana? ¿Qué haría con su tiempo? ¿Qué hacía Nietzsche? Cuando no estaba enfermo, andaba, pensaba y escribía. Pero ése era su modo de vida. ¿Cómo...?

Primero debía ganarse la vida. El dinero que llevaba en el cinturón podía durarle unas semanas: después, su banco, siguiendo las instrucciones de Max, le enviaría sólo una modesta suma cada mes. Podía seguir ejerciendo la medicina, por supuesto. Por lo menos, tres de sus ex discípulos practicaban la medicina en Venecia. No tendría ninguna dificultad en hacerlo él también. El idioma tampoco seria un obstáculo: tenía buen oído y conocimientos de inglés, francés y español. Podía aprender el italiano con facilidad. Sin embargo, ¿había sacrificado tanto sólo para reproducir en Venecia la vida que había llevado en Viena? ¡No, aquella vida había quedado atrás!

Quizá podría trabajar en un restaurante. Debido a la muerte de su madre y a la salud endeble de su abuela, Breuer había aprendido a cocinar y muchas veces ayudaba a preparar la comida en su casa. Aunque Mathilde se burlaba de él y lo echaba de la cocina, cuando ella no estaba él entraba para supervisar y dar instrucciones a la cocinera. Sí, cuanto más pensaba en ello, más convencido estaba de que debía trabajar en un restaurante. No sólo en la administración, o en la caja: quería tocar la comida, prepararla, servirla.

Llegó tarde a Venecia y otra vez pasó la noche en un hotel cercano a la estación. Por la mañana, fue en góndola al centro de la ciudad y anduvo durante horas, meditabundo. Muchos venecianos se volvían para mirarlo. Comprendió la razón cuando vio el reflejo de su imagen en un cristal: barba larga, sombrero, abrigo, corbata, todo de un negro imponente. Tenía aspecto de extranjero, ¡precisamente el de un avejentado médico judío de Viena! La noche anterior, en la estación de tren, había visto a un grupo de prostitutas italianas ofreciendo sus servicios. Ninguna se le había acercado, ¡y no le sorprendía! Aquella barba y aquella ropa fúnebre tenían que desaparecer.

Poco a poco su plan fue tomando forma: primero una visita a la barbería y a una tienda de ropa. Luego empezaría un curso intensivo de italiano. Quizá después de dos o tres semanas empezaría a explorar el negocio del restaurante: Venecia podría necesitar un buen restaurante vienés, incluso un restaurante de comida judía austríaca; durante el paseo había visto varias sinagogas.

La poco afilada navaja del barbero impulsó su cabeza hacia atrás al atacar la barba, que hacia veintiún años que llevaba. De vez en cuando, afeitaba con pulcritud partes enteras de la barba, pero por lo general arrancaba pedazos del duro pelo castaño. El barbero era hombre intransigente. Lo cual era comprensible, pensó Breuer. Sesenta liras era muy poco para el tamaño de aquella barba. Indicándole por señas que no fuera tan deprisa, se metió la mano en el bolsillo y le ofreció doscientas por un afeitado más suave.

Veinte minutos después, al mirarse en el viejo espejo del barbero, sintió una oleada de compasión por su propio rostro. Durante las décadas transcurridas desde que lo viera por última vez, había librado una batalla con el tiempo bajo la oscuridad de la barba. Su rostro, ahora lampiño, era un rostro cansado y estropeado. Sólo la frente y las cejas se habían mantenido firmes y seguían soportando con decisión las capas sueltas y vencidas de carne facial. Una grieta enorme se extendía desde cada una de sus fosas nasales, separando las mejillas de los labios. Arrugas más pequeñas se esparcían desde los ojos. Pliegues propios de un gaznate de pavo colgaban del mentón. ¡Y qué mentón! Había olvidado que su barba ocultaba la vergüenza de aquella barbilla diminuta que ahora, al parecer más débil aún, se ocultaba lo mejor que podía debajo del húmedo y colgante labio inferior.

De camino a la tienda, Breuer se fijó en la ropa de la gente y decidió comprarse un abrigo corto y pesado, botas resistentes y un grueso jersey rayado. Pero todos los hombres con quienes se cruzaba eran más jóvenes que él. ¿Qué usarían los hombres mayores? Además, ¿dónde estaban? Todos parecían tan jóvenes... ¿Cómo podría hacer amigos? ¿Cómo podría conocer mujeres? Quizá la camarera de un restaurante, o una maestra italiana. Pero pensó: “¡No quiero a otra mujer! Nunca encontraré a una mujer como Mathilde. La amo. Esto es un disparate. ¿Por qué la he abandonado? Soy demasiado viejo para volver a empezar. Soy el más viejo de la calle: quizá esa vieja del bastón tenga más años que yo, o aquel hombre cargado de espaldas que vende verduras”

De pronto, se sintió mareado. Apenas podía mantenerse en pie. Oyó una voz a su espalda.

—¡Josef, Josef!

"¿De quién es esa voz? ¡La conozco!"

—¡Doctor Breuer! ¡Josef Breuer!

"¿Quién sabe dónde estoy?"

—¡Josef, escúchame! Voy a contar hacia atrás, desde diez. Cuando llegue a cinco, abrirás los ojos. Cuando llegue a uno, estarás despierto del todo. Diez, nueve, ocho, siete...

"¡Conozco esa voz!"

—Siete, seis, cinco...

Abrió los ojos. Vio la cara sonriente de Freud.

—¡Cuatro, tres, dos, uno! ¡Estás despierto del todo! ¡Ahora!

Breuer se alarmó.

—¿Qué ha pasado? ¿Dónde estoy, Sig?

—Todo va bien, Josef. ¡Despierta! —La voz de Freud era firme pero tranquilizadora.

—¿Qué ha pasado?

—Espera un par de minutos, Josef. Ya lo recordarás todo.

Vio que estaba en el sofá de su biblioteca. Se incorporó. Volvió a preguntar:

—¿Qué ha pasado?

—Eres tú quien debe decirme lo que ha pasado, Josef. Yo he hecho exactamente lo que me has indicado.

Como Breuer seguía aturdido, Freud le explicó.

—¿No lo recuerdas? Fuiste a verme anoche y me pediste que viniera aquí esta mañana a las once para ayudarte con un experimento psicológico. Al llegar, me has pedido que te hipnotizara, utilizando tu reloj como péndulo.

Breuer buscó su reloj en el bolsillo.

—Está ahí, Josef, sobre la mesa de café. Luego me has pedido que te indicara que tenías que dormir y visualizar una serie de experiencias. Me has dicho que la primera parte del experimento tenía que centrarse en tu despedida: de tu familia, de tus amigos, incluso de tus pacientes, y que yo, de ser necesario, tenía que hacerte sugerencias, como "dí adiós", o "no puedes volver a tu casa". La parte siguiete tenía que consistir en establecer una nueva vida, y yo tenía que darte instrucciones como "sigue", o "¿qué quieres hacer a continuación?".

—Sí, sí. Me estoy despertando. Ya empiezo a recordarlo todo. ¿Qué hora es?

—La una de la tarde del domingo. Has estado ausente dos horas, tal como habíamos planeado. Pronto llegarán todos para la comida.

—Dime qué ha pasado, exactamente. ¿Qué has observado?

—Has entrado enseguida en trance, Josef, y has permanecido hipnotizado la mayor parte del tiempo. Me he dado cuenta de que se estaba produciendo un drama activo, aunque silencioso, en tu propio teatro interior. En dos o tres ocasiones, ha parecido que salías del trance, pero yo te he mantenido en él sugiriéndote que estabas viajando y sintiendo el movimiento del tren, y diciéndote que apoyaras la cabeza sobre el respaldo del asiento y siguieras durmiendo. Cada vez ha dado resultado. Más no puedo decirte. Parecía que sufrías; has llorado un par de veces y en otro momento te has asustado. Te he preguntado si querías parar, pero has sacudido la cabeza, de modo que he seguido alentándote.

—¿He hablado en voz alta? —Breuer se restregó los ojos, todavía tratando de despertarse del todo.

—Apenas lo has hecho. Movías los labios, de modo que he supuesto que imaginabas una conversación. He entendido algunas palabras. Varias veces has llamado a Matilde y también he oído el nombre de Bertha. ¿Hablabas de tu hija?

Breuer vaciló. ¿Qué tenía que contestarle? Se sintió tentado de contárselo todo, pero su intuición le aconsejó que no lo hiciera. Al fin y al cabo, Sig sólo tenía veintiséis años y lo consideraba un padre o un hermano mayor. Estaban acostumbrados a aquella relación y Breuer no estaba preparado para la incomodidad que se produciría en caso de alterarla.

Además, Breuer sabía que su amigo era inexperto y poco tolerante en cuestiones relacionadas con el amor o la carnalidad. ¡Recordaba lo incómodo que Sig se había sentido, hacia poco tiempo, cuando él le había dicho que todas las neurosis se originaban en el lecho conyugal! Y pocos días atrás, Freud había condenado con indignación al joven Schnitzler por sus relaciones eróticas. Así que, ¿cómo podía esperar que Sig comprendiera a un marido de cuarenta años enamorado de una paciente de veintiuno? Sobre todo, si tenía en cuenta que Sig adoraba a Mathilde. No, confiar en él sería un error. ¡Mejor hablar con Max o con Friedrich!

—¿Mi hija? No estoy seguro, Sig. No me acuerdo. Pero mi madre también se llamaba Bertha. ¿Lo sabías?

—¡Ah, sí! ¡No me acordaba! Pero murió cuando eras un niño, Josef. ¿Por qué te ibas a despedir de ella ahora?

—Quizá nunca hasta ahora la había dejado marchar. Creo que las figuras de algunos adultos penetran en la mente de un niño y no quieren irse. Tal vez uno tenga que obligarlas a que se vayan antes de poder ser dueño de sus propios pensamientos.

—Mmm. Es interesante. Veamos, ¿qué más has dicho? Has dicho algo referente a dejar de practicar la medicina y luego, justo antes de que te despertara, has dicho: "Demasiado viejo para volver a empezar". Josef, me muero de curiosidad. ¿Qué significa todo esto?

Breuer escogió sus palabras con cuidado.

—Puedo decirte ésto, Sig: todo está relacionado con el profesor Müller. Él me obligó a pensar acerca de mi vida y entonces me di cuenta de que había llegado a un punto en el que la mayor parte de mis elecciones había quedado atrás. Ello me llevó a preguntarme cómo habría sido todo si yo hubiera elegido de otra manera: si hubiera vivido una vida sin medicina, sin familia, sin la cultura vienesa. Entonces pensé en un experimento mental que me permitiera liberarme de todas estas construcciones arbitrarias, enfrentarme a lo sin forma, incluso entrar en una vida alternativa.

—¿Y qué has aprendido?

—Todavía estoy aturdido. Necesito tiempo para aclararme. Si algo tengo claro es que no se debe permitir que la vida le imponga a uno su forma. De lo contrario, a los cuarenta tienes la sensación de no haber vivido en realidad. ¿Qué he aprendido? Quizá que tengo que vivir ahora para, al llegar a los cincuenta, no tener que recordar los cuarenta con pesar. Para tí también es importante. Todos los que te conocemos bien, Sig, nos damos cuenta de que eres dueño de un talento extraordinario. Tienes una carga: cuanto más fecunda es la simiente, más imperdonable es no cultivarla bien.

—Se te ve diferente, Josef. Puede que el trance te haya cambiado. Nunca me habías hablado así antes. Gracias, tu fe me inspira, aunque tal vez también me agobie.

—Y también he aprendido —dijo Breuer—, aunque quizá sea lo mismo, no estoy seguro, que debemos vivir como si fuéramos libres. Aunque no podemos escapar al destino, debemos darnos de cabeza contra él: debemos poner en juego nuestra voluntad. Amar nuestro destino. Es como si...

Llamaron a la puerta.

—¿Seguís ahí? —preguntó Mathilde—. ¿Puedo entrar?

Breuer se apresuró a abrir la puerta y Mathilde entró con un plato de salchichas calientes envueltas en una delgada masa.

—Lo que tanto te gusta, Josef. Esta mañana me he dado cuenta de que llevaba mucho tiempo sin hacerlas. La comida está lista. Max y Rachel ya han llegado y los demás están en camino. Tú te quedas, Sigi. Ya te he puesto plato. Tus pacientes aguardarán una hora más.

Breuer rogó a Freud mediante señas que saliera de la estancia. Al quedarse a solas con Mathilde, la abrazó.

—¿Sabes, querida? Es extraño que, al llamar, hayas preguntado si seguíamos en la habitación. Más tarde te contaré de qué hemos hablado, pero ha sido como hacer un largo viaje. Siento que he estado ausente mucho tiempo. Y que ahora he vuelto.

—Eso es bueno, Josef. —Mathilde le puso la mano sobre la mejilla y le acarició la barba con afecto—. Me alegra darte la bienvenida. Te he echado de menos.

Comparada con otras ocasiones, aquella reunión resultó pequeña, con sólo nueve adultos en la mesa: los padres de Mathilde; una de sus hermanas, Ruth, con Meyer, su marido; Rachel y Max; y Freud. Los ocho niños estaban sentados a otra mesa, en el vestíbulo.

—¿Por qué me miras? —le preguntó Mathilde en un susurro mientras colocaba sobre la mesa una gran sopera con sopa de patatas y zanahorias—. Me estás poniendo nerviosa, Josef —le dijo luego, al colocar una gran fuente de lengua de ternera cocida a fuego lento, servida con salsa de uvas pasas—. ¡Basta, Josef! ¡Deja ya de mirarme! —le volvió a decir, cuando ayudaba a retirar los platos antes del postre.

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