El día que Nietzsche lloró (47 page)

A Nietzsche, que había escuchado a su interlocutor con la leonina cabeza apoyada en el respaldo y los ojos cerrados, le embargaba ahora la emoción.

—Friedrich, ¿qué ha sentido mientras le he estado contando todo esto?

—Muchísimas cosas, Josef.

—Descríbamelas.

—Es que son tantas que no les encuentro sentido.

—No trate de buscárselo. Limítese a deshollinar.

Nietzsche abrió los ojos y miró a Breuer, como para asegurarse de que no habría más engaños ni falsedades.

—Hágalo —lo instó Breuer—. Considérelo una orden de su médico. Conozco muy bien a alguien que padecía un mal parecido al suyo y que asegura que este método funcionó.

Con vacilación, Nietzsche empezó a hablar.

—Mientras usted hablaba de Lou, he recordado mis propias experiencias con ella, mis propias impresiones, idénticas, extrañamente idénticas. Se comportó con usted igual que conmigo. Creo que ya no poseo esos momentos desgarradores, esos recuerdos sagrados. —Abrió los ojos—. Me cuesta dejar que hablen los pensamientos. ¡Me incomoda!

—Créame, yo en persona he comprobado que esta incomodidad que usted siente ahora rara vez va mal. ¡Continúe! ¡Endurézcase siendo tierno!

—Confío en usted. Sé que habla por experiencia. Siento... —Nietzsche se detuvo, ruborizado.

Breuer le dio ánimos para seguir.

—Vuelva a cerrar los ojos, Friedrich. Tal vez le resulte más fácil si habla sin mirarme. O estírese en la cama.

—No, me quedaré aquí. Lo que quería decir era que me alegro de que conociera usted a Lou, pues ahora me conoce a mí. Y siento que hay un lazo que me une a usted. Pero, al mismo tiempo, siento ira y me siento ultrajado. —Nietzsche abrió los ojos como para asegurarse de que no había ofendido a Breuer y luego, con voz suave, prosiguió—. Me siento ultrajado por su profanación. Usted ha pisoteado mi amor, lo ha triturado y lo ha convertido en polvo. Me duele aquí. —Se llevó el puño al pecho.

—Sé de qué dolor está hablando, Friedrich. Yo también lo he sentido. ¿Se acuerda de lo mucho que me molestaba que llamara inválida a Bertha? ¿Se acuerda...?

—Hoy soy el yunque —le interrumpió Nietzsche— y sus palabras son los martillazos que destruyen la ciudadela de mi amor.

—Siga, Friedrich.

—Eso es lo que siento, además de tristeza. Y una intensa sensación de pérdida.

—¿Qué ha perdido hoy?

—Todos esos dulces momentos íntimos con Lou se han evaporado. ¿Dónde está ahora el amor que ella y yo compartimos? ¡Se ha perdido! Todo se ha convertido en polvo. Ahora sé que la he perdido para siempre.

—Pero, Friedrich, la posesión debe preceder a la pérdida.

—Una vez, cerca del lago de Orta —el tono de Nietzsche se volvió más dulce aún, como si con ello quisiera impedir que sus palabras pisotearan sus delicados pensamientos—, ella y yo subimos hasta la cima del monte Sacro para observar una dorada puesta de sol. Pasaron dos nubes luminosas, del color del coral, que parecían dos rostros fundiéndose en uno. Nos tocamos con dulzura. Nos besamos. Compartimos un momento sagrado, el único momento sagrado que he conocido.

—¿Volvieron a hablar de ese momento?

—¡Ella sabía que había existido ese momento! A menudo, desde lejos, le escribía cartas refiriéndome al crepúsculo de Orta, a la brisa de Orta, a las nubes de Orta.

Pero —insistió Breuer ¿habló ella alguna vez de Orta? ¿Para ella también fue un momento sagrado?

—¡Sabía lo que era Orta!

—Convencida de que yo tenía que saberlo todo sobre la relación que había mantenido con usted, Lou Salomé se esforzó por describirme cada uno de sus encuentros con todo lujo de detalles. No omitió nada, según dijo. Se explayó hablando de Lucerna, de Leipzig, de Roma, de Tautenberg. Ahora bien, Orta, ¡se lo juro!, sólo lo mencionó de paso. No le causó ninguna impresión especial. Es más, Friedrich: intentó recordar si alguna vez le había besado, pero me dijo que no recordaba haberlo hecho. —Nietzsche guardó silencio. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Tenía la cabeza gacha. Breuer sabía que se comportaba con crueldad. Pero también sabía que no serlo ahora habría significado ser más cruel todavía. Aquélla era una oportunidad única y no se repetiría—. Perdone la dureza de mis palabras, Friedrich, pero estoy siguiendo el consejo de un gran maestro que me dijo: "Ofrezca al amigo que sufre un lugar de descanso, pero que sea una cama dura o un catre de campaña".

—Ha entendido bien a su maestro —replicó Nietzsche—. Y la cama es dura. Permítame decirle hasta qué punto lo es. No sé si podré hacerle comprender lo mucho que he perdido. Durante quince años, usted ha compartido el lecho con Mathilde. Usted es el centro de su vida. Ella le cuida, le toca, sabe qué le gusta comer, se preocupa por usted si llega tarde. Cuando yo destierre a Lou Salomé de mi mente (y me doy cuenta de que eso es lo que me está ocurriendo ahora), ¿sabe qué me quedará?

Los ojos de Nietzsche, clavados en los de Breuer, parecían perforar el interior de su interlocutor; como sí estuvieran leyendo un escrito que Breuer llevara dentro de sí.

—¿Sabe que ninguna otra mujer me ha tocado? ¿Sabe qué es no haber sido nunca amado ni tocado? ¿Vivir una vida en la que nadie se fija lo más mínimo? ¿Sabe lo que es éso? Me paso días y días sin decir ni una sola palabra a nadie, excepto, quizá, "Guten Morgen" y "Guten Abend" al dueño de mi Gasthaus. Sí, Josef, usted ha hecho una interpretación correcta de la falta de abertura. No pertenezco a ninguna parte. No tengo casa, ni un circulo de amigos con quienes hablar a diario, ni un armario lleno de pertenencias, ni un hogar familiar. Ni siquiera tengo patria, porque he renunciado a la ciudadanía alemana y nunca me quedo el tiempo suficiente en un lugar de Suiza para conseguir un pasaporte. —Nietzsche dirigió a Breuer una mirada escrutadora, como si quisiera que lo interrumpiera. Pero Breuer permaneció callado—. Ah, Josef, sé cómo disimular y cómo soportar en secreto la soledad e incluso glorificarla. Digo que tengo que permanecer apartado de los demás para pensar de forma independiente. Digo que las grandes mentes del pasado me acompañan, que se arrastran desde sus escondites para florecer bajo la luz de mi sol. Desprecio el temor a la soledad. Declaro que los grandes hombres tienen que soportar grandes dolores y que he volado tan lejos hacia el futuro que ya nadie puede acompañarme. Proclamo que, si me interpretan mal, me temen o me rechazan, entonces mucho mejor, pues ello quiere decir que se me tiene en consideración. Digo que mi valor para soportar la soledad, lejos del rebaño, sin la ilusión de un proveedor divino, demuestra mi grandeza. Pero una y otra vez me asalta el miedo... —Vaciló un instante, pero siguió hablando—. A pesar de mis bravatas, a pesar de mí convicción de que soy el filósofo póstumo, de que el mañana me pertenece, aun a pesar del eterno retorno, me acosa el pensamiento de morir solo. ¿Sabe lo que es saber que, cuando muera, pueden pasar días o semanas sin que se descubra mi cuerpo, antes de que el olor fétido atraiga a algún extraño? Intento consolarme. A veces, cuando me siento más solo, hablo conmigo mismo. No en voz demasiado alta, porque temo mi propio eco vacío. La única persona, en toda mi vida, que llegó a llenar este vacío fue Lou Salomé. —A Breuer no le salía la voz para expresar su tristeza y su gratitud por el hecho de que Nietzsche le hubiera elegido para confiarle aquellos grandes secretos, por lo que se limitó a escuchar en silencio. Dentro de él crecía la esperanza de poder llegar a ser el médico de la desesperación de Nietzsche—. Y ahora, gracias a usted —decía Nietzsche—, sé que Lou fue sólo una ilusión. —Cabeceó y miró por la ventana—. Es una medicina muy amarga, doctor.

—Pero, Friedrich, para llegar a la verdad, los hombres de ciencia tenemos que renunciar a todas las ilusiones, ¿no es así?

—A la VERDAD, con mayúsculas! —exclamó Nietzsche—. Olvidaba, Josef, que a los hombres de ciencia nos falta aprender que la VERDAD también es una ilusión, aunque una ilusión sin la que no podemos sobrevivir. De modo que renunciaré a Lou Salomé por otra ilusión, todavía desconocida. Es duro saber que se ha ido, que no queda nada.

—¿No queda nada de Lou Salomé?

—Nada bueno. —La expresión de Nietzsche era de indignación.

—Piense en ella —le instó Breuer—. Deje que aparezcan las imágenes. ¿Qué ve?

—Un ave de presa. Un águila de garras ensangrentadas. Una manada de lobos, con Lou a la cabeza, acompañada por mi hermana y mi madre.

—¿Garras ensangrentadas? Sin embargo, ella intentó ayudarlo. Piense, Friedrich, en todo el esfuerzo que ella hizo: un viaje a Venecia, otro a Viena.

—¡No lo hizo por mi! —replicó Nietzsche—. Quizá lo hizo por ella misma, para expiar su culpa.

—A mi no me parece una persona agobiada por la culpa.

—Entonces, quizá por el bien del arte. Ella valora el arte y valoraba mi obra, tanto la que ya he hecho como mi obra futura. Tiene buen ojo. He de reconocerlo. Es extraño. La conocí en abril, hace casi nueve meses, y ahora siento que se está gestando una gran obra. Mi hijo, Zaratustra, se mueve, se agita esperando nacer. Quizá nueve meses antes sembrara ella la semilla de Zaratustra en los surcos de mi cerebro. Puede que ése sea su destino: fecundar las mentes fértiles para que produzcan grandes libros.

—Entonces —aventuró Breuer—, puesto que se dirigió a mí con el fin de ayudarle a usted, tal vez Lou Salomé no sea una enemiga.

—¡No! —Nietzsche golpeó el brazo de su asiento—. Éso lo dice usted, no yo. ¡Se equivoca, Josef. Nunca aceptaré que estuviera preocupada por mí. Se dirigió a usted pensando en sí misma, para cumplir su destino. Nunca pensó en mi. Me utilizó. Lo que me ha contado usted lo confirma.

—¿Cómo? —preguntó Breuer, aunque sabía la respuesta.

—¿Cómo? Es obvio. Usted mismo me lo ha dicho: Lou es como Bertha, un autómata que desempeña su papel, siempre el mismo, conmigo, con usted, con un hombre después de otro. No importa de qué hombre se trata. Nos sedujo a usted y a mí de la misma manera, con la misma tortuosidad, la misma astucia, los mismos ademanes, las mismas promesas.

—Y sin embargo este autómata le gobierna. Domina su mente: a usted le preocupa su opinión y su roce le hace languidecer.

—No. Ya no languidezco. Lo que siento ahora es rabia.

—¿Hacia Lou Salomé?

—¡No! ¡Ella es indigna de mi ira! Me odio a mí mismo, me enfado conmigo mismo por la lujuria que me llevó a desear a una mujer así.

"Este resentimiento", se preguntó Breuer, "¿es mejor que la obsesión o la soledad? Erradicar a Lou Salomé de la mente de Nietzsche sólo es parte del procedimiento. También necesito cauterizar la herida abierta que ha quedado en su lugar".

—¿Por qué tanta furia hacia usted mismo? —preguntó—. Recuerdo que una vez dijo que todos tenemos perros salvajes ladrando en el sótano. ¡No sabe cuánto me gustaría que fuera usted más amable, más generoso con su propia humanidad!

—¿Recuerda mi primera frase de granito? Se la repetí muchas veces, Josef: "Llegue a ser quien es". Éso significa no sólo que debe perfeccionarse sino también que no debe ser presa de los designios que otra persona tiene con respecto a usted. Pero caer luchando en poder de otro es preferible a ser presa de la mujer autómata que ni siquiera te ve. Éso es imperdonable.

—Pero, en realidad, Friedrich, ¿vio usted alguna vez a Lou Salomé?

Nietzsche sacudió la cabeza.

—¿Qué quiere decir? —preguntó.

—Ella tal vez desempeñara su papel pero, ¿qué papel desempeñó usted? ¿Fuimos usted y yo tan diferentes de ella? ¿La vio o, por el contrario, sólo vio una presa, o sea, a una discípula, a una sucesora, un terreno abonado para sus pensamientos? Puede que, al igual que yo, usted viera en ella la belleza, la juventud, una almohada de raso, un recipiente en el que verter su lujuria. ¿Y acaso no significaba también un trofeo en su competición con Paul Rée? La vio usted a ella o en realidad vio a Paul Rée cuando, después de verla por primera vez, le pidió a él que le propusiera matrimonio en su nombre? Yo creo que usted no deseaba a Lou Salomé, sino a una persona como ella. —Nietzsche se quedó callado. Breuer siguió hablando—. Nunca olvidaré nuestro paseo por Simmeringer Haide. Aquel paseo cambió mi vida en muchos sentidos. De todo lo que aprendí aquel día, quizá lo más importante fue que yo no había entablado una relación directa con Bertha, sino con los significados privados que yo le asignaba, significados que no tenían nada que ver con ella. Usted hizo que me diera cuenta de que nunca la vi como era en realidad: que ninguno de los dos vio al otro nunca. Friedrich, ¿no le ocurre a usted lo mismo? Tal vez nadie tenga la culpa de nada. Tal vez Lou Salomé haya sido tan utilizada como usted. Puede que todos seamos compañeros de sufrimiento, incapaces de ver al otro tal como es.

—No pretendo entender lo que desean las mujeres. —El tono de voz de Nietzsche era cortante y susceptible a la vez—. Lo que pretendo es evitarlas. Las mujeres corrompen y estropean. Tal vez lo mejor sea decir que no estoy hecho para ellas y dejarlo así. Con el tiempo, seré yo quien pierda. De vez en cuando, el hombre necesita a una mujer, lo mismo que necesita comida casera.

La implacable respuesta de Nietzsche sumió a Breuer en sus propios pensamientos. Pensó en el placer que le proporcionaban Mathilde y su familia, incluso en la satisfacción que obtenía de su nueva forma de percibir a Bertha. Era triste pensar que su amigo se privaría para siempre de tales experiencias. Sin embargo, no se le ocurría ningún modo de alterar la visión distorsionada que tenía Nietzsche de las mujeres. Quizá era esperar demasiado. Quizá Nietzsche tuviera razón cuando decía que su actitud hacia las mujeres se había formado en los primeros años de su vida. Quizá esas actitudes estaban tan enquistadas en su interior que nunca estarían al alcance de un tratamiento de conversación. Entonces, Breuer se percató de que ya no le quedaban ideas. Por otra parte, quedaba poco tiempo. Nietzsche no permanecería tan comunicativo mucho más.

De pronto. Nietzsche se quitó las gafas. hundió la cara en su pañuelo y empezó a llorar.

Breuer se quedó atónito. Tenía que decir algo.

—Yo también lloré cuando supe que tenía que renunciar a Bertha. Resultaba tan difícil renunciar a esa visión, a esa magia... ¿Está llorando por Lou Salomé? —Con la cara oculta en el pañuelo, Nietzsche se sonó la nariz y negó con la cabeza—. ¿Por su soledad, entonces? —Nietzsche volvió a negar con la cabeza—. ¿Sabe por qué llora, Friedrich?

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