El día que Nietzsche lloró (48 page)

—No estoy muy seguro —fue la respuesta de Nietzsche.

A Breuer se le ocurrió una idea extravagante.

—Friedrich, hagamos un experimento. ¿Puede imaginar que sus lágrimas tienen voz?

Bajando el pañuelo, Nietzsche lo miró, intrigado. Tenía los ojos enrojecidos.

—Inténtelo durante un minuto o dos —le instó Breuer con suavidad—. Preste voz a sus lágrimas. ¿Qué dirían?

—Me siento muy estúpido.

—Yo también me sentía estúpido cuando hacia todos los experimentos que usted sugería. Se lo pido por favor. Inténtelo.

Sin mirarlo, Nietzsche empezó a hablar.

—Si una de mis lágrimas tuviera voz diría... —hablaba en un susurro silbante— diría: "¡Por fin libre! ¡Tantos años encerrada! Este hombre, tan seco y mezquino, nunca me ha permitido fluir". ¿Es ésto lo que quiere? —preguntó, adoptando su voz normal.

—Sí, bien, muy bien. Continúe. ¿Qué más?

—¿Qué más? Las lágrimas dirían —otra vez el susurro silbante—: "¡Es fantástico ser libres! Cuarenta años en una laguna estancada. Por fin, por fin se hace limpieza general. ¡Ah, cuántas ganas tenía de escapar! Pero no había salida, hasta que este médico vienés abrió la oxidada compuerta" —Nietzsche se detuvo y se llevó el pañuelo a los ojos.

—Gracias —dijo Breuer—. Soy quien abre las oxidadas compuertas. Considero que es un gran cumplido. Ahora, con su propia voz, dígame algo más de esa tristeza que se oculta tras sus lágrimas.

—¡No, no es tristeza! Al contrario, hace unos minutos, cuando he hablado de morir solo, me he sentido aliviado. No se trata tanto de lo que he dicho cuanto de que lo haya dicho, de que por fin haya comunicado a otro lo que sentía.

—Siga hablándome de ese sentimiento.

—Ha sido algo poderoso. Conmovedor. ¡Ha sido un momento sagrado! Por eso he llorado. Por eso estoy llorando ahora. Nunca me había pasado. ¡Míreme! No puedo contener las lágrimas.

—Está muy bien, Friedrich. Las lágrimas purifican.

Con el rostro entre las manos, Nietzsche asintió.

—Es extraño, pero en el mismo momento en que, por primera vez en mi vida, revelo mi soledad en toda su profundidad, en toda su desesperación, en ese preciso momento, ¡la soledad se esfuma! El momento en que le he dicho que nunca nadie me había tocado ha sido el momento en que por primera vez he permitido que alguien me tocara. Un momento extraordinario, como sí un enorme témpano de hielo interior se hubiera roto, de pronto, en mil pedazos.

—¡Una paradoja! —dijo Breuer—. La soledad sólo existe en soledad. Cuando se comparte, se evapora.

Nietzsche levantó la cabeza y con un movimiento lento de la mano se secó las lágrimas que todavía había en su rostro. Se pasó el peine por el bigote cinco o seis veces y volvió a ponerse las gruesas gafas. Tras una breve pausa, habló.

—Y me queda otra confesión. Quizá —miró el reloj— la última. Cuando hoy ha entrado en mi habitación y me ha comunicado que se había curado, Josef, me he sentido muy abatido. Me sentía tan miserable, tan decepcionado porque ya no había razón alguna que explicara el que yo estuviera con usted, que su buena noticia no me ha hecho ilusión. Ese egoísmo es imperdonable.

—Imperdonable no —replicó Breuer—. Usted mismo me enseñó que estamos compuestos de muchas partes y que cada una de ellas busca expresarse. Sólo somos responsables del compromiso final, no de los descarriados impulsos de cada parte. Su presunto egoísmo es perdonable, precisamente, porque yo le importo y ha decidido compartirlo conmigo. Mi último deseo, antes de despedirnos, mí querido amigo, es que destierre de su léxico la palabra "imperdonable".

Los ojos de Nietzsche volvieron a llenarse de lágrimas y de nuevo buscó el pañuelo.

—¿Por qué vuelve a llorar, Friedrich?

—Por la forma en que ha dicho "mi querido amigo". Yo he usado la palabra "amigo" muchas veces, pero hasta este momento nunca ha sido sólo mía. Siempre he soñado con una amistad en la que dos personas se unen en la búsqueda de un ideal superior. ¡Y he aquí que ahora, en este momento, esa amistad ha llegado! Usted y yo nos hemos unido con este propósito. Cada uno ha participado en el proceso de autosuperación del otro. Yo soy su amigo. Usted es mi amigo. Somos amigos. Somos... amigos. —Por un instante, Nietzsche pareció casi alegre—. Me gusta el sonido de esta frase, Josef. Quiero pronunciarla una y otra vez.

—Entonces, Friedrich, acepte mi invitación y venga a mi casa. Recuerde el sueño: su abertura está en mi chimenea.

Al oír la invitación de Breuer, Nietzsche su puso rígido. Permaneció callado, sacudiendo la cabeza, antes de contestar.

—Ese sueño me atormenta y me atrae a la vez. Soy como usted. Quiero calentarme alrededor del fuego de la chimenea, pero me atemoriza ceder ante la comodidad. Eso significaría abandonarme a mí mismo y abandonar mi misión. Para mí, sería una especie de muerte. Tal vez eso explique el símbolo de la piedra inerte calentándose sola. —Se puso en pie, anduvo unos pasos y se detuvo detrás de su silla . No, amigo mío, mi destino es buscar la verdad en el lado de la soledad. Mi hijo, Zaratustra, rebosará sabiduría, pero su única compañera será un águila. Será el hombre más solitario del mundo. —Nietzsche volvió a consultar su reloj—. Conozco muy bien su horario, Josef, y me doy cuenta de que sus otros pacientes le están aguardando. No puedo retenerlo por más tiempo. Cada uno de nosotros debe seguir su camino.

Breuer sacudió la cabeza.

—Me abruma que tengamos que separarnos. ¡Es injusto! Usted ha hecho tanto por mí y ha recibido tan poco a cambio... Tal vez la imagen de Lou haya perdido su poder sobre usted. Tal vez no. El tiempo lo dirá. ¡Pero me parece que podríamos hacer muchas cosas más!

—No subestime lo que me ha dado, Josef. No subestime el valor de la amistad, el valor que tiene el hecho de que ahora yo sepa que no soy un monstruo, el hecho de que sepa que soy capaz de tocar y aceptar que me toquen. Antes, abrazaba sólo a medias mi concepto del amor fati. Me había adiestrado, mejor dicho, me había resignado a amar mi destino. Pero ahora, gracias a usted, gracias a su casa abierta, me doy cuenta de que tengo elección. Siempre estaré solo, pero qué diferencia, qué diferencia maravillosa, poder elegirlo. Amor fatí: elegir nuestro destino, amar nuestro destino.

Breuer se puso en pie y echó a andar hacia Nietzsche, sorteando la silla que había entre ambos. Durante un momento, Nietzsche pareció asustarse. Pero al acercarse Breuer con los brazos extendidos, también él abrió los brazos.

El 18 de diciembre de 1882, al mediodía, Josef Breuer regresó a su consultorio, con Frau Becker y los pacientes que le esperaban. Más tarde, comió con su mujer, sus hijos, sus padres políticos, el joven Freud, Max y la familia de éste. Después de comer, durmió la siesta y soñó con el ajedrez y la reina se comía un peón. Continuó el cómodo ejercicio de la medicina durante treinta años, pero nunca volvió a recurrir al tratamiento coloquial.

Aquella misma tarde del 18 de diciembre de 1882, el paciente de la habitación número 13 de la clínica Lauzon, Eckart Müller, se desplazó en coche a la estación, donde cogió un tren que lo condujo, solo, al sur, a Italia, al sol cálido, al aire inmóvil, y a una cita, una cita sincera con un profeta persa llamado Zaratustra.

Nota del autor

Friedrich Nietzsche y Josef Breuer no se conocieron. Y por supuesto, la psicoterapia no fue inventada como resultado de un encuentro inexistente. Sin embargo, las circunstancias de la vida de los personajes principales está basada en hechos reales y los componentes esenciales de esta novela —la angustia de Breuer, la desesperación de Nietzsche, Anna O., Lou Salomé, la relación de Freud con Breuer, el palpitante embrión de la psicoterapia— corresponden al momento histórico de 1882.

Friedrich Nietzsche fue presentado a la joven Lou Salomé por Paul Rée en la primavera de 1882 y, durante los meses siguientes, mantuvieron una relación amorosa breve, intensa y casta. Salomé tenía por delante un brillante porvenir como escritora y psicoanalista. También seria conocida por su íntima amistad con Freud y sus historias románticas, sobre todo con el poeta Rainer Maria Rilke.

La relación de Nietzsche con Lou Salomé, complicada por la presencia de Paul Rée y saboteada por Elisabeth, la hermana del primero, tuvo un final desastroso para éste. Durante años se sintió angustiado por aquel amor perdido y por la creencia de que había sido traicionado. En los últimos meses de 1882 —momento en que se sitúa la trama de este libro— Nietzsche se sumió en una honda depresión de tendencia suicida. Sus desesperadas cartas a Salomé, citadas en este libro, son auténticas, aunque no se sabe con certeza cuáles fueron sólo borradores y cuáles se enviaron. La carta de Wagner a Nietzsche, del capitulo 1, también es auténtica.

El tratamiento de Bertha Pappenheim, conocida como Anna O., llevado a cabo por Josef Breuer, ocupó gran parte de su atención en 1882. En noviembre de aquel año, Breuer empezó a discutir el caso con su joven protegido, Sigmund Freud, que, como se describe en la novela, era un visitante asiduo de la casa de los Breuer. Doce años después, Anna O. fue el primer caso descrito en Estudios sobre la histeria, el libro de Freud y Breuer que originó la revolución psicoanalítica.

Al igual que Salomé, Pappenheim fue una mujer notable. Años después de su tratamiento con Breuer, destacó como asistente social hasta el punto de que en 1954 fue homenajeada en Alemania a título póstumo, dedicándosele un sello postal. Que se trataba de Anna O. no fue de dominio público hasta que Ernesto Dones lo reveló en su Vida y obra de Sigmund Freud(1953).

¿Sintió el histórico Josef Breuer una obsesión erótica por Bertha Pappenheim? Poco se sabe de la vida íntima de Breuer, pero las investigaciones serias no excluyen esa posibilidad. Las dispares versiones históricas concuerdan sólo en que el tratamiento de Bertha Pappenheim provocó sentimientos complejos y poderosos tanto en ella como en Breuer. Breuer estaba tan preocupado por su joven paciente y pasaba tanto tiempo con ella, que Mathilde, su esposa, llegó a sentirse celosa y enfadada. Freud habló de forma explícita a Ernest Jones de la relación emocional de Breuer con su paciente y, en una carta a su prometida, Martha Bernays, escrita en aquella época, le aseguró que a él no le sucedería nada parecido. El psicoanalista George Pollock ha insinuado que la fuerte reacción de Breuer pudo haber tenido origen en la pérdida temprana de la madre, también llamada Bertha.

El falso embarazo de Anna O., así como el pánico de Breuer y el precipitado final de la terapia forman parte de la historia psicoanalítica. Freud describió el incidente en una carta que en 1932 mandó al novelista Stefan Zweig y Ernest Jones lo repitió en su biografía de Freud. El hecho no ha sido cuestionado hasta fecha reciente, y la biografía de Breuer que Albrecht Hirschmüller publicó en 1990 sugiere que el incidente fue un mito inventado por Freud. Breuer nunca aclaró si fue cierto o no y en el trabajo que escribió en 1895 no hizo más que aumentar la confusión en torno al caso de Anna O., exagerando de modo desmesurado la eficacia de su tratamiento.

Si se tiene en cuenta su vasta influencia en el desarrollo de la psicoterapia, es curioso que Breuer se interesase por la psicología tan sólo durante un breve período de su trayectoria profesional. La medicina recuerda a Josef Breuer no sólo como importante investigador de la fisiología de la respiración y el equilibrio, sino como médico de brillantes diagnósticos y como médico de toda una generación de grandes figuras de la Viena de fin de siglo.

Nietzsche tuvo problemas de salud durante casi toda la vida. Si bien en 1890 tuvo un colapso y se sumergió de manera irrevocable en la severa demencia conocida como paresis (forma de sífilis terciaria, de la que murió en 1900), nadie duda que durante la mayor parte de su vida padeció otra enfermedad. Al parecer, Nietzsche (cuyo cuadro clínico he descrito siguiendo el vivido bosquejo biográfico de Stefan Zweig, de 1939) sufría migrañas fortísimas. Con el fin de acabar con ellas, visitó a muchos médicos de toda Europa, por lo que es muy posible que alguien le convenciese de que visitara al eminente Josef Breuer.

No es probable que Lou Salomé se dirigiese toda afligida a Breuer para que ayudara a Nietzsche. Según sus biógrafos, no era propensa a sentirse culpable; se sabe que concluyó muchas relaciones amorosas, al parecer, sin demasiados remordimientos. En la mayor parte de sus asuntos era reservada y, según he podido comprobar, no mencionaba en público su relación personal con Nietzsche. Las cartas que mandó a éste no han sobrevivido. Es muy probable que las destruyera Elisabeth, la hermana de aquél, cuya enemistad con Lou Salomé duró toda la vida. Salomé, en efecto, tuvo un hermano, Jenia, que en 1882 estaba estudiando medicina en Viena. Sin embargo, es muy improbable que Breuer presentara el caso de Anna O. aquel año en una conferencia pronunciada ante un grupo de estudiantes. La carta de Nietzsche a Peter Gast, su amigo y editor (final del capitulo 12), así como la de Elisabeth a su hermano (final del capitulo 7) son ficticias, al igual que la clínica Lauzon y los personajes Fischmann y Max, el cuñado de Breuer. (Aunque Breuer era un ávido jugador de ajedrez.) Todos los sueños descritos son ficticios, excepto dos de Nietzsche: su padre levantándose de la tumba y los estertores del anciano.

En 1882, la psicoterapia todavía no había nacido. Nietzsche, por supuesto, nunca centró su atención en ella. Sin embargo, al leer a Nietzsche he percibido una preocupación profunda y significativa por la autocomprensión y el cambio personal. En aras de la coherencia cronológica, me he limitado a citar las obras de Nietzsche anteriores a 1882, sobre todo Humano, demasiado humano, Consideraciones intempestivas, Aurora y El gay saber. No obstante, he dado por sentado que los grandes pensamientos de
Así habló Zaratustra
(la mayor parte de los cuales escribió unos meses después de la fecha en que finaliza la historia del presente libro) ya se filtraban en su mente.

Estoy en deuda con Van Harvey, profesor de Estudios Religiosos de la Universidad de Stanford, por haberme permitido asistir a su soberbio curso sobre Nietzsche, por las numerosas horas de discusión académica y por haber leído mi manuscrito con un enfoque crítico. Mi gratitud a mis colegas del Departamento de Filosofía, en especial a Eckart Förster y Dagfinn Follesdal, por permitirme asistir a cursos sobre fenomenología y filosofía alemana. Muchas personas me han brindado sugerencias para este manuscrito: Morton Rose, Herbert Kotz, David Spiegel, Gertrud y George Blau, Kurt Steiner, Isabel Davis, Ben Yalom, Joseph Frank, miembros del Seminario de Biografía de Stanford bajo la dirección de Bárbara Babcock y Diane Middlebrook; a todos ellos les doy las gracias. Asimismo, la ayuda de Betty Vadeboncoeur, de la biblioteca de historia de la medicina de Stanford, fue muy valiosa para mis investigaciones. Timothy K. Donahue—Bombosch tradujo las cartas de Nietzsche y Lou Salomé que reproduzco. Muchas personas me han aconsejado y me han prestado ayuda: Alan Rinzler, Sara Blackburn, Richard Elman y Leslie Becker. El personal de Basic Books, en especial Jo Ann Miller, me ha dado un gran apoyo; Phoebe Hoss, tanto en éste como en libros anteriores, ha sido una correctora autorizada. Mi mujer, Marilyn, que siempre ha sido mi primera crítica, y también la más puntillosa y despiadada, en este libro se ha superado a si misma, pues no sólo realizó una crítica permanente, desde el primer borrador hasta el último, sino que, además, sugirió el título del libro.

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