El día que Nietzsche lloró (24 page)

Trece

Aquel mismo lunes, durante el viaje a la clínica, Breuer sacó a colación el tema de la reserva total y sugirió que Nietzsche se sentiría más tranquilo si se le admitía con un seudónimo, Eckart Müller, el mismo que había mencionado ante Freud.

—Eckart Müller, Eckkkkkkart Müüüller, Eckart Müüüüüüüller. —Nietzsche, a todas luces de buen humor, canturreó el nombre despacio, en un susurro, como para discernir su melodía—. Es un nombre tan bueno como cualquier otro, supongo. ¿Tiene alguna significación especial? ¿Es, quizá —especuló—, el nombre de algún paciente famoso por su obstinación?

—Sólo es mnemotécnico —respondió Breuer—. Mi método consiste en sustituir las iniciales del nombre del paciente por las letras del alfabeto que las preceden. En su caso, el resultado fue las iniciales E.M. Y Eckart Müller fue el primer E.M. que se me ocurrió, nada más.

—Tal vez algún día un historiador de la medicina escriba un libro sobre los médicos famosos de Viena y se pregunte por qué el distinguido doctor Josef Breuer visitaba con tanta frecuencia a un tal Eckart Müller, un hombre misterioso sin pasado ni futuro.

Era la primera vez que Breuer veía a Nietzsche tan alegre. Era un buen presagio, por lo que Breuer adoptó la misma actitud.

—Y figúrese a los pobres biógrafos de los filósofos del futuro cuando intenten rastrear el paradero del profesor Friedrich Nietzsche durante el mes de diciembre de 1882.

Pocos minutos después, cuando tuvo más tiempo para pensar en el asunto, Breuer empezó a lamentar lo del seudónimo. Tener que dirigirse a Nietzsche por un nombre falso en presencia del personal de la clínica imponía un subterfugio innecesario en una situación que en sí misma ya se caracterizaba por la duplicidad. ¿Por qué había incrementado la carga? Después de todo, Nietzsche no necesitaba la protección de un seudónimo para el tratamiento de la hemicránea, que era una dolencia frecuente. En cualquier caso, el presente arreglo exigía que él, Breuer, corriera con los riesgos y, por consiguiente, era él, y no Nietzsche, quien necesitaba el santuario de la reserva.

El simón entró en el octavo distrito, conocido como Joseftadt, y se detuvo ante la puerta de la clínica Lauzon. El portero, al reconocer a Fischmann, discretamente evitó mirar dentro del coche y corrió a abrir la oscilante verja de hierro. El coche recorrió traqueteando los cien metros de camino adoquinado hasta llegar al pórtico de columnas blancas del edificio central. La clínica Lauzon, una elegante estructura de cuatro plantas, de piedra blanca, alojaba a cuarenta pacientes con problemas neurológicos y psiquiátricos. Había sido construida trescientos años antes como residencia del barón Friedrich Lauzon; por aquel entonces, quedaba inmediatamente fuera de las murallas de Viena, estaba rodeada por sus propios muros y tenía cuadras y cochera propias, así como viviendas para los sirvientes y diez hectáreas de huertos y jardines. Generaciones enteras de jóvenes Lauzon habían nacido y crecido allí, y cazado jabalíes. Al morir el último barón Lauzon y su familia durante la epidemia de fiebres tifoideas de 1858, el patrimonio había pasado al barón Wertheim, un primo lejano, un despilfarrador que raras veces abandonaba su finca de Baviera.

Cuando sus asesores le informaron de que podía librarse de la propiedad transformándola en institución pública, el barón Wertheim había decretado que el edificio sería una clínica de reposo, con la única condición de que su familia recibiera a perpetuidad atención médica gratuita. Se fundó un fideicomiso benéfico y se creó un singular consejo de administración que incluía no sólo a importantes familias vienesas católicas, sino también a dos filantrópicas familias judías, los Gomperz y los Altmann. Si bien el hospital inaugurado en 1860, atendía en especial a los ricos, seis de sus cuarenta camas debían destinarse, según lo especificado a pacientes pobres pero limpios.

Breuer, que representaba a la familia Altmann en el consejo de administración del hospital, destinó una de esas seis camas a Nietzsche. La influencia de Breuer en Lauzon iba más allá de su participación en cuanto miembro del consejo; era, además, el médico personal del director del hospital y de otros miembros de la administración.

Cuando Breuer y su nuevo paciente llegaron a la clínica, fueron recibidos con gran deferencia. Se omitieron los trámites de ingreso e inscripción y el director y la enfermera jefe en persona acompañaron al médico y al paciente por las habitaciones disponibles.

—Demasiado oscuro —dijo Breuer del primer cuarto—. Herr Müller necesita luz para leer y escribir cartas. Busquemos en el lado sur.

La segunda habitación era pequeña, pero luminosa y Nietzsche comentó:

—Ésta está bien. La luz es mucho mejor.

No obstante, Breuer la rechazó con firmeza.

—Demasiado pequeña, nada de aire. ¿Qué más hay?

A Nietzsche también le gustó la tercera habitación.

—Si, ésta es muy agradable.

Pero Breuer tampoco estaba satisfecho.

—Demasiado pública. Muy ruidosa. ¿No hay ninguna lejos del mostrador de las enfermeras?

Al entrar en la habitación siguiente, Nietzsche no aguardó el comentario de Breuer. De inmediato, puso su maletín en el armario, se quitó los zapatos y se acostó en la cama. No hubo discusión, pues Breuer también aprobó aquella estancia luminosa y amplia, situada en una esquina del segundo piso, provista de una gran chimenea y con una vista excelente a los jardines. Los dos hombres admiraron la gran alfombra oriental, de color azul y salmón, un tanto raída pero aún señorial, sin duda un vestigio de días venturosos y saludables en la heredad de los Lauzon. Nietzsche asintió cuando Breuer solicitó un escritorio, lámpara de mesa y una silla cómoda.

En cuanto estuvieron solos, Nietzsche reconoció se había levantado demasiado pronto después del ataque; se sentía fatigado y le estaba volviendo el dolor de cabeza. Sin protestar, accedió a permanecer acostado las veinticuatro horas siguientes. Breuer fue hasta el mostrador de enfermeras del vestíbulo para disponer la medicación paciente: colchicina para el dolor, hidrato de cloral para dormir. Nietzsche se había vuelto tan adicto al cloral que quitárselo requeriría varias semanas.

Cuando Breuer se asomó a la habitación de Nietzsche para despedirse, Nietzsche levantó la cabeza de la almohada y, alzando el vaso de agua que había junto a la cama, propuso un brindis:

—¡Hasta el inicio oficial de nuestro proyecto! Después de un breve descanso, pienso pasar el resto del día ideando una estrategia para el asesoramiento filosófico. Auf Wiedersehen, doctor Breuer.

"¡Una estrategia! Es hora de que yo también piense una estrategia", se dijo Breuer en el coche, de regreso a su casa. Había estado tan concentrado en su objetivo de atrapar a Nietzsche que no se había parado a pensar, ni por un momento, en cómo domesticaría a su presa, ahora alojada en la habitación número 13 de la clínica Lauzon. Mientras el simón traqueteaba, Breuer trataba de concentrarse en su propia estrategia. Todo parecía un lío: no tenía nada que pudiera guiarle, no había precedentes. Tendría que idear un procedimiento nuevo por completo para ese tratamiento. Lo mejor era discutirlo con Sig: era la clase de desafío que encantaría a su joven amigo. Breuer ordenó a Fischmann que se detuviera en el hospital y localizara al doctor Freud.

El Allgemeine Krankenhaus, Hospital General de Viena, donde Freud se preparaba para el ejercicio independiente de la medicina, era una pequeña ciudad. Alojaba a dos mil pacientes y consistía en una docena de edificios cuadrangulares, cada uno de los cuales constituía un departamento separado; contaba con su propio patio y sus muros y se conectaba con los demás a través de un laberinto de túneles subterráneos. Un muro de piedra, de cuatro metros, separaba a toda aquella comunidad del mundo exterior.

Fischmann, familiarizado desde hacía mucho tiempo con los secretos del laberinto, fue en busca de Freud. Unos minutos después, volvió solo.

—El doctor Freud no está. El doctor Hauser ha dicho que se ha ido a su Stammlokal hace una hora.

El café de Freud, el café Landtmann, se hallaba en Franzens—Ring, a unas manzanas del hospital. Allí lo encontró Breuer; su amigo estaba sentado solo a una mesa, tomando café y leyendo una revista literaria francesa. Médicos residentes y estudiantes de medicina frecuentaban aquel café. Aunque menos elegante que el café Griensteidl, al que iba Breuer, estaba suscrito a más de ochenta publicaciones, quizá más que ningún otro café de Viena.

—Sig, vayamos a Demel a tomar un pastel. Tengo cosas interesantes que contarte sobre el profesor que padece migraña.

Freud se puso el abrigo de inmediato. Si bien era un enamorado de la mejor pastelería de Viena, no podía acudir a ella a menos que le invitaran. Diez minutos después, estaban sentados a una tranquila mesa situada en un rincón. Breuer pidió dos cafés, una porción de pastel de chocolate para él y otra de pastel de limón mit Schlag para su amigo. Freud se comió su ración con tanta rapidez que Breuer lo convenció de que cogiera otra del carrito de tres pisos. Cuando Freud hubo devorado una pasta rellena de chocolate y el segundo café, los dos encendieron sendos cigarros. Entonces Breuer le refirió con todo lujo de detalles lo sucedido con Herr Müller desde su última charla: la negativa del profesor a iniciar un tratamiento psicológico, su airada partida, la migraña en mitad de la noche, la extraña visita a la pensión, su sobredosis y peculiar estado inconsciente, la débil y quejumbrosa voz pidiendo ayuda y, por último, el sorprendente trato que había hecho aquella mañana con él en su consultorio.

Mientras Breuer narraba su historia, Freud le escuchaba dirigiéndole una mirada muy intensa y que él ya conocía: Freud no sólo atendía a todo cuanto le estaba contando, sino que lo estaba registrando. Seis meses después, podría reproducir la conversación con total exactitud. Sin embargo, la postura de Freud cambió de forma brusca cuando Breuer describió su propuesta final.

—Josef, ¿que tú le ofreciste QUÉ? ¿Vas a tratar la migraña de este señor Müller y él, a su vez, tratará tu desesperación? ¡No hablas en serio! ¿Qué significa esto?

—Sig, créeme, era la única manera. Si hubiera intentado cualquier otra cosa, ya se habría marchado a Basilea. ¿Recuerdas la excelente estrategia que planeamos? ¿Persuadirlo de que investigara y redujera la tensión? La demolió en cuestión de minutos, elogiando el poder de la tensión. Entonó rapsodias en torno a ella. Dice que lo que no le mata, le hace más fuerte. Pero yo, cuanto más escuchaba y pensaba en sus libros, más convencido estaba de que se considera un médico, no de una persona en particular, sino de toda nuestra cultura.

—De modo que lo atrapaste sugiriéndole que empezara por curar a la civilización occidental a partir de un espécimen individual, a saber, tú, ¿no es así?

—Así es, Sig. ¡Pero primero él me atrapó a mi! O ese homúnculo que, según dices, está activo en cada uno de nosotros, me atrapó con su lastimera súplica de ayuda. Casi bastó para hacerme creer en tus ideas sobre la parte inconsciente de la mente.

Freud sonrió mientras tragaba el humo del cigarro.

—Y ahora que lo has atrapado, ¿cuál es el siguiente paso?

—Lo primero que tenemos que hacer, Sig, es librarnos de la palabra "atrapar". La idea de atrapar a Eckart Müller es incongruente: es como capturar un gorila de quinientos kilos con una red para mariposas.

Freud dedicó a su amigo una amplia sonrisa.

—Si, no hablemos de "atrapar" y tan sólo digamos que lo has llevado a la clínica y que lo verás cada día. ¿Cuál es tu estrategia? Sin duda, él debe de estar ideando una estrategia para ayudarte con tu desesperación, a partir de mañana.

—Si, eso es lo que me dijo. Es probable que en este preciso instante esté trabajando en ello. Así que ya es hora de que yo también trace mi plan, y espero que me puedas ayudar. No lo he meditado, pero la estrategia está clara. Debo persuadirlo de que me ayude, mientras yo, de manera imperceptible, cambio los papeles hasta que vuelva a ser el paciente y yo vuelva a ser el médico.

—Muy bien —convino Freud. Es lo que debe hacerse. —Breuer se maravilló de la habilidad de Freud para mostrarse siempre tan seguro de sí, incluso en situaciones en que no había certeza alguna—. Nuestro hombre espera —prosiguió Freud— ser el médico de tu desesperación. Y esa expectativa debe ser satisfecha. Hagamos nuestros planes, paso a paso. La primera fase, por supuesto, consistirá en convencerlo de tu desesperación. Planeemos esta fase. ¿De qué hablarás?

—No tengo ninguna duda en ese sentido, Sig. Puedo imaginar muchos temas sobre los que discutir.

—Pero, Josef, ¿cómo te las ingeniarás para que resulten creíbles?

Breuer vaciló, preguntándose cuánto podía revelar acerca de sí mismo. —

Es fácil, Sig —contestó sin vacilar—. ¡Lo único que debo hacer es decir la verdad!

Freud lo miró atónito.

—¿La verdad? ¿Qué quieres decir? Tú no estás desesperado. Lo tienes todo. Eres la envidia de todos los médicos de Viena. Toda Europa busca tus servicios. Muchos estudiantes excelentes, como el joven y prometedor doctor Freud, atesoran cada palabra que pronuncias. Tu investigación es importante, tu mujer la más bella y sensible de todo el imperio. ¿Desesperación? ¡Si estás en la cúspide de la vida!

Breuer puso la mano sobre la de Freud.

—¡En la cúspide de la vida! Lo has expresado bien, Sig. ¡La cúspide, la cima del ascenso de la vida! Pero el problema de las cúspides radica en que conducen abajo. Desde la cúspide puedo ver el resto de mis años ante mí. Y el paisaje no me complace. Sólo veo envejecimiento, disminución, me veo como padre, luego como abuelo.

—Pero Josef —la alarma en los ojos de Freud era casi palpable—, ¿cómo puedes decir esas cosas? ¡Yo veo el éxito, no el descenso! ¡Veo seguridad, aclamación, tu nombre relacionado para siempre con dos descubrimientos fisiológicos fundamentales!

Breuer hizo una mueca. ¿Cómo podía reconocer que había apostado su vida entera para acabar descubriendo que la recompensa final no era de su agrado? No, eso era algo que debía guardarse para sí mismo. "Hay cosas que no deben decirse a los jóvenes."

—Permíteme expresarlo de esta manera, Sig. A los cuarenta se sienten cosas sobre la vida que a los veinticinco no se pueden saber.

—Veintiséis. Y casi a punto de cumplir veintisiete.

Breuer se echó a reír.

—Lo siento, Sig, no quería parecer condescendiente. Pero créeme cuando te digo que hay muchas cosas privadas que puedo discutir con Müller. Por ejemplo, hay problemas en mi matrimonio, problemas que prefiero no discutir contigo para que no tengas nada que ocultar a Mathilde y estropear la relación de intimidad que mantienes con ella. Créeme: hay muchas cosas que puedo decirle a Herr Müller y puedo resultar convincente sin necesidad de apartarme de la verdad. ¡Lo que me preocupa es el paso siguiente!

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