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Authors: Alfonso Ussia

Tags: #humor

El diario de Mamá (7 page)

—Margara, parece Edmilzon el día que ze lezionó.

—Perdona, Rodolfo, pero no te soporto.

—A ti te guzta la tralla, y volverá a verme.

—No vuelvo a verte en mi vida.

—Ahí eztá el tazi.

—Pues déjame ya y vuelve a tu piso. Es horrible, Rodolfo.

—¿Tu doló?

—No, tu piso.

—¿Nunca má, Margara?

—Nunca, nunca y nunca. Adiós Rodolfo.

Las tres de la mañana. Ni el Orfidal puede con mi inquietud. Doy vueltas y más vueltas. Ruidos. Me asustan los ruidos nocturnos. Crujen las maderas. Un portazo. Un coche que arranca. Alguien sube por las escaleras. Pasos extraños. Serenidad, Cristian, serenidad. No puede ser un ladrón, pues Miroslav ya lo habría agujereado. Tranquilo, Cristian, tranquilo. Se abre la puerta…

—¡Marsa!

—Hola, mi amor. No me preguntes ahora. Estoy dolorida.

—Mmmmmm.

—Ni mmmmmm ni nada. Mañana te cuento. Tengo un tirón en el costado.

—Claro, si es que…

—Ni claro, ni si es que…

—Hueles a bombero.

—Me voy a dormir al cuarto verde.

—El color encaja perfectamente con tu vida.

—No tengo humor. Mañana te cuento. ¡Ayyy!

Parece que ha vuelto de Afganistán. Me puedo equivocar, pero presiento que el «caso bombero» puede considerarse cerrado. Marsa no es de aguantar dolores físicos. El bombero, seguramente sádico, le ha dado una tunda. Tomás me dijo que tenía aspecto de ruso, y los rusos no se andan con chiquitas. Bueno, ha vuelto, ya está en casa, mañana me va a contar sus peripecias y ya puedo dormir tranquilo. Tranqzzzzzz.

Capítulo 4

Semana Santa. Lunes de Dolores, sobre todo para Marsa. Hay que reconocer que tengo gracia y sentido del humor. Tomás me entra el primer cafelito de la mañana. Está tenso. Quizá alguna mala noticia del príncipe Alexander Mauricius, que se habrá agarrado una cogorza ayer a pesar de su delicada salud y Gertrude le ha contagiado el pesar y la alarma.

—¿Cogorza de Su Alteza?

—Nada de eso, señor. He visto a su mujer, a la señora marquesa, en el cuarto verde. Ha dormido vestida y con la cama sin deshacer.

—No sabes la penita que me da.

—Le diré a María que suba para prestarle ayuda.

—Y que le haga una tortilla de Gelocatil.

—Está usted muy divertido, señor.

—Estoy como soy. A ti, en cambio, te intuyo sombren.

—Ayer por la noche, mantuve una agria conversación con Gertrude. Retrasa hasta mayo su visita.

—Es lógico. No puede dejar a un padre enfermo agarrado a seis jarras de cerveza.

—No es por eso. Su retraso tiene que ver con la investigación que ha iniciado su madre acerca de usted.

—¿De mí?

—De usted, que para ella soy yo.

—¿Qué quiere saber?

—Si sus títulos son fetén, si es verdad que tiene muchísimos millones de euros y otras bobaditas más.

—Pues que investigue. La conclusión será ampliamente positiva.

—Pero no me gusta que desconfíe de mí.

—Si supiera…

—Lo del dinero me conmueve. Para mí, señor marqués, que la Princesa Anna Carlota es una interesada.

—No tengas la menor duda. Te lo he advertido. Esas princesas alemanas y austríacas, desde Sissí, van de mal en peor. Y a partir de los cuarenta, echan culo. Se les reúnen en las posaderas todas las salchichas y los codillos ingeridos en los últimos veinte años. Muy princesas, pero muy culonas. No olvides este detalle. Un tipo como tú, que físicamente no es para tirar cohetes, puede verse ridículo al lado de una rubia de dos metros con un culo como la Maestranza de Ronda.

—De cualquier forma, no puedo evitar que venga.

—Anímala, hombre. En mayo estalla La Jaralera de flores.

—Bueno, bueno. ¿Baño caliente o tibio?

—Tibio, Tomás.

—Se lo preparo inmediatamente.

Lavado, planchado, peinado, afeitado y perfumado bajo al comedor para tomar el segundo café. Éste, con tostaditas y algún cruasán. Renuncio a los huevos fritos con
bacon
porque me he palpado un discreto abultamiento ventral. Se empieza con el discreto abultamiento y se termina como mi primo Moby, el estafador, que supera los ciento cincuenta kilos de peso.

Silbo y tarareo. Me siento feliz y optimista. La lesión muscular de Marsa me ha producido una honda satisfacción. Muero porque cuente los pormenores de su desencuadernación. Paso por el cuarto verde y no se halla. Me asomo al jardín y no la veo. Ahí, vigilando como siempre, el bueno y leal Miroslav.

—Miroslav, buenos días. ¿Has visto a la señora marquesa?

—Se ha marchado con Pepillo a que la vea el doctor. Iba muy herida. ¿Le ha dado leche el señor marqués?

—¡Miroslav! ¿Cómo puedes pensar tamaña atrocidad? Cuando regrese, que aparezca ipso facto en mi despacho.

—A sus órdenes.

Gran tipo. Como antiguo militar, añoraba el uniforme y le he encargado un juego de ellos, de verano e invierno, doméstico y de paseo. El de paseo de invierno produjo una gran sensación en una jura de bandera en Campo Soto. Me invitó el coronel del regimiento, me presenté con Miroslav, a mí me metieron en una segunda fila de las tribunas y Miroslav presidió junto al general el brillante acto castrense. Me contó de regreso a casa que conoció al general en Medjugorje, cuando ambos eran comandantes, y que se hicieron amigos desde el primer momento.

Tomás, más contento. Ha vuelto a hablar con Gertrude y se ha reavivado el amor, que corre por sus venas como límpido arroyuelo. Me invade la cursilería. Desayuno. Abro el periódico y el susto me agarrota. Leo:

EL MARQUÉS DE SOTOANCHO, EN EL PUNTO DE MIRA DEL JUEZ GARZÓN

Así, a cinco columnas. Y un breve texto:

El juez Baltasar Garzón, después de conocer que el marqués de Sotoancho ha vendimiado explotando a un grupo de enanos, ha decidido actuar contra el perverso y lamentable aristócrata, que también está siendo investigado por el Ministerio de Trabajo y la Agencia Tributaria.

No puede ser. Tengo que reaccionar. Me consta que al juez Garzón le encanta cazar. Antes de recibir la citación debo hablar con él. Lo malo es que hasta la berrea en septiembre está abierta la veda. Reclamo a Alcoceba.

—Alcoceba, le voy a dictar una carta. Cuando la firme, se va usted a Sevilla, se sube en el AVE, la lleva en mano a la Audiencia Nacional, le firman un recibo, y se vuelve para aquí. ¿Ha entendido?

—Perfectamente.

—Anote: «Ilmo. Señor Don Baltasar Garzón.» Bueno, póngale «Excelentísimo Señor» aunque sólo sea «Ilustrísimo». Bien, prosigo. «Enterado por los periódicos de su gran afición a cazar, y que comparte con el ministro de Justicia, tengo a bien invitarle a La Jaralera a matar un venado medalla de oro en la próxima berrea. Venga sin el chaquetón, que aquí en septiembre hace un calor de atipa. Deseando que siga metiendo a gente del Partido Popular en la cárcel, porque si usted lo hace significa que estará bien hecho, le saluda con todo cariño y agradecido afecto: Cristian I. Ximénez de Andrada.»

—Puede firmar, señor marqués

—Firmado.

—Procedo a cerrar el sobre.

—No lo babee, Alcoceba. En mano y urgente.

—Como usted mande.

—Miroslav, por favor. Que alguien lleve al señor administrador a Sevilla. Y que parta inmediatamente.

—A sus órdenes, señor.

No me ha parecido oportuno incluir en la invitación al ministro de Justicia. Si hay charlita y ganamos confianza, se lo digo.

Día maravilloso. Una pena que el periódico me lo haya amargado. No obstante, confío en mi estrategia y no es cosa de derrumbarse. En otra ocasión, mi destino hubiera sido la albariza de los juncos, o el puente de los plumbagos o el soto de las oropéndolas. Pero me acucia el desagradable deber de seguir leyendo los apuntes de mi madre. Así que al despacho, y a esperar la vuelta de Marsa, la adúltera lesionada.

8 de diciembre de 1946

Susú, ocho años. Me niego que vaya al colegio. Cree en los Reyes Magos y en casa no hay piojos, ni sarampión. Bussy me dice y me repite que, a este paso, el niño va a ser un marica. De eso, nada. Estudia en casa con un profesor del instituto, don Genaro, que es un santo. Oigo a Bobby Deglané. Donjuán ha escrito un manifiesto contra Franco y me he peleado con mi marido. Pretende que mi Caudillo abandone el poder. Ja, ja, ja. Francia ha cerrado sus fronteras con España, y eso me causa un grave trastorno. No puedo encargar a mis amigas que me compren jabón Lux. En fin, que intentaré pasar el trance como sea. A veces, Dios nos manda un sacrificio y debemos afrontarlo con fe y alegría.

De la última remesa de jabones Lux que me mandó mi amiga Isabel Rezola, sólo me quedan siete. A ver si se abren pronto las fronteras. ¡Franchutes!

Gran sufrimiento el de Mamá, con pocas existencias de jabones Lux. Los recuerdo a la perfección. En España los jabones eran tirando a verdes. El Lagarto para la ropa y el Heno de Pravia para nosotros. Pero el Lux venía en paquetes de diez con diferentes colores. Azul, amarillo, rosa, blanco y naranja. Mamá, para hacerse la inglesa, los llamaba Lax, pero eran Lux y sólo Lux.

Papá, en efecto, era partidario de Don Juan. No muy valiente y decidido, porque en aquellos años ser de Don Juan estaba perseguido como pertenecer al Partido Comunista. Pero con Mamá se atrevía a discutir. No con pasión, pero discutían. Y cuando Mamá se ponía pesada y violenta, Papá trotaba hacia la Casa de los Cazadores y se calzaba a sus palomitas.

8 de noviembre de 1947

Hemos tenido que dar una buena cantidad a don Genaro para que aprobaran en septiembre a Susú, que va un tanto atrasado. Mi primo, Pochito Hendings, elegantísimo, se ha quedado tontito de golpe. El niño de Don Juan y Doña María, Don Juan Carlos, ha hecho la primera comunión. Susú ya tiene nueve años, y creo que ha llegado el momento de prepararlo. Ha venido a España, como si Juera una reina, la fresca de Eva Perón. Una auténtica lagarta. Don Juan sigue con sus manifiestos, y Bussy, defendiéndolos. Creo que me engaña con alguna suripanta. Se casó en Sevilla Cayetanita Alba con Luis Martínez de Irujo, Luis Sotomayor, que es guapísimo. Estuvimos en la boda, claro. Y el 28 de agosto un toro maldito me mató a Manolete. No soy muy aficionada, como lo es Bussy, pero lo de Manolete me llegó al alma.

Se han abierto las fronteras y tengo jabones Lux para hacer un rascacielos. Susú me tiene muy preocupada. No sabe mantener las distancias y trata al servicio de tú a tú. Lo malo es que el servicio le trata también de tú a tú a él, y esto puede terminar como la Revolución francesa, si Dios no lo remedia. Me preocupa mucho el hambre en el mundo. Creo que hay negritos que no comen. Por eso organicé una cuestación complementaria del Domund en casa, con huchas muy graciosas de cabezas de indios, negros y chinos. Recolectamos setecientas siete pesetas. Y he dormido feliz por mi buenísima acción.

Mamá tenía una escala de valores ciertamente discutible. Si entregar al Domund setecientas siete pesetas para paliar el hambre en el mundo lo consideraba una «buenísima acción», ¿qué calificativo habría merecido si en lugar de organizar una cuestación entre roñas hubiese aflojado de su propio bolsillo un millón de pesetas? Mi madre jamás desarrolló su sentido de la caridad. Con setecientas siete pesetas no se alivia el hambre de nadie. No puede haber salido del Purgatorio.

¡Marsa! Pepillo ayuda sus dolientes pasos. Anda doblada con tendencia a estribor. Muevo la mano derecha desde la ventana de mi despacho, a modo de saludo. Ella responde con desgana. Resigno la lectura de los apuntes de Mamá —y los escondo, por si acaso—, y me siento para aguardar su llegada. Para mí, que ha debido de sufrir más que la novia de King Kong cuando éste se la zumbó en la azotea del Empire State. En la película no sale porque de aparecer la escena la película no sería apta para menores, pero mi primo Moby me aseguró que entre King Kong y la rubia hubo tema, y de los gordos. Moby se entera de unas cosas rarísimas. Pasos inseguros en el corredor.

—¿Permiso, mi amor?

—¡Siempre adelante la señora de la casa y de mi corazón! ¿Qué te ha dicho el médico?

—Nada. Que tengo un desgarro muscular leve. En una semana se me habrá curado.

—Cuéntame, que yo haré la oportuna exégesis.

—¿Exe… qué?

—Exégesis, Marsa. La interpretación.

—No tengo nada que contarte. El bombero, que es un animal.

—Pues bien que te gustaba.

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