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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policiaca

El difunto filántropo (11 page)

—Sí, señor.

—¿Cada día?

—Creo que sí, señor. Pero cuando voy a la escuela, no la veo.

—¿A qué hora has llegado hoy?

—¡Hace mucho rato, señor! Después de comer he salido de casa en seguida.

—¿Dónde vives?

—En la casa que se ve allí abajo.

Estaba a una distancia de medio kilómetro, era una casa baja, parecida a una granja.

—¿Esta señora ya estaba allí?

—No, señor.

—¿Cuándo ha llegado?

—¡No lo sé, señor! Pero hace más de dos horas.

—¿Y no se ha movido de aquí?

—No, señor.

—¿Vino en bicicleta?

Maigret sacó del bolsillo una moneda de dos francos y la puso en la mano de la niña, que apretó los dedos sin mirarla quedándose inmóvil en medio del camino, asombrada, mientras el comisario volvía a subir en la bicicleta y se encaminaba al pueblo.

Se detuvo en la Oficina de Correos y redactó un telegrama para París: «Necesito saber urgentemente dónde estaba Enrique Gallet el sábado a las quince horas. Maigret. Sancerre».

* * *

—¡Deja ya eso, muchacho!

—¡Pero usted mismo me dijo que era un asunto urgente, comisario! Además, ya no me duele.

¡Buen muchacho! El médico le había hecho un vendaje tan complicado como si hubiese recibido seis balazos en la cabeza. Las gafas de vidrios brillantes ofrecían un curioso aspecto entre tanta ropa blanca.

Sabiendo que la herida no revestía gravedad, Maigret no se había acordado más de él hasta las siete de la tarde, en que volvía a encontrarle en el mismo lugar que la mañana, con sus placas de cristal, su bujía y su infiernillo de alcohol.

—Veamos, no he vuelto a encontrar nada referente al señor Jacob. Acabo de recomponer una carta, firmada por Clément y dirigida a no sé quién, que habla de ofrecer un regalo a no sé qué príncipe exilado. Hay dos veces la palabra
Óbolo
y una vez la palabra
lealtad
.

—No es de mucho interés.

No era de interés porque, evidentemente, se refería a las estafas de Gallet. El examen de los documentos contenidos en el
dossier
rosa había informado a Maigret sobre este particular, y también algunas llamadas telefónicas a propietarios de Berry y de Cher.

En una época imprecisa, unos tres o cuatro años después de su matrimonio, y sin duda uno o dos años después de la muerte de su suegro, Emilio Gallet había decidido sacar provecho de los viejos papeles del
Sol
que había heredado.

Este periódico, que tiraba un escaso número de ejemplares que estaba reservado casi exclusivamente a sus escasos abonados, a través de los artículos de Préjean mantenía viva, entre algunos campesinos acomodados, la esperanza de ver a un Borbón en el trono de Francia.

Maigret había ojeado la colección del
Sol
y había observado que media página estaba siempre consagrada a listas de suscripciones, tan pronto en favor de una antigua familia arruinada como para fondos de propaganda, o para festejar dignamente un aniversario.

Sin duda fue esto lo que sugirió a Gallet la idea de transformarse en estafador de legitimistas. Conocía sus direcciones, e incluso sabía, a través de estas listas, en qué proporción podía
sablearles
y a qué sentimientos tenía que recurrir para conmover a cada cual en particular.

—¿Es el mismo tipo de letra que ha encontrado antes en los otros papeles?

—El mismo. Mi profesor, el señor Locard, le diría algunas cosas más. Escritura lenta, aplicada, con algunas señales de nerviosismo y de desánimo en los finales de las palabras. Un grafólogo afirmaría sin dudar que el hombre que ha escrito estas palabras estaba enfermo y que lo sabía.

—¡Caramba! ¡Es suficiente, Moers! Puede usted descansar.

Maigret miraba fijamente los dos agujeros de la cortina producidos por los disparos.

—Póngase un momento en el lugar en que estaba antes.

Reprodujo sin dificultad la trayectoria de los balazos.

—Es el mismo ángulo —dijo al fin—. Han disparado desde el mismo lugar, desde lo alto del muro. Pero, ¿qué ruido es éste?

Levantó la cortina y vio en el camino al jardinero, que pasaba un rastrillo entre las altas hierbas y las ortigas.

—¿Qué haces aquí? —preguntó bruscamente Maigret.

—Mi patrón me ha mandado…

—¿Que busques la llave?

—¡Exacto!

—¿Te ha mandado él que buscases por aquí?

—Él también la está buscando, por el parque. La cocinera y el mayordomo buscan por la casa.

Maigret dejó caer la cortina bruscamente y, de nuevo aislado en compañía de Moers, murmuró:

—¡Vaya, vaya! Apuesto a que será él quien encontrará la llave.

—¿Qué llave?

—¡No importa! Sería demasiado largo de explicar. ¿A qué hora ha bajado la cortina?

—Nada más llegar, alrededor de la una y media.

—¿No ha oído ruido de pasos por el camino?

—No he prestado atención. Estaba absorto porque el trabajo que estaba haciendo, que parece tonto, es en realidad muy delicado.

—¡Lo sé, lo sé! De hecho, ¿a quién he hablado yo del señor Jacob? Al jardinero, creo. Y San Hilario, que había salido a pescar, ha vuelto para comer, se ha vestido y se ha ido a jugar su partida de cartas. ¿Está seguro de que todos los demás papeles carbonizados están escritos de puño y letra por el señor Clément?

—¡Completamente seguro!

—En este caso, no tiene interés. Lo único que cuenta es la carta firmada por el señor que habla de numerario, de lunes y que tiene todo el aspecto de reclamar 20.000 francos a fecha fija, amenazando al destinatario con ponerlo en prisión. El crimen tuvo lugar el sábado.

Afuera, el rastrillo chocaba a menudo con una piedra.

—Ni Eleonora ni San Hilario han disparado, pero…

—¡Por fin! —se oyó de repente exclamar al jardinero.

Maigret sonrió satisfecho y levantó la cortina.

—¡Déme! —dijo alargando la mano.

—No esperaba encontrarla aquí.

—¡Dame!

Era la llave, una enorme llave de un modelo que en vano podría buscarse igual entre los anticuarios. Igual que la cerradura, estaba oxidada y tenía algunos arañazos.

—No tienes más que decirle a tu amo que me la has dado. ¡Ve!

—Pero…

—¡Ve y díselo!

Maigret dejó caer la cortina y dejó la llave encima de la mesa.

—Puede decirse que, dejando aparte su oreja, ha sido un día magnífico, ¿no es cierto, Moers? ¡El señor Jacob! ¡La llave! ¡Los dos disparos, y el resto! Bien.

—¡Un telegrama! —anunció el señor Tardivon.

—¿De qué te hablaba, muchacho? —finalizó el comisario después de lanzar una ojeada al telegrama—. En lugar de adelantar, retrocedemos. Escucha esto: «A las tres, Enrique Gallet estaba en casa de su madre en Saint-Fargeau. Todavía está allí a las seis».

—¿Entonces?

—¡Entonces, nada! Solamente nos queda el señor Jacob; es el único que pudo dispararle a usted y, hasta este momento, el señor Jacob es tan inconsistente como una pompa de jabón.

VIII
El señor Jacob

—¡Espera un momento, Aurora! No debes dejar que te vean en este estado.

Y una voz respondió confusamente:

—No lo puedo evitar, Francisca. Esta visita me recuerda la otra, la que recibí hace ocho días. Y en el viaje. No puedes comprender.

—Lo que no puedo llegar a comprender es cómo tienes valor para llorar por semejante hombre, que te ha deshonrado, que te ha mentido durante toda la vida y que lo único bueno que ha hecho por ti ha sido el seguro de vida.

—¡Cállate!

—¡No quiero! Te hacía vivir casi en la miseria jurándote que no ganaba más que dos mil francos al mes. El seguro prueba que al menos ganaba el doble y que te lo ocultaba. Según esto, ¿quién sabe si no ganaba muchísimo más? En mi opinión, creo que este hombre tenía dos casas, una amante y tal vez hijos.

—¡Por Dios, Francisca!

Maigret estaba solo en el saloncito de Saint-Fargeau, en el que había sido introducido por la sirvienta olvidando cerrar la puerta. Las voces de las dos mujeres llegaban hasta él desde el comedor, cuya puerta daba al mismo pasillo que el salón y estaba también abierta.

Los muebles y todos los demás objetos habían recobrado su lugar habitual, y el comisario no podía mirar la mesa de roble sin pensar que, algunos días antes, cubierta por un lienzo negro, soportaba un ataúd y unos cirios.

El cielo estaba gris, el tiempo pesado. Una tempestad había estallado durante la noche, pero se notaba que la atmósfera no estaba completamente descargada.

—¿Por qué tengo que callarme? ¿Acaso crees que esto no me concierne? Soy tu hermana. Jaime está a punto de conseguir una importante situación política. Imagina que la gente se entera de que su cuñado era un estafador.

—Entonces, ¿por qué has venido? Han pasado veinte años sin…

—Sin verte, ¡porque no quería verle a él! ¡Cuando decidiste casarte yo no te oculté mi opinión, ni Jaime tampoco! ¡Cuando una se llama Aurora Préjean, cuando se tiene un cuñado que dirige una de las más importantes tenerías de los Vosgos y otro cuñado que será un día director de un despacho ministerial, no tiene que casarse con un Emilio Gallet! ¡No tienes más que ver el nombre! ¡Y viajante de comercio! Me pregunto cómo nuestro padre pudo dar su consentimiento. Mejor dicho, entre nosotras te diré que creo adivinar lo que pasó. En los últimos años de su vida, nuestro padre no vivía más que para una cosa: hacer salir el periódico costase lo que costase. Gallet tenía algo de dinero. Papá le animó para que participase en el asunto del
Sol
. ¡Atrévete a decir que esto no es verdad! Pero lo inconcebible es que tú, mi hermana, que has recibido la misma educación que yo y que te pareces a mamá, hayas elegido a este ser inútil. ¡No me mires de ese modo! Lo único que pretendo es hacerte comprender que no tienes por qué llorar. ¿Acaso has sido feliz con él? ¡Dime la verdad!

—No lo sé. No puedo decirte.

—¡Confiesa que tenías otras aspiraciones!

—Siempre pensé que Emilio intentaría algo. Yo lo animaba.

—¿Y qué conseguiste? ¡Igual que si le hablases a una piedra! Ni tan sólo sabías si ibas o no a quedar en la miseria cuando él muriese. Porque sin el seguro.

—¡Pero él bien se acordó de dejarme el seguro! —interrumpió lentamente la señora Gallet.

—¡Sólo faltaría! Cualquiera que te oyese creería que le amabas.

—Cállate. El comisario podría oírnos. Tengo que recibirle.

—¿Qué hora es? Voy a acompañarte, porque en el estado en que te encuentras es mejor que no vayas sola. Pero, ¡te lo suplico, Aurora, no estés tan abatida! El comisario creerá que estás complicada en el asunto, que estás afligida porque tienes miedo.

* * *

Maigret tuvo el tiempo justo de retirarse dando un paso atrás. Las dos mujeres entraron con un porte completamente distinto del que cabía esperar según la conversación que el comisario acababa de sorprender.

La señora Gallet estaba tan fría como lo estuvo durante la primera entrevista. En cuanto a su hermana, que era uno o dos años más joven y llevaba los cabellos oxigenados, y el rostro demasiado pintado, parecía tener más carácter y más humos.

—¿Hay alguna novedad, comisario? —preguntó la viuda con cansancio—. Siéntese, se lo ruego.

Le presento a mi hermana, que llegó ayer de Epinal.

—Creo que su esposo es curtidor en Epinal, ¿verdad?

—¡Es propietario de tenerías! —rectificó secamente Francisca.

—No estuvo usted en los funerales, ¿no es cierto? —dijo dirigiéndose a la señora Gallet—. Y es curioso que los periódicos hace unos días hayan dado la noticia de que iba a beneficiarse usted de un seguro de trescientos mil francos.

Hablaba lentamente, mirando de derecha a izquierda con aparente estupidez. Había ido a Saint-Fargeau sin motivo preciso, sólo para aspirar de nuevo el ambiente y rememorar así la imagen del muerto.

—Quisiera hacerle a usted una pregunta —dijo sin mirar a las dos mujeres—. Su marido debía de saber que quedaba usted excluida de su familia a causa de su matrimonio con él.

Fue Francisca quien respondió:

—¡No es cierto, comisario! Al principio lo acogimos entre nosotros. Incluso varias veces mi esposo le aconsejó que buscase el modo de situarse y le ofreció ayuda. No decidimos evitarle hasta que nos dimos cuenta de que nunca pasaría de ser un subalterno, incapaz de esforzarse por nada. Su trato nos hubiese perjudicado.

—¿Y usted, señora? —dijo Maigret dirigiéndose amablemente a la señora Gallet—. ¿Le aconsejó usted que cambiase de profesión? ¿Le reprochó usted que no lo hiciese?

—¡Creo que este asunto pertenece a mi vida privada! ¿Acaso no estaba en mi derecho?

Hacía un momento, cuando Maigret había podido oírla a través de la puerta, se había imaginado a una mujer humanizada por el dolor y que había abandonado esta dignidad desdeñosa que ahora encontraba en ella exactamente igual que el primer día.

—¿Su hijo se llevaba bien con su padre?

Volvió a intervenir la hermana.

—¡Enrique es distinto! ¡Llegará a ser algo! ¡Es un Préjean por más que físicamente se parezca a su padre! Hizo bien al huir de este ambiente cuando tuvo edad para ello. Ha vuelto a reanudar su trabajo esta mañana a pesar de la crisis hepática que ha sufrido esta noche.

Maigret miraba la mesa e intentaba situar a Emilio Gallet en un lugar cualquiera del salón, pero no conseguía imaginarlo, tal vez porque los habitantes de la casa no ponían los pies en él más que cuando recibían alguna visita.

—¿Tiene usted algo que decirme, comisario?

—¡No! Las dejo, señoras. Y siento haberlas molestado. No obstante. Permítame una pregunta: ¿tiene usted alguna fotografía de su esposo durante su estancia en Indochina? Tengo entendido que vivió allí algún tiempo antes de casarse.

—No tengo ninguna. Mi esposo no hablaba casi nunca de ese período de su vida.

—¿Sabe usted qué estudios tenía?

—Era muy instruido. Me acuerdo que discutía a menudo con mi padre sobre autores latinos.

—¿No sabe usted en qué instituto pasó la juventud?

—Todo lo que sé es que procedía de Nantes.

—¡Muchas gracias! Una vez más le ruego que me perdone.

Recogió el sombrero y retrocedió de espaldas hasta el pasillo, sin poder precisar por qué se sentía angustiado cada vez que ponía los pies en esta casa.

—¡Espero que mi nombre no servirá de pasto a los periódicos, comisario! —dijo Francisca con un tono lleno de impertinencia—. Tal vez sepa usted que mi esposo es consejero general. Tiene mucha influencia en los medios gubernamentales, y teniendo en cuenta que usted es un funcionario.

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